DE LOS PAPELES DE ANA MARÍA MAGDALENA

ALGO DE LO QUE TENÍA ESCRITO ANA MARÍA MAGDALENA, LA NIETA DEL PROFESOR ANSÚREZ

1. Aquella vez que estuvo con nosotros don Álvaro Mendoza, que fue un verano hace más de diez años, a mí me habían suspendido en matemáticas, y el abuelo no me dejaba salir por las tardes hasta que anochecía, después de haberme tenido junto a él, en su despacho, mientras él trabajaba, con la esperanza de que yo le imitase. Él lo hacía silenciosamente, lo mismo cuando estaba ante su mesa, metido en sus palabras, que cuando se levantaba a buscar un libro en los anaqueles que caían por la parte donde yo estudiaba. No me era difícil engañarlo, al pobre; siempre lo quise mucho, ya le quería entonces, era lo único que me quedaba en este mundo después del accidente en que murieron mis padres, ¡él era padre y madre para mí, lo fue durante todo el tiempo! Pero nunca me pareció inmoral engañarle un poquito en cosas de escasa monta, como tener escondida una novela y hacerme la estudiosa mientras la estaba leyendo. Es tan vulgar y tan acostumbrado que no vale la pena recordarlo, pero a mí se me viene ahora a la memoria, porque la tarde en que apareció don Álvaro, debió de ser por agosto, yo tenía escondido «Los tres mosqueteros», y como don Álvaro me gustó desde que entró en la biblioteca, me gustó de una manera súbita y sospechosa, el primer hombre que me gustó de verdad, en seguida le cogí rabia, porque yo prefería seguir fingiendo que estudiaba y mirarlo de reojo, y oírle hablar con mi abuelo de palabras y de poetas, mientras en mi regazo se me moría de risa la trigonometría, y la imagen de D’Artagnan, mi héroe hasta aquel momento, mi imposible amado, me la iba robando poco a poco aquel moreno con acento mejicano tan bonito, que no me había hecho casi ni siquiera cuando mi abuelo me llamó junto a él, me cogió por la cintura, y le dijo: «Esta personita la tengo aquí encerrada porque suspendió las matemáticas. Se llama Ana María Magdalena, y todo el mundo dice que es muy bonita, pero, como usted debe saber, a la gente no hay que hacerle mucho caso», y me dio un beso, porque mi abuelo formaba parte de la gente y nunca había dado importancia a ciertas imperfecciones que yo ya sabía de memoria a fuerza de contemplarlas en el espejo, y que procuraba disimular, como la anchura de mi frente, que, como me había dicho un profesor, resultaba intolerable e impropia de una mala estudiante. Era el profesor de Física. El de Latín no opinaba lo mismo, pero el de Latín estaba a punto de jubilarse, y creo que había sido ya profesor de mi abuelo, o poco menos: tenían por lo menos una vieja amistad que le autorizaba a manosearme y a mí me aconsejaba dejarme manosear. Yo esperaba que don Álvaro me mirase y dijese, por lo menos: «A veces, don Fernando, a la gente hay que hacerle caso», pero nada de eso. Me tendió la mano, escuché un «Mucho gusto, señorita», y, aprovechando que mi abuelo miraba a no sé dónde, le hice una mueca a don Álvaro, una mueca suficientemente expresiva, tras de la cual, con una voz almibarada cuya burla tuvo que comprender, les pedí perdón, pero tenía mucho trabajo con mis matemáticas, y volví a mi sitio. «¿Y no será mejor que te vayas al comedor? Allí estarás más sola.» «No pases cuidado, abuelo. Ustedes no me estorban. Cuando estoy con las matemáticas, el resto de la gente, como si no existiera», y regresé a mi rincón, donde fingí meterme en la lectura, pero donde me entregué al odio más feroz hacia don Álvaro y a su contemplación más arrobada. Ellos siguieron hablando de palabras y poetas, ¡caray!, como si no hubiese otra cosa de que hablar en el mundo, y, si la había, era el recuerdo de aquel curso que mi abuelo dio en una universidad norteamericana, donde conoció a don Álvaro, que fue su alumno, y se hicieron amigos. Es una pena que, cuando cumplí los dieciocho años, haya quemado mi diario de niña, porque allí había escritas muchas cosas de don Álvaro, unas buenas y otras malas, y probablemente, si ahora lo pudiera leer, vería claramente cómo, poco a poco, lo fui olvidando: después de haberse marchado, claro; después de haber pasado dos semanas con nosotros, que fueron para mí las más felices y las más desventuradas de mi vida; porque acabó haciéndose mi amigo, pero sólo mi amigo. Me cantaba canciones mejicanas, que me gustaban tanto, y alguna vez me ayudó a descifrar alguna cuestión de matemáticas, que sabía de todo, aquel don Álvaro del diablo. ¡Hasta creía en Dios! Pero cuando se despidió, me dio el beso que se da a una niña, ¡caray, yo ya tenía tetas!, y no fue porque estuviera mi abuelo delante, que no miraba y yo casi le ofrecí los labios, sino por no darme importancia. Después de todo, él debía de tener entonces unos veinticinco años, y yo ya había cumplido quince, esa edad odiosa, aunque todo el mundo me dijera que estaba hecha una mujer. Don Álvaro era el mismo guapo mozo que ahora, aunque me parece que ese color de bronce oscuro era un poco más claro; con los ojos azules, mira tú qué raro, pero él no es un indio del todo, sino que lo es por su madre, o al menos eso es lo que dijo, hablando conmigo y con mi abuelo, aunque no como disculpa, sino lleno de orgullo. Ya entonces, aquel verano, cuando hablaba de su madre, yo no entendía bien lo que decía de ella, y se lo preguntaba después a mi abuelo, y él me respondía: «Es que don Álvaro es poeta, ¿sabes?, y eso que dice de su madre son metáforas.» Pues bien podía decirlas de mí, que me tenía delante: como una boba, tengo de reconocerlo, completamente olvidada de D’Artagnan y de un chico que me ponía los puntos. Llegué a creer que lo más razonable de mi vida sería olvidarlo: me hubiera pasado los años como una tonta, suspirando por su regreso como las mujeres de antes. Fíjate tú, diez años tardó en volver. ¡Pues sí que me hubiera lucido!

De todos modos, nunca le guardé rencor. Muchas veces (más bien alguna vez, no conviene exagerar) intenté recordar cómo era, y, al no conseguirlo, iba al estudio de mi abuelo y contemplaba una cabeza de ídolo azteca, muy misteriosa, que se había traído de no sé dónde, y me fijaba en ella, y creía que, salvo los ojos azules, era igual. De modo que, durante la mayor parte de estos años, la cara de Don Álvaro fue la misma del ídolo, una cabeza de dios menor, probablemente, pero no por eso menos dios. Y todo lo de dios entonces me inquietaba, porque nosotros no creíamos, yo no estoy bautizada, y hablarme de cualquier dios era como mencionarme la habitación de al lado en que me prohibieran entrar. Así que cuando ayer llamaron a la puerta, fui a abrir, y me encontré con él en persona; primero, no le reconocí, pero fue sólo un segundo, lo que tardé en echarme a su cuello, darle un beso bastante descarado y casi gritarle: «¡Miserable! ¡Diez años sin acordarte de nosotros!» No me devolvió el beso, aunque sí el abrazo, y cuando pudo me respondió: «Eso no es cierto. Siempre que le escribí a tu abuelo, te mandé recuerdos.» «Pues ya es raro que mi abuelo se haya olvidado de dármelos todas las veces.» Bueno, mentí un poco porque era necesario: una vez mi abuelo estaba leyendo una carta. Entré yo. «Don Álvaro te envía recuerdos.» No se dio cuenta de que me había estremecido. «¿Don Álvaro? No recuerdo.» «Sí, mujer, aquel muchacho mejicano tan inteligente. Ya está de profesor en una universidad de su país.» «¿De Méjico?», pregunté sin darle importancia. «No. De los Estados Unidos. Él, aunque es mejicano, nació ya dentro de los Estados Unidos. Es lo que allí llaman un chicano.» «¡Ah! ¿Sí?» Le di un beso a mi abuelo, que era a lo que había entrado, y, con el pretexto de buscar un libro, me acerqué al ídolo azteca, y hasta creo que le pasé la mano por la frente, mucho más ancha que la mía. Me pareció, de momento, o al menos así lo sentí yo, que rozaba algo sagrado, pero no lo era, sino todos los recuerdos de don Álvaro, que despertaban sólo por rozar una frente de piedra, una frente colosal, como de dios. Pero esas vastedades, en un hombre, no están mal. Los hombres no tienen por qué ser perfectos.

Mi abuelo no estaba en casa: cosas de la Academia, o así. Mandé a don Álvaro pasar al estudio, lo instalé, le ofrecí whisky, prefirió tinto, le traje el mejor rioja que encontré en la despensa, se lo bebió casi de un trago y me pidió otro: éste se lo tomó con parsimonia, paladeándolo. Y yo me harté de mirarlo mientras contaba lo que había sido su vida durante los últimos diez años: se lo había preguntado para no tener que hablar yo y conservar la libertad de mirarle, y también para averiguar sin preguntárselo si se había casado. Pero de esto no dijo nada, y el resto fueron los aburridos acontecimientos de una carrera de profesor al parecer algo brillante y con un buen porvenir. En el fondo me interesó más el modo que tenía de mover las manos, y cómo en sus facciones no había nada de dios indio, sino sólo el color, y lo guapo que era, más que a los veinticinco años, bastante más, nada petulante, con una especie de melancolía en la voz y en la mirada. No sé por qué pensé en seguida que debía de tener problemas con las mujeres, y para estar más segura le pregunté si la Universidad donde trabajaba está en el Este o en el Oeste, pero después me di cuenta de que era una pregunta tonta, porque tan racistas son en un sitio como en otro. ¡Pues menudas imbéciles! ¡Un tío tan estupendo!

Después me interesé por la razón de su viaje, y me contó la historia de no sé qué escritor desconocido, un tal Uxío Preto, a quien seguía la pista, y que le traían ciertas averiguaciones. Me preguntó si había oído hablar de un tal don Bernardino de Albareda, en otro tiempo bastante conocido, acaso muerto ya, u olvidado. Jamás había oído ese nombre, que se me antojó, de momento, rimbombante, pero lo buscamos en la guía de teléfonos y aparecieron al menos tres; Albareda debe de ser un apellido raro, y dos de ellos abreviaban en una B el nombre propio. Le propuse telefonear al uno y al otro, pero Álvaro prefirió esperar a que llegase el abuelo, a quien, por su edad, suponía más enterado, o al menos más orientado. «Deben de ser de la misma generación, aquella gente magnífica de antes de la guerra.» Yo tenía en mi casa a uno de ellos, pero, como estaba tan cerca, no lo encontraba tan glorioso, sino bastante cascarrabias, y un poco anticuado como hombre de ciencia, según me decían a veces los que me querían mal. Como mi abuelo aún tardaría (era bastante temprano cuando llegó Álvaro), yo no sabía qué hacer, si quedarme con él en casa y dejarle hablar, o invitarle a dar juntos una vuelta y tomar algo. Fue lo que hice, finalmente, por miedo que me dio de quedar con él a solas. Tardé muy poco en darme cuenta de que el olvido había sido un error, y de que hubiera sido mejor cultivar el recuerdo, uno de esos amores románticos y esperanzados, vendrá, no vendrá, aunque desesperados en algunas ocasiones. Por lo pronto, de recordarlo así, de guardarlo en el corazón, me habría evitado la experiencia, tan dolorosa, con Regino, y la más decepcionante aún con Eduardo. ¿Qué hubiera sido preferible, una veinteañera con ilusión, o estar como yo estoy, amargada en el fondo (aunque no me lo confiese): prematuramente, como si tuviera diez años más y ninguna esperanza? Por otra parte, tardé muy pocos minutos en darme cuenta de que no le había olvidado, a Álvaro quiero decir, al menos de esa manera total como cuando se dice de un amor que se ha olvidado: pues renació de pronto como esas olas que parece que se han perdido allá y que ahora tienen prisa por alcanzar la playa antes que sus gemelas, y llegar más arriba y con más fuerza. Pensé en lo que podía suceder, fui prudente y le hablé de cierto salón de té al que acudía gente discreta y en el que se hablaba en voz baja. Me llevó allá, sin dejar de hablar, pero no como un charlatán y un voceras: decía cosas de interés y de sustancia, sobre el país donde vivía y sobre lo que hacía en él. Nombró por primera vez a Ivonne, y a mí me dio un pinchazo no sé dónde, tampoco sé por qué, un pinchazo de celos infundados. Le pregunté quién era. Me dijo que compañera suya en la Universidad, una chica anglofrancesa muy inteligente, que iba a colaborar con él en su trabajo. «¿Es guapa?» Se quedó pensando. «Pues, sí. Creo que sí.» Aquella duda me liberó de una inesperada pesadumbre, pero se me ocurrió el disparate de intentar suplantarla en su colaboración. Como me dijera que Ivonne estaba en Londres y que tardaría en venir al menos unos días, me atreví a proponerle mi ayuda. «Podríamos ir juntos a visitar a ese señor Albareda. Así no perderías el tiempo.» La conversación fue, al principio, bastante fría. ¿Qué me afectaban a mí las cuestiones relativas al señor Uxío Preto, por mucha importancia que Álvaro le diese? Fingí, sin embargo, interés. Y no sé cómo la conversación derivó hacia mí. Probablemente me preguntó qué hacía, y al responderle yo que daba clases, como no podía menos que suceder a la nieta de mi abuelo, se echó a reír, la verdad es que no sé por qué, ya que al fin y al cabo éramos colegas, y yo hacía más o menos lo mismo que Ivonne, aunque no me interesase científicamente en escritores desconocidos. «¿Por qué no te has casado?», dijo, de súbito; y debió de parecerle que la pregunta era algo impertinente, o tal vez demasiado brusca, porque añadió en seguida: «Bueno. Tengo la impresión de que estás soltera, aunque, a lo mejor, me equivoco.» «No. No te equivocas, o quizá sí, porque estoy soltera y no lo estoy. No sé si decirte que me anularon el matrimonio, o que me divorcié.» No dijo nada.

Creí que era muy pronto para darle explicaciones o hacerle confidencias. Deseaba, sin embargo, que llegase el momento en que, por lealtad, le hablase con detalle de Regino y de Eduardo. Le supuse, no sé por qué, un hombre de mentalidad moderna, que estima más la sinceridad que la pureza, pero la ocasión no había llegado, ni podía conjeturar si llegaría, aunque yo lo desease. Procuré, sin embargo, no cambiar de tema, y, así, cuando ya se escapaba, lo agarré por la cola. «Y, de estas cosas del amor, ¿tú que piensas? Porque también deduzco que estás soltero, o, al menos, que no tienes una mujer fija.» No me dijo ni que sí ni que no, pero no escabulló el bulto al tema, aunque lo tratase de manera abstracta: lo más lejos posible de un «nosotros». Tampoco de sus amores, sino del amor. No estaba muy conforme con las costumbres libres de los jóvenes de su país. «Aunque fuese difícil vivir al margen.» Tenía sobre el sexo y el amor ideas serias aunque no dijo cuáles. Le pregunté si era partidario del matrimonio, y esquivó la respuesta. No sé por qué pensé en aquel momento que, a lo mejor, pertenecía a alguna de esas sectas americanas que profesan ideas raras sobre la mayor parte de las cosas. ¿Si sería mormón? Recordé que mi abuelo, una vez, me había contado que, en los Estados Unidos, conociera a una pareja de profesores excelentes, que lo eran: mormones completamente en serio, y a mí me costaba muy caro comprenderlo: que fuesen mormones o que tuvieran una religión cualquiera. A mí, desde niña, me han imbuido en la idea de que la gente inteligente, cierta clase de gente a la que pertenezco por herencia y por educación, no cree en esas cosas y hasta se ríe de ellas para sus adentros; pero, la verdad, a veces se lleva una cada chasco… Mira tú que si Álvaro me saliera con que era católico, o Adventista del Séptimo día, ¿qué sé yo?, aunque, por el aspecto no lo pareciese. Seguía hablando del amor, en voz bastante baja, y sin mirarme; en realidad con la mirada perdida, como si hablase al fuego o al destino, y a mí me pasaba por las mientes ideas descabelladas: si no mormón, a lo mejor bonzo, o místico de cualquier clase. Lo que iba diciendo del amor más parecía de lo que se lee en los libros que lo que se siente en realidad, que lo que se vive: eran ideas sublimes, probablemente, de modo que, sin darme cuenta, me sentí distante, como si fuera un conferenciante y yo formase parte del auditorio. Pero con un deseo vehemente de irle desabrochando la camisa y acariciarle el pecho…

Cuando llegamos a casa, ya había regresado mi abuelo. Álvaro se quedó a cenar, y yo me las compuse para permanecer en un segundo término cómodo, para observar más que participar. Por lo pronto, Álvaro parecía otro hombre, más natural, más próximo, pero también menos importante, nada sublime: como a mí me gustaba. Durante la cena se habló de Universidades, de sabios que ellos conocían y de sus sabidurías. En alguna ocasión, mi abuelo parecía sorprenderse de algo dicho por Álvaro, y pedía explicaciones o informes: como se repitiera varias veces, deduje que el pobre iba quedando, en efecto, anticuado, y que tenían razón los que me lo decían; pero le busqué en seguida una disculpa en su edad y en algunos achaques, y en que quizá no sea tan importante estar al día como algunos se creen, Álvaro por ejemplo. La verdad es que mi abuelo había sido importante, ya no lo era, y no pasará a la Historia como uno de los grandes de la Lingüística; pero yo lo quiero mucho. Cuando me hube hartado de escucharlos, aproveché no sé qué pausa para recordar el nombre de Albareda y sugerirle a Álvaro que refiriese al abuelo la razón de su venida. Mi abuelo, más o menos como yo, jamás había oído el nombre de Uxío Preto, pero sí el de aquel don Bernardino: «Tiene que ser el mismo, dijo; un segundón de aquéllos de antes de la guerra, que se quedó en España y fue poco a poco oscureciendo. No sé si vive o ha muerto, pero eso lo voy a averiguar pronto.» Se levantó y fue al teléfono. Quedamos solos Álvaro y yo. No sé por qué, lo encontré triste, como un repente de tristeza, sin causa que yo pudiera al menos conjeturar, pero podía tratarse de una apariencia. En un momento me dijo: «Te he dado buena lata esta tarde, con eso del amor, ¿eh?» Entraba ya mi abuelo y no pude responderle. Mi abuelo traía buenas noticias. Albareda había sobrevivido a las catástrofes. Tenía un piso en Madrid, era uno de los que figuraban en la lista de teléfonos. «Voy a llamarle. No creo que me haya olvidado.» Volvió a salir, el pobre, ya arrastraba un poco los pies. Aproveché la ocasión. «No me has dado la lata —le dije a Álvaro—, pero me pregunto si todo cuanto me has dicho es una teoría o un sueño.» «Necesito tiempo para decírtelo, que mejor será que te lo explique mañana.» Abuelo regresó muy contento. «Cuando Albareda oyó que un profesor americano quería hablar con él, se le alegró la voz cascada que tiene. Mañana te recibirá, a la hora del café, las tres y media más o menos.» «¿Y podría ir yo con Álvaro?» Mi abuelo me miró bastante sorprendido.

2. Don Bernardino hablaba como una carraca estropeada, todo seguido, silabeando sin inflexiones ni cadencias. Si hay voces de metal, la suya parecía salir de un artilugio de madera apolillada, sin vibraciones ya; y tenía de curioso en la suya que no se esperaba de aquel corpachón decrépito, un gordo que lo había sido más, y a quien caía la carne fláccida debajo de los ojos, en las mejillas, en el cuello, alrededor de las muñecas, como si fueran postizos superpuestos a riesgo de caerse. Por el color parecía maquillado, y, las mejillas, dos cartones sin vida. Encima, una corona de cabello rojizo alrededor de una calva mate. Vestía una bata gris, apretada con un cinturón de cuero, una bata gastada, triste, de ese modo que son tristes ciertas prendas: lo sería colgada de una percha. La casa olía a limpia y lo estaba, cada cosa en su sitio, si no eran los papeles que se amontonaban en varios lugares del comedor, donde también había anaqueles de libros y algunas fotografías. Todo esto lo pude ver desde la puerta, mientras el viejo dudaba si darme la mano antes que a Álvaro, a quien miraba, sorprendido seguramente por la estatura y el color, y la voz cadenciosa con que lo saludó. No dejaba de mirarlo, aunque retenía mi mano entre las suyas grandotas: no sé por qué, yo creo que por torpeza de la sorpresa, pues seguramente esperaba un gringo. Pero hubo momentos en la entrevista en que se mostró espabilado, de buena memoria y de clara mala intención. «Sí, sí, yo fui durante mucho tiempo el superviviente, el representante de los grandes. Todos erais mis amigos… por ahí están sus libros, dedicados. Alce la mano y coja ése, es de Rafael. Y en aquella fotografía estoy con Federico y con Pablo, véala usted, a mí todavía se me puede reconocer, a pesar de los años, yo estaba muy delgado. Mire, mire esa otra, fue cuando el estreno de Yerma, yo soy ese que asoma la cabeza, ése, fíjese bien… Detrás de Margarita, justamente…» «Me las hicieron pasar moradas, me lo puede creer, aquellos miserables resentidos… No llegué a tiempo para emigrar… ¿Sabe usted lo que es verse de pronto rodeado de fusiles enemigos, gentes que vociferan y le obligan a uno a vociferar a coro consignas en las que no se cree? Un insulto a la dignidad humana, repetido un día y otro, en la calle, en el tranvía, en la cola del mercado. Pero, ya ve, no me metieron en la cárcel, eso tengo que decirlo. Se conoce que me encontraron insignificante o alguien veló por mí, esto es lo más probable, porque entre ellos también había amigos camuflados. ¡Qué horrible palabra!, ¿verdad? Entonces se usaba mucho… Me depuraron de mi destino en el Ministerio, lo tenía por oposición. Total, cuatro meses que duró el expediente, y, después, nada. Yo debía de haberme ofendido, porque fue un verdadero desprecio. En la cárcel, y con una condena a muerte a las espaldas, hubo mucha gente que no había hecho ni la mitad que yo, que no había hecho nada. Yo anduve metido en lo de los Escritores antifascistas… Los miserables… Ni para bien ni para mal me hicieron caso… claro que gracias a eso pude tener mi tertulia, y dirigir una revista… No lo saben ustedes, ya pasó mucho tiempo, los tiempos han cambiado, ya no es lo mismo. Como superviviente, la gente me rodeaba, me preguntaba… Fui el verdadero puente entre el pasado y lo que vino después, un puente ahora destruido… Pero no fueron malos, en cierto modo, aquellos años. Gentes de América, profesores como usted, venían a verme y me traían recuerdos, de don Pedro, de don Jorge, recuerdos muy expresivos. “Que está usted haciéndolo muy bien, don Bernardino, que todos se lo agradecen”, don Pedro, don Jorge, don Américo… Alguno de ellos ha vuelto, ha pasado por aquí, ahí, en ese sillón donde está usted, señorita, estuvo don Jorge varias veces, antes de que volviesen a echarlo… Los cabrones, perdóneme la palabra, yo soy de los de antes, de los buenos, no como esta gente de ahora, que dice palabrotas delante de las señoras. Yo soy ácrata y ateo, pero lo cortés no quita lo valiente…»

Tacatá, tacatá, como una máquina incurable, sin puntos ni comas, sin matices, todo seguido como una voz que saliese de un robot. ¡Y daba tal pena verlo, tan caído el pellejo debajo de unos ojillos verdes vivarachos aún! En aquel comedor tan limpio, pero vulgar…

Nos había puesto el café una mujer pequeñita, color de mosca, que se movía sin hacer ruido, con el cabello atado en un moño bajo, como se llevaba antes. El poco tiempo que pude verle el rostro me bastó para comprender que alguna vez había sido guapa, quizá guapota, lista seguramente, mostraba serlo en el modo eficaz de moverse, en el susurro que era su voz, pero no creo que ni don Pedro ni don Jorge le hubieran mandado jamás saludos, porque no parecía haber sido artista, ni de la clase intelectual, ni nadie de aquellas mujeres que se movían alrededor de los que don Bernardino llamaba repetidamente Aquellos Grandes, sino quizás una menestrala o una empleada… ¡Vaya usted a averiguar ante qué restos de una historia de amor nos encontrábamos! «Pues nosotros veníamos…» Álvaro intentaba encajar sus preguntas por algún resquicio de aquel monólogo monótono. Don Bernardino había pasado a hablar de su obra: «Yo tengo un poema en “Carmen”, de mi época creacionista, y en “Litoral”, ya en tiempos posteriores. También en otras revistas de provincias, ya sabe usted, en todas partes se editaban revistas deslumbrantes y efímeras, dos o tres números, y de todas le pedían a uno cosas… Pero yo abandoné pronto la poesía pura, y aquella sarta de zarandajas. Me interesaba más la prosa comprometida, colaborar con ella en la demolición de aquel mundo. Y ya ven…» Tacatá, tacatá, como una lección repetida por un gramófono de los de trompa. Se interrumpió para pedir que nos sirvieran más café y la mujer silenciosa y menuda reapareció, discreta, insignificante, eficaz…

No hablé del tapetillo verde que cubría la mesa, de la lámpara de flecos y tulipas, de los sillones, restos cada uno de tresillos antiguos…

Lo curioso fue que Albareda calló de repente, como si se le hubiera agotado la cuerda, y, después de mirarnos, primero a Álvaro, después a mí, a Álvaro otra vez, nos dijo: «Bueno, pues ustedes dirán.» Álvaro monologó también, parece que en aquella casa sólo se hablaba por monólogos. Y el viejo le escuchaba quieto, a veces se limpiaba una lágrima rojiza que resbalaba un momento por el escaso espacio que le dejaban las arrugas. «Uxío Preto, no lo recuerdo, no sé, quizás… ¿Uxío Preto? ¿Y cómo dice que se llama ese libro?» Álvaro sacó de la cartera un ejemplar de la «Autobiografía» y me lo pasó para que yo se lo entregase al viejo, que me quedaba cerca, casi a mi lado. Don Bernardino lo miró y remiró, dio vueltas al volumen. «De este libro no habló a nadie, ¿verdad? Yo no recuerdo haber leído… Por mucho que me quieran olvidar, estoy al tanto de lo que se publica. Y algunos autores jóvenes me envían sus libros. Ahí tiene usted… ¿Y es de este año, esta “Autobiografía”? ¡Pues ya es raro! “Autobiografía póstuma.” Es la primera noticia…» Quedó con la mano en el aire y el libro en ella. «¿Y dice usted que se habla aquí de mí? ¿Con mi nombre?» «En lo que el autor titula “El capítulo gamma”. Le menciona por un mote varias veces. Todos los indicios le señalan a usted.» «Me gustaría leerlo.» Por el modo como miró a Álvaro, éste se sintió interrogado y a la vez suplicado. «Sí, se lo puedo prestar para que lea ese capítulo, y hasta regalarle el volumen, si lo desea. Todavía se encuentra en algunas librerías.» «Sí. Lo leería, si no es más que un capítulo, y ustedes podrían volver…» «Cuando usted quiera.» «Mañana. ¿Por qué no? Si no es más que un capítulo… Podrían volver mañana. Ya sabría a qué atenerme. Porque ese nombre… ¿Saben que me dice algo, pero no recuerdo qué? Un nombre peregrino.»

Habíamos estado sentados alrededor de la mesa del comedor, en tres sillones distintos. El de don Bernardino, alto, oscuro, con esa pomposidad de los que se llaman frailunos. Yo, en un butacón de los de moda por la década de los veinte, cuando el dueño de la casa escribía versos creacionistas: un sillón en que mi cuerpo se hallaba muy hundido, con las rodillas a la altura de la barba. Y Álvaro, a mi derecha en una silla de las de comedor, con brazos. Mientras oía el tableteo verbal del viejo, había contemplado la lámpara. Los abalorios eran rojos, verdes y blancos, y componían una cenefa. Cuando alguien caminaba por el piso de arriba, se estremecían y bailaban un poco.

«Les espero a tomar café mañana: sólo café, como hoy. Mis medios no me permiten otros lujos, ni siquiera un poco de peleón, que lo tomo los domingos en la taberna de enfrente, como mi único desliz alcohólico. Vivo estrechamente, al céntimo y al día, con todo calculado. Café sí, ya lo vieron. No un despilfarro sino una necesidad. Durante muchos años denosté de mi empleo en el Ministerio, pero, ya ve, ahora vivo una vejez tranquila, aunque apretada, merced al retiro. Pertenezco a la corporación triste, la tercera parte del país, que se llama de las clases pasivas, pero aguanto, por mucho que les pese a mis enemigos. También a ellos les llegará la hora. Ya he cumplido los ochenta. Y, a lo mejor, ¿quién sabe…?» No sé a qué se quería referir con aquella interrogación final, pisando los umbrales de la puerta, después de haberle dado la mano a Álvaro antes que a mí, quizá para compensar su primera duda, su primera decisión.

—Mañana —le dije a Álvaro— podríamos traerle de regalo algún licor. Casi nos lo ha pedido. ¿Estaría bien coñac?

No nos pusimos de acuerdo, o, mejor dicho, no se puso de acuerdo Álvaro consigo mismo, porque si hallaba razones para que el regalo fuese coñac, las hallaba también para que fuese de aguardiente, sobre todo un anís seco; pero también podría haberlas para rechazarlo y pensar en una bebida más suave y generosa, como un jerez, si bien sea cierto que el jerez es una bebida aperitiva, no de las que se toman con el café. Álvaro me confesó que no bebía más que vino, y que su ignorancia de los licores era absoluta, y que nada de lo que había dicho lo sabía por experiencia, sino de oídas. A mí, el ejemplo de mi abuelo no me servía, porque era abstemio desde su viudez. Esto le sorprendió a Álvaro, y me preguntó si podía interpretarse como sacrificio de intención religiosa. «¡Oh, no, no lo creo! En mi casa nunca fuimos creyentes. Puede que exista relación entre una cosa y otra, pero puede también que no. Las razones por las que un hombre maduro renuncia al vino en las comidas son incontables, pero en cualquier caso, considero que carecen de interés.» Aquella desviación no llevaba a parte alguna. Álvaro intentó volver a la discusión del licor, y digo «discusión» olvidando el añadido de «consigo mismo»; pero yo, durante la entrevista con Albareda, había concebido un proyecto y no vi más motivos para no ponerlo en práctica que mis propios sentimientos, pero como indirectamente a mis sentimientos se refiriese, era lógico decírselo: «Esta tarde no puedo acompañarte. Tengo pendiente un trabajo del colegio, ya estoy algo retrasada. Necesito unas cuantas horas, y las de esta tarde son las últimas de que dispongo. Mañana comerás otra vez con nosotros, y, después, iremos juntos a la visita de don Bernardino. No me gustaría perderla.» Malditas las ganas que tenía de abandonarlo en medio de Madrid, estando como estaba especialmente guapo, pero no le vendrían mal unas horas solitarias que acaso le permitieran comprender el encanto de mi compañía. Nos dimos la mano como dos buenos chicos.

Al mediodía siguiente, cuando llegué a casa, ya me esperaba: solo, en la biblioteca, con un libro en el regazo que no leía. Mi abuelo también había salido, y cuando la chica me dio recado de que no vendría a comer, me alegré y me disgusté al mismo tiempo. Tenía miedo de mí misma. La noche anterior apenas si había dormido, la había pasado pensando en toda clase de disparates cuyo tema y cuyo objeto (a veces cuya víctima) era Álvaro. Aunque las cosas de nuestros tiempos transcurren más rápidamente que en otros, lo cierto era que Álvaro había entrado por segunda vez en mi vida hacía dos días apenas, y aunque en mi caso lloviese sobre mojado, no me atrevía a pensar que, diez años antes, le hubiera causado una impresión semejante, porque, de ser así, lo habría manifestado de algún modo. Habíamos hablado de amor, era cierto, pero no del nuestro, lo que cambia bastante la situación. Cualquier hombre medianamente espabilado puede sostener con una muchacha una conversación como la nuestra de dos tardes atrás sin que esto signifique compromiso, ni siquiera inclinación, sino mera cortesía o un modo de pasar el tiempo. Por otra parte, y esto no se me había ocurrido hasta el momento en que procuraba borrar de mis mejillas el recuerdo de la mala noche pasada, Álvaro respetaba a mi abuelo y, probablemente, era incapaz de poner los ojos en su nieta sin un sentimiento profundo que lo justificase y unas honradas intenciones, como se decía antes. Había, pues, mil razones que me aconsejaban la prudencia. Además, ¿qué sabía yo de la opinión de Álvaro sobre las muchachas más o menos desenvueltas, aunque, en mi caso, un matrimonio absurdo y un divorcio justificasen mis mínimas desenvolturas? Un error por mi parte podía hacerme desgraciada.

—¿Qué tal lo pasaste ayer?

—Me aburrí, claro. ¿Y tú?

—Trabajé hasta las tantas. ¿No ves qué ojeras tengo?

—Pero no te sientan mal. Te dan, ¿cómo te lo diría?, gravedad.

—¿Es que me encuentras frívola?

—No, no es eso. Cuando dije gravedad quise decir gravedad dramática. Como si te sucediese algo importante.

Hice un mohín cualquiera.

—Sólo cansancio y un sueño enorme.

Se levantó casi de un salto. Tuvo que ser una ilusión, si no un deseo, pero me pareció ver el movimiento de sus músculos al levantarse.

—¿Y no será mejor que te duermas? Yo puedo comer por ahí…

—¡No, no, de ninguna manera! ¡No renuncio a la visita al señor Albareda! (¡No renuncio a estar contigo toda esta tarde!; debía de haberle dicho.) Lo del sueño se arregla con más café. Lo tomamos aquí, y, después, allá…

—Por cierto —me interrumpió—, me decidí finalmente por el anís. Un chinchón seco. Me aseguraron que eso no hace daño a nadie.

Me entró de pronto la prisa de sentarme a la mesa. Lo hice frente a él, no a su lado, como los días anteriores: me senté en el sillón del abuelo, presidí el almuerzo; hice algunas tonterías más, a veces adrede: otras, por no saber qué hacer. Lo mismo era dueña de mí misma que perdía los estribos: y todo eso debajo de la vulgaridad de unos actos acostumbrados. «Pásame la sal.» «¿Quieres más ensalada?» «¡Enriqueta, sírvele al señor más agua!» A veces le observaba, y me pareció hallarle más preocupado con tendencia a ensimismarse. Hubo un momento en que creí que aceptaba naturalmente todas aquellas vulgaridades porque era vulgar. Rectifiqué inmediatamente: si aún no había llegado a saber cómo sería de verdad por dentro, lo de fuera, entre lo visto y lo conjeturado, me complacía.

—¿Qué te parece si esta tarde, después de la visita, vamos a darnos un chapuzón? En la piscina de mi club se está muy bien a esas horas.

—No traje bañador.

—¡Compramos uno en cualquier parte! ¿Sabes nadar?

—Sí, claro, naturalmente, lo hago bastante bien.

—Pues yo no lo hago mal.

Me subía el contento desde alguna parte secreta. ¡Había sido una gran ocurrencia, lo del baño! Empecé a mirarle y a despojarle de la ropa. Sólo un momento, una ocurrencia inmediatamente rectificada: me hubiera perturbado, de continuar.

—Tomamos un café, ahora. Me hace verdadera falta espabilarme un poco. Tengo la impresión de no haber dicho más que trivialidades durante la comida…

—Pero acabas de tener una gran idea.

¿Debía de interpretarlo como ganas que tuviera de verme en bañador?

3. La ametralladora de palo podre se disparó nada más abrir la puerta. Traía el rostro alterado, y daba la impresión de que las piezas de que estaba compuesto se caerían de un momento a otro. El tono, sin embargo, de sus palabras, no manifestó pasión. Dijo «Ese señor Uxío Preto fue un miserable» con la misma objetividad que si nos hubiera comunicado el parte meteorológico. Álvaro le tendía la botella, y él la cogió, en tanto que repetía: «Un miserable, un mentiroso y un ladrón.» Había desenvuelto la botella. «¿Chincón seco? ¿Cómo lo adivinó usted? Es lo que más me gusta. ¿Sabe con qué dolor renuncié al gusto de catarlo? Un placer exquisito, verdaderamente gratificante, de los pocos compatibles con mi edad.» Remiró la botella. «¡Y acertó con la marca!» Nos empujó hacia adentro: ni siquiera entonaba las interrogaciones.

Sólo estaba encendida la luz del centro, que se volcaba entera sobre el tapete y alumbraba las manos de los que nos habíamos sentado: las grandotas y lentas de Albareda; las quietas, sutiles, de Álvaro; las mías. Don Bernardino se había situado no a mi lado, como ayer, sino enfrente, más cerca de Álvaro. Y hacia él se dirigía, desde la penumbra donde había quedado su cabeza. Yo no veía más que el bulto. Las manos empezaron a moverse, como preparación del discurso, pero escuché un roce detrás de mí, y la taza de café apareció en la mesa. Vi cómo el brazo de la mujer silenciosa se lo servía también a los dos hombres, y cómo don Bernardino la atraía hacia sí, a la mujer, y le decía algo al oído. La mujer salió y volvió en seguida con tres copas.

—A mí no, se lo ruego. Yo no bebo licores.

—Lo han tomado demasiado en serio, ustedes, los americanos, eso de la ley seca.

—No es la ley seca, señor. Esa ley ya no existe. Es que soy casi abstemio, lo he sido siempre. Uno de mis defectos.

El brazo de Albareda, cargado de la botella, planeó sobre la mesa y me sirvió el chinchón. Don Bernardino se había incorporado con cierta lentitud esforzada, como una sombra grande e insegura.

—Usted sí, ¿verdad, señorita? Usted es probablemente madrileña.

—Sí, claro, lo soy. —Se sentó pesadamente, sorbió un poco del anís, lo paladeó.

—Ya se lo dije antes. Un miserable, mentiroso y ladrón.

Y se quedó mirando a Álvaro, o al menos eso me pareció. Quieto, como esperando respuesta.

—Yo no lo sé, señor. Yo no lo conocí ni sé nada de él, más de lo que dice ese libro.

—Mentiras, calumnias, fantasías. ¿Usted fuma, señorita? ¿Quizá negro? Se me acabó el tabaco, y este licor pide su compañía.

Bueno. Le di un cigarrillo y dejé el paquete encima de la mesa, con ánimo de olvidarlo. Le pasé fuego. Después de la bocanada, crispó los puños.

—Señor Mendoza, ha hecho usted bien en venir a verme si quiere conocer un poco de la verdad, porque la verdad entera nunca está a nuestro alcance; pero ha perdido el tiempo si busca pruebas. Carezco de ellas. Tendrá que elegir entre lo que el libro miente o lo que pueda mentir yo. Se impone un acto de fe en mi persona o en el texto de ese villano. Le digo que sí, que conocí a Uxío Preto, ahora lo recuerdo bien. Me doy cuenta perfecta, sin embargo, de que puede usted pensar: «Ayer no se acordaba. Hoy, después de haber leído el libro, sí.» No conviene olvidar que los datos contenidos aquí bastan para organizar una mentira que parezca un recuerdo. Lo admito, lo admito. Tiene usted que correr el riesgo.

Volvió a beber. Dio una chupada al cigarrillo. Había prescindido de mi presencia: Álvaro era el espectador. Y se miraban a través de la penumbra, no sé si se buscaban las miradas.

—Le recibí alterado, tiene usted que haberse dado cuenta. Lo estoy aún, indignado, pero la indignación puedo fingirla. Se lo repito: tiene usted que correr ese riesgo.

—Lo correré, señor, estoy dispuesto. Lo correré con mucho gusto.

—Si le digo que Uxío Preto fue un tipejo, se dará cuenta de que esa palabra no figura en el libro. Un verdadero muerto de hambre. Se arrimaba a nosotros a ver si a alguien le sobraba un cigarrillo. Tenía un aspecto gris, desvaído. Carecía de personalidad. Sólo abría la boca para decir sandeces, trivialidades o inconveniencias. Alguna vez llegamos a pedirle que se fuera, pero él volvía, como un perro apaleado; y se marchaba sin pagar el café. Llegamos a sospechar si sería un soplón, que mendigaba unos duros de la Policía por irle con el cuento de lo que se contaba en mi tertulia. Cuando él estaba, teníamos cuidado con las palabras. ¿Verdad que comprende usted que una persona así sólo albergue en su corazón resentimiento?

Álvaro tartamudeó algo así como «Por lo menos es verosímil». Entonces, Albareda dio un puñetazo en la mesa. Las copas, que eran de base ancha, no pasaron de un ligero tambaleo, pero él agarró rápidamente la suya con la mano antes crispada. Se esperaría una voz tremolante y alzada, pero la suya no se alteró, ni siquiera esta vez, ni en ninguna de las ocasiones dramáticas que siguieron. Era desesperante escuchar aquellas contradicciones entre el concepto de las palabras y el modo de pronunciarlas. Confiaba a sus manos la expresión del dramatismo, de la indignación. Sobre las manos mantenía el dominio, aunque un poco lento, y sus movimientos compensaban la inexpresividad de su voz. Es lo que más recuerdo de aquella entrevista, lo que me quedó como una sensación persistente.

—Insinúa que yo era confidente de la Policía y bujarrón. Caballero, ¿cree usted en mi palabra? Porque, si no cree, ¿de qué vale que le diga que es mentira, que yo no fui traidor ni bujarrón?

—Le creo, señor. Hemos venido aquí para creerle.

—Entonces escuche lo relativo a María Elena. María Elena Jiménez Heredia, ¿sabe usted? Ése fue su nombre completo. Una gitana de la cabeza a los pies, bravía, guapa, aunque malencarada, con un gesto de disgusto permanente que le destruía la belleza: ya sabe usted, esa mueca de las mujeres insatisfechas… Y muy mediocre como bailarina. ¡Uxío Preto la idealiza! Menos mal que algo me hizo reír, de esa sarta de sandeces. Hace creer que bailaba por geometría. Mire: lo que dice de sus bailes me llevó a recordar aquello de Quevedo y de su contrincante, Pacheco, aquel que se batía por figuras. ¿Habrá disparate mayor? El flamenco no es, no puede ser ni lo fue nunca, como dice ese imbécil. El flamenco es instinto e impulso primitivo, lo más opuesto a la geometría. María Elena bailaba de ese modo: con fuerza, pero mediocremente, sin belleza. Tenía pasión, carecía de arte. No fue una gran bailarina, nadie la tuvo nunca como tal.

Se rió un poquito, y su risa no era de palo carcomido, como su voz, sino de algo como cristal. Pareció la risa de un niño.

—Era muy puta. —Me miró y me pidió perdón—. En eso no miente Uxío Preto, pero aun así se equivoca. La imagen que nos da es la de eso que ahora llaman una mujer liberada, pero María Elena no lo fue, sino la esclava de su cuerpo, de su rijosidad jamás satisfecha. Yo la llevé a la cama alguna vez, pero acabó dándome asco. Era puro sexo, nada más que sexo, lo tenía en todo el cuerpo y bailaba con él, una mujer incapaz de transformar en arte su lujuria. Es natural que, a una mujer así, capaz de embaularse a un batallón, la haya contratado un gobierno extranjero para echarla de pasto a sus soldados. ¿A quién se le ocurrió emparejarla con Leslie Howard? El Destino no distingue de matices. Leslie Howard era todo inteligencia y sensibilidad. Ustedes no pueden recordarlo.

Tuve una ocasión de intervenir, y lo hice:

—Yo sí. Lo vi en «Pigmalión».

—Afortunada usted, señorita. ¿Era como yo dije, inteligente y sensible? María Elena, en cambio… ¡una mala bestia! Que se hayan muerto juntos prueba la inexistencia de Dios o de algo que pueda sustituirlo. No se entiende, no, ni aún pensando que son ciegas las fuerzas naturales, que es ciega la muerte. Yo creo que si los alemanes hubieran sospechado qué carga contradictoria llevaba el avión, lo habrían pensado mejor sólo porque María Elena y Leslie Howard no se equiparasen en la muerte. Es una injusticia metafísica.

Álvaro aprovechó una nueva visita a la copa, un nuevo cigarrillo para orientar la conversación mediante una pregunta en apariencia innecesaria.

—Luego, ¿Uxío Preto miente en todo lo referente a María Elena? ¿También es falsa la descripción de su casa? ¿Y lo del seguro de vida?

El señor Albareda había cerrado los ojos, acaso porque el placer del chinchón sólo pudiera experimentarse a gusto mediante un relativo, fugaz aislamiento. Cuando los abrió, me miró a mí.

—La casa de María Elena era un antro. Del peor gusto pequeño burgués, créeme. Llena de lazos rosa y de muñecas. Un lecho de matrimonio y un cromo de no sé qué Virgen sevillana, o, a lo mejor, de Cádiz. Sí, de Cádiz. Era la Virgen de la Caridad. Olía a pachulí barato, y no estaba nunca ordenada ni limpia. ¿Cuántas veces, al llegar con ella a la madrugada, le tuve que ayudar a hacer la cama? Y, total, «¿para qué?», decía ella, «si la vamos a deshacer». Ni esa mínima pulcritud que hace tolerables a las mujeres vulgares. Ropa en algún rincón, medias sucias encima del tocador, la vajilla sin lavar, y perfumes fuertes para ocultar los olores. «Espera, espera, no entres, quemaré un poco de espliego.»

Le pregunté por lo del seguro de vida.

—No sé. De eso no puedo decirte nada, como tampoco de si alguna vez existieron relaciones entre ella y Uxío Preto, aunque me inclino a creer que no. Sin embargo, ¿quién sabe? En sus últimos tiempos, andaba muy necesitada de macho, y apencaba con cualquier espécimen. Aunque no deja de ser posible que ese Uxío Preto fuese, de verdad, su pariente.

—Ella era gitana.

—Y, de él, ¿sabe usted algo? Ni usted ni nadie, que recuerde. Uno de esos tipos que no se sabe de dónde vienen ni adonde van, ni qué pito tocan en el mundo.

—Por lo pronto, escribir una novela.

Aquí, si la figura de Albareda se había flexibilizado un poco durante sus sucesivas peroratas, volvió al envaramiento, a la solemnidad iniciales.

—Señor Mendoza. (Alzó la mano.)

—Diga.

—Señora o señorita, usted…

—Ana María Magdalena, no lo olvide. La nieta del profesor Ansúrez.

—… y, por tanto, persona de educación delicada, que puede asistir a una confidencia en principio difícil: difícil ante lodo para mí, que voy a hacerla. Una confidencia increíble. Pero, ¿no lo es también cuánto acabo de decirles? Todo lo es esta noche; sin embargo, nada más verdadero. Empiezo a pensar que no me he muerto todavía porque tenía que llegar este momento aunque me vea obligado a admitir, quizá, sólo como hipótesis, la existencia del Destino. (Se interrumpió un momento.) Dije el Destino, no dije Dios, que no es lo mismo.

Álvaro hizo un gesto acompañado de movimiento de manos, que podía interpretarse como una respuesta positiva, «Estamos aquí para creerle». A Albareda no le pasó inadvertida.

—Es muy cortés, profesor. Pero ya le anuncié ayer, o acaso hoy, no lo recuerdo bien, que tienen que creerme bajo palabra, pues de nada de lo que les he dicho tengo pruebas, pero, sobre todo, no las tengo de lo que voy a revelarles ahora. Eso, increíble, a que acabo de aludir…

Se apartó de la mesa, hurgó en un anaquel de espaldas a nosotros, recabó un libro, lo apretó contra su corazón, lo dejó encima de la mesa y no dijo nada. Nos miró, y sólo después de haberlo hecho dejó caer un Voilà! en falsete tan inesperado como innecesario, pero que me divirtió como la pifia de un actor.

Álvaro alargó las manos, cogió el libro, lo remiró. Me interrogó con la mirada si yo quería manosearlo un poco. Le respondí que no. Él dijo el título en voz baja, un poco sorprendido. Oí perfectamente el nombre de Aquilina. No me decía nada. Lo devolvió a la mesa y miró a Albareda.

Voilá, ¿qué?

—Esa novela, señorita Ansúrez, señor Mendoza, la escribí yo.

Y se sentó en el sillón.

Después, Álvaro me dijo que no había esperado semejante declaración. Yo, por supuesto, tampoco. Quedamos perplejos, Álvaro más.

—¿No dicen nada? ¿No dicen que es mentira, o cosa así? Les acabo de descubrir el gran secreto de mi vida, que tiene mucho de inconcebible, sobre todo después de que un falsario se haya atribuido públicamente su paternidad sin que yo, a pesar de los años pasados, lo haya reivindicado…

Volvió a mirarnos.

—… porque no puedo probarlo.

—Habrá alguna razón, quizás una historia…

—Sí, señor. Historias y razones. ¿Tiene una idea clara de lo que es un pecado?

—Yo no creo en Dios —me apresuré a responderle.

—Tampoco yo, señorita, ya lo dije, y celebro que seamos correligionarios en esa negación de lo absoluto; pero la noción de pecado no tiene que referirse necesariamente a la divinidad. Podemos también llamar pecado a la traición, sea a una persona, sea a una idea. Yo he practicado el arte bajo ciertos principios a los que fui siempre fiel… salvo una vez, una sola: durante el período, no demasiado largo, en que escribí esa novela, viví en estado pecaminoso, consciente y voluntario. Pero esa clase de pecados no hay cura que los absuelva, y, su confesión pública, me deshonraría para siempre ante mis camaradas, los vivos y los muertos, sobre todo los muertos. Personas como ustedes pueden comprender las razones y las circunstancias; mis correligionarios de cualquier época, no. Estábamos en los tiempos de la lucha clandestina contra la tiranía. Escribíamos panfletos, versos satíricos, acusaciones, insultos dignos de grabarse en piedra. Concebíamos la literatura como un instrumento de redención, pero también de agresión. Y, de repente, se me ocurre una idea… una idea vitanda, aunque divertida. Se me ocurre, se me instala en la mente, insiste en permanecer en ella hasta atormentarme… Yo pugno por rechazarla, por olvidarla. Es muy posible que ustedes no puedan hacerse una idea… Hay que ser escritor para darse cuenta de lo que es una de esas obsesiones, cómo nadie es capaz de hurtarse a ellas; cómo, aunque uno no lo quiera, crecen en el interior como un cáncer sin palabras… Cómo acaban por dominar la vida entera. Entonces, señorita, caballero, no queda otro remedio que librarse de la única posible cuando uno no quiere suicidarse: escribiendo. Es mi caso, en secreto. Noche tras noche, desvelado, alucinado, aunque con el escondido orgullo de estar haciendo algo bello, original, y, sobre todo, superior a lo corriente. Habrá sido un salto atrás, digo yo, esta recaída en el Arte Puro de mi juventud. Y en esto consiste el pecado, señorita; pero, si le repugna la palabra, llámelo de otra manera. Si yo hubiera escrito la novela como liberación y la hubiese destruido, no habría pasado de un proceso catártico que honradamente se puede mantener secreto. Pero me sucedió lo que al Creador, según el Génesis: Él hizo las cosas y vio que eran bellas. Yo también lo vi, así, resplandeciente, con una belleza desgarrada, nada convencional. Me tranquilizaba un poco saber que no había escrito una novela burguesa, pero, ¿qué dirían mis amigos de la tertulia, de la revista; qué dirían mis camaradas clandestinos? Su censura sería más feroz aún que la del Dictador. Sin embargo, no estaba dispuesto a destruirla. La tuve un tiempo escondida. Acabé por gestionar su publicación seudónima…

—¿Y cómo se le ocurrió lo de Néstor Pereyra?

La pregunta la cogió de sorpresa, al señor Albareda. Vaciló.

—¡Cualquiera recuerda ahora de dónde salió ese nombre! Pues vaya usted a saber. Un nombre que se encuentra en el anuncio de un periódico, o que se oye en la calle al pasar. A lo mejor, alguien oscuro que se llamase así. ¡Ha pasado tanto tiempo! Fue un nombre que hallé conveniente por lo extraño. Huele de lejos a seudónimo…

Se quedaron mirándose, uno al otro, Albareda y Álvaro, una vez más. Posiblemente Albareda tomase como desafío aquel mirarse.

—Y, dígame, señor: hay algo en ese relato que no sé si es histórico o fantástico. ¿Existió la Curva de Zésar? Así, con Zeta.

—¡Ya lo creo! Muchas personas de mi edad, y aún más jóvenes, la recordarán perfectamente. No fue una invención mía, no, sino de un chiflado con manía teatral, aunque no erótica. El interior de la Curva de Zésar era una monstruosidad de cemento, más bien surrealista: formas sin referencia concreta, abrumadoras, sin belleza, pero con algo característico. Si acaso, el interior de una gruta. Sí. La palabra más adecuada es grutesco, así, con u, como en italiano.

—La transformación de ese mundo en formas eróticas, ¿le pertenece a usted, o es un añadido de Uxío Preto?

Albareda se puso solemne.

—Señor, si usted ha leído el texto de la novela con atención, y no dudo de que lo haya hecho, verá que no aparece para nada, en la decoración del antro, una sola referencia erótica clara. Todo lo de esa naturaleza que figura en la «Autobiografía», es de la exclusiva incumbencia de Uxío Preto. Es natural. La gente sin imaginación acude siempre a la pornografía. Es muy socorrido y lo era también entonces, con aquella censura tan casta…

—Pero, por lo que a la génesis respecta (y se lo pregunto por mera curiosidad), ¿acierta Uxío Preto al describir la novela como el resultado de una experiencia voluntaria y deliberada: juntar el mundo de Aquilina con el de la Curva? Se entiende que, en su origen, los gatos y Aquilina se relacionan en un mismo acontecimiento.

Albareda meditó unos instantes largos, casi un minuto.

—Señor Mendoza, no es fácil recordar al dedillo algo que sucedió hace casi medio siglo. Tenga usted en cuenta que esa novela la escribí hacia mil novecientos cuarenta y uno, aunque haya sido publicada varios años después. Pero creo recordar que el origen fue el antro aquél de Zésar. Yo creo que, por aquellos años, era lo único verdaderamente extraordinario, verdaderamente inverosímil que había en Madrid. Por otra parte, carecía de relación con la situación real, hambre, persecución política y toda la parafernalia del fascismo suelta polla calle. Tendría usted que conocer la época y el ambiente para darse cuenta de la magnitud del contraste. Una casa vulgar, aislada en la Pradera de San Isidro, y un interior insospechado, yo creo que el mayor disparate arquitectónico que vi en mi vida. No sé de nadie que haya conocido a Zésar de cerca, en su intimidad, pero tenía que ser un paranoico de tomo y lomo, un demenciado total, acaso con algún dinero, o quizás un empleo compatible con su locura. Uno de esos que centran su insania en una manía inofensiva, aunque aparatosa, que se manifiesta de modo que no afecte a su conducta pública y que, por lo tanto, le permita circular libremente. Creo recordar que, en alguna de las primeras representaciones que nos ofreció, estaba presente la Policía, pero, finalmente, se desentendieron de él, Zésar no era tonto. Cuando la Policía dejó de estar presente, sus monodramas dejaron de ser monólogos incoherentes, con referencias reiteradas a un tema central bastante oscuro, generalmente un símbolo, para añadirles contenido metafísico y político. Hablaba de Dios y hablaba de Julio César, personaje en el que indudablemente quería representar al Dictador. También debo decirles que la forma de sus monodramas cambió sustancialmente. Al principio, consistían, como le dije, en monólogos de coherencia difícil, que recitaba sentado en un rincón del escenario, vestido de algo semejante a un moro. Después introdujo una especie de diálogo, si puede entenderse como tal una serie de preguntas y respuestas, como un catecismo. Se tapaba la cara con un triángulo dorado, y preguntaba Jehová; se cubría la cabeza con una corona de laurel, y respondía Julio César. Recuerdo que una vez cambió estos símbolos por los de un cocodrilo y un hipopótamo. Se había hecho unas máscaras de cartón, pintarrajeadas, que le permitían mantener un diálogo lírico sobre los grandes ríos. Yo no sé lo que sabía Zésar de la historia del teatro, pero creo que, para sí mismo, inventó la máscara.

—¿Y eso no lo ha contado nadie?

—A las representaciones de Zésar iba bastante gente: el teatro tenía cabida para unas treinta personas, de las cuales, unas eran fijas, los críticos, algunos escritores conocidos, y, otras, variables. Yo no sé de nadie que haya escrito sobre el teatro de Zésar más que las reseñas profesionales en los diarios de entonces. Allí se pueden encontrar, seguramente. Pero, algo de conjunto… no sé. Tenga en cuenta que estoy aquí encerrado hace bastante tiempo. La gente se ha portado mal conmigo. Han olvidado mis servicios a la causa. No fui lo bastante famoso para que me tomasen como símbolo. A la gente de mi edad, procuran arrinconarla. Dicen que hemos cumplido nuestra misión, y que no debemos quejarnos. Los más jóvenes nos han desplazado. ¡Los más jóvenes! A muchos de los que ahora figuran, los recuerdo cantando por la calle los himnos del Frente de Juventudes. Ya ve usted…

Álvaro acomodó la gravedad de una mano alzada al contenido, supuestamente grave, de unas palabras:

—Muchos protagonistas de la Historia, señor Albareda, podrían decir otro tanto.

—Sí. Es lo que ha sucedido siempre… El ostracismo.

Posiblemente, para Álvaro (y, por supuesto para mí), la entrevista podía acabar en aquel mismo momento. Pero la actitud de Albareda no era de despedida. Por lo pronto, preguntó si queríamos tomar otro café, y se extendió, durante unos minutos, en el elogio del chinchón, con lamentaciones bastante explícitas acerca de la sobriedad de Álvaro. Me preguntó si yo tomaría una segunda copa. Le dije que un culín, y me lo sirvió en seguida, bastante generoso. La mujer invisible había desaparecido, había retirado el servicio de café, y en un santiamén apareció con otro, recién hecho, humeante. Yo no sé si recibía órdenes en clave, o si escuchaba detrás de la puerta y conocía tan bien los hábitos de aquel hombre que le bastaba mirarlo para saber lo que tenía que hacer. El café no era de los de maquinilla, sino a la antigua, de puchero, perfeccionado con la colaboración de un colador semejante a una media. Una vez hecho, se introduce en el puchero un carbón en ascuas que le da un sabor muy particular y agradable. De esto hablé con Álvaro después de salir, y pude quedar bien gracias a los informes recibidos de una criada vieja de mi abuelo. Supongo que no tendrán mucha prisa. Yo estoy encantado de su compañía, y, si no temiera abusar, les contaría cosas… ¿Usted, señor, es historiador de la Literatura? Poca gente conoce como yo las interioridades de la española, antes y después de la guerra. Por cierto…

No sé si en aquel momento se realizó el milagro de que la voz de Albareda, hasta entonces invariable, hubiera adquirido un matiz, un pequeño temblor entre angustiado y curioso, o acaso temeroso…

—Señor Mendoza, ¿piensa usted hacer uso de mis confidencias?

—En el caso de que me autorice, sí.

—¿Y qué uso?

—Creo haberle explicado que ando a vueltas con un trabajo, en colaboración con una señorita ahora ausente de Madrid, acerca de lo que hay o pueda haber de cierto en la autobiografía de Uxío Presto, ese libro que usted ya conoce. El público ignora por completo la existencia de esas tres novelas, pero en los departamentos de Lengua y Literatura Españolas, de los Estados Unidos al menos, se las estudia con interés.

Albareda le interrumpió.

—Es nuestro sino, señor. El desconocimiento. Fue necesaria la muerte de Federico para que el mundo se diese cuenta de que habían matado a un gran poeta español. Pero los otros, los exiliados y los que permanecimos aquí, carecíamos de esa siniestra propaganda. ¿Hay que morir para alcanzar la gloria?

—En los departamentos de Literatura Española, se les hace algún modo de justicia. Se les estudia. Su novela, concretamente…

—¿Va usted a decir que es mía? ¿Va usted a dejar en claro la falsificación, más bien el robo, de Uxío Preto?

—Señor Albareda, si usted es el autor de una de esas tres novelas, es casi seguro que otros dos autores, vivos o muertos, esperen el mismo esclarecimiento o la misma justicia. Yo estoy aquí para poner las cosas en su punto.

—Pero, ¿por escrito y publicado, o sólo en clase?

—Señor Albareda, la investigación histórica, si permanece inédita, es como si no se hubiera realizado.

—Pero, ¿se llegará a saber aquí en España? ¿lo sabrán mis amigos, mis antiguos contertulios, los críticos, la gente?

—¿Quiere usted que lo sigan ignorando?

—Ya no. Desde que se publicó esta novela hasta nuestros días, las cosas han cambiado mucho. Hoy la literatura ya no es un arma de combate, y aunque me cueste alguna vergüenza admitir que estuve equivocado, lo reconozco… Bueno, lo que se dice equivocado, no. Eran los tiempos, eran otra cosa. Ahora hay más libertad. Me gustaría que la gente me tuviese por un precursor. Esta novela revela un uso de la fantasía al que, en aquellos tiempos, no se hubiera atrevido nadie.

—Entonces, ¿quiere usted que lo diga?

—Le autorizo para que haga uso de las confidencias que han escuchado, de las palabras que pronuncié, de mis afirmaciones y de mis negaciones. Atribúyame la responsabilidad. Eso es lo que deseo.

Se levantó del asiento, se irguió. Llevaba en la mano la copa mediada del chinchón.

—En ese momento, señor, gracias a usted, me habrá llegado la hora de la justicia.

Se bebió, de un solo trago, lo que quedaba en la copa.

Ta-ca-tá, ta-ca-tá.

4. Aquel barrio en que vive Albareda es una de esas nuevas urbanizaciones desangeladas, frío y cemento en las calles, hileras de alcornoques y arbolitos de esos que parecen empeñados en crecer y a los que cada primavera les salen media docena de hojas. No había nadie en las calles y caía un sol pesado. No sé por qué me estremecí y me agarré al brazo de Álvaro. Dije al mismo tiempo: «¡Tengo miedo!», y él se echó a reír. «¿De qué tienes miedo? ¿De estar a solas conmigo en esta calle horrible?» «¡De ninguna manera! Si el miedo que tengo me obliga a escapar, es precisamente por ir contigo.» Creo que las cosas no se pueden decir más claras, dentro de la mínima decencia, «Te protegeré hasta la muerte», me respondió con voz hueca y un fugitivo ademán quijotesco. Después, volvió a reír. «Y el chapuzón, ¿qué?» Procuré que no se me notase la alegría. «Queda un poco lejos del club.» No me respondió, pero empezó a otear los cabos de la calle. El taxi apareció en un cruce. Nos metimos en él y me pidió que diera al taxista la dirección. Había que pasar con naturalidad el tiempo del trayecto. Le pregunté qué pensaba acerca del viejo Albareda y de sus historias.

—Todo puede ser cierto, pero también mentira. ¿Qué sabe uno? Las únicas conclusiones válidas, si le hacemos caso, son éstas: Uxío Preto existió; también existió María Elena, aunque no como la pinta Uxío; finalmente, Albareda tiene en su casa un ejemplar de la novela que Uxío dice ser suya, pero que Albareda reclamó para sí. Y lo hizo de una manera inteligente, fíjate bien. Admitió desde un principio el riesgo que corría de que lo tomásemos por mentiroso. Su única argumentación en defensa de sus afirmaciones fue la de que carece de pruebas.

—Yo no he leído el libro de Uxío Preto, menos aún esa novela de que se trata. Sin embargo, me pareció que por debajo de esa manera de hablar tan especial que tiene Albareda, algo había de forzado. Hay que ponerse en su lugar.

—Yo lo hice desde el primer momento. Un escritor fracasado me resulta siempre conmovedor y patético. Éste, especialmente, con su aspecto de mascarón envejecido y ese modo que tuvo de pedirnos el chinchón.

—Si cree que le hemos creído, se sentirá feliz.

—¿Podrá creerlo? Si lo que dijo es verdad, se trata de una verdad difícilmente admisible: más patético aún. Si es mentira, dado el arte que desplegó en el cuento…

—¿Te convence más el arte que el cuento en sí?

—¿Quién sabe?

Habíamos llegado al club. A la entrada, un grupo de muchachos y muchachas, acogidos a la sombra de los chopos, chillaban riendo: ellas con picardía. Probablemente contaban chistes verdes. Álvaro se detuvo, con expresión de susto.

—¡No hemos comprado el bañador!

También yo había olvidado el mío. Y recordé, sin quererlo, haber oído alguna vez que hay olvidos inconscientemente voluntarios, pero no me expliqué el por qué, ya que nada más lejos de mi intención que bañarme desnuda, lo cual, por otra parte, no está permitido en mi club. Insistiendo en el recuerdo de las mismas explicaciones, comprendí (rápidamente, como un relámpago, y no lo rechacé) que mi verdadero deseo era el de que me viese desnuda.

No había demasiada gente. Parejas en bañador aquí y allá, ruido de chapuzones por la parte de la piscina, el sol contra el suelo y filetes de luz entre las sombras de los chopos. Fuimos hacia la parte del bar, y ya nos habíamos acomodado, cuando alguien me llamó. Reconocí, sin volverme, la voz de la profesora Herce Vallés, Marta Herce, ¡Dios mío!: la importancia intelectual personificada en un cuerpo de diosa. Las voces venían del interior del bar. Volví, por fin, la cabeza. Marta, en bañador, con toda su majestad carnal, se acercaba tranquilamente, pero no me miraba.

—Es una amiga. Tendré que presentártela. No vayas a asustarte, porque es eso que los hombres llamáis una mujer estupenda.

Me dio dos besos, la profesora Herce Vallés: chas, chas, cariñosísimos. Y qué mona estás, y cuanto tiempo sin vernos, y preséntame a tu amigo. Álvaro se había puesto de pie, y cuando dije los nombres, hizo una reverencia nada moderna, una de esas reverencias que los hombres hacían antes, en los tiempos en que se llevaba la cortesía: bastante comedida, esto es lo cierto, y a Marta no pareció desagradarle. Tampoco esperó a que la invitásemos a sentarse: lo hizo, entre Álvaro y yo, la cara y parte del cuerpo vueltos hacia él. Yo le veía la espalda morena del sol, y el broche, bastante exagerado, del bikini.

Quedé inmediatamente desplazada. En cuanto supo que Álvaro explicaba Literatura española en una Universidad americana, empezó a hacerle preguntas y a enredarle con que si los métodos de allá y los métodos de aquí, y con que si algo estaba bien, aunque no del todo, pero con que algo estaba mal, aunque no absolutamente. Había traído el bolso consigo, lo había dejado encima de la mesa. Ofreció un cigarrillo a Álvaro, ella encendió otro, pero me olvidó: tuve que fumar del mío; para dejarla en evidencia, le pedí lumbre, me la dio maquinalmente. Entonces, cambié de sitio mi silla, para verles las caras y para que viesen la mía. Ni siquiera cuando vino el camarero y pedimos unas cervezas me hizo el menor caso. Hasta que, de pronto, se interrumpió, dejó a un lado la conversación y le preguntó a Álvaro:

—Y, usted, ¿no se baña?

Álvaro fue un poco más cortés que ella.

—No hemos traído bañadores.

¡Cómo le agradecí aquel plural! Pero Marta no me dio tiempo a que la emoción del agradecimiento durase arriba de unos segundos, porque casi gritó que aquello no tenía importancia, y que la mujer del conserje los alquilaba; y fue entonces cuando se acordó de mí, para decirme como un reproche:

—Pero, ¿es que tú no lo sabías?

—No, no lo sabía, pero debiera de habérseme ocurrido.

Vino el jaleo de los alquileres, yo del peor humor, porque, a Álvaro, yo vestida y desnuda Marta, no se le ocurriría compararnos, porque, por mucho que revele un traje de verano, siempre esconde algo o lo disimula. Pero, puesta yo con uno de aquellos horribles bikinis que me ofrecía la conserje, no podía competir con Marta, más alta y mejor hecha, aunque quizá menos guapa. No es que mi cuerpo sea desdeñable, pero soy un poco delgada, y al lado de una mujer tan perfecta como Marta, no tengo nada que hacer: claro está que el punto de vista de un hombre puede diferir del mío, pero no creo que, ante los atractivos corporales de Marta, Álvaro concediese atención a su cara vulgar. Luego, ella, habla que te hablarás, con lenguaje de profesora y miradas de mujer que sabe cómo mira. Antes de que Álvaro se pusiera el bañador, creo que ya lo había desnudado varias veces, pero no tengo derecho a quejarme, porque yo también lo había hecho, y si había puesto tanto interés en llevarlo al club, era sin duda (no tuve embarazo en confesármelo) para comparar con la realidad mis imaginaciones.

Tuvimos que separarnos, él al vestidor de hombres y yo al de mujeres. Por mucha prisa que me di, al salir, vi que Marta se me había adelantado y que acompañaba a Álvaro con toda familiaridad: como que le había echado el brazo por el hombro. Álvaro llevaba en las manos las cosas de su chaqueta, papeles y dinero.

—¿Me lo guardas en tu bolso, Ana?

Una carterita, un pasaporte, un par de sobres.

Marta, de pronto, pareció desinteresarse de nosotros.

—Mientras tomáis vuestras cervezas, voy a mojarme un poco. Dejo ahí mi bolso. Si necesitáis tabaco…

Se alejó con su habitual seguridad. Se dejaba mirar, se demoraba para que la mirasen, sin sospechar que alguien pudiera decir, o pensar al menos: «¡Lástima de cuerpo para esa cara!» aunque no es imposible que fuese yo sola la que lo pensase. Subió al trampolín con esa calma, con esa tranquilidad que tienen las mujeres como ella, se inclinó para desatarse una zapatilla, o para quitársela, no sé. ¡Quedó doblada por la cintura, con el trasero hacia la gente…! Y, de pronto, ¡zas!, al agua. Impecable. Una curva asombrosa. Tenía que haberle aplaudido.

—Buena facha, ¿eh? —le dije a Álvaro.

—Sí. Una de esas mujeres que dan miedo.

Así, sentado y con las piernas cruzadas, no me atrevía a asegurar que pudiera o no competir con Marta. Deseaba verle subir al trampolín, y que la gente supiera que había en la piscina algo también admirable, además del cuerpo de Marta, y mucho más atractivo, porque Álvaro es guapo, uno de esos guapos que parecen ignorarlo, con una mirada triste que a lo mejor le viene de la sangre india, pero que lo hace interesante.

—¿Por qué no te bañas tú también?

—¿Y tú?

Hubo una pausa, y añadí:

—Anda, ve.

Lo empujé. Es decir, le puse la mano en el hombro desnudo.

—Si tú lo quieres…

—¡Pues, claro, tonto! —Lo que yo deseaba era verle de pie y caminando: como lo hizo, no majestuoso, sino sencillo; no ofreciéndose a la vista de todos, sino como si estuviera solo. Creo que el silencio que sobrevino duró unos momentos largos. No se oyó más que la brisa en los olmos.

La misma Marta dejó de nadar, quedó en mitad de la piscina, vio cómo Álvaro se tiraba… y nadó furiosamente hacia él. Entonces pensé que había cometido un error. Y quedé dolida, con ganas de llorar. Me levanté, los bolsos encima de la mesa: me importaba un pito que alguien se los llevase. Tardé unos minutos en desahogarme, en un rincón de los servicios y algo más en restaurar mi cara. Cuando regresé, además de los bolsos estaban ellos, metidos en una conversación científica acerca de si por el camino de la lingüística se llegaba al meollo de las obras literarias mejor que por el de la estética. Marta era más partidaria de la lingüística.

—Ahora voy a bañarme yo.

No subí al trampolín: me dejé caer desde el borde de la piscina, y nadé con rabia, no sé durante cuánto tiempo: el suficiente para que terminase la discusión y Marta pidiese a Álvaro su teléfono, o para que le invitase a cenar aquella noche, ¡qué sé yo!, cualquiera de las tretas que se le puede ocurrir a una mujer como Marta: treinta años, un divorcio, y la sospecha, casi la seguridad, de varios amantes simultáneos. A causa de uno de ellos había roto su matrimonio. Tenía que contárselo a Álvaro. Bueno. También yo soy una divorciada, también he tenido una amistad, pero no es lo mismo mi caso que el de Marta. Lo de Regino fue un error penoso: un hombre impotente no debe engañar a una mujer hasta el último momento por mucho que la quiera. Y, lo otro, fue una decepción. Pero yo no soy una devoradora de hombres.

Los miraba con disimulo. ¡Qué buena pareja hacían! Y el color de sus cuerpos, dos bronces de tonalidad distinta. Nadando, me moría de envidia. Mientras nadaba, lloré otra vez. Después, sentí algo así como ganas de pelear.

Me presenté ante ellos chorreando, pero con mala suerte, porque fue en el momento en que Marta, que había mantenido puesto el gorro de bañarse, se lo quitó y dejó en libertad la mata de su cabello. Se discutía entre los hombres si el mayor atractivo de Marta era su cuerpo o aquella catarata de noche mate que le caía ondulante hasta la mitad de la espalda y que hacía su cara más hermosa. Álvaro, que había contemplado mi llegada, volvió la cara bruscamente hacia ella, y sólo después, con calma, dejó que su mirada resbalase por los chopos de más allá de la piscina. Me senté, Álvaro quedó en el medio. Mi carne es morena, pero no está tostada por el sol: no puedo tomarlo como casi todas las mujeres, porque me salen quemaduras horribles. Juntos los tres, llevaba las de perder. Además, en aquella conversación tan científica, yo no podía meter baza.

—¡Mi pobre abuelo, con esta tardé tan solo! —me batí en retirada.

—Poca gente como tu abuelo puede estar siempre rodeado de lo que ama —dijo ella. Las palabras son fieles.

—Pero, a veces, le gusta que alguien le pregunte cómo está, o si le apetece un refresco. Voy a irme.

—Yo os llevo.

Marta se levantó. No me miró Álvaro con una de esas miradas que preguntaban el porqué de las cosas; se limitó a levantarse también.

—Bueno. Nos encontramos aquí. Yo no tengo más que ponerme el traje por encima del bañador.

Me creí, de pronto, la mujer más torpe del mundo, aunque inmediatamente haya rectificado en parte, pues quien es consciente de su propia torpeza es algo menos torpe. Pero no se me ocurriría ninguna solución para irme sola con Álvaro sin descubrir desvergonzadamente mis sentimientos, sin dejar en las manos de Marta mis celos como triunfo. Creo que salí del vestidor un poco más serena, o, al menos, resignada. Marta me sentó a su lado, y dejó a Álvaro detrás. No sabía mi dirección. Durante el largo camino, habló indistintamente conmigo o con él, de naderías. Al llegar a mi casa, me apresuré a apearme, y antes de dar las gracias a Marta, le dije a Álvaro:

—¿Me telefonearás mañana?

Era como decirle: «Te dejo en manos de ésa; allá tú.» Y como darle a entender a ella que me importaba poco lo que pudiera pasar.

Cuando dejé a mi abuelo contento, con sus palabras y un vaso de té frío: cuando me encerré en mi cuarto, empecé a arrepentirme. Sentada y con los ojos cerrados, me puse a imaginar los trámites del engatusamiento de Álvaro por Marta; a lo mejor, sin trámites directamente: «Conozco un sitio en la carretera de Burgos donde podemos cenar…» Cada cosa que se me ocurría me causaba más dolor. Varias veces lloré. Cuando vino la chica a decirme que mi abuelo preguntaba por mí, tuve que disimular (segunda vez aquella tarde) lo efectos del llanto. Mi abuelo quería que cenásemos juntos en la terraza. Me preguntó qué tal nos había ido con Albareda. Contárselo por lo menudo me tranquilizó un poco. Al acostarme, me sentí dispuesta a perdonar a Álvaro, pasase lo que hubiera pasado, a condición de no enterarme y de que Marta desapareciese de nuestro horizonte. Sin embargo, dormí mal aquella noche y soñé con cuerpos de bronce.

5. Álvaro me telefoneó temprano, cuando me estaba arreglando para ir a clase: había recibido un telegrama de Ivonne, casi lo veía en su mano, de apurado que estaba, en que le anunciaba su llegada, aquella misma mañana, a Barajas. Me preguntó si podía acompañarle. En un principio, dudé, e incluso sentí cierta rabia de que aquella intrusa viniera a interponerse entre Álvaro y yo; pero, lo pensé mejor, rápidamente, y le respondí que sí, que le acompañaría en el caso de que mis horarios fuesen compatibles. No quedaba mucho tiempo, entre mi hora de salida y la llegada del avión, pero si él me aguardaba ya, a la puerta del colegio, probablemente llegaríamos con cierta holgura. Lo que sucedió fue que esta novedad me obligó a cambiar, por otra que me favoreciese más, la ropa que traía puesta, y a cuidar un poco mi cara. Procuré durante toda la mañana no irritarme con las chicas, no perder la compostura. Alguien advirtió el cambio, y lo dijo. Antes de bajar a encontrarme con Álvaro, me miré al espejo. Estaba, por lo menos presentable.

Me limité a preguntarle «¿Qué tal ayer?». Me respondió que bien, sin especial emoción. Ni del tono de su voz, ni de su expresión, pude conjeturar que algo especial hubiera sucedido, pero eso no quiere decir nada: un devaneo a fondo no tiene por qué dejar huellas visibles cuando se tiene la edad de Álvaro. Me costaba trabajo, sin embargo, admitir que aquellas horas hubieran sido de inocente discusión científica, menos aún de que se hubiera ido cada uno por su lado; pero tampoco tenía razones para pensar que Álvaro fuese un hombre fácil de esos que se van con la primera que se deja querer. También se me ocurrió que Marta no tenía por qué gustarle: a pesar de su apariencia y de su sabiduría, en el fondo era una cursi que tenía la casa llena de pañitos de encaje y de crochet, distribuidos por las mesillas y por los respaldos y los brazos de los asientos, y búcaros aquí y allá con flores de plástico; eso, por mucho que lo disimule una desenvoltura deportiva y ese aire especial de las mujeres liberadas, siempre acaba por descubrirse. Por otra parte, me convenía mantener sobre lo sucedido la más deliberada ignorancia: podía imaginarlo tranquilizante cuando estaba tranquila, y preocupante cuando estaba preocupada.

Le pedí a Álvaro algunos informes más sobre Ivonne. Me habló de ella durante el viaje. Saqué la conclusión de que, por ese lado, no había peligro, pero, dadas las relaciones profesionales, no cabía duda de que, a partir de aquella mañana, seríamos tres, y que tendría escasas ocasiones para quedarme a solas con Álvaro. Bueno. A esto ya le buscaríamos arreglo. Ivonne me causó buena impresión. Es bonita a la francesa y se porta como una inglesa, de sencilla, tranquila y algo fría. Sin embargo, pareció entusiarmarse al saber que yo era la nieta del profesor Ansúrez. Una especie de estupefacción o de asombro, como si, de repente, alguien descubriese que la progenie de Júpiter es gente como cualquiera. Por lo que dijo —habló ella sola durante el regreso a Madrid— en los Departamentos de español de las Universidades extranjeras se alzaban altares secretos a la gloria de nuestros filósofos y de nuestros escritores. ¡Menos mal! Pensé que en los departamentos inmediatos, el de francés, el de alemán, nadie habría oído jamás el nombre de mi abuelo, pero, al menos, tanto Ivonne como Álvaro eran sus devotos. Se lo agradecí: eso siempre gusta. Aproveché aquel entusiasmo para incitar a Ivonne a vivir en mi casa mientras estuviera en Madrid: no lo hice desinteresadamente. Lo aceptó como una especie de honor inmerecido.

Su presencia me compensó de cuánto Marta me había hecho sufrir. Nada de su conducta revelaba que sus sentimientos hacía Álvaro fuesen más allá de la amistad y de la camaradería profesional. Escogió la habitación: la mía era de dos camas y fue por la gemela por la que se decidió. Allí la dejé mientras se cambiaba. Apareció con un traje blanco, muy a la francesa, a la última moda, amplio y vaporoso, con buscadas y disimuladas transparencias. Estaba muy elegante, y sentí algo de pelusilla: yo no podía ponerme nada comparable. La verdad es que yo, a pesar del cambio de ropa matutino, parecía francamente lo que soy: una profesora de Historia en un colegio privado, con cierta tendencia aprendida al puritanismo en el vestir.

—Mira, abuelo, te traigo una admiradora preciosa.

Ignoro si mi abuelo se mantenía aún sensible a la belleza de las muchachas, pero lo era seguramente a la admiración. Ivonne parecía muy enamorada, cuando no era más que una entusiasta. Y mi abuelo quedó muy satisfecho al encontrarse con una profesora joven que conocía su obra tan al dedillo. Durante la comida, hablaron ellos dos. Álvaro y yos nos mirábamos de vez en cuando. Parecía como si nos hubieran desplazado de la realidad, pero sin que el desplazamiento nos emparejase. En fin: que todo fue así hasta que mi abuelo se retiró a echar una siesta, y nosotros nos refugiamos en la biblioteca, porque es un lugar fresco y porque es también el más cómodo de la casa. Ivonne mostró su sorpresa, una vez más; perdió unos minutos al ojear los plúteos. De vez en cuando, mostraba su satisfacción por el hallazgo de este libro o de este otro. Mientras tanto, Álvaro me advirtió de que Ivonne era sensible al licor, y le dije a la chica que trajera lo que hubiese. Ivonne prefirió el benedictine.

De repente, hubo una especie de hiato en la situación: algo que tenía que suceder pero que se había retrasado. Ivonne revolvió el azúcar del café, bebió un sorbo y dijo:

—All right! No creas, Álvaro, que he perdido el tiempo en Londres, o que me dediqué exclusivamente a mis asuntos particulares. Pues gasté varias horas en husmear el caso de María Elena.

—¿De María Elena? ¿En Londres?

—¿Olvidas que el avión derribado por los alemanes, donde iban Leslie Howard y ella, era un avión inglés? Por una casualidad, un amigo me pudo procurar la lista de los pasajeros. Entre ellos no figura ninguna María Elena, ni ninguna mujer española.

—Jiménez Heredia —dijo, como un eco de Albareda, Álvaro—. María Elena Jiménez Heredia.

—Nada que se parezca a eso. Pero aún hay más. Tuve suerte con los amigos, y no es que me hayan permitido investigar en el Foreign Office, pero alguien consiguió averiguar que, no sólo no hay rastros de invitación a bailarinas españolas, sino que ni parece verosímil que lo hayan hecho.

Sorbió un poco de licor y nos miró. Me dijo:

—¿Tú sabes de qué se trata?

—Sí, claro. Estuve ayudando a Álvaro…

—Pues yo vengo convencida de que María Elena no existió jamás. Quizá no pase de una invención de Uxío Preto, una de tantas.

—Nosotros también tenemos algo que contarte.

Lo hizo Álvaro, minuciosamente, sin olvidar el tacatá de la voz de Albareda. Llegó a imitarla y no lo hacía mal. A veces se interrumpía, me miraba, o me preguntaba algún detalle. Ivonne le escuchó atenta y, también un poco asombrada. Cuando Álvaro concluyó el relato, ella dijo francamente:

—Pues no sé qué pensar.

Se echó a reír, con una risa alegre, yo diría que satisfecha: la risa de que se halla feliz ante las dificultades con las que no se cuenta.

—Una vez te dije, Álvaro, o no sé si se lo dije al chairman, que en este asunto había algo de policíaco. Pues, henos aquí con una confusión inesperada que tenemos que desentrañar. ¿Tú estás al cabo de la calle, Ana?

—Yo no he leído aún el «Capítulo Gamma».

—Vamos a poner a prueba nuestra capacidad de raciocinio.

—Yo más bien soy una intuitiva —le dije con cierto orgullo melancólico; porque, eso, ser una intuitiva, me lo habían reprochado mis profesores en la Universidad. «No, ese trabajo, no se lo encarguen a la señorita Ansúrez, que es una intuitiva.»

—Y, ¿qué te dice tu intuición?

—Que aquí hay dos mentirosos, no uno solo. El señor Albareda, por supuesto: un mentiroso tan grotesco como patético. Y ese Uxío Preto también, aunque de distinta manera.

—¿A la manera de un poeta, quieres decir?

—Algo por ese estilo. Albareda nos mintió para que le creyéramos lo que no es, eso está claro; para que le creyéramos lo que le hubiera gustado ser y no pudo. Aunque no soy como vosotros, especialista en literatura, he leído bastantes novelas y he visto muchas comedias que me permiten reconocer al señor Albareda como individuo de cierto tipo o de cierta clase de fracasados. No es original, aunque sea doloroso; no hice más que escucharlo y observarlo, sentí en algún momento verdadera ternura hacia él. Se le veía mentir como se ve salir el agua de una fuente, pero también el deseo de ser creído. Desde el primer momento percibí algo extraño debajo de sus palabras. Llegué a pensar que era alguna clase de sentimiento. Ahora me doy cuenta de que se trataba del mero esfuerzo por hablar de una manera convincente.

—¿Como un actor?

—Acaso sí, aunque como actor de su propio drama.

Sobrevino una especie de interregno durante el que cada cual atendió a su café. Ivonne, con delectación visible, también al benedictine. Llegó el momento de los pitillos: el de Ivonne llenó la biblioteca de aroma inglés.

—Esto no podemos despreciarlo fácilmente. Es más complicado de lo que parece.

—Y lo parece bastante.

—Si no me descartáis del ajo —dije yo—, pediría una prórroga. Necesito unas horas para leer ese «Capítulo Gamma». De lo contrario, no podré pasar de espectadora.

—¿Qué quiere decir «descartarse del ajo»? —preguntó Ivonne.

Tampoco Álvaro lo había entendido. Lo expliqué, y quedamos después en que Ivonne se iría a descansar, y Álvaro a algunas diligencias de librerías, mientras yo leía aquellas páginas de Uxío Preto cuyo conocimiento me resultaba tan necesario.

Se fueron.

6. Le encomendé a la chica una buena merienda: podía fiarme de ella. Después me encerré en la biblioteca con el tomo de la «Autobiografía…» en la mano. Busqué el «Capítulo Gamma» y me metí en su lectura. No me fue demasiado fácil. Por lo pronto, ese comienzo que tiene tardó en agarrarme, y las páginas siguientes no consiguieron que me apasionase. Confieso mi incapacidad para ciertas lecturas demasiado sutiles: soy una persona vulgar a la que gustan las novelas románticas, las intrigas, los laberintos policíacos. Si durante algunas horas me esforcé por leer, y lo hice hasta el final del capítulo, fue precisamente por eso, porque de aquella lectura se deducía una situación con un enigma, aunque no demasiado dramático, pues, al fin y al cabo, el supuesto señor Albareda no hubiese mentido, su único pecado habría sido el de apropiarse de la autoría de una novela que no conoce nadie y que por los datos que poseo a nadie puede interesar, salvo a los profesionales como Ivonne y Álvaro: suceda lo que suceda, el mundo va a seguir lo mismo, y nosotros no vamos a cambiar. Aguanté, pues, hasta el final, desganadamente, esforzándome por no dormirme, por mantener la mente lúcida como si fuese la de un policía que examina unos datos. Lo malo fue que no saqué ninguna conclusión nueva, sino sólo la de que la entrevista con el señor Albareda era insuficiente y que había que hablar también con la llamada Cynthia y la llamada Rula. Pero, entrevistadas éstas, ¿cuál podía ser la conclusión? ¿Que existía un señor llamado Uxío Preto, o que, llegado el caso al extremo contrario, no existía? ¿Y para averiguarlo les pagan a unos señores el viaje y la estancia en un país lejano? Tuve que razonar sobre mis propios sentimientos, sobre mi convicción súbita de que aquello era cosa del Destino, y concluir que no pasaba de casualidad: mi reencuentro con Álvaro, ni estaba escrito en un libro misterioso, ni había sido decretado por ningún dios. Cuando llegó Álvaro, cuando Ivonne despertó de su siesta y se incorporó a nosotros en la biblioteca, les expuse mis puntos de vista. Ni estuvieron de acuerdo ni dejaron de estarlo. Les pregunté si había algún modo de averiguar quiénes eran Cynthia y Rula y entonces me explicaron el secreto de las sopas de letras que siguen a tres de los capítulos de la «Autobiografía…». Lo encontré muy ingenioso, y lo que se me ocurrió fue decirles que estábamos obedeciendo las órdenes del tal Uxío Preto, en el caso de ser el autor del libro: primero ellos, averiguando unos nombres, y después yo con ellos, sumándome (por amor, bien lo sabe Dios en el caso de que exista) a una investigación cuyo resultado final me importaba un bledo: en el caso, para mí dudoso, de que lleguemos a un resultado final. Lo que explicó Ivonne coincidió más o menos con lo que yo había pensado: «Averiguar si Uxío Preto existió, si es el autor de las tres, o bien si cada una de ellas es de su autor, sin descartar por eso la eventualidad entrevista o prevista por Mr. Sharp, el chairman, de que Uxío Preto fuese un nombre vacío, inventado por una especie de sociedad anónima a la que había que atribuir, aunque indeterminadamente, la autoría de las tres novelas, lo cual, comprobado, complicaría bastante las cosas.» Tengo la sensación a causa de la mirada compasiva que me dirigió Ivonne, que estuve bastante vulgar al exponer mis observaciones. Es muy probable que no estuviesen a la altura de lo que se esperaba de mí, pero yo las encontré razonables y no me arrepiento de ellas.

De los datos deducidos de la sopa de letras correspondientes al «Capítulo Gamma», cuatro apellidos se constituyen en nuestra única pista para levantar las dos supuestas liebres: Huerta, Hinojosa, Jiménez y Domínguez. «Son dieciséis combinaciones las que tenemos que investigar», dijo Álvaro muy serio, pero yo le atajé inmediatamente: «Déjalas en bastantes menos, porque Huerta Jiménez son los apellidos de un poeta muy conocido que puede ser el marido de Cynthia. Rula, por tanto, tiene que ser, o la señora Hinojosa Domínguez o la señora Domínguez Hinojosa. La solución está en la guía de teléfonos.» Había dos Domínguez Hinojosa y un Hinojosa Domínguez. De los primeros no sacamos nada en limpio, sino una disculpa y un exabrupto. La señora de Hinojosa Domínguez acudió al trapo, y yo le pregunté de repente: «¿Es usted Rula? ¿Podría hablar con usted?» Me respondió un silencio entrecortado, si se puede llamar así a la conciencia de que al otro lado del teléfono alguien acaba de asustarse y tiene dificultades para respirar. Añadí: «Mire, señora: soy una profesora, y estoy investigando acerca de un escritor, casi desconocido, llamado Néstor Pereira. Por ciertas razones pienso que usted podría aclararme algunos detalles relativos a la novela de una mujer y unos gatos. Me llamo Ana María Ansúrez, soy la nieta del profesor Ansúrez, de la Real Academia Española, y éste es mi teléfono… Si cree que tiene algo que decirme, y se decide a hacerlo, le ruego que me telefonee. Si no estoy en casa, basta con que deje el recado de que telefoneó Rula. Yo volveré a llamar.» Entonces, la voz que antes sólo había dicho «¿Quién?», preguntó: «¿Quiere repetirme el teléfono?» Lo hice. Me dio las gracias y colgó.

—Ya veis, les dije a los otros.

Con la señora de Huerta Jiménez no hubo tanta suerte. Le encomendé la llamada a Ivonne, quien, por muy bien que hablase el español, conservaba algo de acento. Se puso Cynthia, en el caso de que éste fuese su nombre. Ivonne se identificó y mencionó a Uxío Preto. La señora de Huerta Jiménez se hizo de nuevas y se negó a ninguna clase de entrevista. Ivonne opinó que nos habíamos equivocado.

—Yo creo que no —les dije—. Lo más probable es que no quiera recordar nada de su pasado. Su marido es un hombre respetable, quizá demasiado. Tiene una posición que pudiéramos llamar burguesa, y ella, que la comparte, no desea alteraciones, menos aún emociones y conflictos. Tanto ella como nosotros pensamos que sus relaciones con Uxío Preto fueron un error, que ella se esfuerza en olvidar, que quizás haya olvidado y que ahora reaparece; interpreto su negativa como un tanto a favor de la existencia de Preto.

—Quizá tengas razón —me respondió Ivonne, aunque no demasiado convencida—. Que conste que yo nunca he dudado de que fue, acaso de que es, un hombre real, a quien me gustaría encontrar, aunque quizá no se llame así. Puede ser o haber sido uno de esos que andan por el mundo siendo, realmente, varios, o sin saber de verdad quiénes son.

—¿Vamos a tratar de la cuestión sin lo que nos pueda descubrir la señora de Hinojosa Domínguez, en el caso de que se decida?

—Las dos tenéis razón, aunque no por los mismos motivos, y quizá por motivos contradictorios. Estoy conforme con que alguna gente anda por el mundo siendo varios o sin saber quién es. No sé por qué, de repente, se me ocurre admirarlos. Lo malo somos nosotros, que sabemos a qué atenernos acerca de nosotros mismos, o que al menos lo creemos. ¿No seremos los equivocados?

¡Dios mío! Me eché a temblar. ¿Iba a ponerse la sesión metafísica? Había escuchado a Álvaro, una tarde, teorizar sobre el amor. ¿Iba a embalarse ahora en una teoría de la personalidad múltiple, o de los problemas de la identidad? Creo estar conforme con la mía, y, fuera de mí misma y de mis propios límites, es un tema del que no me siento capaz de hablar, sobre el que ni siquiera soy capaz de pensar. Creí ver en los ojos de Ivonne una especie de animación, de disposición a perder el tiempo. Me decidí a estorbarlo.

—¿Y si también lo dejásemos para mañana? Podrías llevarnos a bailar, Álvaro, y a cenar por ahí. ¡Con la noche que hace…!

Yo no sé si la mirada que me dirigió Ivonne fue de resignación o de censura. ¡Me había mirado ya tantas veces, siempre de manera distinta! Pero el caso fue que estuvieron de acuerdo en que una noche como aquélla, una de ésas de Madrid en que, al despedirse la primavera, se anticipa el verano, no valía la pena dedicarla a cuestiones intelectuales, cuando se podía gozar de la brisa dulce y animarse con una cena con vino. Eché la cuenta mental del dinero del que disponía, sin necesidad de pedirle al abuelo, y calculé que bastaba para invitarlos. «Por lo pronto, la comida corre de mi cuenta. Lo del baile os lo dejo a vosotros.» ¡Qué diablo! Uno y otro traían dinero americano ganado fácilmente, y gastarlo en una noche divertida me pareció no sólo oportuno sino también necesario. Apenas hubo discusión. Le expliqué al abuelo que vendríamos tarde, y que no se preocupase. Después, los llevé a una tabernita de los alrededores de la glorieta de Iglesia, donde comimos bien sin gran dispendio. Lo del baile fue más complicado, porque hubo que escoger y yo carecía de experiencia, alejada como estoy de las discotecas; pero, después de varios intentos, acertamos con una al aire libre, no muy concurrida y de clientela discreta, no de esos mozalbetes a quienes la soledad no parece importarles, quizá porque el mayor de sus placeres sea la exhibición de sus caricias. Había una orquesta que alternaba lo moderno con lo tradicional. Convinimos en que Álvaro bailaría conmigo las piezas de baile agarrado, y con Ivonne las de baile suelto, que yo no he practicado nunca. La argucia sólo dio a medias resultado, pues si es cierto que Álvaro me abrazó, y que algunas de las veces yo me dejé llevar casi en éxtasis, lo es también que en ningún momento sus abrazos pasaron de lo más comedido, y que si en alguna ocasión el barullo le obligó a apretarse, me pidió en seguida perdón. El resultado final fue que cada vez me sentí más triste, diríamos que fracasada, y que cuando, de regreso, entramos en el cuarto compartido con Ivonne, fui incapaz de dominarme y me dejé caer en la cama, llorando. Ivonne había ido al lavabo. Al regresar, se me quedó mirando; luego se sentó a mi lado y me acarició la cabeza, en silencio, hasta que yo descubrí la cara, ya sin hipar, y le di las gracias, por no tener otra cosa que decirle. Después me senté a su lado; pasó algún tiempo, y por fin le dije: «¿Tengo que darte explicaciones?» «Creo que no —me respondió ella—. Lo único que me sorprende es la rapidez de una pasión tan fuerte.» Le conté que no era cosa de ahora, sino un amor de niña renacido con furia, y que él parecía no darse cuenta. «Pues no tiene nada de tonto, Álvaro —me dijo Ivonne—, y debe de haber comprendido lo que yo descubrí nada más que veros juntos, en el aeropuerto. Lo que sucede es que tú eres nieta de quien eres, Álvaro adora a tu abuelo, y como es uno de esos raros tipos que conservan ideas caballerescas, no se atrevería ni a cogerte una mano.» «¡Pues bien podía ser un poco menos caballero!» Le pedí que me contase cosas de Álvaro, ella, que le conocía mejor que yo y que había vivido en su proximidad tanto tiempo; por qué estaba aún soltero y eso. Me explicó que las chicas americanas a quienes gustaba a rabiar, algunas de las cuales se habían acostado con él, estaba segura, eran incapaces de casarse con un chicano, por guapo y por inteligente que fuese. «Fíjate que siendo como es californiano, tuvo que venirse a una Universidad del Este, donde, al fin y al cabo, se tiene un mínimo de tolerancia. Gente conozco capaz de pedir para él todos los honores universitarios, pero incapaces de permitir su matrimonio con una de sus hijas.» «Pero yo no soy racista.» «Tu caso es muy distinto.» Encontré en Ivonne comprensión y simpatía. Necesitaba confiarme a alguien y lo hice. Nos acostamos. De lecho a lecho, hasta las tantas de la madrugada, le conté la historia de mi matrimonio frustrado y de mi segunda frustración amorosa. Y ni un solo momento le entró el sueño. Más aún, al concluir yo mi cuento, empezó ella el suyo, que era muy distinto, que no coincidía en nada con el mío, aunque en el fondo se tratara de lo mismo, de ese hombre que se busca y no se encuentra. Nuestra moral es distinta, nuestros prejuicios divergen. Ella cree en el matrimonio; yo, de momento, en la pareja; y no creo, espero. Comprendí que es una buena persona.

No sé hasta qué hora hubiéramos dormido al día siguiente, si no viniera la chica a decirme que me telefoneaban. Pasaba de las once. Al otro lado del teléfono estaba la señora de Hinojosa Domínguez, para nosotros Rula. Con voz de dramatismo contenido por la buena educación me dio la dirección de una sala de té, una hora del mediodía y la descripción del traje con que iría vestida. Cuando se lo conté a Ivonne, se echó a reír y quedó muy contenta. La encargué de hablar con Álvaro y citarlo para el almuerzo.

7. Es bastante difícil, sólo raramente casual, que al mismo salón de té de los selectos concurran, a horas tan tempranas, dos señoras con traje color crema, muy escotados por la espalda, y una rosa artificial en la cintura. Las dos que vi, solitarias cada una al lado de una ventana, coincidían en el color y en el escote; pero me costó bastante esfuerzo y un poco de habilidad no cometer la indiscreción en mi búsqueda de la rosa, que al fin apareció en el talle de la señora de la izquierda. De haberme fijado más en su cara que en el traje, la habría sacado mucho antes, porque sólo ella podía ser Rula y sólo a Rula podía pertenecer aquella cara: no por extraña, menos aún por fea, que no lo era en absoluto, sino por la expresión dramática, enteramente superpuesta, que se había colocado, a lo mejor como careta o acaso como perifollo, mucho antes de mi llegada: se conoce que se estaba entrenando. Me detuve ante ella, señalé discretamente la rosa, me dijo: «Siéntese», no como una orden, sino como un ruego, sino como parte de un monólogo que venía de atrás, en el silencio, y que allí terminó. Le di las gracias. «¿Por qué me llamó usted Rula?» «Es el único nombre que conozco de los que usted pueda tener.» «Rula no figura para nada en la novela de los gatos.» «Existen otros escritos.» «¿Dan otro nombre de mí? ¿Dan el mío verdadero? ¿Cómo pudo usted saber que yo soy la señora de Hinojosa Domínguez?» Hacía las preguntas rápidamente, aunque no tanto que la comicidad de un atropello estropease la teatralidad de la situación. No. Todo muy medido, muy estudiado. Hubo un momento en que me dio la impresión de que todo lo que pudiera acontecer y decirse entre las dos estaba previsto y vivido de antemano, aunque acaso como ensayo general imaginario. Pues no me sentí dispuesta a estropearlo.

Rula es una cincuentona bien conservada, sobre todo de figura. Tuvo que haber sido muy guapa, aunque no de belleza regular, sino más bien de las lindas, con una frente demasiado ancha y la nariz un poco respingona: un levísimo, delicadísimo respingo. Le hallé inmediatamente parecido con cierta madonna italiana que hubiera envejecido en su cuadro, una madonna muy conocida, que, no sé por qué (aunque fuera lógico) se me ocurrió que debía de tener colgado en su tocador, al lado del espejo, para mirarse alternativamente. Yo conozco muchas que se aferran a esa clase de parecidos y los cultivan. ¡Con qué tristeza comprobarán que poco a poco se les escapa del modelo! A Rula todavía le quedaba cerca, al menos para mi gusto: imaginé sin embargo la resignación melancólica cada vez que descubre en su rostro una arruguita que el pintor no pintó en el cuadro. Había, sin embargo, una diferencia: la cara de la madonna es alegre, y no como ésta, con su poquito de hastío.

Cuando dejó de interrogarme, le di una breve, aunque suficiente, explicación de los datos contenidos en el «Capítulo Gamma» (sin referirme, por supuesto, a la fallida seducción), al truco de la sopa de letras y al puzzle que habíamos tenido que resolver. «Fue un hombre discreto, mi querido, mi adorable Néstor», dijo con los ojos entornados. «No, señora. Néstor Pereyra, no. Un tal Uxío Preto es el autor del escrito, aunque en cierto modo, y según parece, Néstor y Uxío pueden ser una sola persona.» «A ver, explíquese.» Lo hice con cierto hermetismo, pero de modo al parecer eficaz, porque el comentario de Rula fue: «Ahora me explico…», y se echó a reír, aunque recobró inmediatamente la seriedad e inició el cuento de una larga peripecia de amor que en parte coincidía con lo contado por Preto y en parte lo excedía. Por supuesto, y según la versión de Rula, habían sido amantes, y no ocasionales, sino durante largo tiempo, todo el proceso de creación de la novela, en la que Rula había participado con tanta asiduidad y, sobre todo, de tal manera intensa, que más que compañera había que considerarla como colaboradora. Se la sabía casi de memoria. «Y aquí él quería escribir esto, pero yo le aconsejé esto otro; y pretendía usar estas palabras, pero yo le sugerí otras; quería terminar la novela de una manera trágica, Aquilina devorada por los gatos; no sé cómo, se me ocurrió la idea del afilador…»

Ella leía los folios en voz alta, «en aquel inolvidable piso cerca de la plaza de Santa Ana»; Néstor, que tenía un oído excelente, la escuchaba, la interrumpía de pronto, «Eso no suena», le arrebataba el folio, tachaba, corregía, volvía a escuchar, «Esto ya está mejor». «Estábamos tan obsesionados, que alguna vez interrumpimos nuestros juegos de amor para introducir un párrafo o suprimir un trozo de lo escrito. Un verdadero frenesí creador durante el cual aquel hombre incomparable me llevaba consigo a las cimas más altas de la poesía y de la felicidad. ¡No puede usted imaginar hasta qué punto! Si yo pudiera escribir mis amores con Néstor, le aseguro, señorita, que pasaríamos a la historia como alguna de esas parejas ejemplares en las que la humanidad que ama se siente identificada. Pero vivo prisionera. Por la misma razón por la que tuve que romper aquel idilio, tengo ahora que callarme. ¡Y cómo le agradezco que me escuche! Son muchos años con tantos recuerdos aquí dentro (se llevó la mano al pecho, no a la cabeza), sin poder dejar en libertad el deseo de contarlos. Si ahora lo hice… Señorita, espero que usará discretamente de mis confidencias.» «Un uso exclusivamente científico, señora, se lo aseguro. No es en la biografía de Néstor Pereyra en lo que trabajo, sino en la posible multiplicidad personal de Uxío Preto, y perdóneme la pedantería de la expresión.» «Sin embargo…» (Entornó otra vez los ojos y dejó perderse aquella mirada: lo había hecho ya dos o tres veces.) «Todo trabajo admite un apéndice… Yo podría proporcionarle a usted unas cuartillas, no muchas, lo esencial de nuestra historia. Lo sé todo de Néstor, de su carácter, de su imaginación, de su pasado. ¿Conoce usted su pasado? Me lo contó en aquellas mañanas de nuestras primeras relaciones, cuando cada día nos encontrábamos en un lugar distinto. Era la historia de un hombre excepcional que busca un amor a su medida. ¡Y es tan difícil encontrarlo! Cuanto más sinceras fueran las mujeres halladas en su camino, más dolorosos, mayores, los fracasos…» «¿Por qué no me cuenta usted algo de ese pasado? No rechazo el ofrecimiento de las cuartillas, antes al contrario, le doy las gracias, pero me gustaría saber de esos años oscuros que oculta Néstor Pereyra. Ocultos para mí, quiero decir. Salvo lo que usted sepa y quiera contarme, todo lo demás es historia secreta, quién sabe si misterio.» No lo hizo inmediatamente. Primero, fue el silencio del que intenta recordar: con la cabeza inclinada, como absorta, y quieta, por supuesto. Después un estallido súbito de melancolía. «Me preguntó usted si era Rula. ¡Tanto tiempo sin oír ese nombre, como no fuera de mis propios labios! ¡Rula quiere decir tanto!» Se interrumpió otra vez. Después la llamada a la camarera para que traiga otro café con poca leche… «¡Y es tan triste el recuerdo…! Tengo la conciencia oprimida por la seguridad de haber hecho desgraciado a Néstor después de tanta felicidad. Nuestra separación fue muy dramática. Se marchó a Nápoles y no volví a saber de él. Y lo que más me duele es imaginarlo por esas tierras de Dios, año tras año, todos los transcurridos ya, con la pena incurable en el alma, en busca a lo mejor, de otras mujeres, pero a mí en todas ellas. Inútilmente. Era muy atractivo…»

La descripción que me hizo de Néstor, tópicos y abstracciones, amable, inteligente, seductor, elegante, ¡oh, sobre todo elegante!, sustituyó a los acontecimientos que seguramente era incapaz de recordar, quien sabe si de inventar, salvo cuando, sin quererlo, o, ¡vaya usted a saber! queriéndolo de veras, se dejó resbalar hacia las confidencias eróticas, primero, con insinuaciones; luego, francamente, después de disculparse, porque las chicas de ahora saben más que las de antes… «¡Ay, Dios mío, qué tontas éramos!» Me describió las gracias, habilidades y experiencias de aquel amante que era una pura sorpresa, una delicia en palabra y carne, con quien iba una a la cama sin sospechar lo que podía suceder, pues Néstor «había sido un verdadero poeta del amor». ¡Caray con la pobre Rula! La imaginé cansada de un marido monótono y torpe, justamente lo opuesto a aquel magnífico Néstor capaz de transformar en felicidad el placer.

Claro que nada de esto se lo conté a Álvaro y a Ivonne. ¡Pasarlo mal por segunda vez, no! Además, me daba vergüenza, me limité a decirles que me había alzado el velo de su intimidad con Néstor, aunque más por conceptos que por imágenes y que mi impresión era la de que todo lo había imaginado, desde el principio hasta el fin. «Menos una cosa muy importante», me interrumpió Ivonne; «Ahora tenemos la seguridad de que Uxío Preto, una vez en su vida, actuó como Néstor Pereyra. De todo cuanto llevamos averiguado, lo considero lo único positivo».

8. Curiosamente dejó de hablarse de Rula y de Uxío Preto, y el tema se nos escapó por caminos inesperados para todos, no deseados por mí, por las primeras palabras, largas y ya desde el principio enrevesadas, versaron sobre el amor, y no así, en abstracto, sino sobre el que Rula había sentido por Néstor, mezcla de añoranza y patraña. Pero pronto se olvidaron de Rula (yo escuchaba) y se habló del amor en general, aunque a veces de amores y amantes. Álvaro se sacó de la manga, una vez más, como quien pone un disco al gramófono, sus ideas místicas, a las que opuso Ivonne otras, a mi juicio más puestas en la realidad, aunque bastante conservadoras: una mezcla curiosa de precaución y audacia que me habría venido de perlas. Yo las llamaría, no obstante, juiciosas, y saqué de ellas la impresión de que Ivonne no se vería nunca metida en un lío sentimental semejante al mío. En cualquier caso, y a partir del momento en que la conversación dejó de referirse a Rula, aquello perdió toda relación con la realidad y más pareció discusión académica. ¡Pues buena estaba yo para razones místicas y contrarrazones prácticas! Pero dejó de serlo a partir de un momento en que Ivonne me sorprendió arrobada ante las palabras y el movimiento de manos de Álvaro, unas manos que yo deseaba, más que convincentes, acariciadoras, y, dándole un giro a la conversación, y un poco con calzador, empezó a defender la conducta de las mujeres que, ante un amado indiferente, hacen cualquier cosa para conquistarlo: llegó a decir ¡lo que sea! Y lo bueno del caso fue que Álvaro no le opuso el menor reparo, sino que lo encontró natural y moralmente bueno, como que llegó a citar a no sé qué moralistas católicos que lo justifican, aunque no sé si hasta la última decisión. Yo me acordé de las mujeres de mi casa. Tan intelectualmente adustas, con su miajita de desdén por los hombres que no fuesen distinguidos colaboradores de la ciencia, o al menos presuntos alevines de Premio Nobel. Lo que, en cambio, habían justificado, y no sé si practicado alguna de ellas, fue la declaración por parte de la mujer, aunque no formulada en un vulgarísimo «Te amo», sino dicho con palabras tan apasionadas como éstas, tan despampanantes: «¿No le parece, profesor, que si juntáramos nuestras vidas, redundaría en la mayor perfección y comodidad de nuestros trabajos? Porque creo haber observado que mi presencia le perturba, y eso me causa cierta inquietud moral, cierto sentimiento de culpa que debemos resolver sencillamente.» Si yo le dijera a Álvaro, en un momento propicio, palabras de ese jaez, lo más probable es que me mandase a paseo, o, lo que es peor, que me respondiera que mi presencia no le perturbaba en absoluto, y que podía aquietar los alborotos de mi conciencia.

En fin, que la conversación terminó, y yo, que la había escuchado a ratos con desesperación y otras veces con arrobo, como ya dije, había tenido, entre esos ratos, unas ráfagas de lucidez que me permitieron inventar algo que me sacase del segundo término en que generalmente me hallaba, y no por mi deseo, y mostrar a aquellos dos, singularmente a él, que yo también era inteligente, aunque apenas metiese baza en las discusiones trascendentales. Y lo que se me ocurrió se lo propuse cuando la conversación comenzó a espaciarse y a intercalar silencios:

—El otro día habéis quedado en que todo cuanto estáis haciendo os viene ordenado, o quizá programado, por Uxío Preto, no sé si sólo desde la sopa de letras o, con más exactitud, desde la tumba. ¿Por qué no hacemos algo que a él no se le haya ocurrido?

—¿Como qué? —preguntó Ivonne.

—Algo que se me pasó por mientes, y os lo diré en cuanto sepa si es posible. —Me levanté y fui al estudio de mi abuelo. Lo encontré dormido, con una copa mediada de jerez encima de la mesa. Antes de despertarlo, le di un beso, y el roce de mis labios en su frente bastó para espabilarlo. Abrió los ojos, asustado, pero lo tranquilicé con otro beso, y le pregunté si encontraba oportuno que telefonease a don Armando Valcárcel para pedirle una entrevista. Me respondió que sí, que eran buenos amigos y que además don Armando me estimaba por alguna razón como la de que no había tenido hijos de su matrimonio y se enternecía especialmente con los descendientes de sus colegas, más afortunados que él a ese respecto, aunque quizá no tanto en otros.

A don Armando Valcárcel lo conocen como crítico, en los Departamentos de español, casi tanto, o quizá más, que a mi abuelo como filósofo. Mentar su nombre y apabullarse Ivonne y Álvaro fue inmediato.

—Si os parece oportuno, le pido una entrevista y vamos a preguntarle por Uxío Preto. Seguramente sabrá algo.

Don Armando, no sólo accedió a recibirnos, sino que me respondió afirmativamente a la pregunta de si nos permitía llevar un magnetófono para registrar la conversación (o, a lo mejor, su monólogo). Cuando le mencioné a Uxío Preto quedó un momento en silencio, como quien recuerda y en seguida dijo que sí, que lo había conocido, y que, por supuesto, tenía todos sus libros leídos y podía darnos una información.

Nos citó para el mediodía, a tomar una copa, y allá fuimos, Ivonne especialmente guapa; pero fue a mí a quien besuqueó más, el viejo Valcárcel, con el conque de la amistad y la ternura: dos besos indecentes lo más cerca posible de la boca. Inmediatamente después dejó de hacerme caso, para informarse de las vidas y milagros de los otros dos. Lo que le dijo Ivonne le pareció bien y muy puesto en razón, pero, con Álvaro discutió un buen rato acerca de si la Historia de la Literatura era o no era una actividad anticuada: «Créame V., amigo mío: la crítica, tal y como yo la entiendo, la elimina.» Pero Álvaro le retrucó con bastante ingenio, y dejó serio al viejo Valcárcel, aunque sin llegar a enfurruñarlo.

Lo concerniente a Uxío Preto fue, como ya me temía, un monólogo. Podría resumirlo en estas palabras: lo había conocido en sus peores tiempos, y lo había protegido, hasta el punto de que aquel trabajo de escritor anónimo en la radio se lo proporcionara él. Uxío no carecía de talento, pero como ser humano, era un verdadero desastre, un anarquista sin remisión, uno de esos hombres que parecen gozar en destruirse con el pretexto de defender su independencia…: «Confío en que se haya suicidado después de ese disparate de la “Autobiografía”.» Lo había perdido de vista después de la publicación de «Aquilina y la flauta de Pan», probablemente enojado por no haber recibido los elogios públicos que esperaba. Me la trajo a leer, en manuscrito, y yo le aconsejé bastantes modificaciones y una redacción. No me hizo caso. Pensé que la mejor mañera de no perjudicar era la de pasar en silencio la novela, así que no figura en ninguna de mis columnas críticas ni en mis estudios. Cuando apareció «La ciudad de los viernes inciertos», me di cuenta de quién era el autor que se enmascaraba tras el nombre disparatado de Pedro Teotonio Viqueira. ¿Saben ustedes que imita el de un embajador de Portugal, notable por su excelente figura? A poca psicología que se sepa, se comprende que Uxío Preto eligió ese nombre para compensar con el recuerdo de una gran facha su miserable aspecto, entre bohemio y mendigo. Un carajo a la vela como él jamás podría llamarse Pedro Teotonio, pero sí un otro yo imaginario y estupendo. La novela me interesó más que la anterior, aunque no tanto que no me viese moralmente obligado, si hablaba de ella, a ponerle graves peros. Preferí, por segunda vez, dejarla pasar, aunque después haya pensado que, si yo no publicaba ninguna recensión, caería en el silencio, como cayó; pues en aquel tiempo sólo prestaban atención los críticos a los libros que yo seleccionaba entre aquella balumba de publicaciones fútiles. Debo de confesarles que su tercera novela me pasó inadvertida, a lo mejor no me la envió el editor, no sé… Me enteré de su existencia por al artículo de Nuestra Tierra, y fue entonces cuando la busqué y la leí: a destiempo pero con gusto. La considero la mejor de las tres, pero tengo serias dudas de que la haya escrito Uxío. El nombre de Froilán Fiz que la firma es lo único que pudiera ser de su invención, pero fíjense ustedes en que digo «pudiera». Y lo bueno del caso es que la lectura de «La historia que se busca en los reflejos» me hizo sospechar que «La ciudad de los viernes inciertos» no sea obra original de Uxío, por convincentes que sean sus apariencias, sino manipulación de un texto ajeno. Piénsenlo bien: en la «Autobiografía…» hay datos que refuerzan esa sospecha, como la misma insistencia de Uxío en aparecer como promotor exclusivo del affaire, delincuente sin cómplices. En estos últimos años me vino a veces el deseo de escribir, sobre la cuestión, un trabajo de conjunto pero, la verdad, me siento ya viejo y cansado, y no sé si, después de todo, valdrá la pena desbaratar la superchería de alguien que se sintió feliz con ella. Porque Uxío Preto no está vivo.

—¡Oh, ya lo creo que lo vale! —exclamó Ivonne, y habló durante un rato, con entusiasmo, aunque diciendo lo contrario, mientras don Armando sonreía y repetía: «¡Estos jóvenes, estos jóvenes, con sus pasiones! Ya llegará un día, señorita, en que encuentre exageradas las palabras de ahora.» Y volvió al tema de «Aquilina y la flauta de Pan», que después de todo, no era una mala novela, y que habría sido mucho mejor si Uxío Preto hubiera hecho caso de los consejos e incluso de las sugerencias de don Armando. «Había pensado resolver la situación con un final trágico, Aquilina comida por los gatos. Lo del afilador y la flauta de Pan se lo sugerí yo.»

Nos había dado un buen jerez, don Armando Valcárcel; al menos, eso fue lo que dijo Álvaro. Ivonne, que se había percatado del lugar donde me había besado, a la llegada como a la despedida, le llamó viejo verde. Hubo un momento en que nos reímos los tres, y Álvaro me felicitó por la ocurrencia.