17. Cambio de domicilio

“Por seguridad lo cambiaremos de domicilio”, Mauro se presentó a la puerta de la casa. Beatriz y yo habíamos cenado solos, viendo las celebraciones de Año Nuevo en otras partes del mundo.

“¿Y mi esposa?”

“Quedará protegida.”

“¿Cuándo será el cambio?”

“El jueves.”

“¿Y mis objetos personales?”

“Llevará lo esencial, como cuando sale de viaje.”

“¿Podré comunicarme con Beatriz?”

“A través de mí. Pero ella no debe informar a nadie sobre su paradero, dirá que está de vacaciones o en gira de trabajo.”

“¿Y el periódico?”

“Mandará sus colaboraciones por correo electrónico. O si tiene que ir a la oficina, yo lo acompañaré.”

Pero el cambio de domicilio no se efectuó el jueves, por razones no explicadas. El viernes vino Mauro a buscarme. Lo acompañaba un joven lampiño, medio calvo, con gafas de sol, aunque estaba nublado. Con suéter de cuello de tortuga, aunque hacía un calor inusual en ese falso invierno.

“Es mi pareja. Lo comisionaron para cuidarlo. De ahora en adelante andará conmigo.”

“Mucho gusto, señor, soy Peter Peralta alias El Petróleo. También le serviré de chofer.”

“Lo llevaremos a las Suites Riviera”, Mauro abrió la puerta del carro.

“Las reservadas a los VIP”, añadió El Petróleo.

“¿Dónde están?”

“Ya lo verá.”

Rumbo a las suites, el conductor no cogió la ruta más directa. Dio vueltas inútiles mientras Mauro irritantemente cambiaba el nombre de los lugares. Al aeropuerto llamaba Porcopuerto; al Centro Histórico, Centro Histérico; al Distrito Federal, Detritus Federal; a Cuautitlán, Cogititlán.

“¿Por qué regresamos al mismo sitio?”, le pregunté, pues era la tercera vez que pasábamos por el Ángel de la Independencia.

“Para confundir soplones.”

“¿A quiénes?”

“A ellos.”

“¿Los de las amenazas?”

“Otros.”

“¿Es necesario dar tantas vueltas?”

“Es la rutina.”

Un gorrión iba en el parachoques del coche de adelante. Quise bajarme para rescatarlo. Detenido el auto por una luz roja.

“No lo haga”, Mauro adivinó mis intenciones.

“En el otro alto me bajo”, pensé.

“Olvídese de ese pájaro.”

“La ciudad es un cagatorio”, El Petróleo esperó el cambio de luz. Una camioneta se metió entre el carro del pájaro y nosotros.

“No podemos seguirlo.”

“El gorrión se perdió en el tráfico.”

“En su lugar quedó el exhausto, vislumbre.”

“¿No ve?”, El Petróleo sacó la mano para indicar que dábamos vuelta a la izquierda. Entramos a Insurgentes, el túnel al aire libre más largo del mundo.

“Ni por dónde hacerse por el tráfico, señor, ni pa’delante ni pa’trás.”

“El problema de un guarura es que caes en sus manos y tienes que hacer lo que él te diga”, me dije. “El problema no es conseguirlo, sino deshacerte de él. Si lo guardas, malo. Si lo mandas al diablo, peor. El gobierno va a decir: ‘Tenía guarura y lo rechazó. Fue culpa suya que lo mataran’.”

“Aquí hay menos carros”, El Petróleo ingresó, precisamente, por una calle bloqueada por un camión de la Coca-cola. “Y un cuello de botella.”

“Las calles están locas, vislumbre”, Mauro puso música tecno.

“En un supermercado le dieron a Rosita una botella de aceite de oliva agujerada y se le manchó la falda”, dijo El Petróleo.

“Esta mañana Lupita me echó el café sobre los pantalones.”

“Para que te quedes quieto, ¿no ves?”

“Mira a ese güey”, Mauro indicó a un hombrecito con gruesas gafas que cruzaba la calle. Vestía pantalones de mezclilla y chamarra bolsuda. Llevaba una cartera negra.

“¿Quién es?”, pregunté.

“El Niño. Estará siguiendo al señor Medina.”

“¿Por qué?”

“Para estudiar sus movimientos.”

“Vamos a darle en la madre.”

“El Niño está en todas partes. Hace rato lo vi en la calle de Sevilla. Después, en Arquímedes.”

“Andará perdido.”

“Lo andará buscando, vislumbre”, Mauro cortó cartucho.

“Seguro lleva en la cartera un millón de pesos para pagar a la policía. Trabaja para Montoya.”

“¿De qué se trata todo esto?”, me enfadé.

“Vislumbre, en la cartera transporta periódicos en ruso.”

“¿Se están burlando de mí?”

“Es muy pequeño para ser hombre y muy alto para ser enano.”

“No hay que fiarnos”, tosió El Petróleo.

“Me encabrona que nos esté espiando”, Mauro descendió del coche por la estación del metro Polanco. El hombrecito se alejó deprisa.

“Cambiaremos la ruta”, El Petróleo aguardó a que Mauro regresara al coche para reanudar la marcha.

“Se escabulló, ya saldrá.”

“Con el ojo a la derecha y la oreja a la izquierda, la boca cerrada y la mano presta, así debe ir el guarura”, dijo El Petróleo.

“En vez de Suites Riviera, le daremos un departamento de seguridad”, El Petróleo se acomodó la pistola debajo del cinturón.

“Vislumbre, nada más vislumbre a esos maricones”, Mauro señaló a dos jóvenes que venían cogidos de la mano. Llevaban los suéteres atados alrededor de la cintura. Pantalones vaqueros sin cinturón y sin bolsillos. Calcetines rojos.

“Tenga cuidado, señor, los secuestradores saben dónde anda.”

“Podemos toparnos con El Niño en la próxima esquina.”

“Qué fresca se veía la cucaracha bañada por las aguas negras”, El Petróleo se rió de buena gana.

“Con las madejas de hilos eléctricos en la cabeza parecía escoba humana”, Mauro causó hilaridad en el otro.

“Al sacarla del drenaje profundo era un café capuchino.”

“Tenía cara de querer chuparme los güevos con la boca sin dientes.”

“¿Torturaron a alguien?”, pregunté.

“Le refrescamos la memoria”, El Petróleo dio vuelta a la derecha. Subió el volumen a la música tecno.

“Baje el volumen.”

“Llegamos.”

El Petróleo se detuvo delante de una casa pintada de amarillo. Nada más para posicionarse, porque luego se metió en la cochera de al lado, cuya puerta se abrió automáticamente.

“¿Y ese celular para invidentes de dónde salió?”, le pregunté.

“Me lo regaló un ciego en Suburbia.”

“¿Amigo o enemigo?”

“Amigo, porque me lo dio de buena gana. Enemigo, porque se fue echando pestes cuando se lo quité.”

“¿De qué le va a servir mandar mensajes en Braille?”

“Uno nunca sabe”, El Petróleo abrió la cochera. Observó la calle con ojos desconfiados y arrancó con furia, como si se fuera echando madres.