55. Amazona del mal

Atardecía cuando Alberto Ruiz y yo llegamos al Hospital Central Militar, donde Manuela convalecía. La enfermera estaba observando la calle a través de las tablillas medio cerradas de la persiana. Al vernos entrar salió para fumar.

Yo llevaba bajo el brazo El Tiempo, donde El Águila Arpía había aparecido en primera plana. En la foto ella encañonaba a un joven fresa con una pistola. El varón, desorejado, yacía en una cama. Con el pelo suelto sobre los hombros, los labios sebosos y una blusa negra hasta el ombligo, la amazona del mal arrojaba a su víctima una mirada sensualmente despiadada.

Cuando nos vio delante de su cama, ella pretendió estar más inconsciente de lo que en realidad estaba. Algo repuesta de sus heridas, clavaba los ojos en el techo, fascinada por su vacío.

De su muñeca derecha, cubierta de moretones y piquetes, había desaparecido el reloj Cartier que una vez arrebató a una mona luciente. Las largas uñas rojas, que le había cortado la enfermera, estaban en un cenicero.

“¿Qué papel jugaste en el secuestro de Beatriz?”, Ruiz se sentó a su lado, con la escopeta en las manos.

“Coordiné los vehículos, serví de enlace para transmitir órdenes.”

“Habla más fuerte, ¿qué dijiste?”

“Que mi gente la secuestró, que la entregamos a Miguel, que él es el único que decide a qué casa de seguridad se envía un secuestrado y quién debe cuidarlo.”

“¿Tú llevaste a cabo las negociaciones?”

“El rescate y las negociaciones, así como la decisión de matar a un secuestrado, son asuntos de Miguel.”

“¿Quién amputa las orejas a los secuestrados?”

“Miguel”, gimió, como si el hermano le doliera física y moralmente.

“¿Cómo lo hace?”

“Les amarra los brazos y las piernas, les tapa la boca para que no griten, y les corta las orejas con una navaja o unas tijeras. Con un ‘lo siento’ mi hermano cumple sus amenazas.”

“¿A qué horas les practica su cirugía?”

“De noche, cuando la víctima está cansada o asustada.”

“¿Quién le ayuda?”

“El Tecolote y El 666 se encargaban de inmovilizar el cuerpo de la persona. ‘Cortar orejas es como pelar naranjas’, decía Miguel. El corte circular es rápido. Hecha la operación, El Tecolote y yo colocábamos un paño húmedo sobre la herida de la víctima para contenerle la sangre.”

“¿No tienen consideración por la persona a la que le cortan las orejas?”

Manuela miró al techo:

“Es la primera vez que me preguntan eso. No siento ningún remordimiento. Todo es un trabajo. Si los familiares no pagan, pues tenemos que matar al plagiado. Lo de las orejas no es por odio.”

“¿Cómo opera la banda?”

“La banda se divide en tres grupos principales: el operativo, el logístico y el de apoyo”, como si se le ahogaran las palabras en la garganta por haberlas contenido durante mucho tiempo, El Águila Arpía despepitó: “En la organización Montoya operan treinta personas, pero sólo unos cuantos conocen a todos. La mayoría hace su trabajo sin conocer a los demás.”

“¿Quién decide qué persona debe ser secuestrada?”

“Miguel elige a la víctima y la fecha, la hora y el lugar del secuestro. Debajo tenía a dos lugartenientes: a Vicente Vargas y a mí. Cada uno con sus colaboradores.”

“Vargas está arrestado.”

“Vargas ordenaba a tres hombres. Uno investigaba a la persona secuestrable para conocer el monto de su fortuna, vigilarla y seguirla. Otro obstruía la ruta de la víctima, golpeando el vehículo del secuestrable. Al provocar una discusión, otro llegaba en un auto y realizaba el plagio. La banda utilizaba un taxi. Miguel conducía las negociaciones con los familiares. Exigía una cantidad X. Poco a poco la bajaba, pero sólo él sabía hasta cuánto. Su eficacia se debe a la presión sicológica que ejerce sobre la víctima y sus familiares. Vargas era el brazo derecho de mi hermano. De él dependían los policías judiciales y los procuradores que nos encubrían.”

“Tú, ¿qué hacías?”

“Yo era responsable de la logística del plagio. Bajo mis órdenes estaban El 666 y El Tecolote. Los tres cuidábamos a los secuestrados y manteníamos la vigilancia en las casas de seguridad”, El Águila Arpía, con su boquita de pico, se puso de costado, dejando al descubierto un pedazo de nalga. Tenía alzada la blusa negra y los calzones negros no alcanzaban a taparle el trasero. El dolor en las piernas la hizo ponerse boca arriba de nuevo. Era difícil pensar que era la misma persona que en las casas de seguridad mantenía a raya a los cautivos.

“Hora de comer”, apareció la enfermera con un carrito.

A una seña de Ruiz la mujer salió del cuarto. Me dijo: “No debemos dar tregua al Águila Arpía, tenemos que sacarle la sopa.” Acomodó la escopeta sobre las rodillas: “¿Quién le vendía armas a tu hermano?”

“Alfonso Campos, un ex comandante de la Policía Judicial, le vendía las armas y le daba pitazos sobre los operativos que llevaba a cabo la policía para arrestarlo. Más de una vez, a punto de ser atrapado, le facilitó la fuga. Recibían dinero de mi hermano dos jefes de grupos antisecuestros, Artemio Martínez Salvado, en Morelos, y Domingo Tostado, en el D.F.”

“Tenemos una foto en la que aparecen los tres juntos.”

“Desde que los periódicos publicaron esa fotografía Miguel tuvo que esconderse por miedo a que ellos lo mataran.”

“Contamos con una foto de Martínez Salvado detrás de las rejas. Viste uniforme de preso y fuma un cigarro tras otro. En la discoteca Skate’s, que era de sus propiedad, descubrimos venta de drogas y cuartos con gente atada de pies y manos.”

“La evolución médica de la señora Montoya López, atendida en este Hospital Militar, hará posible su pronto traslado al Penal de Alta Seguridad de Almoloya”, entró diciendo el médico Gilberto Gómez.

“Antes que te vayas, cariño, quiero decirte que Miguel se quedó solo”, Ruiz escupió las palabras sobre la cara de Manuela. “Los policías judiciales que le ofrecían protección se la retiraron; sus lugartenientes piensan más en los cinco millones de pesos que ofrece por él la PGP que en ayudarle.”

En ese momento Temístocles Maldonado, enviado del Almirante RR, trajo información:

“La policía está estudiando si el cuerpo calcinado que se halló la tarde del sábado dentro de un vehículo en la colonia El Mirador podría ser el de Miguel Montoya.”

“¿Podría ser Miguel el muerto?”, chilló El Águila Arpía.

“Según vecinos, dos sujetos llegaron a El Mirador en dos automóviles. Detonaron uno, con un hombre adentro, de unos treinta años de edad. Tenía un balazo en la cabeza, el tiro de gracia. El problema es que puede tratarse de un juego doble de las autoridades. Algunos comandantes están ansiosos por hacer pasar a Montoya por el muerto, y cerrar el caso, pues si se le encuentra vivo, Montoya podría dañar su reputación.”

“Es esencial que Montoya aparezca vivo. Así podremos descubrir a los policías que tienen relación con la banda. Hacer aparecer a un falso Montoya calcinado tiene por fin confundir a la opinión pública”, dijo Ruiz.

“Una llamada anónima nos acaba de advertir sobre la presencia de Montoya en el Hotel Acuario”, dijo Temístocles.

“Vamos para allá”, Ruiz abandonó el cuarto del hospital. Temístocles se sentó a su lado, contemplando con expresión lasciva la carne desnuda del Águila Arpía. Mejor dicho, de La Venus de Oro.