63. El hombre del Hotel Acuario

El hombre encontrado en la habitación 25 del Hotel Acuario era Mauro Mendoza. Cuatro carros con policías judiciales y dos changos vestidos de civil vigilaban la entrada del hotel de paso. Un sujeto que pretendía estar ciego, pero no lo estaba, detrás de sus gafas negras no quitaba la vista de la gente en la calle.

Los dos changos no me querían dejar pasar y tuve que mostrarles mi credencial de El Tiempo. Aun así, apuntándome con escopetas, siguieron impidiéndome el acceso y tuve que amenazarlos con llamar a Temístocles Maldonado. Tal vez, inconscientemente, querían ahorrarme el espectáculo del interior.

Al filo de la medianoche, Matilde me había llamado por teléfono para decirme que Temístocles Maldonado llamó al periódico para notificar que un tal Ricardo Reyes Ruiz había sido hallado en un hotel de paso al norte de la ciudad, y que llamaría más tarde para dar detalles. Pero el noticiero de televisión se le adelantó: “La policía localizó en el Hotel Acuario el cadáver del agente Mauro Mendoza Méndez alias Ricardo Reyes Ruiz alias El Lupita alias El Murciélago alias El Tecno. María de la Luz García, Mary López Gorostiza y una pareja de profesores de la Universidad Autónoma de Puebla eran las personas registradas la noche del homicidio. Temístocles las buscaba para interrogarlas, pues había sido Mary López quien detectó malos olores en la habitación contigua y avisó a la recepcionista del Hotel Acuario. Ésta llamó a la policía. De acuerdo al Ministerio Público, que acudió a levantar el acta sobre el hallazgo del hombre asesinado en el hotel, la recepcionista manifestó que el hoy occiso se había registrado con el nombre de Ricardo Reyes Ruiz. Ocupación: Fumigador de plagas. Empresa: Los Murciélagos. Especialidad: Ratas, alacranes, chinches. Día de ingreso: martes 10 de noviembre. Hora y día del hallazgo del cadáver: 23 horas del miércoles 9 de diciembre de 1998.” Pero los datos sobre domicilio, ocupación, procedencia y número de teléfono eran falsos.

“¿Observó movimientos sospechosos de personas o escuchó ruidos extraños?”, se le preguntó.

“No me di cuenta de nada.”

Durante la inspección, el Ministerio Público observó que la puerta del cuarto 25, cerrada por dentro, había sido forzada. El Petróleo, interrogado antes de su muerte por Temístocles Maldonado sobre el paradero de Mauro, había declarado que su pareja se hospedaba con unos salvadoreños en una casa situada en la calle de Minerva, colonia Azcapotzalco. Pero al buscarlo agentes del Cisen en esa dirección, no se le encontró. Tampoco se hallaron los salvadoreños.

Para llegar al guiñapo con traje color gris rata que se encontró en el cuarto 25 tuve que recorrer un pasillo con doce cuartos con las puertas abiertas. Las camas tenían colchas verdes, excepto una, sin sábanas ni cobijas, con el colchón desnudo y la almohada sin funda. El cuadro que adornaba el segundo piso representaba unos ojos, unos cabellos y unos pies en rotación. Los asesinos habían usado su ducha y su toalla, pues estaban manchadas de sangre.

Como herencia a sus Lupitas, Mauro había dejado en el piso del baño una lata de sardinas, un plato de plástico, dos botellas de ron mediadas y una sábana roja que cubría el espejo sobre el lavabo. De la ropa tirada en el suelo se extrajeron unas monedas devaluadas, dos recibos de objetos empeñados y un paquete de pañuelos desechables. El periódico con una foto en la que aparecía con el general Arturo Durazo que solía llevar consigo estaba tirado junto a la taza del excusado.

No se requería de mucha imaginación para darse cuenta de que Mauro había ido de caída en caída y que era cierto lo aseverado por El Petróleo, quien en vida llegó a decir que nadie del Cisen quería prestarle pistolas porque las vendía o las empeñaba en el Monte de Piedad. Y que después de hacerlo, con desfachatez volvía a pedir otras en préstamo.

Al hombre que se encontró tirado en el cuarto 25 del Hotel Acuario, apenas alumbrado por la luz amarillenta de un foco de cuarenta vatios, parecía que sus asesinos le habían practicado una cirugía sádica. Tenía el cuello lleno de cortes y recortes, con unas pinzas le habían jalado la boca hacia abajo, a martillazos le habían roto los dientes, a cachazos le habían rajado la ceja izquierda, le habían dejado los cabellos como cerdas sobre las orejas machacadas. Las patas de gallo se las habían juntado con las comisuras de los ojos con un cuchillo. Los pantalones enlodados denunciaban que sus verdugos lo habían hecho arrodillarse sobre el fango. Descalzado, le habían permitido quedarse con los calcetines rojos. El cinturón de piel de cocodrilo con hebilla de oro le había sido robado. Pero lo más horrible es que en los ojos le habían incrustado espejos negros de obsidiana, como si los sicarios hubiesen querido ornamentar su cráneo a la manera de los sacerdotes mexicas. Con los brazos abiertos, Mauro parecía un alacrán Hadrurus arizonensis. La muerte, ciertamente, había ocupado su cuerpo desde las uñas de los pies hasta el culo y la cabeza. Por el rigor mortis se notaba que el crimen había ocurrido unas cuarenta horas antes.

Recordé, al ver un vaso de mi oficina en el cesto de basura, que cuando él venía a verme solía servirse agua del garrafón de Electropura. Pero lo que más me llamó la atención fue un papel escrito con tinta roja de su puño y letra:

El amor es un charco de semen en el vientre

puto de Lupita.

El Señor de los Murciélagos.

Al leerlo sentí tal claustrofobia que abrí la ventana única del cuarto. Pero al mirar el sol en la calle me invadió tal tristeza que quise bajar corriendo las escaleras.

Sonó el teléfono. Delante del aparato, no me atreví a descolgarlo. No fuera a ser que un miembro de la banda de Sandrini preguntara por Cristina.

“¿Qué le pareció la crucifixión?”, a la salida un chango con gafas negras me cerró el paso. Tenía más sarna que sorna en el hocico.

“Horrible”, respondí.

“¿Vio la foto de la niña violada que estaba sobre la cómoda?”

“Atroz”, mentí, pues la foto de la niña había sido arrancada y sobre el mueble sólo estaba un marco vacío.