47. Truenos y tiros
Los dedos huesudos de la muerte urdían su trama siniestra. La noche estaba bañada por una lluvia verde. Los árboles de la calle brillaban cargados de semillas glaucas y hasta el asfalto parecía oliváceo. En la oscuridad se escucharon fogonazos. Pasos huyendo. Luego nada. De repente apareció el guarura. Como depositado por un relámpago se movió detrás de mí. Afuera había lluvia de rayos. Uno tras otro surcaban el firmamento como árboles electrificados.
Llovía torrencialmente. Una cortina de agua cubría la ventana. El viento sacudía las palmeras. El anuncio de neón Viva Roma era rojo, verde y amarillo, según los bikinis de las mujeres anunciadas. Los faros de los coches alumbraban precariamente las banquetas mojadas. Entre truenos escuché tableteo de ametralladoras. Bajo la lluvia vislumbré al sicario. Vestido de gris rata se había bajado de un taxi y avanzaba disparando a figuras invisibles.
El sicario trató de escapar porque otros sicarios, inadvertidos desde la ventana, seguramente lo acosaban. La metralleta brillaba en su mano como sierpe metálica. Ráfagas de proyectiles atravesaban la lluvia. En la esquina acechaba una patrulla con las luces apagadas. Dos policías estaban en su interior, agazapados.
En la calle surgió un cuerpo luminoso. Líneas de luz colgaban de sus manos. Eran hilillos de sangre. Rayos color uva incendiaron su cara mientras se esforzaba por alcanzar la puerta de una camioneta color gris plata atravesada en la calle. El chofer, inerte, había recibido dos balazos.
Cuando la silueta del sicario se perdió en la calle, los de la patrulla prendieron las luces. Con destellos del faro giratorio alumbraron la camioneta. Dispararon al aire. Como para ahuyentar a los mirones. O como para decirle al sicario que escapara.
Se oyó el rayar de un coche, que salió disparado. Hacia la oscuridad, como internándose en la noche. Bajo los relámpagos, la patrulla persiguió al taxi, robado en la calle de Víctor Hugo, colonia Polanco.
Llegó una ambulancia. Bajo la lluvia, los camilleros se llevaron dos cuerpos. Uno, del herido que estaba tirado en un charco de sangre revuelta con agua; otro, del chofer en la camioneta color plata.
A veinte metros de distancia la policía halló el arma usada por el sicario. Un agente dijo luego que en el charco el herido aún se movía. Y que él le dio la mano. Y que cuando llegó la ambulancia expiró. Y que entonces un perro negro vino a echarse en el charco. Y que la lluvia caía.
En el cuarto de baño me recortaba los pelos de la nariz cuando noté una raya de luz debajo de la puerta. Un hombre emergió de la lluvia.
“Señor”, profirió, sumiso.
Pero no era bienvenido. Yo, en bata, no deseaba visitas.
“¿Me daba por muerto?”, Mauro se limpió las gotas de la cara con la mano. Estaba muy mojado, como si hubiese venido manejando un coche con las ventanas bajadas o como si hubiese venido caminando bajo la lluvia. “Ha llovido tanto que las calles parecen lagunas.”
“¿Cómo entró? Las puertas del edificio están cerradas.”
“Le robé un manojo de llaves a su secretaria.”
“No es cierto.”
“Bromeaba, abrí la puerta con una llave maestra.”
“Cuando se vaya de aquí salte por el balcón.”
“Está muy alto.”
“¿Estuvo involucrado en la balacera de la calle?”
“De ninguna manera.”
“¿Tiene noticias de mi esposa?”
“Ninguna. Los secuestradores quieren presionarlo.”
“¿Dónde estuvo usted todo este tiempo? Unos diarios lo daban por muerto, otros aseguraban que usted es el “Rey del Cristal”, el narco que invadió el país con metanfetaminas y cocaína.”
“Ojalá me la hagan buena.”
“Se dijo que aunque usted trabajaba para el Grupo Táctico, encargado de combatir a criminales de alto impacto, en vez de perseguirlos los protegía.”
“Qué imaginación.”
“Una revista publicó la foto de tres cadáveres en la cajuela de un taxi. Dos de los hombres fueron identificados como El Murciélago y El Ganso, pistoleros de la Mafia Mexicana de San Diego. El tercero era usted.”
“Tres cadáveres en una cajuela, qué apretados estaríamos, ¿no cree? El problema principal es que si me hubieran incluido en ese grupo de notables no estaría aquí. Además, El Ganso y El Murciélago, vivitos y coleando, trabajan para el procurador.”
“Lo dijo El Tiempo.”
“Lo dijo mal. Quiero aclararle que no desaparecí, sino que me fui a Tijuana.”
“¿El motivo?”
“El Almirante RR me mandó a Monterrey para investigar el caso de las niñas drogadas en El Adelita. En ese bar hacían promociones por radio como ésta: “Los sábados, las niñas entran gratis hasta las 10:30”, y el antro se llenaba de jóvenes fresas ganosas de experimentar pasiones fuertes.”
“Ignoraba que era un ángel de la guarda de la virtud ajena.”
“No yo, el Almirante RR.”
“¿Lo ha visto alguna vez?”
“Nunca, pero por mi jefe él me hizo saber que una noche en que él mismo se encontraba en El Adelita vio a su hija dirigirse al baño. Al notar que ella lo saludaba, un mesero le dijo: “¿Qué onda, jefe, la quieres? Por quinientos pesos te la duermo.” El Almirante RR le preguntó cómo lo haría. El mesero le mostró unas pastillas somníferas. “Lo pensaré”, respondió. Y al día siguiente me mandó a pescarlo in fraganti y darle una paliza.”
Sabía que mentía. Le pregunté:
“¿Cómo se llama la hija del Almirante?”
“Lola Dolores.”
“Lola y Dolores son lo mismo.”
“Así como suena: Lola Dolores.”
“¿Dónde está El Petróleo?”
“Me lo encontré hace unos días con el pelo teñido de gris plata. Parecía un burócrata de la tercera edad. Le pregunté si lo hacía por una misión, me contestó que lo hacía para escapar de un amigo que lo perseguía. ¿Sabe una cosa? Abusaron de él de niño.”
Seguía mintiendo. Lo interrumpí:
“Le pedí a El Tiempo no publicar una línea sobre su posible paradero para no dar pistas a sus enemigos.”
“Me hallaba con una de mis Lupitas en un retiro espiritual.”
“Su caso no está resuelto.”
“Los medios hallarán otro hueso que roer.”
“Oí voces, señor, ¿se le ofrece algo?”, preocupada por mí, la muchacha de servicio salió de su cuarto.
“Nada, María, deja la luz prendida para que cuando se vaya el señor encuentre sin dificultad su camino hacia la calle.”
“Buenas noches, estaré atenta por si necesita algo.”
“¿Le sorprende mi presencia?”, volvió él a la carga.
“Algo.”
“Supongo que le asusta el hecho de ignorar el tiempo que llevo aquí”, con un movimiento de mano se abrió el saco, evidenció la pistola debajo del cinturón.
“Para serle franco, creí que era un fantasma recargado en la lluvia.”
“¿Estaba cocinando un bistec?”
“¿Cómo lo supo?”
“Por el olor a carne quemada.”
“El siseo de la carne asada viene del departamento de mi vecino. No como carne, me causa náusea el gusto de la sangre de animal muerto en la boca.”
“Espero que las indagaciones en torno de Mendoza se acaben con la presencia de Mendoza.”
“¿Cómo sabe que indagaba sobre usted?”
“Por intuición.”
“En el Cisen lo niegan.”
“Tengo cuatro homónimos. ¿Preguntó por Mendoza La Cucaracha?”
“No.”
“Ahí está el detalle”, cantinfleó.
“Hablaré a la oficina del Almirante RR.”
“No lo haga, me va a poner mal con mi jefe. No se lo agradeceré. La Cucaracha es mi nombre de batalla”, delante de la ventana se mostró amenazador.
“O El Murciélago”, le señalé al mamífero volador que en ese momento se figuraba en la luna que aparecía en una parte del cielo desgarrado.