Capítulo 1
DEBIA ser martes trece, decidió Suzanne mientras leía el inmaculado documento legal que reposaba sobre su mesa y subrayaba una cláusula que le pareció dañina para los intereses de su cliente.
Aquella mañana, Sydney amaneció con un día de perros y Suzanne se había levantado con el ulular del viento y una intensa y helada lluvia. Por supuesto, se empapó atravesando la calle que separaba su pequeño apartamento del garaje.
Su coche decidió entonces no arrancar. Llamó a su compañía y le hicieron saber que había una auténtica lluvia de llamadas y que nadie podría ir a rescatarla antes de una hora al menos. Dos horas después, supo el diagnóstico, la batería estaba agotada, y tardó una hora más en remplazarla y poder al fin conducir hasta su trabajo.
Como consecuencia de todo lo anterior, había llegado muy tarde al despacho de abogados del centro donde trabajaba desde hacía pocos meses. Lo que no había sentado muy bien a los dos clientes que llevaban horas esperándola. Tampoco su jefe, uno de los socios, apreció mucho que se hubiera perdido la temprana reunión del personal.
Y al entrar en su despacho, la esperaban llamadas sin atender, papeles amontonados sobre su mesa y tres citas retrasadas, una tras otra. El almuerzo había sido dejado de lado, por imposible.
A media tarde seguía luchando por recuperar el día, y aligerar un trabajo que amenazaba con desbordarse y obligarla a llevarse papeles a casa.
—Suzanne, tienes una llamada urgente por la tres
—la voz de la recepcionista parecía intimidada y vagamente culpable por haber roto la instrucción de no pasarle llamadas—. Es tu madre —añadió como justificándose.
Su madre jamás la llamaba al trabajo. Una mano de hielo apretó el corazón de Suzanne mientras tomaba el auricular:
—Georgia, pasa algo?
Una risa ligera rompió la tensión.
—Cielo, todo está bien. Es que quería que fueras la primera en conocer las noticias.
—¿Noticias, mamá? —Suzanne hizo un esfuerzo por mantener un tono alegre—. ¿Te ha tocado la lotería? ¿Has comprado un coche nuevo? ¿Te vas de viaje?
Hubo una pausa al otro lado.
—Has acertado en dos.
—¿Qué dos?
—Bueno, tesoro —comenzó Georgia con una risa encantada—. Efectivamente me marcho de viaje. A París, ¿qué te parece? Y me ha tocado la lotería, qué duda cabe.
—Qué maravilla —dijo Suzanne, asombrada. Georgia siempre estaba jugando a todos los juegos de azar posibles, pero nunca ganaba nada.
—Bueno, es una forma de hablar.
El tono ligeramente cauto de su madre hizo que Suzanne se dejara caer sobre el respaldo de su silla.
—No quiero adivinanzas, madre. ¿Qué ha pasado?
—Nada malo, cielo.
¿En qué se había metido su prudente madre?
—Estoy escuchando -dijo con un suspiro.
—Sé paciente, hija —la voz de su madre tembló un instante antes de lanzarse a un crescendo excitado—. Es todo tan reciente, que apenas lo creo. Y jamás te hubiera molestado en el trabajo, sino fuera porque no puedo esperar ni un minuto más.
—Dilo de una vez.
Hubo un silencio demasiado largo.
—Voy a casarme.
La alegría por oír algo positivo se mezcló al instante con el temor y la preocupación y Suzanne se mordió el labio. Su madre no salía con nadie. Tenía amigos, pero no un hombre en concreto.
—No sabía que salieras con alguien -dijo con lentitud y oyó la risa ligera de su madre al otro lado—. ¿Quién es y dónde lo has conocido?
—Nos conocimos en tu fiesta de pedida, cielo.
Tres meses. Sólo se conocían hacía tres meses.
—¿Quién es, mamá?
—Trenton Wilson Willoughby. El padre de Sloane.
Oh, señor. El calor se retiró del rostro de Suzanne y le enfrió la voz, que sonó helada.
—¿No hablas en serio? —«dime que es una broma», suplicó en silencio.
—Pareces... escandalizada —respondió Georgia con cautela, y Suzanne se esforzó en recuperar el equilibrio.
—Sorprendida —corrigió—. Es algo tan inesperado...
—A veces el amor surge de esta manera. Te enamoraste de Sloane en cuestión de semanas.
De tal palo, tal astilla.
—Sí —asintió con desgana. Sloane le había regalado un anillo de brillantes, la había llevado de viaje inesperadamente y pedido que se instalara en su casa de la Bahía, antes de que ella tuviera tiempo de pensar, o al menos de recuperar el aliento. Cegada por una atracción ineludible, había accedido a todo.
—¿Cuándo os casáis? —necesitaba tiempo, al menos para explicar las cosas. Para contarle a su madre que ya no vivía con Sloane.
—Este fin de semana —Georgia parecía tremendamente emocionada.
Este fin de semana. La mente cansada de Suzanne intentó recordar qué día era. Miércoles. Aquello era una locura.
—No te parece que es...?
—¿Un poco repentino? —Terminó su madre—. Sí, cielo, me lo parece. Pero Trenton es un hombre muy convincente.
Suzanne tomó aire y lo soltó poco a poco.
—Estás segura, madre?
—Tanto como es posible estarlo —oyó un leve temblor en la voz de su madre—. ¿No vas a felicitarme?
Oh, vaya. No había logrado recuperarse del todo.
—Claro que sí. Y tienes todas mis bendiciones. Estoy feliz si tú lo estás —estaba diciendo tonterías, lo sabía, pero ya no podía detenerse—. ¿Dónde va a ser la boda? ¿Ya tienes vestido?
Georgia empezó a reír y probablemente a llorar, sospechó Suzanne.
—La isla Bedarra, el sábado por la tarde. ¿Te creerás que Trenton ha reservado todas las plazas de hotel de la isla para que tenerla sólo para nosotros? Tengo listo un vestido de seda color crema, con sombrero y zapatos a juego. Y queremos que Sloane y tú seáis testigos.
La isla Bedarra era una propiedad privada dedicada al turismo, situada entre un grupo de islas tropicales al norte de Queensland. Al menos tres horas de avión, además de la avioneta o barco a Bedarra.
—Trenton lo ha organizado todo para que vengáis el viernes por la mañana y os quedéis hasta el lunes.
Por supuesto la organización de Trenton incluiría el jet privado de la familia. Sloane, gimió Suzanne mentalmente.
Habían pasado tres semanas desde que salió de su casa, dejando una nota en la que explicaba brevemente que quería estar sola un tiempo. No decía la verdad, pues no hablaba de la existencia de una amenaza anónima que le exigía que rompiera su compromiso.
Una amenaza que no se había tomado en serio hasta que la joven responsable de la misma se había lanzado en la carretera sobre el coche de Suzanne para mostrar la seriedad de sus intenciones, se había identificado después y había prometido repetir el intento homicida si no obedecía.
La secuencia de los acontecimientos había sido cuidadosamente planeada y ejecutada mientras Sloane estaba en viaje de negocios. Los insultos violentos de la joven habían hecho dudar a Suzanne sobre su estabilidad mental, y la habían hecho pensar que sería prudente salir de la casa de Sloane y mudarse a un piso al otro extremo de la ciudad.
Pero había subestimado a Sloane. Cuando ella se negó a contestar a sus llamadas, éste se presentó en su oficina, entrando sin anunciarse. Suzanne se había negado a dar explicaciones sobre su escueta nota de ruptura y Sloane mostró una cólera tan fría e hiriente que Suzanne estuvo a punto de echarse a llorar en cuanto lo vio salir por la puerta.
Y ahora no tendría más remedio que verlo de nuevo.
Suzanne colgó lentamente, tras despedirse de su madre, y se quedó mirando la pared. Georgia y Trenton, nada menos. ¿Era consciente su madre del lío que había armado?
Pero sería mejor no dejar que las dudas la paralizaran. Suzanne marcó el número del despacho de Sloane. Su premura sirvió de poco. Le indicaron que Sloane Wilson Willoughby estaba en un juicio y faltaría toda la tarde. Suzanne dejó su recado y colgó.
Le maldijo en voz baja. De poco le sirvió mascullar insultos a su suerte mientras intentaba concentrar- se de nuevo en sus documentos legales. Anotó las cláusulas que debían desaparecer, reformuló una frase, y escribió otra que faltaba. Después, entregó el documento a la secretaria para que lo rehiciera y enviara a su cliente.
La tarde estaba siendo una locura de ansiedad y trabajo, y cuánto más tiempo pasaba, más se tensaban los nervios de su estómago. Cada vez que sonaba el teléfono, se preparaba mentalmente para escuchar la voz de Sloane, pero siempre le anunciaban a otra persona.
¿Estaría haciéndola esperar a propósito? ¿Para hacerla sudar un rato? Fuera cual fuera su intención, estaba destrozando su sistema nervioso.
A las seis de la tarde, sonó su teléfono cuando estaba despidiendo a un cliente, y tras cerrar la puerta, corrió a contestar.
—Sloane Wilson Willoughby está en la dos —la información le llegó en la voz ligeramente emocionada de la recepcionista y Suzanne alzó los ojos al cielo mientras esperaba.
Sloane tenía aquel efecto en la gente. Las mujeres, en particular, respondían de forma bastante tonta a su seductora voz y a su seductor nombre. Cuando lo tenían ante los ojos, el efecto se volvía dramático y las mujeres más sensatas se convertían en vampiresas sin escrúpulos.
Ella había pasado por lo mismo. Una parte de sí misma no dejaba de sentirse do1inte por lo que habían tenido y perdido.
Así que tomó aire antes de contestar:
—Sloane —dijo. Preguntarle por su salud le parecía algo terriblemente banal.
—Suzanne.
El saludo educado y frío rompió algo en su interior y tuvo que esforzarse en mantener la calma mientras volvía a sentarse.
—Georgia me ha llamado. Supongo que tu padre te ha dado la noticia.
—Sí —breve, claro y sin compromiso.
No iba a ponérselo fácil. Pero no había forma de escapar y era mejor afrontar los hechos.
—Tenemos que hablar.
—Estoy de acuerdo —asintió Sloane sedosamente—. Cenemos hoy —citó un restaurante en el centro y añadió—: A las siete y media.
Suzanne tenía que pasar otra hora en la oficina para no irritar a su jefe. Inició una protesta:
—No creo que pueda...
—El restaurante o tu casa —la voz de Sloane adquirió el tono de la seda al romperse—. Elige.
No vaciló.
—Las ocho —ante todo un lugar público, donde fuera posible mantener la cordura. La idea de Sloane entrando en su apartamento era más de lo que podía soportar.
—Muy bien.
No estaba bien, pero tampoco parecía que tuvieran otra opción.
Suzanne colgó el teléfono y se esforzó en atender a los documentos que tenía que leer y corregir.
De forma que eran más de las siete cuando logró llegar a su casa. En media hora estaba duchada, vestida, se había recogido el cabello húmedo en un moño informal, y aplicado con velocidad experta algo de maquillaje sobre sus rasgos cansados por la dureza del día. Rehizo el camino familiar al centro sin problemas, y entregó las llaves al aparcacoches. Con todo, llegó un cuarto de hora tarde.
Suzanne empujó las puertas de cristal y entró en el vestíbulo del hotel. No tardó ni un segundo en localizar la figura conocida, vestida con traje oscuro, que la esperaba en medio del salón. Observó, con el pulso acelerado, cómo se levantaba ágilmente, desplegando su soberbio cuerpo de atleta y sus casi dos metros de altura. Miró otra vez el rostro lleno de personalidad, herencia de la familia, los penetrantes ojos negros y el cabello espeso, oscuro y ondulado. Se sorprendió, como siempre, de la sensación de poder que emanaba de él, unido a la sabiduría de un hombre que conoce bien las virtudes y los fallos de los seres humanos.
Sloane la observó a su vez mientras avanzaba hacia él, pendiente de sus gestos, captando cada detalle del traje de chaqueta rojo que enmarcaba su cuerpo pequeño, el cabello rubio recogido y los tacones que invariablemente llevaba para parecer más alta.
Poseía una feminidad innata que no siempre facilitaba la imagen de profesional que tan duramente intentaba lograr. Repasó las curvas dulces y femeninas, las piernas largas y bien formadas, la piel suave como
la seda y siempre dorada, los ojos azules, grandes y profundos y aquella boca por la que se podía morir.
Había probado las delicias de aquella boca, saboreado el placer de su cuerpo y había puesto un anillo de compromiso en su mano. Todo ello diez semanas antes de que se marchara de casa con una excusa en la que no había creído ni un solo instante.
—Sloane —Suzanne llegó hasta él y aceptó que la tocara el brazo a guisa de saludo. Se dijo que ya no era sensible al aroma limpio y masculino de Sloane, apenas mezclado con el perfume de una exclusiva colonia de hombre. Se repitió que era inmune a la sensualidad latente que parecía emanar de cada uno de sus poros.
Sloane miró sus rasgos pálidos y las ojeras profundas en su rostro menudo.
—¿Mucho trabajo?
La amabilidad de su pregunta no la engañó lo más mínimo. Simuló indiferencia y optó por bromear.
—Ahora me dirás que he perdido peso.
Sloane alzó la mano y acarició con el pulgar la mejilla de la chica, viendo cómo se dilataban sus ojos azules.
—Dos o tres kilos esenciales, diría yo.
La caricia era como fuego y Suzanne sintió que sus músculos se contraían involuntariamente.
—Eres juez, jurado y abogado en esto.
—Sólo amante —dijo Sloane.
—Ex amante —le corrigió ella y vio cómo la boca sensual de Sloane se curvaba con ironía.
—Yo no lo elegí.
Suzanne se apartó deliberadamente un paso y lo miró a los ojos valientemente.
—¿Pasamos al restaurante?
—No quieres beber algo primero?
Lo que quería era mantener las distancias y acortar los riesgos.
—No —pensó en cómo limar su aspereza—. No tengo mucho tiempo.
Hubo un claro humor, con un leve toque de amargura, en la pregunta que le hizo después, mientras iban a los ascensores.
—¿Dedicación al deber, Suzanne?
—Te basta saber que ha sido uno de esos días, y tengo que recuperar trabajo —explicó ella con menos humor.
Se abrieron las puertas y Suzanne le precedió en el ascensor. Eran los únicos ocupantes y Sloane alargó el brazo para dar al botón del piso.
Al hacerlo, rozó el brazo de Suzanne y ésta quiso ignorar la sensación erótica que le producía cualquier roce, aun involuntario. Se le aceleró el pulso y notó cómo se erizaba protectoramente el fino vello rubio de su brazo.
¿Se daba cuenta Sloane del efecto que tenía sobre ella? Esperaba que no fuera así, pues estaba dispuesta a aparentar indiferencia para facilitar las cosas.
El restaurante estaba lleno, pero el maitre los acompañó a la mesa reservada y llamó al camarero para que les atendiera.
Suzanne leyó la carta con interés y pidió la sopa del día, almejas y un pescado al horno como plato principal.
—¿Tenemos que mantener una conversación educada —dijo Sloane con ironía en cuanto desapareció el camarero—, o podemos ir directamente al grano?
Suzanne apartó los ojos del trozo de pan y se esforzó en aguantar su mirada.
—Lo de cenar fue idea tuya.
Era evidente la rabia sorda latiendo bajo el auto- control de Sloane.
—¿Qué esperabas? ¿Un telefonazo para quedar el viernes en el aeropuerto?
—Sí.
La sonrisa de Sloane carecía completamente de humor.
—Ah, sinceridad ante todo.
—Es uno de mis rasgos más admirables.
Les llevaron las bebidas y Suzanne bebió el agua con gas. En esos momentos, deseó haber pedido algo más fuerte. Una copa quizás la hubiera relajado. Observó cómo Sloane bebía con ganas su refresco antes de dejar el vaso y reclinarse en la silla.
—No has contestado a mis mensajes.
Era difícil aguantar su mirada, pero procuró hacerlo.
—No tenía mucho sentido.
—Difiero.
Era un leguleyo hábil y un brillante estratega. Era también famoso por su frialdad en los juicios. Cuando lo único en lo que estaba pensando era en tomarla por los hombros y sacudirla hasta que le dijera la verdad.
—Estamos aquí para hablar de nuestros padres, de su boda —dijo sensatamente Suzanne—. No viene a cuento realizar la autopsia de nuestra aventura.
—¿Autopsia? —Repitió Sloane con una amenaza velada—. ¿Aventura?
Iba a jugar con ella, como un animal depredador juega con su presa. Iba a esperar, a observar, calculando cada gesto, sin dudar de su capacidad de ataque. Hasta que se lanzara a matar. La única duda era cuándo.
Suzanne se puso en pie y tomó su bolso.
—He tenido un día horrible y tengo mucho trabajo—dijo con los ojos lanzando chispas—. No quiero jugar al gato y al ratón contigo.
Una mano se cerró sobre su muñeca y Suzanne tuvo que controlarse para no salir huyendo.
—Siéntate.
Ojalá se hubiera marchado en aquel momento. Pero tenía que pensar en Georgia. Por muy terrible que resultara el fin de semana, no podía faltar a la boda de su madre. Era impensable salir huyendo.
—Por favor —añadió Sloane, y sin hablar Suzanne se dejó caer en la silla.
Como si hubiera esperado la ocasión, el camarero apareció con la sopa. Suzanne la removió lentamente con la cuchara, agradeciendo el silencio.
Cuando el camarero retiró el primer plato, Sloane volvió al ataque, ordenando con simpatía:
—Cuéntame cómo ha sido tu día.
Suzanne le estudió con atención:
—¿Es interés genuino o un intento de mantener la conversación en un tono cordial?
—Ambas cosas.
Su leve sonrisa burlona era casi una negación y Suzanne se sintió profundamente ofendida.
—Hablemos del fin de semana -dijo.
—Espera, por favor. Ni siquiera hemos empezado el segundo plato.
A ese paso, iba a terminar el día con una indigestión, pensó Suzanne.
—El coche se negó a arrancar esta mañana y el taller tardó siglos en mandar a alguien. Me empapé y llegué tarde a trabajar —se encogió de hombros—. Más o menos, eso ha sido.
—Puedo enviarte uno de mis coches mientras arreglan el tuyo.
Una oleada de rabia sacudió la aparente calma de
Suzanne:
—Ni hablar. No harás tal cosa.
—Eres una cabezota -declaró Sloane con algo parecido al odio.
—Sólo práctica —y no quería ser vista con su Jaguar o su Porsche.
—Cabezota —repitió Sloane.
—Hablas como mi madre —respondió Suzanne con una sonrisa voluntariamente dulce.
—Dios no lo quiera.
La rabia volvió a la superficie y Suzanne- lo miró con ira:
—¿No te gusta Georgia?
—Lo que no me gusta es que creas que albergo algún sentimiento paternal respecto a ti —la corrigió Sloane con aire burlón.
Suzanne sostuvo su mirada y luego decidió atacar a su vez:
—Dudo mucho que te haya faltado algo en toda tu privilegiada vida.
Debió dar en el clavo, pues la burla despareció de su mirada.
—¿Excepto el amor de una mujer buena?
—La mayor parte de las mujeres se mueren por estar contigo -declaró Suzanne con cinismo.
—Se mueren por el prestigio de la casa Wilson Willoughby —corrigió Sloane sin rencor—. Por no hablar de la fortuna de la familia.
La mansión familiar con sus increíbles vistas sobre el puerto de Sydney, la flota de coches de lujo, los sirvientes. Sin mencionar la casa de Sloane y sus coches. Los apartamentos en las capitales europeas. El barco de la familia, el avión privado de la familia.
Y luego estaba la firma Wilson Willoughby que dirigía Trenton y que era sin duda el más prestigioso bufete de la ciudad. Bastaba entrar en su amplio portal, observar los muebles antiguos y las pinturas contemporáneas para saber de la riqueza y el buen gusto de los dueños.
—Eres un cínico.
La expresión de Sloane no cambió.
—Un realista.
Llegaron los platos principales, y Suzanne saboreó la exquisita carne de las almejas en una salsa única, especialidad del restaurante.
—Ahora que has empezado a comer, ¿querrás un poco de vino?
¿Y dejar que se le subiera a la cabeza? Tenía que tener cuidado.
—Medio vaso —dijo con cautela y se propuso hacerlo durar toda la cena—. He oído que tienes un caso muy difícil.
Sloane se limpió la boca con la servilleta antes de dejarla sobre el mantel de hilo.
—Las noticias vuelan.
Todo lo que afectaba a Sloane Wilson Willoughby era noticia, fuera y dentro de los tribunales. El camarero les llevó el vino y Sloane le llenó medio vaso.
Les llevaron el plato siguiente y Suzanne admiró el pescado horneado con guarnición de verduras del tiempo y patatas. Parecía casi un sacrilegio estropear el cuadro y comenzó a probar bocados con delectación.
—¿Entiendo que Georgia tiene tu aprobación como futura madrastra?
Sloane la miró con detenimiento y calma. Ya parecía más relajada y sus mejillas habían recuperado el color.
—Georgia es una mujer encantadora. Estoy seguro de que ella y mi padre van a ser felices juntos.
La falsa dulzura de su tono puso en alerta a Suzanne, que lo miró con soma:
—Podría decir lo mismo de Trenton.
Sloane alzó su copa y dio un trago de vino antes de mirarla con intensidad.
—La pregunta sigue en pie... ¿que quieres hacer respecto a nosotros?
El estómago de Suzanne se encogió al instante y ganó tiempo:
—Qué quieres decir con esa pregunta?
—A menos que le hayas contado otra cosa a Georgia nuestros respectivos progenitores creen que vivimos en una nube de felicidad prenupcial —Sloane recordó como si hablara con un niño obstinado—. ¿Vamos a pasar el fin de semana simulando que seguimos juntos? ¿O prefieres que echemos a perder su gran día contándoles que nos hemos separado?
Suzanne no quería pensar en su relación, ni despertar recuerdos que estaban a flor de piel. Ojalá pudiera olvidarlo, pero una pequeña voz burlona rió en su interior.
La ropa cara no disimulaba el cuerpo hermoso y lleno de sensualidad de Sloane. Durante muchas noches, había permanecido despierta en la cama, frustrada y recordando la sensación de estar en aquellos brazos, de recibir sus besos en lugares inimaginables, y escalar las cimas del placer con un hombre que conocía cada senda, cada travesía.
—Tú decides, Suzanne.
Lo miró y vio su carácter implacable bajo el aspecto encantador, como un hierro envuelto en terciopelo. Como abogado experimentado tenía el dominio de las palabras y del gesto. Lo había visto en acción y se había sentido admirada y fascinada. Y al mismo tiempo, había sabido siempre que tendría mucho que temer si se convertía en su enemigo.
Le estaba proponiendo una simulación y no entendía ni por qué consideraba la idea. Y sin embargo, ¿qué solución había?
No quería echar a perder la felicidad de su madre. No pensaba decir la verdad de momento, ni deseaba dar explicaciones.
—No es posible viajar a Bedarra y salir de allí en un solo día?
—No.
Era su única esperanza, teniendo en cuenta la fecha de la boda y la situación.
—¿No puedes mover algunos hilos? —probó de nuevo.
no?
—¿Te da miedo pasar un tiempo conmigo, Suzanne
—Preferiría reducirlo al mínimo —reconoció ella con su innata sinceridad.
—¿Qué hilos quieres que mueva?
—Sería mejor para mí llegar a Bedarra el sábado por la mañana y volver el domingo.
—¿Y defraudar a Trenton y a Georgia? —tomó su vaso y bebió de nuevo el excelente vino—. ¿No has pensado que a tu madre le gustaría tener tú apoyo moral y ayuda práctica antes de la boda?
Suzanne reconoció para sí que tenía razón.
—Pero podremos volver el domingo.
—No lo creo.
—Por qué?
Sloane dejó su copa sobre la mesa con innecesaria precaución.
—Porque yo no pienso volver hasta el lunes.
Lo miró con un sentimiento de rabia impotente.
—Estás complicando todo esto a propósito, ¿verdad’?
—Trenton lo ha organizado todo para salir de Sydney el viernes y regresar el lunes. No veo motivo para molestar a todo el mundo cambiando los planes.
Un ligero temblor recorrió la espina dorsal de Suzanne. Tres días, o más bien cuatro, para hablar con precisión. ¿Podría soportar tanta tensión?
—Quieres cambiar el plan, Suzanne?
Su voz sedosa, falsa, fortaleció su resolución y lo miró a los ojos.
-No.
—¿Puedo pedir tu atención para elegir postres?
El camarero había aparecido a tiempo y Suzanne concentró su atención en la tentadora y artística bandeja de pasteles y dulces que presentaba para su elección. Pidió una porción de tarta de chocolate y nata absolutamente pecaminosa y comentó, mirando al camarero:
—Esto es decadente. Tendré que hacer cientos de flexiones cada mañana para combatir las calorías. O correr más kilómetros.
Incluso cuando vivía con Sloane prefería salir a correr por las calles o el parque en lugar de permanecer en el gimnasio de su lujoso edificio.
—Se me ocurre algo infinitamente más agradable como ejercicio físico.
—¿Sexo? —era el vino lo que la hacía sentirse tan valiente? Con delicadeza propia de una dama, señaló las natillas que había pedido Sloane y añadió—: Deberías vivir un poco más, arriesgarte.
—¿Riesgo, Suzanne? —su voz era seda pura, con la entonación caliente que tanto éxito le reportaba en los tribunales.
Saber que probablemente perdería no impedía a Suzanne disfrutar de una pelea verbal.
—Figurativamente hablando.
—O es que te da miedo explicarlo más?
Los ojos de la joven estaban llenos de luz, brillantes de humor malévolo.
—Me refiero a hacer cosas inesperadas.
Pocas personas se atrevían a retarlo de aquel modo, y nadie lo hacía con la gracia de aquella rubia menuda y frágil.
—Define «inesperado».
Suzanne ladeó la cabeza.
—Ser menos... convencional.
—Crees que debería jugar más? —el énfasis sutil era intencionado y observó el pestañeo rápido de la mujer y el leve color rosado que cubrió sus mejillas. La miró mientras tragaba saliva y supo con satisfacción, que había acertado y que podía hundir un poco más la flecha—. Tengo un recuerdo muy vívido de cómo solíamos jugar juntos tú y yo.
Y ella también, pensó Suzanne y maldijo a Sloane por nombrarlo. Dejó la cucharilla sobre su plato.
—Si no te importa, podrías decirme qué has pensado para el viernes.
—Le he dicho al piloto que salimos a las ocho.
—¿Quieres que quedemos en el aeropuerto?
—¿No te parece que es llevar demasiado lejos la independencia?
—¿Para qué vas a conducir hasta mi casa para rehacer todo el camino de vuelta?
Algo brilló en sus ojos, pero fue inmediatamente disimulado.
—No me importa nada.
Claro que no. Era ella la que estaba complicando el asunto por pura perversidad.
—Iré a tu apartamento y dejaré mi coche allí durante el fin de semana —concedió.
Sloane inclinó la cabeza con asentimiento burlón.
—Si insistes.
Era una victoria mínima, y por instinto Suzanne supo que era la clase de victoria que no valía la pena ganar.
Sloane pidió café y luego pagó la cuenta. Después la acompañó mientras el portero acercaba su coche.
—Buenas noches, Suzanne.
Sus rasgos parecían extraordinariamente sombríos en la penumbra y su tono vagamente sardónico. Una imagen y una sensación que siguió en ella muchas horas después mientras intentaba en vano conciliar el sueño.