Capítulo 6
JUGAMOS un set o dos?
—Dos —declaró Suzanne mientras cruzaba la pista para situarse en un extremo.
—Practiquemos un rato primero —gritó Sloane—. El mejor de tres tiene el servicio, ¿de acuerdo?
—Muy bien.
Era evidente que Sloane podía derrotarla en pocos minutos. Pero no deseaba hacer eso, ni era propio de él abusar, de manera que estuvo conteniendo su saque y su fuerza durante la hora siguiente y ella pudo devolver todas las pelotas, logró ganar algunos juegos, perdió casi todos, pero terminó con el orgullo intacto y las piernas cansadas.
—Has mejorado.
Suzanne tomó la toalla que Sloane le tiró para que se secara el sudor de la cara y el cuello, molesta al comprobar que él no daba la menor señal de cansancio físico. Ni una gota de sudor, y respiraba tan equilibradamente como si viniera de dar un paseito por el parque.
—Esperaba que tu saque me hiciera perder todos los puntos.
Sloane la miró con buen humor.
—¿Te ha decepcionado que no lo hiciera?
El ejercicio físico había sido una buena idea. La tensión seguía ahí, y la excitación, pero sometida a la languidez del esfuerzo.
—Has jugado como yo esperaba que lo hicieras —respondió suavemente y añadió con soma—: Como un caballero.
Sloane se puso la toalla sobre el hombro y sonrió soñadoramente.
—Ah, por fin un punto a mi favor.
—Estamos echando una partida?
—Desde luego.
¿Por qué sentía Suzanne que Sloane tenía su propio proyecto para el fin de semana?
Ella sólo pretendía sobrevivir con el corazón intacto. Pero sólo podía imaginar las intenciones de Sloane.
— ¿Tomamos algo en el bar? —propuso Sloane. Una táctica que Suzanne aceptó porque estaba sedienta y porque la alternativa, volver a la habitación, era peor.
Fue una sorpresa muy agradable encontrar a Trenton y a Georgia cómodamente sentados junto a la barra, tomando una copa. Así no tendría que estar a solas con Sloane.
—Habíamos pensado en unirnos a vosotros para un partido de parejas —dijo Georgia mientras Suzanne se desplomaba en el sofá a su lado.
—Esa era la idea de Georgia —bromeó Trenton—. Yo pensaba en otra clase de ejercicio.
—No digas esas cosas, cielo. Vas a incomodar a los niños.
¿Niños? Suzanne miró a Georgia con sorpresa. Aquellos hermosos ojos que tenían el mismo azul que los suyos poseían un brillo suave que prometía mucho al hombre sentado frente a ella. Amor sin artificios, una alegre complicidad llena de ternura.
Suzanne sintió que se le hacía un nudo en la garganta ante las emociones a flor de piel y bebió un trago generoso del vaso de agua fría que un camarero acababa de poner frente a ella.
Se arriesgó a mirar a Sloane y se encontró con su sonrisa divertida.
—Es cierto que los niños —se atrevió a decir— tienen menos posibilidades de daros una paliza después de pasarse una hora jugando.
Trenton la miró con simpatía.
—Georgia y yo necesitamos toda la ventaja que nos podáis dar.
—Así que nos dejáis tiempo para beber un vaso de agua?
—Por supuesto.
— ¿Y luego haremos dos sets?
—Uno —decretó Trenton.
—En ese caso —dijo Sloane recogiendo la raqueta—, vamos allá.
Padre e hijo decidieron jugar con calma, y Georgia y Suzanne tenían más o menos el mismo nivel. El juego resultó muy divertido. Suzanne no recordaba haber visto a su madre tan viva y feliz en mucho tiempo.
Tras una hora de partido y una victoria estrecha de Suzanne y Sloane, volvieron al bar, del brazo, como dos felices parejas.
— ¿Un refresco? —Sugirió Trenton mientras tomaban asiento—. ¿O preferís un café irlandés?
Eran más de las diez cuando Trenton y Georgia se despidieron para irse a dormir.
—Hasta el desayuno -dijo Trenton mientras besaba la mano de su futura esposa con cariñosa intimidad. Suzanne volvió a sentir algo que no se atrevía a llamar envidia.
—¿Nos retiramos o quieres quedarte aquí un rato?
Suzanne miró a Sloane con cautela.
—Podríamos dar un paseo a la luz de la luna.
—¿Más paseos, Suzanne?
La joven le dedicó una mirada osada, y dijo burlonamente:
—Me gusta pasear.
—¿No tendrás miedo? —la voz de Sloane era tan dulce que la hizo estremecerse.
Miedo era poco. Pánico. Pero lo que temía eran sus propias reacciones si estaba a solas con él.
—Sí -dijo con sencillez.
—Esa increíble sinceridad tuya -declaró Sloane con indolencia. Se puso en pie y alargó la mano. Había sido un día muy largo. Y quedaba una larga noche.
Suzanne quiso replicar algo ingenioso, pero se contuvo.
—Es uno de mis rasgos más admirables —se limitó a decir. Deseaba tomar su mano, devolverle la sonrisa cálida y dejarse llevar por la dulzura del reencuentro. Pero sabía que sería una locura y que no podía permitirse más intimidad.
—Uno entre muchos.
Se levantó, ignoró la mano extendida y se dirigió a la salida.
—El halago no te servirá de nada.
—Es mera sinceridad -declaró Sloane poniéndose a su altura.
Suzanne lo miró de reojo y decidió no responder, acelerando el paso, irritada por la facilidad con que él la seguía.
Llegaron al bungalow y siguieron escaleras arriba sin detenerse. Suzanne se paró sólo a buscar su camisón antes de encerrarse en el cuarto de baño, el único lugar donde, al parecer, podía estar sola.
El gesto era infantil, pero al menos le procuró cierta satisfacción. Diez minutos después, emergió más tranquila y dispuesta a afrontar la prueba de fuego.
Sloane estaba junto a la ventana y miraba la noche.
—El baño es todo tuyo.
Sloane se giró lentamente para mirarla. Parecía tener unos quince años, se dijo, con la cara limpia y el pelo recogido en una cola de caballo. ¿Sería consciente de lo sexy que estaba con aquel camisón de algodón que la cubría hasta las rodillas? Apenas disimulaba sus senos y resultaba mucho más provocativo que un atuendo de seda y encaje hecho para seducir.
—¿Cómo está tu mano?
Oh, la había olvidado por completo.
—Está bien.
—¿Y la cadera?
Le dolía y prometía un moretón importante.
—Regular.
Fue hasta la cama pequeña, la abrió y se refugió entre las sábanas.
—Buenas noches.
—Dulces sueños, Suzanne.
No reaccionó ante la burla de su tono y. cuando oyó la puerta cerrarse, se irguió, sin sueño, aplastó la almohada, se dio la vuelta y gimió audiblemente al sentir el dolor agudo en la cadera.
Estaba cansada y, si cerraba los ojos y se convencía de que estaba muy cómoda, seguro que lograría dormirse.
Oyó el agua de la ducha en el baño. Diez minutos después, se abrió la puerta y la luz se apagó. Suzanne oyó entonces los pasos leves sobre la madera, el roce de las sábanas al abrirse y el casi inaudible sonido de un cuerpo hundiendo levemente el colchón al tumbarse.
Pero por mucho que intentara relajarse, Suzanne no consiguió dormirse. Le dolía la cadera. Era un dolor agudo, olvidado durante el ejercicio, pero que le impedía dormir. Si pudiera tomar algún analgésico, sin duda le sentaría bien.
Pero no tenía nada a mano. Quizás hubiera algo en su neceser o en el botiquín de Sloane.
Maldijo su suerte. Si seguía despierta, iba a estar destrozada el día de la boda de su madre con Trenton.
Cualquiera hubiera creído que un madrugón, unido a un día de emociones casi insoportables, paseos, baños, caídas desde las rocas y varias horas de tenis sería suficiente para hacer dormir a la persona más nerviosa.
Y allí estaba ella, sintiéndose como si hubiera pasado el día inyectándose cafeína.
Decidió levantarse y, sin hacer el menor ruido, fue hasta el baño, se encerró, dio la luz y se puso a revolver en el neceser. Pero no tenía nada. Vaciló antes de meter la mano en la bolsa de Sloane, pero la necesidad era más imperiosa que la discreción y se puso buscar, reprimiendo un suspiro de alivio cuando encontró aspirinas.
Sacó dos, llenó un vaso de agua y se las tomó. Después, apagó la luz, esperó unos segundos para acostumbrarse a la oscuridad y abrió la puerta, avanzando de puntillas hacia su cama.
El plan era impecable. Sólo que en el intento de evitar la cama de Sloane, giró demasiado y se golpeó con una silla que había olvidado.
Al instante, Sloane encendió la luz de la mesilla.
—Se puede saber qué estás haciendo?
Suzanne le lanzó una mirada enfadada y replicó:
—Cambiar de sitio los muebles, ¿qué crees?
Sloane se irguió y se apoyó en el cabecero. Tenía el pelo negro revuelto y el torso desnudo.
Probablemente estuviera completamente desnudo, pensó con angustiada ironía Suzanne, sabedora de su tendencia a dormir sin ropa.
Era demasiado. El era demasiado.
—Tendrías que haber dado la luz.
Oh, claro. Lo último que deseaba era despertarlo. Y aguantar su mal humor o su humor seductor, a saber.
Suzanne apartó la silla y fue hasta su cama, refugiándose bajo las sábanas.
—Te duele la cabeza?
Tendría que haber previsto que no la dejaría en paz. Le lanzó una mirada que tendría que haberle hecho callar.
—Sí —no tenía ganas de dar explicaciones.
—¿Quieres que te dé un masaje?
-¡Oh, justo eso.
—No —, habría notado el tono desesperado en su voz?—. Gracias.
—No pensaba seducirte —dijo con tono sarcástico Sloane haciendo que Suzanne lo mirara de nuevo.
Leía con demasiada facilidad en su mente.
—Oh, qué alivio —dijo Suzanne con mal humor.
—A menos que me lo pidas, claro —terminó Sloane.
La imagen de aquel cuerpo inclinado sobre el suyo para acariciar y besar y encender su piel fue tan intensa, que Suzanne no se atrevió a replicar por temor a que le temblara la voz.
—Si se te ocurre acercarte a mí —amenazó tras un segundo—, puedes resultar herido.
Su risa ahogada la enfureció.
—Valdría la pena.
Sin pensarlo dos veces, Suzanne agarró su almohada y se la lanzó a la cabeza. Sloane la esquivó y, en un gesto rápido, retiró la sábana que lo cubría con la intención de salir.
—No —dijo Suzanne y se refugió al fondo de SU cama, dándole la espalda y gimiendo cuando su cadera golpeó el colchón.
Pero no había nada que hacer, Sloane la tomó por los hombros y la obligó a mirarlo. Suzanne le desafió con la mirada, sabiendo que cualquier gesto ambiguo, cualquier palabra, provocaría una peligrosa intimidad.
Los ojos de Sloane eran negros e impenetrables. Sin dejar de observarla, apartó la ropa de cama con un gesto seco y se inclinó sobre ella, obligándola a girar hacia un lado.
Su gemido de dolor fue muy sincero. Sloane no dijo nada, se limitó a esperar, con los ojos oscuros tan cerca de ella que podía ver cada pequeña arruga. Luego, con un gesto lleno de suavidad, le subió el camisón para desvelar el golpe.
Era un moretón rojizo y morado, que aumentaba de hora en hora.
Sloane soltó un taco, movió la cabeza con censura y palpó con delicadeza la zona externa de la herida.
—¿Has paseado por toda la isla y jugado dos horas al tenis con esto?
—Antes no me dolía tanto.
La miró con enfado, se alzó sobre la cama y bajó al piso inferior sin decir nada.
Le oyó moverse en la pequeña cocina y sacar algo del frigorífico. Poco después, volvía con una botella en la mano.
— ¿Qué haces?
—Ponerte el equivalente a una compresa helada.
—¿Una botella de champán? —inquirió Suzanne mientras temblaba al sentir el frío contra su cadera.
—Servirá. Estate quieta.
No pensaba moverse. Además sabía que era inútil rebelarse.
—¿Qué te has tomado en el baño?
—Aspirina —respondió en un susurro mientras Sloane movía la botella—. Dos. Estaban en tu bolsa —cerró los ojos para no mirarlo y reconoció que el frío estaba entumeciendo el golpe y calmando el dolor.
No por ello dejó de pensar en la proximidad del cuerpo masculino, cubierto, eso sí, por unos calzoncillos de seda, sin duda una concesión a su convivencia forzosa.
Podía oler el aroma de la piel limpia a unos centímetros de ella. Sus sentidos estaban despiertos, sus nervios a flor de piel mientras reconocía, una vez más, la profunda alquimia de dos cuerpos que parecían hechos el uno para el otro.
Aquello no tenía ni pies ni cabeza.
El dolor iba mitigándose poco a poco, y empezó a sentir los párpados pesados. Unos dedos suaves comenzaron a deshacer los nudos de su nuca y de sus hombros con roces expertos.
Era la gloria, se dijo Suzanne relajándose y dejándole hacer su increíble magia. Apenas emitió una protesta inarticulada cuando la tomó en brazos y la llevó a su cama.
Su cama. De pronto, abrió los ojos, alerta, y empezó a escurrirse hacia un extremo al ver que él se acostaba a su lado.
—No es buena idea —dijo con impotencia mientras Sloane la tomaba por la cintura para acercarla.
—Cállate y duerme -colocó la cabeza de Suzanne sobre su hombro y la abrazó sin tensión alguna. Su cuerpo era deliciosamente caliente y, con cautela, Suzanne dejó caer la mano sobre su pecho.
Era como volver a casa. Un lugar conocido. Salvo por un detalle. No iban a hacer el amor.
La tentación de iniciar una exploración táctil era poderosa. Bastaría un minúsculo movimiento para rozar sus pezones, acariciar su vientre y llegar más abajo.
Poseía un cuerpo fuerte y bello, con una piel lisa de la que emanaba un olor que era el más eficaz afrodisíaco. Despertaba en ella un deseo primario, irresistible.
La voz interior le dijo que no lo intentara. Sería como jugar con dinamita.
Pronto se quedaría dormido y ella podría volver a su propia cama. Aquel fue el último pensamiento coherente que tuvo antes de despertar en una habitación soleada, con el olor a café recién hecho en el aire. Le bastó abrir los ojos para comprobar que estaba sola en la cama. Un segundo después, descubrió la espalda de Sloane inclinada sobre un periódico extendido sobre el mueble bar.
En aquel preciso instante, como si conociera cada uno de sus movimientos, Sloane se volvió hacia ella y sonrió con una ternura que derritió sus huesos.
—Buenos días.
Suzanne, medio adormilada, se sintió tímida y se llevó una mano al cabello revuelto.
—Hola.
Sloane tenía ventaja sobre ella, pues estaba duchado, vestido y recién afeitado, como pudo comprobar mientras se acercaba a la cama.
—¿Cómo está tu moretón?
Suzanne aferró la sábana en un movimiento compulsivo, como si temiera que fuera a empeñarse en realizar una inspección personal.
—Creo que duele menos.
—¿Quieres otra compresa helada de la casa?
A la luz del día, no deseaba que la mimara ni cuidara de ella en ningún sentido. Aunque era un poco tarde para eso. Había dormido con él. Y no estaba segura de poder soportar muchas atenciones y mimos sin caer rendida.
—No hace falta —dijo Suzanne rápidamente. Era mejor salir de la cama que continuar tumbada, y se destapó con un movimiento ágil. La dignidad era la clave de todo, se repitió, y siempre se era más digno vestido que con un camisón de algodón.
Recogió la ropa interior y unos pantalones beis a juego con un top marrón oscuro de camino al baño. Diez minutos después, salió de nuevo, fresca y con la sensación de haber recuperado el control. Al menos todo el control posible en las actuales circunstancias, se corrigió con lucidez.
Sloane miró su reloj.
—Son casi las ocho. Si estás lista, podemos ir al restaurante.
Sólo necesitaba ponerse un poco de color en los labios y quizás en las mejillas.
—Dame un minuto —dijo.
Georgia y Trenton los esperaban en la alegre terraza del restaurante.
—Hemos dado un paseo por la playa. No sabéis qué paz tan maravillosa se respiraba. Esto es la gloria —les contó Georgia con cálido entusiasmo en cuanto se sentaron.
Suzanne observó el brillo en los ojos de su madre, la dulce curva de su sonrisa y se dijo que la gloria para su madre no era sólo la hermosa isla, sino el hombre que tenía a su lado.
—¿No tienes los nervios típicos de las novias? —bromeó, mientras tendía la taza de café para que la llenaran.
—Un poquito nerviosa sí —concedió su madre—. Dudas de última hora sobre lo que he decidido ponerme en la ceremonia. Me pregunto si los tacones no serán muy altos y si seré capaz de no tropezar. Y también si el sombrero es tan perfecto como me dijo la vendedora de la tienda —sus labios temblaron un poco y después volvió a sonreír—. Tampoco sé si utilizar un pintalabios fuerte o algo más discreto.
Suzanne miró a Trenton y sonrió:
—Graves dudas, ¿no te parece?
El hombre sonrió y alargó las manos con un gesto de impotencia.
—Mi juramento de que me da igual lo que se ponga no parece afectarla.
—Los misterios del alma femenina —intervino Sloane y recibió la mirada airada de Suzanne con los ojos brillantes de humor
—Los hombres —replicó esta—, no saben de qué hablan -dedicó una sonrisa amplia a su madre—. Después de desayunar, podemos ir juntas a tu cuarto y te diré lo que opino, ¿te parece?
—Oh, sí, cariño. Te lo agradeceré muchísimo.
—Estaremos solos un par de horas —anunció Sloane a su padre y Suzanne no pudo evitar reír con los otros.
—Por lo menos —corroboró, pero no esperaba la caricia de la mano de Sloane en su mejilla y la sonrisa espléndida que le dedicó entonces.
—Pues sugiero que comamos para no perder más tiempo.
¿Por qué cada vez que Suzanne lograba sentirse a gusto, Sloane hacía algo que la desconcertaba o enervaba? Sus ojos se ensombrecieron. Era puro teatro. Un numerito en honor de Georgia y Trenton.
El desayuno era una delicia, con toda clase de bollería, yogures, frutas y jugos. Además de salchichas, huevos y jamón. Un verdadero festín.
Eran las nueve cuando terminaron y los dos hombres se retiraron al vestíbulo con el pretexto de hablar de negocios mientras las mujeres se dirigían al bungalow de Georgia.
La estructura y mobiliario era idéntica a la de Suzanne, pero las alfombras y tapizados diferentes. Georgia cruzó el salón y dijo:
—Vamos arriba, cielo.
Suzanne la siguió y permaneció a su lado mientras su madre abría el armario y los cajones y colocaba cada prenda sobre la cama.
—Vamos a hacer un pase de modelos —sugirió y tuvo que insistir ante la pereza de Georgia—. Es para hacerme una idea.
Quince minutos más tarde, Suzanne se echó hacia atrás expresando su admiración.
—Perfecto. Todo.
—¿Incluido el sombrero?
—Especialmente el sombrero —aseguró—. Es precioso.
Los ojos de Georgia expresaron el alivio.
—Lo dices en serio?
—En serio.
Suzanne siguió mirando a la hermosa mujer que tenía en frente.
—Bueno, y ahora quítate el sombrero y los zapatos y vamos a probar el maquillaje.
Un rosa oscuro fue el elegido sin lugar a dudas para los labios. El pálido era demasiado discreto y el rojo demasiado escandaloso.
—Muy bien —comentó Suzanne mientras su madre se quitaba con cuidado el vestido y lo colgaba—. Ya está —sonrió y tomó las manos de su satisfecha madre—. Vas a causar sensación, mamá.
Georgia parecía llena de gratitud.
—Qué gusto oírte —tomó aire—. ¿Qué te parece si nos tomamos un refresco y charlamos un rato? —sus ojos brillaron con ironía y dejó escapar una carcajada—. ¿No es eso lo que deben hacer la novia y su madrina antes del enlace?
Suzanne sacó una botella de agua mineral del mueble bar, sirvió dos vasos y tendió uno a su madre.
—Brindo por la salud y la felicidad. Por un hermoso día y una hermosa vida —dijo con sentimiento, chocando el borde de su vaso con el de su madre.
—Brindo por ti, tesoro —respondió Georgia con pasión.
Ambas bebieron y Georgia dijo con similar entusiasmo:
—Menos mal que vamos a vivir en la misma ciudad. Podremos quedar muy a menudo, iremos a los mismos espectáculos y estaremos juntas.
Un agudo dolor atravesó el corazón de Suzanne. Claro que iban a verse y quedar como siempre, pero lo de ir a los mismos espectáculos o compartir la vida social era otra cosa. Ella no podía dedicarse a asistir a eventos donde podía estar Sloane, quizás acompañado por otra mujer.
—Dime que tenéis planeado en París —la luna de miel era un tema más seguro—. Las tiendas deben de ser una maravilla —anunció---, por no hablar de los museos y monumentos. Quiero que hagas cientos de fotos y lleves un diario. Quiero saberlo todo.
Georgia rió.
—Todo, todo, no te lo contaré.
Suzanne siguió el humor travieso de su madre.
—No, claro, lo entiendo.
Su madre poseía una integridad difícil de encontrar. Y encanto a raudales. Un encanto que provenía de su corazón. Trenton Wilson Willoughby era un hombre afortunado. Pero sin duda lo sabía. Por eso tenía tanta prisa en casarse con Georgia y no separarse de ella.
—Te acuerdas cuando vivíamos en Santa Lucía en Brisbane? —Rememoró Georgia—. ¿En esa casita tan adorable?
—¿Con el gato que se creía que todas las casas eran su hogar? —la siguió Suzanne, riendo—. Nosotros le dábamos el desayuno, el señor de al lado le proporcionaba pescado a mediodía, la encantadora señora Simmons atún para la merienda. Era el gato más feliz del mundo. Y el más gordo.
Los años de colegio, en general alegres y sin preocupaciones, y luego los estudios cuando decidió ser abogada. La universidad, la escuela de leyes. Los amigos, las primeras citas.
Había tenido una infancia feliz, a pesar de la ausencia de padre, y tenía cientos de recuerdos amados. Georgia y ella siempre juntas, compartiendo penas y alegrías de la vida. Y habían estado tan unidas...
Y eso iba a cambiar. «No pienses melancólicamente», se dijo Suzanne. El día era para la felicidad y la celebración y no debía sentirlo como una pérdida.