Capítulo 4

 

LA ARENA parecía miel derretida al sol, surcada por delicadas caracolas y por las algas, regalo de la marea que ahora se retiraba.

Suzanne se detenía de vez en cuando a recoger caracolas, por el placer de lanzarlas luego al agua verde y transparente.

La playa estaba en paz y podía pensarse que eran los únicos seres humanos en la isla. El sol calentaba gratamente la piel, refrescada por la suave brisa que provenía del mar.

No dejaba de sentir la poderosa presencia del hombre que caminaba a su lado. Ahora que estaban menos vestidos, era patente su pequeñez frente a la fuerza de él, lo que la hacía sentirse vulnerable y ansiosa

—¿Trepamos a esas rocas para ver qué hay al otro lado?

Habían seguido la curva de la playa hasta alcanzar el límite rocoso que cortaba la arena y se adentraba en el mar. Todo le parecía mejor que volver a sus habitaciones.

—Muy bien.

Alcanzaron una pequeña cala, completamente protegida por la muralla de roca, con bancos de arena blanca que se adentraban en el agua. Un lugar solitario y de una belleza que aturdía.

—¿Quieres que vayamos más allá?

—Quiero nadar —contestó Suzanne sin vacilar y lo miró de reojo.

La calidez de su sonrisa cortó su respiración.

—Te sigo.

¿Llevaría bañador o pensaba bañarse desnudo? El lugar era tan solitario que en realidad no importaba. Salvo a ella, claro está.

—¿Te molesta?

Su tono de voz hizo que el estómago de Suzanne diera un incómodo vuelco.

—Claro que no.

¿Por qué sería que la decisión de darse un baño le parecía ahora una locura? Eres una idiota, se reprendió mientras se quitaba la ropa.

Suzanne no miró a Sloane, pero sabía que la estaba imitando, y le bastó un rápido vistazo disimulado para saber que al menos se había puesto el bañador antes de salir.

Lo que no impedía que su cuerpo se manifestara en toda su hermosa virilidad, un cuerpo que podía dejar sin respiración a cualquier mujer.

Y lo peor era que el cuerpo no era lo importante. Sloane poseía un magnetismo primitivo; se combinaba con su penetrante inteligencia, presente siempre en sus ojos, que hablaban de un alma que había conocido el mundo, luchado en él y triunfado. Y a la vez, aquellos pozos negros y profundos podían hacerse dulces, provocadores, prometedores de intensos placeres sexuales e inesperada ternura.

Recordar la intensidad de aquellos ojos la había mantenido noches y noches despierta, luchando contra la angustia y el deseo.

A la luz del día, podía engañarse y decirse que estaba bien y podía olvidarlo.

Pero ahora se enfrentaba a su compañía durante casi cuatro días. Había sido un error, un terrible error. No llevaba ni siete horas en aquella absurda aventura y ya era un nudo de nervios, a punto de saltar de ansiedad cada vez que Sloane reducía la distancia entre ellos.

¿Cómo era posible que hubiera aceptado tan peligrosa farsa?

Por Georgia. Por su querida madre, que merecía ser feliz el día de su boda sin que sus problemas enturbiaran su gozo. No era mucho pedir de una hija.

—Vas a darte un baño o sólo mirar el mar?

La voz de Sloane sacó a Suzanne de sus pensamientos y esbozó una sonrisa.

—Te echo una carrera.

Corrió por la arena hasta que el agua le llegó a la cintura y entonces se sumergió, braceando con placer hasta encontrarse a unos metros de la playa.

Unos segundos después, una cabeza morena emergía junto a ella, v lo miró como si de un tiburón se tratara.

—Me miras —dijo Sloane suavemente—, como si fuera a lanzarme sobre ti.

No era una buena jugadora de póquer, decidió en silencio una consternada Suzanne. Sus ojos eran demasiado expresivos. Sloane sabía interpretar cada matiz de su voz, entender cada gesto de sus labios.

—Por qué ibas a hacer algo así? Aquí no puede vernos nadie —replicó Suzanne.

—No fuerces tu suerte, querida.

Se acercó más y sus piernas se cerraron sobre las de Suzanne antes de que ésta tuviera tiempo de huir. La mano de Sloane la tomó por la cintura y no pudo emitir ninguna protesta antes de que la besara con una ternura que no ocultaba la voluntad de poder.

 

Sintió que se sofocaba, que perdía pie, mientras Sloane la llevaba bajo el agua. La abrazó tan fuertemente que Suzanne sintió su cuerpo excitado, la presión dulce de su boca y la fuerza de sus piernas cuando se impulsó para llevarlos de nuevo a la superficie.

Dejó de respirar y luego tomó aire ansiosamente cuando Sloane deshizo su abrazo y se separó sin brusquedad. En los ojos de Suzanne había una mezcla de indignación y sorpresa y empezó a protestar, pero Sloane le puso un dedo sobre los labios para cortar sus palabras.

—Sólo lo he hecho por si las dudas —murmuró con ironía antes de cubrir de nuevo su boca.

Esta vez no hubo nada dulce en su beso, y el corazón de Suzanne empezó a correr al sentir su lengua presionando para adquirir el control de sus sentidos. Gimió y se dejó ir, sin opciones ante la pasión de sus gestos.

No hubiera podido decir cuánto tiempo estuvieron besándose hasta que la urgencia dejó paso a una ardiente caricia de sus labios. Luego alzó la cabeza.

Tenía las pupilas casi negras mientras la miraba y por un instante Suzanne sintió una humillante punzada de nostalgia.

Hubiera querido pegarle. Lo habría hecho, si pensara que podía hacerle daño. Pero eligió las palabras.

—Si has terminado de jugar al macho, me gustaría salir del agua y secarme —por nada del mundo reconocería lo trastornada que se sentía.

Su risa suave casi la hizo perder el control. Intentó darle una patada, pero perdió el equilibrio.

—Qué poco femenina —se burló Sloane con una indolencia que casi la hizo gritar de rabia.

—No me siento nada femenina —le aseguró Suzanne, odiándolo por conservar tanto poder sobre ella. Le bastaba con recordar cómo habían sido las cosas entre ellos para romperse en pedazos.

Sin más palabras, se dio la vuelta y nadó hasta la costa, sin fijarse en si la seguía o no.

Se tumbó sobre la toalla tras sacudirse el pelo para que se secara antes, cegada por la brillantez del sol.

Tenía una piel clara y delicada que debía proteger, de manera que se puso crema por el cuerpo y, cuando terminó, su bikini de lycra estaba casi seco. De manera que se puso el pantalón y la camiseta y recogiendo sus cosas, echó a andar hacia las rocas para seguir explorando el lugar... sola.

Necesitaba soledad y calma, pensó sin preocuparse por lo que Sloane estuviera haciendo. Al menos no estaba con ella.

Se concentró en observar las transparentes lagunas dejadas por el mar entre las rocas. Sólo se escuchaba el suave batir de las olas contra la costa y, de vez en cuando, el grito de algún pájaro molesto por su presencia. De esta forma, fue avanzando de roca en roca hasta dar la vuelta en una curva de la isla, contemplando extasiada la playa blanca que se abría al otro lado y que llegaba hasta el punto más distante que alcanzaba a ver.

¿Estaría adquiriendo un nuevo sentido dedicado a percibir la presencia de Sloane? El caso es que algo la hizo girarse y mirar atrás. Quizás fuera el efecto de la intensa complicidad que había compartido con aquel hombre, pero siempre era consciente de su cercanía.

La figura de Sloane se recortaba contra el sol mientras acortaba la distancia en zancadas firmes, y Suzanne siguió avanzando, más deprisa.

Tontamente, pues puso mal un pie, resbaló y fue a dar en el suelo, deteniendo la caída con las manos.

 

No se había roto nada, pensó en un segundo. Al día siguiente tendría un moretón en la cadera, pero no era grave. Ni siquiera se había rozado las piernas y la mano no le dolía.

—¿En qué estás pensando?

La rabia de Sloane era evidente mientras se arrodillaba a su lado. Suzanne le devolvió la mirada iracunda mientras contestaba:

—Intentaba llegar a la arena antes de que me alcanzaras.

Sloane le tocó las piernas y las manos con gestos profesionales.

—¿Te has hecho daño?

«Físicamente estoy intacta», estuvo a punto de responder. Mejor no hablar de las emociones.

La sangre corría por su mano izquierda y Suzanne lo observó con fascinada sorpresa, preguntándose cómo podía ser tan escandaloso cuando ni siquiera se había dado cuenta.

—Voy a lavar la herida —dijo.

—Necesita un antiséptico.

Suzanne se encogió de hombros.

—Me pondré algo cuando volvamos.

Sloane le dedicó una mirada severa.

—¿Te has vacunado del tétanos últimamente?

—Supongo que sí, no exageres —intentó apartar su mano, pero Sloane no la soltó, lo que aumentó su exasperación.

La mirada de él era oscura e inexpresiva, aunque no ocultaba la familiar determinación, y de pronto, sin una palabra, se llevó su mano a la boca y empezó a lavar la herida con su lengua.

La provocación hizo que Suzanne se estremeciera de pies a cabeza mientras las sensaciones sacudían su cuerpo y el mundo desaparecía a su alrededor. Sólo aquel hombre era capaz de embrujarla de ese modo, de envolverla en una sensualidad que hacía que le temblaran las piernas.

Lo miró actuar, contemplando con fascinación el vello que escapaba de su camisa abierta, dejándose invadir por su olor a colonia y sal marina.

Tenía el corazón desbocado y tomó aire, respirando dificultosamente para regular su inestable corriente sanguínea. Pero con la respiración, el calor recorrió sus venas, alcanzando cada punto erótico de su cuerpo con una intensidad casi insoportable.

A aquella distancia, podía ver la sombra de barba que cubría ya sus mejillas morenas. Recordó tontamente que Sloane necesitaba afeitarse dos veces al día. No iba a resistir tres días así si no empezaba a recuperar el control.

—No lo hagas —la tardía negativa sonó levemente hipócrita y Suzanne tragó saliva para aclarar su garganta.

—¿Que no haga qué? —alzó la vista para mirarla—. ¿Que no me ocupe de ti? ¿Que no te quiera?

El dolor en su pecho fue tan agudo e inmediato como el causado por un golpe y Suzanne sólo pudo decir:

—Sloane...

—¿Me vas a rechazar otra vez, Suzanne? —su voz era demasiado equilibrada y tranquila cuando soltó su mano—. ¿Crees que ignorar lo que hubo entre nosotros nos lleva a algún lado?

Suzanne se atrevió al fin a mirarlo a los ojos.

—No. Pero lo estoy intentando.

—¿Por qué?

La calma sedosa de la pregunta despertó el enfado y rabia de Suzanne, cuya piel se sonrojó levemente mientras sus ojos claros se entornaban.

—Te niegas a entenderlo, ¿verdad? —el calor emanaba de todos sus poros—. El amor —hizo una pausa para respirar y continuó—... no sirve para defendernos de la realidad.

Se puso en pie en un movimiento fluido, pero Sloane la siguió.

—Desprecias mi inteligencia.

—¿En serio? —Suzanne se puso a caminar—. Pues quizás deberías ponerla un poco más en duda.

Bajó con precaución las últimas rocas hasta pisar la arena, seguida de cerca por Sloane.

—Suzanne.

Giró en redondo para mirarlo. Bien, si quería pelea, la tendría.

—¿Qué quieres, Sloane? ¿Cortarme la cabeza porque me atreví a evaluar la situación y decidí retirarme a tiempo? —lo miraba, desafiante, dispuesta a ocultar la indefensión absoluta que sentía en su fuero interno ante todo lo sucedido.

La mirada de Sloane parecía fuego líquido.

—Maldita sea, ¿te sentías tan insegura de ti, o de mí, como para que no hubiera otra opción que tirar la toalla?

—No he tirado la toalla! -era más fácil hablar con la sonrisa que curvó los labios de Sloane tenía algo maligno.

—Claro que lo hiciste.

—No es verdad!

De nuevo había permitido que Sloane se hiciera dueño de la situación.

—¿Cómo lo llamarías?

—Una retirada táctica.

Guardó silencio unos segundos, sin revelar sus sentimientos.

—Tienes mucho sentido común —dijo por fin, mientras sus ojos se oscurecían—. El suficiente, o así lo creí, como para comprender la clase de hombre que soy más allá de las posesiones materiales.

A Suzanne le fue casi impoib1e hablar sin desvelar lo que estaba sintiendo.

—Oh, claro que lo comprendí. Me enamoré del hombre —la expresión de Suzanne se volvió intensa y dolorosa—. Y entonces descubrí que era imposible separar al hombre de sus apellidos.

—¿Y por ese motivo tomaste el camino más fácil y renunciaste a todo lo que había entre nosotros?

Se sentía como un microbio extraño siendo examinado en el laboratorio y en ese momento lo odió con todas sus fuerzas.

—Maldita sea, Sloane! ¿Y qué querías que hiciera?

—Quedarte conmigo.

Dos palabras. Pero era tanto lo que decían y lo que ocultaban.

—No me gusta el masoquismo.

Esta vez lo había sorprendido.

—¿De qué me hablas?

—Eres el premio gordo en un concurso de millonarios —una sonrisa tensa torció un instante sus labios—. Y yo, pobre de mí, no soy más que una nulidad que se atrevió a usurpar la plaza por la que suspiraban una serie de mujeres.

Al decirlo, el dolor, la rabia, la golpeó de nuevo y tuvo que bajar los ojos para ocultar su angustia.

—Decidí no competir -era mucho más que eso, por supuesto. Estaba hablando de los comentarios maliciosos, pero dejando de lado la amenaza que pendía sobre su vida.

—Absurdo, puesto que no había competición

—anunció Sloane, poniendo un énfasis tranquilo en cada palabra, pendiente del gesto de tristeza que reflejó el rostro de la joven.

—¿Me crees responsable de las aspiraciones de otras mujeres?

Suzanne apretó los puños hasta que los nudillos se pusieron blancos y habló con toda la calma de la que fue capaz:

—No más que de ser quien eres.

Sloane deseó sacudirla por los hombros.

—Y siendo quién soy, ¿debería elegir una de las princesas de la alta sociedad con la calidad genética requerida, llevarla al altar y tener con ella los dos hijos de rigor?

La sola alusión dolía.

— ¿Debería conformarme con un matrimonio sin amor? —siguió Sloane sin mostrar piedad—. Basado en el deber y cierto afecto —su voz descendió hasta ser un susurro violento—. ¿Es eso lo que estás diciendo?

Suzanne lo miró con rabia ante su insensible interrogatorio.

—No estoy en la tribuna de los testigos, Sloane. Sloane no la tocó, pero ella se sintió como si lo hubiera hecho.

—Concédeme ese capricho. Haz como si lo estuvieras.

—¿Y jugar al juego de la verdad sólo para tu diversión? Lo siento, pero no me apetece jugar.

Sloane la miró con tanta intensidad, que no pudo apartar los ojos.

—Yo tampoco estoy jugando.

—Pero lo haces a diario en los tribunales —Suzanne buscó una salida, pero sólo logró que él sonriera con ironía.

—No permito que mi profesión se mezcle con mi vida personal.

—Eres tan hábil con las palabras —estalló Suzanne, harta de su escrutinio—, que dudo que puedas separar ambas cosas.

—¿Eso piensas?

Dio un paso hacia ella y Suzanne deseó escapar. Su gesto no pretendía se intimidatorio, pero la joven se sintió amenazada.

—Sloane

Sloane le acarició lentamente la mejilla.

—Dime que ya no me amas.

Oh, Dios. Suzanne cerró los ojos, y volvió a abrirlos, abrumada por la pena que desgarraba su interior. No pudo moverse, ni lo deseó cuando Sloane la besó de nuevo, furiosamente.

Tuvo que forzarse en no abrazarlo para olvidar entre sus brazos todo pesar. Hubiera sido tan fácil dejar- se ir y permitirle que la consolara y excitara y llevara a un viaje mágico de emociones. Pero cuando el viaje terminara, sólo le quedaría su orgullo pisoteado.

Sin embargo, la magia sensual que sólo él poseía se estaba abriendo camino en su interior, rompiendo lazos, hasta que no hubo más que el calor de su beso y la promesa de saciar sus sentidos.

Ahogó un gemido en su garganta y deseó más, mucho más. Deseó deshacerse de la ropa, pegarse a su cuerpo, sentir sus músculos bajo las manos y dejar que sus labios recorrieran cada centímetro de su encendido cuerpo.

«Qué estás haciendo?» La insidiosa pregunta llegó hasta su cerebro para torturarla. Se resistió unos segundos, pero la magnitud de la realidad y de lo que aquello podía provocar terminó venciendo, enfriando poco a poco su sangre exaltada.

Sloane percibió su cambio y maldijo interiormente su resistencia. Durante un instante, tuvo la tentación de vencerla, pero renunció, sabiendo que Suzanne se rebelaría ante cualquier gesto de poder o posesión.

Por el contrario, decidió enfriar sus emociones. Lentamente, fue aligerando la presión de su boca y relajando su abrazo, hasta que se limitó a besar suavemente el contorno henchido de sus labios.

Mientras la iba soltando, acarició con nostalgia sus caderas, sus brazos delgados, su nuca en tensión, con gestos hechos más tranquilizar que para excitar.

Por fin se decidió a abandonar su boca y descender por la curva de su cuello hasta posar un beso en su hermosa garganta palpitante.

Lo único que deseaba era tomarla en brazos, quitarle la ropa y hacer el amor con ella hasta que no quedara en su mente ni un vestigio de duda sobre su amor por ella.

Sólo que sabía que Suzanne respondería físicamente a su abrazo y no quería que eso ocurriera mientras hubiera dudas en su mente. Deseaba obtenerla en cuerpo y alma. Lo deseaba todo de ella.

¿Quién había sido capaz de envenenar los dardos y dirigirlos con tan mortal precisión, que habían destruido su confianza y no le habían dejado otra opción que huir de su lado?

Pensó en algunas mujeres de su entorno capaces de tan perversa acción, pero aún le quedaba mucho por descubrir.

Sloane volvió a besarla, esta vez amistosamente en los labios y luego se apartó, sin tocarla, sonriendo con cierta diversión ante la mirada ausente de la joven.

—Hay un camino que sale de esta playa. ¿Quieres que veamos si lleva a nuestro bungalow?

La estaba dejando marchar... de momento. Suzanne se dijo que estaba aliviada e ignoró la frustración que sentía.

—Vamos —dijo con decisión-’. A lo mejor podemos echar un partido de tenis antes de la cena.

La mirada de Sloane volvía a ser sarcástica.

—Con la intención de cansarte un poco?

Lo que de verdad deseaba Suzanne era acostarse y caer rendida en la cama y dormir toda la noche, en lugar de esperar en la oscuridad preocupada por cada gesto de Sloane, por cada movimiento de su cuerpo.

—Incluso puede que te deje ganar -dijo frívolamente. Seguro. Sloane tenía la fuerza y experiencia como para echarla de la pista en tres minutos.

Sloane rió con ganas, se puso las gafas de sol y le tendió la mano. Suzanne vaciló un segundo y luego dejó que sus dedos se deslizaran en la mano caliente del hombre.

Alcanzaron un camino de arena e iniciaron la marcha por la pista que se internaba en la selva, disfrutando del frescor de los árboles que ocultaban los rayos del sol. Aquello debía estar lleno de insectos, pensó Suzanne, pero no se dejaban ver. Todo estaba en paz. Era un lugar hermoso e idílico, del que nunca querría salir si no fuera porque...

Ojalá la situación fuera distinta. Pero esa era la línea de pensamiento que debía evitar. La vida estaba llena de «ojalás» y «si no fuera porque». En las recientes semanas de soledad, había recorrido todos los caminos que empezaban con aquellas expresiones. 62 Lecho nupcial

El silencio permitía la introspección y prefirió entretenerse hablando.

—Me han dicho que vas muy bien en el caso Allenberg.

Sloane tenía la reputación de ser un investigador escrupuloso y cuidar hasta el mínimo detalle de sus casos. Disfrutaba en los juicios y solía elegirlos más por la dificultad intelectual que por la minuta que pudieran reportarle.

—Interesante.

Esa sí que era una respuesta ambigua. ¿Qué le parecía interesante? ¿Que mencionara el juicio? O que tuviera que hablar para distraer la tensión entre ellos?

Suzanne lo miró con atención.

—¿Tienes dudas?

El camino había dejado de ascender y ahora recorría la línea de la costa. Sin duda debía llevar a la parte habitada.

—Nunca hay que pasar por alto el elemento sorpresa. Suzanne tuvo la intuición de que no se estaba refiriendo a su caso.

—Estoy segura de que lo has previsto todo.

Siempre lo hacía.

Sloane le dedicó una mirada ambigua.

—Eso espero.

El silencio era tan intenso, que parecía envolverlos en su abrazo. De nuevo, parecía que eran dos náufragos en una isla desierta. Resultaba reconfortante saber que el personal y sus parientes no estaban lejos. Y al día siguiente, llegarían todos los invitados.

Tanto mejor. En un lugar tan peligrosamente solitario la gente sería bienvenida. Así tendría que ocupar- se de la vida social y no le quedaría tiempo para estar a solas con Sloane.