5

Otis Otis

SE ajustó las gafas de sol a la nariz y subió las escaleras del instituto. Se sentía agradecido por tener a Henry con él. Por alguna razón, los abusones mantenían la distancia cuando iba acompañado de su amigo. Bill y Tom pasaron a su lado en las escaleras, pero ninguno dijo una palabra. El director Snelgrove esperaba arriba, sin apartar de él sus ojillos de ratón. Arrugó la nariz y Vlad rió entre dientes. El director lo odiaba desde el momento en que se matriculó en Bathory. Aquel aciago día, Bill y Tom le dieron un empujón de bienvenida en el pasillo y Vlad chocó con la señora Kumus, que cayó de cara y se rompió el tabique nasal. Había sido un accidente, por supuesto, pero desde ese momento, el director Snelgrove lo vigilaba con esa mirada de roedor desconfiado, mientras arrugaba la nariz, suspicaz. Henry sonrió cuando se acercaron al hombre ratón.

—Buenos días, señor Snelgrove.

El director asintió con la cabeza, pero sus ojos apenas se apartaron de Vlad.

—Haría bien en imitar a su amigo, señor Tod.

Cuando pasaron a su lado, Vlad reprimió otra risotada. El señor Snelgrove olía a queso.

Henry se despidió de Vlad en la puerta de la clase del señor Craig, y se alejó por el pasillo. Resultaba extraño que aquel año tuvieran profesores diferentes, pero aún se sentaban juntos en el comedor, pasaban la hora de estudio haciendo el tonto y se hacían compañía en el camino a casa después de clase. Compartían menos tiempo de lo que les hubiese gustado, pero tendrían que conformarse. Vlad franqueó la puerta del aula 6 y aguantó la respiración durante un segundo, deseando que, cuando alzara la vista hacia la mesa del profesor, no se encontrase la mirada de reprobación con la que la gruñona señora Bell solía observarlo desde detrás de sus gafas de ojos de gato.

Para su alivio, la mesa estaba vacía.

Caminó hasta la esquina izquierda del final del aula y, tras dejar la mochila junto a su mesa, se sentó con un gran suspiro. Al que se le ocurrió que las clases debían empezar temprano y durar todo el día habría que cogerlo y obligarlo a soportar horas de televisión educativa sin la ayuda de cafeína, pensó.

Meredith entró en la clase e iluminó el día de Vlad con su simpática sonrisa. Estaba hablando con Kara Metley, una de sus dos mejores amigas. Melissa Hart era el eslabón perdido. Generalmente formaban un trío inseparable, pero este año Melissa estaba en clase del señor Crumble, con Henry, un arreglo que le venía de perlas a su amigo, porque estaba coladito por ella desde que, en el baile de invierno del año pasado, vio que le daba una torta a un chico que intentó besarla.

Su amigo era un poco raro.

Meredith miró a Vlad, que se encogió en su asiento deseando que no se hubiera dado cuenta de que la había estado observando. Luego se sentó en su mesa. Como si aquello hubiera sido una señal, Kara se acercó a su pupitre y dejó una nota frente a él con una sonrisa. Después dio media vuelta y se sentó junto a Meredith.

El corazón de Vlad decidió alojarse en la garganta. Desdobló la hoja de papel con fingida despreocupación, o eso intentó, y se dispuso a descifrar como pudo la fluida y femenina letra de Kara. La simple pregunta de la nota atravesó como una estaca la autoestima de Vlad. Era corta, directa y le causó un gran dolor.

«¿A Henry le gusta Meredith?»

Oh.

Y había dibujado un corazoncito en la i de Meredith.

Oh, no.

Dobló el papel de nuevo y lo metió en el bolsillo delantero de su mochila. Ya contestaría luego, cuando se hubiera aclarado las ideas y estuviera más tranquilo. O... quizá decidiera olvidar lo que había leído.

La puerta de la clase se abrió de golpe y segundos después un hombre alto y delgado, con un sombrero de copa arrugado de color morado y un traje de tres piezas entró en la habitación. Bajo su negra chaqueta llevaba un chaleco plateado sobre una almidonada camisa blanca. Del bolsillo del chaleco colgaba una cadena de oro y en su mano llevaba un viejo maletín de médico de cuero.

Tras dejar el maletín sobre el escritorio, se volvió a la clase con una brillante sonrisa. Sus ojos azules resplandecían.

—Buenos días, clase. Soy el señor Otis y sustituiré al señor Craig durante su ausencia. Como mi nombre es el mismo que mi apellido, me pueden llamar por cualquiera de los dos, siempre que no se olviden de colocar antes el tratamiento de «señor».

El señor Otis miró a la clase como si esperase que alguien lo interrumpiera. Como eso no ocurrió, se aclaró la garganta y prosiguió.

—Lamento que nos conozcamos en estas circunstancias, ya que el señor Craig era... —hizo un chasquido con la lengua y se sentó en la esquina de su mesa—, quiero decir, es un profesor admirado por todos. Pero aunque esta situación sea lamentable, haré todo lo que pueda para formarlos y educarlos de manera entretenida.

Siempre curiosa, Kara alzó una mano. Y antes de esperar a que le dieran permiso para hablar, prefirió hacer notar su presencia con una pregunta:

—¿Conoce al señor Craig?

El señor Otis hizo una pausa, se humedeció los labios y dijo:

—Me temo que no he tenido el placer.

Kara aún no había terminado su interrogatorio y, con un golpe de melena, preguntó de nuevo:

—¿Cuánto tiempo hace que es profesor?

—Mucho. —El sustituto dio la espalda a la clase y comenzó a rebuscar en su maletín. Cuando se volvió de nuevo, su sonrisa había desaparecido. Sostenía lo que parecía una lista, una relación con los nombres de todos los alumnos—. Mucho tiempo. Mi último puesto fue como profesor de mitología a jornada completa en el instituto Stokerton, pero he enseñado diversas asignaturas en diferentes países del mundo.

Interesado, Vlad decidió participar en la ronda de preguntas. Apenas había alzado la mano por encima de su pupitre cuando el señor Otis asintió en su dirección. Vlad la bajó.

—¿Entonces, también enseña lengua?

—No. Bueno, es decir, no hasta hoy. —Volvió a buscar en su maletín y sacó un montón de papeles. Los dividió en cinco tacos y los dejó caer sobre los pupitres de la primera fila. Familiarizados con el procedimiento, los alumnos cogieron un papel y pasaron el resto hacia atrás—. Pero no os preocupéis. Ya tengo un diseño curricular de la asignatura que estoy seguro encontraréis atrayente y entretenido.

Chelsea Whitaker no se molestó en girarse en su asiento: simplemente lanzó la última hoja por encima de su hombro. El papel dio una vuelta en el aire y cayó al suelo. Vlad lo recogió y dio una ligera patada al asiento de Chelsea antes de mirar lo que había escrito en él, que no era más que una lista de deberes y algo llamado «Objetivos especiales de la clase». Vlad frunció el ceño. Las fechas abarcaban hasta final de curso. ¿Cuánto tiempo se pensaba quedar ese tío?

Kara aparentemente había pensado lo mismo y alzó la mano de nuevo.

—¿Durante cuánto tiempo será nuestro profesor?

El señor Otis examinó a sus alumnos con ojos serios. No dijo nada.

Chelsea susurró en dirección a Kara.

—No seas idiota, estará aquí hasta que vuelva el señor Craig.

—Querrás decir, si vuelve. —Toda la clase se quedó en silencio ante las palabras de Meredith. No era la incredulidad lo que los había dejado mudos, sino la sorpresa de que alguien tuviera el valor de decir en voz alta lo que todos temían. Sus mejillas se encendieron y se enjugó una lágrima que le asomaba por el rabillo del ojo. Kara extendió un brazo y le dio unas palmaditas en la mano tras fulminar con la mirada a Chelsea.

El señor Otis se aclaró la garganta para atraer la atención de la clase.

—Chelsea tiene razón.

Claro que la tenía. Era la capitana del equipo de animadoras. Nunca se equivocaba... o al menos eso creía ella. Sin embargo, Vlad estaba casi seguro de que no era lo bastante espabilada para encontrar el camino de vuelta a casa sin la ayuda de sus compañeras de pompón o de los atletas medio retrasados que babeaban por ella en el instituto.

El señor Otis miró al fondo de la clase, donde estaba Vlad, se sacó el reloj del bolsillo del chaleco y lo abrió. Después lo cerró con un golpe metálico y lo guardó de nuevo.

—Os daré clase durante el tiempo que sea necesario y solo mientras vuestro profesor, el señor Craig, siga desaparecido. Si os ha quedado claro, podemos continuar con el diseño curricular. —Se volvió hacia la pizarra y dibujó una serie de garabatos indescifrables que, según dedujo Vlad, debían de ser los temas sobre los que tendrían que trabajar—. Como vuestro profesor normalmente os manda trabajos para comprobar vuestro nivel de redacción, yo haré lo mismo. Y combinaré esos deberes con mi especialidad, la mitología. Todas las semanas estudiaremos la mitología de una cultura diferente, y al término del curso, si aún tenéis la suerte de contar con mi presencia, os pondré un examen sobre redacción, gramática, puntuación... y mitología.

Vlad arrugó el ceño al contemplar el encerado. Una de las palabras parecía ser «drgon», pero no estaba seguro. La siguiente era algo así como «lcntopos». Entornó los ojos con más fuerza y luego miró el papel que sostenía entre sus manos. Al final de la hoja había una lista de criaturas mitológicas. La primera era el dragón. Volvió a la pizarra: «drgon». Supongo que eso será «dragón», pensó. Y «lcntopos» se parecía mucho a la siguiente palabra de la lista: licántropos. Vlad fue descifrando la terrible letra del señor Otis a lo largo de la lista.

Unicornios, grifos, centauros, hadas, gnomos, troles, sirenas, ninfas, banshees, zombis, brujas, vampiros...

Vlad se detuvo en la palabra «vampiros» y sonrió. Iba a ser interesante escuchar lo que el resto de la clase pensaba sobre él. Bueno, al menos lo que pensaran algunos. Las opiniones de otros muchos le traían sin cuidado.

Frente a él, Chelsea leía una nota que le había pasado Sylvia Snert. En la hoja se podía leer con su letra redondeada: «¡Este tío es un friki!».

Chelsea sacó su bolígrafo y escribió algo en otra nota, pero Vlad no pudo ver qué, porque su hombro le tapaba la visión. Chelsea le pasó la nota a Sylvia. Sin decir una palabra, el señor Otis recorrió el pasillo creado por los pupitres y se la quitó. Se detuvo frente a ella y desdobló la hoja de papel, leyó en silencio lo que ponía sin mostrar reacción alguna en sus ojos. Para asombro de Vlad, se giró, dejó el papel sobre el pupitre de Sylvia y volvió a la parte delantera de la clase como si no hubiera pasado nada.

—Me doy cuenta de que será difícil para todos adaptarnos a las nuevas circunstancias. Para algunos más que para otros. Puede incluso —y sonrió a Sylvia mientras esta leía la nota de Chelsea— que algunos penséis que soy un friki. Mientras que otros —y sus ojos se fijaron en Chelsea, que estaba más roja que el sol— quizá penséis que soy un tipo interesante. Puede que hasta buenorro.

El señor Otis alzó las cejas. La clase rompió a reír y Chelsea se sonrojó aún más.

—Pero sea cual sea vuestra primera impresión sobre mí, por favor, mantened la mente abierta y si pensáis que os puedo ayudar en algo, no dudéis en decídmelo. —Sus ojos se encontraron con los de Vlad durante un segundo y luego recorrieron la clase—. De momento, me han dicho que tenéis pendiente un examen de puntuación.

La clase entera dejó escapar un suspiro colectivo.

Tras una disertación soporífera sobre el sistema métrico por parte del señor Harold y un bienvenido vídeo de presentación sobre La vida secreta de los helechos en la clase de biología de la señorita Meir, Vlad metió los libros en su ya rebosante taquilla, cogió la bolsa de la comida y cerró la puerta de un portazo.

—Parece que a alguien le ha sentado mal la transfusión del desayuno. —Henry estaba dos taquillas más allá, con su enorme sonrisa puesta.

Vlad gruñó, intentando ahogar una carcajada.

—Creo que es lo más feo que me has dicho nunca.

—Estoy aquí para complacerte. —Henry dejó los libros en un lado de la taquilla—. ¿Qué pasa?

—Poca cosa. De momento no tengo deberes.

—Ni yo, pero estoy seguro de que la vieja Batty nos va a plantar un examen sorpresa.

Vlad gimió. Batilda Motley, su profesora de historia, ponía los exámenes más difíciles del universo conocido.

—Justo lo que necesito. Acabo de hacer otro en clase de lengua. —Comenzaron a caminar por el pasillo en dirección al comedor.

Los ojos de Henry iban de Vlad a cualquier chica medio mona que pasara a su lado. Como Vlad no le hacía ni caso, tuvo que recurrir a los codazos.

—Bueno, ¿y cómo es el nuevo profesor?

Vlad se encogió de hombros.

—No está mal.

El comedor ya estaba lleno cuando llegaron, y al verlos entrar, el director Snelgrove gruñó disgustado. Vlad se colocó detrás de Henry en la cola y le escuchó hablar sobre lo ocupado que iba a estar en las vacaciones de Navidad. Sus padres por fin habían decidido llevarlo a él y a su hermano a esquiar durante una semana y eso parecía ocupar la mayor parte del espacio vacío en la cabeza de Henry.

Su amigo miró la comida de su bandeja con cara de asco.

—Me da igual cómo lo llamen. Esto no parece una pizza. ¡Es verde!

Vlad se encogió de hombros sin soltar su bolsa marrón.

—Podría ser peor.

Nelly siempre le preparaba lo mismo. No podía quejarse, la verdad. No es fácil esconder los nutrientes que necesita un vampiro en comida de apariencia normal. Todos los días llevaba al instituto el mismo sándwich de mantequilla y mermelada, acompañado por un par de bollitos o una magdalena de chocolate; todo discretamente relleno de pequeñas ampollas repletas de sangre. Nadie nunca se dio cuenta de que la comida de Vlad contenía alguna que otra sorpresa, y aunque algún compañero le ofreciera cambiar sus patatas fritas o su porción de pizza por uno de sus bollos, Vlad siempre rechazaba la oferta lo más educadamente que podía. De hecho, aunque su almuerzo fuera aburrido, era mejor que en los primeros años de cole, cuando comía con su madre en el aparcamiento. Beber sangre de un termo podía hacerte sentir diferente.

Henry lideró el camino a su mesa habitual, cerca de la puerta. Cuando pasaron junto a Meredith, Vlad se atrevió a sonreírle.

Pero su sonrisa se esfumó enseguida.

Vlad se cayó hacia delante. Al golpear el suelo, pudo sentir que las ampollas de su sándwich explotaban contra su pecho. Escuchó carcajadas a sus espaldas, pero no se molestó en mirar. Solo podían ser Bill o Tom los que le habían puesto la zancadilla y si Meredith también se estaba riendo, prefería no saberlo. Se incorporó con la ayuda de Henry y suspiró al ver la bolsa aplastada y manchada de rojo. Un gran cuajaron de sangre colgaba de su camiseta. Recogió la bolsa y la tiró en la papelera más cercana. Todavía refunfuñaba cuando salió al pasillo.

—¿Adónde cree que va, señor Tod? —dijo el director Snelgrove, arrugando su nariz de roedor como si Vlad oliera mal.

Vlad estiró la camiseta para que el director la viera bien.

—Me he caído sobre mi comida, así que voy a secretaría a llamar a mi tía.

—No hace falta. Tiene la comida del colegio.

Vlad se pasó la lengua por los colmillos y dirigió la mirada hacia la puerta.

—¿Y la camiseta?

Snelgrove resopló y cerró las manos tras la espalda.

—Solo quedan veinte minutos de la hora de la comida, señor Tod. Le sugiero que se dé prisa.

Vlad abrió la boca para hablar, pero se detuvo cuando vio que el director se acercaba a la puerta, por si se le ocurría salir por ahí. Incapaz de encontrar una respuesta educada, Vlad volvió adonde Henry estaba sentado y se acomodó en el asiento de enfrente.

Henry arrugó la nariz ante el olor de desprendía la camiseta de su amigo.

—No puedo creer que no te deje llamar a Nelly.

Vlad apoyó los codos sobre la mesa y descansó la mejilla en la palma de la mano. Entonces notó un rugido procedente de su estómago e inclinó el torso sobre la mesa. Iba a ser una tarde muy larga.

Escuchó que alguien desdoblaba un papel de envoltorio y vio medio sándwich aterrizar justo delante de él. Vlad suspiró.

—Ya sabes que comer eso no me va a ayudar. —Alzó la cabeza y se encontró con la mirada de una Meredith sonriente que no parecía haber oído su queja.

—Quédate con la mitad del mío, Vlad —dijo y se sonrojó cuando miró a su amigo. Vlad respiró hondo y, aunque parecía tranquilo, el corazón le latía a mil por hora. Intentó hablar, pero eso es algo casi imposible cuando tienes el corazón alojado en la tráquea.

Henry acudió al rescate.

—Gracias, Meredith.

La joven sonrió de nuevo y dio media vuelta. Mientras se alejaba, Vlad observó que la falda le bailaba a la altura de las rodillas.

Entonces sintió náuseas y golpeó el brazo de Henry con el dorso de la mano con más fuerza de la que había previsto.

—¿Qué haces?

—Es lo que se conoce como «ser educado», inútil. —Henry desenvolvió el sándwich de Meredith, dio un mordisco, tragó y pareció satisfecho con su sabor.

Vlad lo miró furioso, deseando por un momento ser humano.

—Iba a hablar. Solo necesitaba un minuto. —Afortunadamente, Henry no le preguntó qué había pensado decir que le llevara tanto tiempo, porque Vlad no tenía ni idea.

Para su sorpresa, sus colmillos se mantuvieron a buen recaudo en el tejido blando de sus encías durante toda la clase de historia y la hora de estudio. Al final del día, cuando entró en el aula 6, su clase y el lugar donde se impartía la asignatura de lengua, el estómago le rugía a todo volumen. Sin embargo, los colmillos no se movieron de su sitio. Por fin, el timbre anunció el final del suplicio que para él era el instituto.

Henry le hizo señas de camino a otra reunión del consejo de estudiantes, así que se quedó cerca de la taquilla, esperándolo. No los vio acercarse hasta que notó que alguien lo agarraba por la camiseta y retorcía el trozo de tela en su puño. Era Tom. El aliento le olía a menta, lo que no resultaba especialmente desagradable.

A sus espaldas, Bill, sacaba pecho y miraba a ambos lados del pasillo por si aparecía alguien.

—¿Qué haces aquí, gótico? —Tom lo zarandeó antes de empujarlo contra la taquilla.

Vlad hacía lo que podía para mantener la boca cerrada, no por miedo a lo se le pudiera escapar, sino porque comenzaba a sentir una urgente necesidad de morder a Tom solo por rabia. Se pasó la lengua por los dientes y descubrió que los colmillos empezaban a despuntar como reacción al sutil aroma a sangre que corría bajo la piel de Tom.

—No soy gótico.

Tom lo apartó de la taquilla y lo volvió a empujar contra ella, produciendo un estruendo metálico que recorrió todo el pasillo.

—¿Qué?

Vlad echó los hombros para atrás.

—He dicho que no soy gótico.

Tom miró a Bill, que puso los ojos en blanco. Se volvió de nuevo a Vlad.

—Eres tan imbécil, saco de mierda gótico, que ni siquiera sabes que eres gótico.

No es que Vlad tuviera nada contra los góticos, la verdad. Los había visto por la noche, en las escaleras del instituto Bathory, vestidos de negro, buscando una forma de escapar de la rutinaria vida de aquel pequeño pueblo. No eran muy distintos a él, con su pelo negro, su ropa negra y su humor negro. De hecho, en alguna ocasión deseó en secreto ser amigo de alguien tan parecido a él. Henry era estupendo, pero a veces resultaba muy difícil vivir a su sombra.

Tom lo volvió a zarandear, aparentemente molesto porque su víctima no temblaba de miedo. Pero Vlad, a pesar de que preferiría hacer casi cualquier cosa antes que pasar un momento con Tom, no estaba particularmente asustado. De hecho, no tenía nada de miedo. Solo sentía... hambre.

Aguantó la respiración e intentó pensar en otra cosa. Entonces, sintió que una extraña y mareante oleada de sangre se le subía a la cabeza, y comenzó a enfadarse... y mucho.

¿Qué le pasa a este tío? ¿Por qué no llora y pide que lo deje en paz? ¿Y por qué me mira tan fijamente? Tom echó una mirada de reojo a Bill, que se limitó a encogerse de hombros. Cerró el puño y lo echó hacia atrás. Un buen golpe bastará. Después, me largaré tranquilamente por el pasillo hasta el coche de mamá, que me está esperando. Se pone muy pesada cuando llego tarde a ballet. Cómo lo odio. Los puñeteros frufrús y esos absurdos leotardos. Pero a ella le da igual, me obliga a ir de todas formas. Y así llevo ya tres años. Menos mal que Bill no sabe nada. Él cree que los viernes voy a casa de mi tío para aprender a fabricar petardos. Si supiera la verdad...

Vlad sonrió y notó que su mente salía ya de la cabeza de Tom. Había sido fácil. Quizá fuera el hambre lo que facilitaba las cosas. Sin mirar su puño, suspiró.

—Será mejor que te des prisa, bailarina. No querrás llegar tarde.

Tom lo miró atónito. Bajó el brazo y se volvió a Bill, que se golpeaba la palma de la mano con el puño de la otra, sin apartar los ojos de su víctima. La sonrisa de Vlad se hizo más amplia.

—¿Qué diría Bill si supiera que bailas con otros tíos y te pones leotardos? ¿Crees que lo entendería, que le parecería bien? —Vlad siguió la mirada de Tom hacia Bill, que ya no se golpeaba la mano y ahora observaba a su amigo, expectante.

Apretó los labios a pesar de la necesidad, cada vez más perentoria, de mostrar sus colmillos.

Tom soltó la camiseta y dio un paso atrás. Agarró a Bill de la manga y se alejaron por el pasillo mientras su compinche le preguntaba entre susurros. Tom lo silenció con un empujón.

Vlad contempló su reflejo en la ventana frente a él. Estaba más pálido, parecía mayor y desde luego mucho más feroz. Sonrió, mostrando sus blancos colmillos.

Al final, el día no había estado tan mal.