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Luna llena y eclipse solar
Sobre los caballos que morían en sus establos
¿Puede un ser humano llegar a comprender plenamente a otro?
Cuando deseamos conocer a alguien e invertimos mucho tiempo y serios esfuerzos en este propósito, ¿hasta qué punto podremos, en consecuencia, aproximarnos a la esencia del otro? ¿Sabemos en verdad algo importante de la persona que estamos convencidos de conocer?
Empecé a pensar seriamente en esto alrededor de una semana después de dejar el trabajo en el bufete. Hasta entonces, nunca en mi vida me había planteado, ni una sola vez, estas cuestiones de una manera seria. ¿Por qué no? Es probable que por estar embebido en la ardua tarea de estabilizar mi propia vida cotidiana. Y por estar demasiado ocupado para pensar en mí mismo.
Tal como suelen empezar en esta vida las cosas importantes, el motivo de que empezara a concebir estas dudas fue algo de lo más trivial. Después de que Kumiko hubiera desayunado y salido de casa a toda prisa, metí la ropa en la lavadora, hice la cama, lavé los platos y pasé la aspiradora. Luego me senté en el cobertizo con el gato y miré las ofertas de trabajo del periódico y los anuncios de las rebajas. Al mediodía me hice una comida sencilla, almorcé y fui al supermercado. Después de comprar la cena, me pasé por la sección de ofertas y compré detergente, pañuelos de papel y papel higiénico. Luego volví a casa, preparé la cena y me dispuse a esperar a que volviera mi mujer leyendo un libro tendido en el sofá.
Hacía poco que estaba en paro y aquella vida me parecía más bien refrescante. No tenía que ir a la oficina en trenes atestados de gente, no estaba obligado a ver a personas a quienes no me apetecía ver. Y lo más maravilloso de todo: podía leer los libros que deseaba y cuando lo deseaba. No sabía hasta cuándo continuaría con este tipo de vida. Pero a la semana de llevar esta existencia relajada pensaba que, de momento, me gustaría seguir así y me esforzaba en no pensar en el futuro. Era una especie de paréntesis en mi vida. Algún día terminaría. Mientras continuara, ¿por qué no disfrutarlo?
Sin embargo, aquel atardecer no pude sumergirme en el acostumbrado placer de la lectura. Kumiko no volvía. Ella regresaba, como muy tarde, a las seis y media, y, si iba a retrasarse, aunque sólo fueran diez minutos, siempre avisaba. En esto era metódica hasta la exageración. Pero aquel día, a las siete, Kumiko aún no había regresado ni hubo ninguna llamada. Yo lo tenía todo preparado para hacer la comida en cuanto llegara. No era un banquete. Pensaba saltear finas lonjas de carne de ternera, cebolla, pimientos y brotes de soja en una cazuela a fuego vivo, espolvorear sal y pimienta, y añadirle salsa de soja. Y, por último, echarle un chorrito de cerveza. Cuando vivía solo a menudo preparaba este plato. El arroz estaba cocido, el misoshiru[2] caliente, y las verduras cortadas en un plato grande, dispuestas para ser cocinadas en cualquier momento. Kumiko no volvía. Yo estaba hambriento. Pensé en cocinar mi parte y comer primero. No sé por qué, no me decidí a hacerlo. No tenía ningún fundamento en particular, pero no me pareció correcto.
Me senté frente a la mesa de la cocina, me bebí una cerveza y mordisqueé algunas galletas reblandecidas que habían quedado en el fondo de la alacena. Contemplé distraído cómo la aguja horaria del reloj iba acercándose poco a poco al punto de las siete y media y, después, cómo lo sobrepasaba.
Eran más de las nueve cuando Kumiko regresó. Parecía exhausta. Tenía los ojos inyectados en sangre, sobreexcitados. Mala señal. Cuando se le enrojecían los ojos, siempre sucedía algo malo. Me dije a mí mismo: «Calma. No te excedas. Tranquilo, no pasa nada. No te excites».
—Lo siento. No había manera de acabar el trabajo. Quería llamarte, pero, entre una cosa y otra, no he podido.
—No te preocupes —dije quitándole importancia al asunto.
En realidad, tampoco quería tomármelo a mal. A mí también me había sucedido lo mismo muchas veces. No es fácil trabajar fuera. No es tan agradable, apacible, como cortar la rosa más bella de tu jardín, ir dos calles más allá, ponerla en la cabecera de tu abuela, en cama con resfriado, y así acabar el día. A veces hay que hacer cosas estúpidas con gente estúpida. Y puede suceder que no encuentres, de ninguna manera, la ocasión de telefonear. Bastan treinta segundos para llamar a casa y decir: «Esta noche llegaré tarde». Teléfonos, la verdad, los hay en todas partes, pero también hay ocasiones en que no puedes llamar.
Y empecé a cocinar. Encendí el gas y eché aceite en la cazuela. Kumiko tomó una cerveza de la nevera y un vaso de la alacena. Examinó la comida que yo iba a hacer. Luego, sin decir nada, se sentó delante de la mesa y se bebió la cerveza. A juzgar por la expresión de su rostro no debía de encontrarla demasiado buena.
—Deberías haber comido primero —dijo ella.
—No importa. Tampoco tenía tanta hambre.
Mientras salteaba la carne y las verduras, Kumiko se levantó y fue al lavabo. Oí cómo se lavaba la cara y los dientes. Instantes después salía del lavabo llevando algo entre las manos. Eran los pañuelos de papel y el papel higiénico que yo había comprado aquel día en el supermercado.
—¿Por qué has comprado esto? —dijo con voz cansada.
Yo, con la cazuela todavía en la mano, miré el rostro de Kumiko. Luego miré la caja de pañuelos de papel y el paquete de papel higiénico que ella aguantaba en las manos. No tenía ni idea de lo que me estaba diciendo.
—No te entiendo —dije—. Sólo son pañuelos de papel y papel higiénico. Cosas que hacen falta, ¿no? Aún queda un poco, pero son cosas que no se pudren.
—No me importa que compres pañuelos de papel y papel higiénico. Es muy normal, ¿no te parece? Lo que te estoy preguntando es por qué has comprado pañuelos de papel de color azul y papel higiénico con el dibujo a flores.
—Todavía no te entiendo —dije cargándome de paciencia—. Sí, he comprado pañuelos de papel de color azul y papel higiénico floreado. Los dos estaban de oferta, eran baratos. Por mucho que te suenes la nariz con un pañuelo azul, no se te quedará la nariz azul. No tiene nada de malo, ¿no?
—Sí lo tiene. Detesto los pañuelos de papel de color azul y el papel higiénico con dibujitos, ¿no lo sabías?
—Pues, no, no lo sabía —dije—. Pero debe de haber alguna razón para que los detestes, ¿no?
—¿Cómo quieres que te explique por qué los detesto? —dijo ella—. ¿Acaso no detestas tú las fundas del teléfono, los termos con dibujitos de flores y los bajos de los pantalones tejanos ribeteados con tachuelas? ¿Acaso no odias tú que me pinte las uñas? Es imposible explicar, una a una, las razones de por qué se detestan las cosas. Es una simple cuestión de gustos.
Yo podía explicar la razón de cada una de ellas. Pero no lo hice.
—De acuerdo. Es una simple cuestión de gustos. Ya lo entiendo. Pero tú, en los seis años que llevamos casados, ¿no has comprado ni una sola vez pañuelos de papel de color azul o papel higiénico con dibujos?
—Pues no —contestó Kumiko con aire satisfecho.
—¿De verdad?
—De verdad —dijo Kumiko—. Los pañuelos de papel los compro de color blanco, amarillo o rosa. Sólo esos colores. Y el papel higiénico lo compro siempre liso. Me sorprende que no te hayas fijado en todo el tiempo que llevamos juntos.
También era una sorpresa para mí. Durante aquellos seis años yo no había usado ni una sola vez pañuelos de papel de color azul o papel higiénico con dibujos.
—Y, ya puestos, déjame decirte otra cosa —continuó ella—. No soporto la carne de ternera frita junto con los pimientos. ¿Lo sabías?
—No, no lo sabía.
—Pues los odio. Y no me preguntes la razón. No sé por qué, pero no soporto el olor que despiden cuando se fríen juntos en la cazuela.
—¿Tú, en seis años, nunca has frito la carne de ternera y los pimientos juntos?
Ella negó con un movimiento de cabeza.
—Como pimientos en la ensalada. Frío carne de ternera con cebolla. Pero jamás he frito la carne de ternera y los pimientos juntos.
—¡Vaya! —exclamé—. ¿A ti nunca te había parecido extraño, verdad?
—¡Pero si ni me había dado cuenta! —dije. Y me paré a pensar si, en efecto, no había comido ternera con pimientos ni una sola vez. No logré recordarlo.
—Tú vives conmigo, pero apenas me prestas atención. Tú vives pensando sólo en ti mismo —dijo.
Apagué el gas y puse la cazuela sobre el horno.
—Oye, espera un momento. No confundas las cosas. Tienes razón en lo de los pañuelos de papel y en lo del papel higiénico. Y también en lo de la carne y los pimientos. Quizás hubiera tenido que fijarme más. Eso lo reconozco. ¡Pero de ahí a decir que no te presto atención! A mí, en realidad, tanto me da el color de los pañuelos de papel. Si encontrara pañuelos de color negro encima de la mesa, por supuesto que me sorprendería. Pero no me importa que sean blancos o azules. Y lo mismo me pasa con la ternera y los pimientos. Tanto me da si están fritos juntos o no. Si la acción de freír juntos ternera y pimientos desapareciera eternamente de la faz de la tierra, me quedaría tan ancho. Eso no tiene casi nada que ver con tu esencia como ser humano, ¿no te parece?
Kumiko no respondió. Se bebió de dos tragos la cerveza que quedaba en el vaso y luego se quedó mirando en silencio la botella encima de la mesa.
Tiré el contenido de la cazuela a la basura. La ternera, los pimientos, la cebolla, los brotes de soja: todo fue a parar al cubo de la basura. «¡Qué extraño!», pensé. «Hasta hace unos instantes era comida. Y ahora sólo es basura». Abrí una cerveza y me la bebí directamente de la botella.
—¿Por qué lo has tirado? —preguntó ella.
—Porque a ti no te gusta.
—Podrías habértelo comido tú.
—No quiero comérmelo —repliqué—. Ya no tengo ganas de comer ternera frita con pimientos.
Mi mujer se encogió de hombros.
—Como te plazca —dijo.
Luego puso ambos brazos sobre la mesa y apoyó la cabeza en ellos. Permaneció inmóvil en esta posición. Ni lloraba ni dormía. Miré la cazuela vacía encima del horno, miré a mi mujer, y luego me bebí de un trago el culo de cerveza. «¡Uff!, pensé. ¿Pero esto qué es? ¿Sólo por unos pañuelos de papel, papel higiénico y pimientos?».
Me acerqué a mi mujer y le puse una mano sobre el hombro.
—Muy bien, de acuerdo. No volveré a comprar nunca más pañuelos de papel de color azul ni papel higiénico con dibujos. Te lo prometo. Los que he comprado hoy, mañana iré al supermercado y los cambiaré por otra cosa. Y si no me los cambian, los quemaré en el jardín. Y las cenizas, las arrojaré al mar. Y con respecto a los pimientos y a la carne de ternera, se acabó. Quizás aún permanezca el olor, pero pronto se irá. Y olvidémoslo todo, ¿de acuerdo?
Ella permaneció en silencio. Me apetecía salir, pasear durante una hora y volver cuando ella hubiera recobrado el buen humor. Pero las posibilidades de que esto ocurriera eran nulas. Se trataba de algo que tenía que solucionar yo.
—Estás cansada —dije—. Cuando hayas descansado un poco, iremos aquí cerca a comer una pizza, hace tiempo que no vamos. Nos partiremos una pizza de anchoas y otra de cebolla. Tampoco es ningún pecado que cenemos fuera alguna vez.
Pero Kumiko permaneció en silencio. Simplemente, seguía con la cabeza apoyada sobre los brazos.
No había nada más que yo pudiera decirle. Me senté al otro lado de la mesa, frente a ella, y miré su cabeza. Entre el pelo corto y negro se le veía una oreja. En el lóbulo de la oreja llevaba un pendiente que yo no había visto nunca. Era un pequeño pendiente de oro con forma de pez. ¿Dónde, cuándo se habría comprado Kumiko aquellos pendientes? Me apetecía un cigarrillo. Sólo hacía un mes escaso que había dejado de fumar. Imaginé que sacaba el paquete de tabaco y el encendedor del bolsillo, que me ponía entre los labios un cigarrillo con filtro y que lo encendía. Respiré hondo. El fuerte olor de la carne con verduras excitó mi olfato. En realidad, estaba hambriento.
Luego mis ojos se posaron en el calendario colgado en la pared. El calendario mostraba las fases de la luna. Se aproximaba la luna llena. «¡Ah, claro! Kumiko pronto tendrá la menstruación», pensé.
Sinceramente, fue a raíz de mi boda cuando adquirí clara conciencia de que yo era un espécimen que habitaba la Tierra, el tercer planeta del sistema solar. Yo vivía en la Tierra, la Tierra giraba alrededor del Sol, alrededor de la Tierra giraba la Luna. Y eso, me gustara o no, seguiría siendo así hasta la eternidad (supongo que cabe hablar de eternidad, si lo comparo con los años que durará mi vida). Lo que me indujo a pensar así fue la precisión del periodo menstrual —veintinueve días exactos— de mi mujer. Y que se correspondiera de una manera tan perfecta con las fases de la luna. Mi mujer tenía menstruaciones difíciles y, durante los días que las precedían, estaba de un humor terriblemente inestable y se irritaba con facilidad. Su periodo era también, aunque de forma indirecta, mi periodo. En previsión, durante esos días trataba de que no surgiera ningún problema innecesario. Antes de casarme apenas prestaba atención a las fases de la luna. De manera ocasional alzaba la vista al cielo, pero no me importaba en absoluto la forma que tenía la luna. Después de casarme, la forma de la luna me rondaba casi siempre por la cabeza.
Ya había estado con algunas chicas antes y, por supuesto, cada una de ellas menstruaba. Una tenía un periodo difícil, otra lo tenía fácil, a alguna no le duraba más de tres días, a otra le llegaba a la semana, el de alguna era regular, a otra se le retrasaba diez días provocándome pánico. Las había que estaban de un humor espantoso y a otras apenas les afectaba. Pero hasta mi boda con Kumiko, nunca había vivido con una mujer. Para mí, los ciclos de la naturaleza atañían sólo al paso de las estaciones. En invierno, el abrigo; en verano, las sandalias. Sólo eso. A raíz de mi boda adquirí, junto con una compañera, un nuevo concepto de periodo: las fases de la luna. A ella sólo dejó de venirle el periodo durante unos meses. Mientras estuvo embarazada.
—Lo siento —se disculpó Kurniko levantando la cabeza—. No quería meterme contigo. Estoy cansada y de mal humor.
—No pasa nada —dije—. No te preocupes. Cuando estás cansado, lo mejor es descargar el malhumor en alguien. Así te sientes mejor.
Kumiko aspiró lentamente, contuvo unos instantes el aire en los pulmones y luego espiró despacio.
—¿Y tú?
—¿Yo, qué?
—Tú, aunque estés cansado, no te metes con nadie. Tengo la impresión de ser la única que lo hace. ¿Por qué debe ser?
Meneé la cabeza.
—No me había dado cuenta.
—Tal vez sea porque dentro de ti hay una especie de pozo muy profundo. Y tú te asomas, gritas: ¡El rey tiene orejas de burro!, y con eso todo se arregla.
Reflexioné unos instantes.
—Quizá sí —dije.
Kumiko miró de nuevo la botella vacía. Miró la etiqueta, miró la boca y luego rodeó el cuello de la botella con los dedos.
—Pronto me vendrá la regla. Por eso estoy de tan mal humor.
—Ya lo sé —dije—. Pero no tienes por qué preocuparte. No eres la única a quien le pasa eso. También los caballos mueren a cientos cuando hay luna llena.
Kumiko apartó la mano de la botella, abrió la boca y me miró.
—¿Qué? ¿Por qué dices eso? ¿Cómo es que te ha dado de repente por hablar de caballos?
—Lo leí hace poco en el periódico. Te lo quería contar pero se me olvidó. Lo explicaba un veterinario en una entrevista: el caballo, tanto física como psicológicamente, es de lo más sensible a la influencia de la luna. Conforme se va acercando la luna llena, se vuelve terriblemente irritable y también tiene problemas físicos. Las noches de luna llena, muchos enferman y aumenta de manera extraordinaria el número de caballos que muere. Nadie sabe a ciencia cierta por qué sucede, pero es una realidad estadística. Ese veterinario, especializado en caballos, decía que las noches de luna llena está tan ocupado que apenas puede dormir.
—Caramba —dijo mi mujer.
—Peor aún es el eclipse solar. Los días que hay un eclipse solar, la situación de los caballos es todavía más trágica. No puedes imaginarte el número de caballos que puede llegar a morir un día de eclipse total de sol. Lo que quería decirte es que en este mismo instante, en algún lugar de la tierra, hay caballos que mueren, uno tras otro. Comparado con esto, que tú te metas con alguien no tiene ninguna importancia. Intenta imaginarte los caballos muriendo. Imagínatelos una noche de luna llena, tumbados sobre la paja de sus establos, echando espumarajos blancos por la boca, jadeando agónicamente.
Ella pareció reflexionar unos instantes sobre los caballos muriendo en los establos.
—Realmente tienes un extraño poder de convicción —dijo con tono resignado—. No me queda más remedio que darte la razón.
—Va, cámbiate de ropa y vámonos a comer una pizza —dije.
Aquella noche, a oscuras en nuestra habitación, acostado junto a Kumiko, mirando el techo, me pregunté hasta qué punto conocía en realidad a aquella mujer. Las agujas del reloj señalaban las dos. Kumiko dormía profundamente. Envuelto por las tinieblas, pensé en los pañuelos de papel de color azul, en el papel higiénico con dibujos y en la ternera frita con pimientos. Yo había vivido todo aquel tiempo sin saber lo mucho que ella los detestaba. Estas cosas, en sí mismas, eran naderías. Cosas tan triviales que daban ganas de echarse a reír. No era un asunto sobre el que armar un gran revuelo. En pocos días, sin duda, olvidaríamos por completo semejante tontería.
Pero a mí siguió preocupándome de una manera extraña. Como una pequeña espina clavada en la garganta que no deja vivir. «Quizá sea un hecho más crucial de lo que parece», pensaba. «Tal vez sea un hecho determinante. O tal vez sea, en realidad, simplemente el principio de algo peor, fatal. Tal vez eso sea sólo la entrada. Y tal vez, al fondo, se extienda un mundo que sólo pertenece a Kumiko, un mundo que yo todavía no conozco». Me lo imaginaba como una habitación enorme y oscura. Yo estaba en la habitación con un pequeño encendedor en la mano. Lo que alcanzaba a ver a la luz del mechero era apenas una pequeña parte de la habitación. ¿Lograría ver alguna vez el resto? ¿O envejecería y moriría sin llegar a conocerla bien? Si fuera así, ¿en qué narices consistía mi vida matrimonial? ¿En qué narices consistía mi vida, viviendo y durmiendo con una extraña?
Esto es lo que pensé entonces y lo que, desde aquella noche, seguí pensando de vez en cuando. Mucho después supe que en aquellos momentos me había introducido en el núcleo mismo del problema.