11
La entrada en escena del teniente Mamiya
Lo que viene del barro caliente
Agua de colonia
Tres días después me telefoneó el señor Tokutaroo Mamiya. Eran las siete y media de la mañana y, en aquel instante, yo estaba desayunando con Kumiko.
—Siento muchísimo llamarlo tan de buena mañana. Espero no haber interrumpido su descanso —me dijo el señor Mamiya en tono contrito.
Le respondí que no se preocupara, que solía estar levantado a partir de las seis.
Me agradeció la postal y me dijo que había llamado tan temprano para poder ponerse en contacto conmigo antes de que saliera para el trabajo. Añadió que me agradecería mucho que le dedicara unos instantes durante la hora de la comida. Es que quería tomar el Shinkansen para Hiroshima aquella misma tarde. Había pensado estar más tiempo en Tokio, pero había surgido un asunto urgente y debía volver a su casa lo antes posible.
Le expliqué que en aquellos momentos no trabajaba y que, por lo tanto, podíamos vernos —mañana, mediodía o tarde— en cualquier momento que él deseara.
—¿Pero no tendrá usted algún compromiso para hoy? —me preguntó educadamente.
Le respondí que no.
—En ese caso, ¿le iría bien a usted que me pasara por su casa a las diez de la mañana?
—De acuerdo.
—Entonces nos veremos después —dijo él. Y colgó.
Cuando hubo colgado, me di cuenta de que había olvidado explicarle el camino desde la estación a casa. «No pasa nada», pensé. «Sabe la dirección. Si quiere, ya llegará».
—¿Quién era? —preguntó Kumiko.
—La persona encargada de distribuir los recuerdos del señor Honda. Dice que va a traérmelo expresamente esta mañana.
—¡Caramba! —dijo. Tomó un sorbo de café y untó una tostada con mantequilla—. Qué amable, ¿no?
—Mucho.
—Oye, quizá tendríamos que ir a casa del señor Honda a hacerle una ofrenda de incienso. Al menos tú.
—Tienes razón. Hoy se lo preguntaré —dije.
—Antes de salir, Kumiko se acercó y me pidió que le cerrara la cremallera de la espalda. El vestido era muy ceñido y costaba subirla. Se había perfumado el lóbulo de la oreja y olía muy bien. Un perfume acorde con una mañana de verano.
—¿Es nueva esta agua de colonia? —le pregunté.
Pero ella no respondió. Lanzó una mirada rápida a su reloj de pulsera, alargó una mano y se arregló el peinado.
—Debo irme —dijo y recogió el bolso de encima de la mesa.
Estaba ordenando la pequeña habitación que Kumiko usaba como despacho y, cuando me disponía a vaciar la papelera, mis ojos se posaron en una cinta amarilla que había dentro. Asomaba por debajo de hojas de papel a medio escribir y de folletos publicitarios. Captó mi atención su color, un amarillo fresco y brillante. La cinta era de las que se utilizan para adornar regalos. Estaba enroscada imitando la forma de una corola. Saqué la cinta de la cesta y miré dentro. Junto con la cinta había papel de regalo de los Grandes Almacenes Matsuya. Y, debajo del envoltorio, una caja de la marca Christian Dior. La abrí. Mostraba un hueco con la forma de un frasco. Bastaba mirar la caja para adivinar que el contenido debía de ser caro. La cogí, fui al cuarto de baño y abrí el neceser de Kumiko. Encontré un frasco de agua de colonia Christian Dior casi intacto que encajaba en el hueco de la caja. Desenrosqué el tapón dorado. Era el mismo perfume que había olido poco antes detrás de la oreja de Kumiko.
Sentado en el sofá, mientras me tomaba lo que había sobrado del café del desayuno, intenté ordenar mis ideas. Aparentemente, alguien le había regalado agua de colonia a Kumiko. Y una colonia bastante cara, además. Ese alguien la había comprado en los Grandes Almacenes Matsuya y había hecho que se la envolvieran con una cinta para regalo. Si era un hombre, debía de tener una relación bastante íntima con Kumiko. Los hombres no les regalan colonia a las mujeres (en especial a las casadas) a no ser que tengan cierta intimidad con ellas. Y suponiendo que fuera el regalo de una amiga… ¿Regalan las mujeres realmente colonia a otras mujeres? No estaba seguro. Lo que sí sabía era que en aquella época no había ningún motivo especial para que le hicieran un regalo a Kumiko. Su cumpleaños era en mayo. Nuestro aniversario de boda también. Quizás ella misma se había comprado el agua de colonia y se había hecho poner una cinta bonita. Pero ¿para qué?
Suspiré y miré hacia el techo.
¿Debía preguntarle directamente a Kumiko quién le había regalado el agua de colonia? Tal vez respondiera: «¡Ah, eso! Es que me encargué de un asunto que llevaba una compañera de trabajo. Es un poco largo de contar, pero la chica estaba en apuros y le eché una mano. Por amistad, ya sabes. Y para agradecérmelo, me ha regalado agua de colonia. ¡A que huele de maravilla! Es muy cara, ¿sabes?».
Sí. Eso tenía sentido. Asunto resuelto. Entonces, ¿por qué tenía que preguntárselo a ella? ¿Por qué había de preocuparme de esa manera?
Pero me preocupaba. Podía habérmelo mencionado siquiera. Si le daba tiempo de volver a casa, ir a su habitación y, sola, deshacer la cinta, desenvolver el paquete, abrir la caja, tirarlo todo a la papelera y meter el frasco en el neceser, también podía haberme dicho: «¡Mira! Hoy una chica que trabaja conmigo me ha regalado esto». Pero se lo había callado. Quizá pensó que no era nada que valiera la pena contar. Pero, aunque fuera así, ahora estaba cubierto por aquel fino velo llamado «secreto». Y me preocupaba.
Me pasé un buen rato contemplando el techo distraídamente. Aunque intentara pensar en otra cosa, fuera lo que fuese, mi mente no me seguía. Recordaba la espalda blanca y suave de Kumiko y el perfume en su oreja al cerrarle la cremallera del vestido. Por primera vez en mucho tiempo tuve ganas de fumar. De ponerme un cigarrillo entre los labios, encenderlo, llenarme los pulmones de humo. Pensé que me calmaría. Pero no tenía tabaco. A cambio, qué le iba a hacer, cogí un caramelo de limón y comencé a chuparlo.
A las nueve y cincuenta minutos sonó el teléfono. Pensé que se trataba del teniente Mamiya. Mi casa era bastante difícil de encontrar. Tanto que incluso se perdían las personas que habían venido antes varias veces. Pero no era el teniente Mamiya. La voz que me llegó a través del auricular era la de la mujer misteriosa que me había hecho aquella llamada absurda tiempo atrás.
—¡Hola! ¡Cuánto tiempo! —dijo—. ¿Cómo fue? ¿Te lo pasaste bien? Espero que te gustara. ¿Por qué colgaste a la mitad? ¡Justo cuando las cosas empezaban a ponerse interesantes!
Por un instante tuve la ilusión de que se refería al sueño erótico donde aparecía Creta Kanoo. Pero, obviamente, era otra historia. Se refería a la llamada de los espaguetis.
—Oye, me sabe mal, pero ahora estoy un poco ocupado —me disculpé—. Dentro de diez minutos llegará una visita y tengo que hacer cosas antes.
—Para estar en el paro siempre andas muy ocupado, ¿no te parece? —me dijo con sarcasmo. Como la vez anterior, le había cambiado súbitamente el tono de voz—. Haces espaguetis, esperas visitas… No pasa nada. Basta con diez minutos. Basta con cortar cuando llegue la visita.
Pensé en colgar sin decir palabra. Pero no pude. Aún estaba un poco confuso por el asunto del agua de colonia de mi mujer. Creo que me apetecía hablar con alguien, fuera quien fuese.
—Yo no sé quién eres —le dije pasándome entre los dedos un lápiz que había junto al teléfono—. Y me pregunto si es verdad que te conozco.
—Pues claro. Yo te conozco a ti y tú me conoces a mí. En esto no te miento. No me sobra el tiempo como para ir llamando a desconocidos. Seguro que en tu memoria hay una especie de ángulo muerto.
—Pues no lo sé. O sea que…
—¡Para! ¡Ya está bien! —dijo de sopetón, cortándome—. Deja de pensar en esto y aquello. Tú me conoces y yo te conozco. Lo que importa, ¿me oyes?…, lo que importa es que voy a ser muy cariñosa contigo. Pero tú no hace falta que hagas nada. ¿No te parece fantástico? Tú no tienes que hacer nada, no debes asumir ninguna responsabilidad, todo te lo hago yo. Todo. ¿Qué? ¿No te parece increíble? Deja de pensar en cosas serias. Vacía tu mente. Como si, un mediodía cálido de primavera, estuvieras tumbado sobre barro suave. —Permanecí en silencio—. Como si estuvieras tumbado sobre barro cálido. Durmiendo. Soñando. Olvida a tu mujer. Olvida el paro, el futuro. Olvídalo todo. Todos nosotros venimos del barro cálido y, un día u otro, volveremos a él. Dime, ¿recuerdas la última vez que hiciste el amor con tu mujer? Quizás haga bastante tiempo. Sí, claro que sí. ¿No habrán pasado ya unas dos semanas?
—Lo siento, pero acaba de llegar la visita.
—¡Hum! En realidad debe de hacer más tiempo. Lo adivino por tu voz. ¿Cuánto? ¿Tres semanas tal vez? —No dije nada—. Bueno, dejémoslo —dijo la mujer. Su voz me recordaba una escobilla barriendo diligentemente el polvo acumulado en la persiana de una ventana—. Sea como sea, éste es un asunto entre tú y tu mujer. Pero yo te daré cualquier cosa que desees. Y tú no tendrás que cargar con ninguna responsabilidad. ¿Me oyes? Tú doblas una esquina y te lo encuentras: un mundo que no habías visto jamás. Ya te he dicho que tienes un ángulo muerto, ¿no? Esto aún no lo conoces. —Con el auricular en la mano, me mantenía en silencio—. Mira a tu alrededor. Dime. ¿Qué hay? ¿Qué ves?
Entonces sonó el timbre de la puerta. Aliviado, colgué sin decir nada.
El teniente Mamiya era un anciano de elevada estatura, cabeza completamente calva y gafas de montura dorada. De tez morena y aspecto saludable, aparentaba realizar un moderado trabajo físico. No le sobraba ni un gramo de grasa. En el rabillo del ojo tenía esculpidas tres arrugas profundas y daba la impresión de que siempre tenía los ojos entornados, cegado por el sol. No era fácil adivinar su edad, pero seguramente pasaba de los setenta. En su juventud debía de haber sido una persona muy robusta. Lo evidenciaban su porte erguido y sus gestos precisos. Tanto sus ademanes como el lenguaje que empleaba eran extremadamente formales, pero en ellos no había ninguna artificiosidad. El teniente Mamiya parecía un hombre acostumbrado a tomar sus propias decisiones y a responsabilizarse de ellas. Vestía un traje gris claro sin ningún rasgo distintivo, una camisa blanca y una corbata a rayas grises y negras. Aquel traje austero parecía de un género demasiado grueso para aquella bochornosa mañana de julio, pero él no sudaba.
En la mano izquierda llevaba una prótesis enfundada en un fino guante del mismo color gris pálido que el traje. En comparación con el velludo y tostado dorso de la mano derecha, la mano del guante gris se veía especialmente fría e inorgánica.
Le invité a que se sentara en el sofá y le serví un té.
Se excusó por no llevar tarjetas de visita.
—Enseñaba ciencias sociales en un pueblo de la prefectura de Hiroshima, pero desde la jubilación no trabajo. Tengo algunas tierras y, medio por afición, realizo sencillas tareas agrícolas. Es la razón de que no tenga tarjetas. Lo siento mucho.
Yo tampoco tenía.
—¿Puedo preguntarle su edad, señor Okada?
—Treinta años.
Asintió. Bebió un sorbo de té. No logré adivinar qué impresión le había causado saber que tenía treinta años.
—Vive usted en una casa muy tranquila —dijo como para cambiar de tema.
Le conté que nos la cedía mi tío por un alquiler bajo. Que, de ordinario, con nuestros ingresos viviríamos en una casa la mitad de grande. Él asintió mientras miraba con reserva a su alrededor. Yo también lo hice. «Mira a tu alrededor», había dicho la mujer. Y, cuando volví a mirar, sentí que en la estancia flotaba un aire frío e indiferente.
—He estado en Tokio unos quince días —dijo el teniente Mamiya—. Usted, señor Okada, es la última persona a quien entrego el objeto de recuerdo. Ahora ya puedo regresar tranquilo a Hiroshima.
—Había pensado en visitar la casa del señor Honda y hacerle una ofrenda de incienso.
—Le agradezco mucho su intención, pero la casa del señor Honda está en Asahikawa, Hokaido, y allí está también su tumba. Su familia ha venido de Asahikawa y ha recogido todos los objetos de la casa de Meguro. Ahora ya no queda nada allí.
—Comprendo —dije—. ¿Entonces el señor Honda vivía solo en Tokio, lejos de su familia?
—Sí. A su hijo mayor, que vive en Asahikawa, le preocupaba que estuviera solo en Tokio, tan mayor, y le había propuesto que fuera a vivir con él, pero el señor Honda siempre se había negado.
—¿Tenía un hijo? —pregunté sorprendido. Yo me había hecho la idea, no sé por qué, de que el señor Honda había permanecido soltero toda la vida—. ¿Entonces su esposa ya había muerto antes?
—Es un asunto un poco complicado. En realidad, la esposa del señor Honda se suicidó con otro hombre en la posguerra. El año 25 o 26 de Shoowa[6], creo. No conozco bien los detalles. Ni el señor Honda me lo explicó con exactitud ni yo tenía por qué preguntárselo. —Asentí—. Después, el señor Honda crió solo a sus dos hijos, un niño y una niña, y cuando se independizaron se vino solo a Tokio y, como usted sabe, se convirtió en adivino.
—¿Qué tipo de trabajo hacía el señor Honda en Asahikawa?
—Llevaba una imprenta a medias con su hermano.
Traté de imaginarme al señor Honda con mono de trabajo frente a una imprenta y revisando las pruebas de impresión. Pero, para mí, el señor Honda era aquel anciano un poco sucio que se sentaba en verano y en invierno frente al kotatsu y mezclaba sus bastoncillos adivinatorios vestido con un kimono también sucio, que él llevaba ceñido con una especie de cinto de camisón.
El teniente Mamiya deshizo diestramente con una mano el furoshiki que llevaba y sacó un paquete que tenía la forma de una caja de caramelos pequeña. Estaba envuelto en un recio papel de embalar y firmemente atado con varias vueltas de cordel. Lo depositó sobre la mesa y lo empujó hacia mí.
—Éste es el recuerdo que el señor Honda me encargó que le entregara —dijo el teniente Mamiya.
Lo cogí. Apenas pesaba. No podía ni imaginar qué contenía.
—¿Puedo abrirlo ahora?
El teniente Mamiya movió la cabeza.
—No. Lo siento muchísimo, pero el difunto dejó dicho que lo abriera cuando estuviese solo. —Asentí y volví a poner el paquete sobre la mesa—. A decir verdad —dijo el teniente Mamiya—, recibí la carta del señor Honda justo el día antes de que muriera. En ella anunciaba su muerte. «No temo a la muerte», decía. «Es mi destino. Y sólo debo seguirlo. Pero hay algo que me queda por hacer. Dentro del armario empotrado de casa hay esto y lo otro. Son cosas que siempre he querido entregar a diferentes personas. Pero no parece que vaya a poder cumplir mi propósito. Por lo cual, le estaría muy agradecido si me ayudara a distribuir estos objetos de recuerdo, tal como consta en el papel adjunto. Soy consciente de que estoy abusando de su amabilidad. Pero ésta es mi última voluntad y he pensado que tal vez quiera usted ayudarme». Me sorprendió. Hacía ya muchos años, quizá seis o siete, que había dejado de tener noticias del señor Honda y recibir de repente una carta como ésta… Le respondí de inmediato. Pero mi carta se cruzó con la del hijo del señor Honda anunciándome su muerte. —Tomó el yunomi[7] y bebió un sorbo de té—. Él sabía cuándo iba a morir. Seguramente había desarrollado unas facultades que una persona como yo no puede ni imaginar. Como usted muy bien decía en su carta, tenía el don de conmover a los demás. Lo he pensado desde que lo conocí en la primavera del año 13 de Shoowa[8].
—¿Estaba usted en la misma unidad que el señor Honda en la guerra de Nomonhan?
—No —dijo el teniente Mamiya mordiéndose ligeramente el labio—. No, pertenecíamos a unidades diferentes, a divisiones diferentes. Estuvimos juntos en una pequeña operación militar que precedió a la batalla de Nomonhan. El cabo Honda resultó herido en Nomonhan y fue repatriado. Yo tuve que participar en la batalla. Yo… —dijo y, en ese punto, el teniente Mamiya levantó la mano izquierda enfundada en el guante— perdí la mano izquierda en agosto del año 20 de Shoowa[9], en una ofensiva del ejército soviético. Durante la contraofensiva frente a la unidad de tanques, recibí en el hombro un impacto de metralla de armamento pesado, perdí momentáneamente el conocimiento y fue entonces cuando la oruga de un tanque soviético me la aplastó. Me hicieron prisionero y, después de atenderme en un hospital de Chita, me internaron en un campo de concentración de Siberia donde estuve hasta el año 24 de Shoowa. Desde que me enviaron a Manchuria el año 12 de Shoowa, pasé en el continente doce años en total. Y en todo ese tiempo no pisé ni una sola vez suelo japonés. Mi familia creía que había muerto luchando contra el ejército soviético. En mi país tenía una tumba en el cementerio. Antes de salir de Japón, me había prometido, de manera más o menos formal, con una mujer, pero la encontré casada con otro. Qué le vamos a hacer. Doce años son muchos años. —Asentí—. Pero a un joven como usted, señor Okada, deben de resultarle aburridas las historias de la guerra —dijo—. Déjeme añadir una sola cosa más: nosotros éramos como usted jóvenes normales y corrientes. Yo jamás había querido ser militar. Quería ser profesor. Pero en cuanto salí de la universidad recibí la orden de alistamiento, me convertí medio a la fuerza en cadete y acabé por no poder regresar a mi país. Mi vida se deshizo en humo.
El teniente Mamiya guardó silencio unos instantes.
—Si no le importa —dije—, ¿podría explicarme cómo conoció al señor Honda?
Realmente quería saberlo. Qué tipo de persona había sido antaño el señor Honda.
Todavía con las manos posadas con formalidad sobre las rodillas, el teniente Mamiya reflexionó unos instantes. No estaba dudando si contarlo o no. Sólo reflexionaba.
—Puede ser una historia larga.
—No importa.
—Esta historia hasta ahora no se la he explicado a nadie —dijo—. Y el señor Honda tampoco debió de hacerlo. La razón es que acordamos no hablar jamás de ello. Pero ahora el señor Honda ha muerto. Sólo quedo yo. Este relato ya no puede molestar a nadie.
Y el teniente Mamiya empezó a hablar.