20
El laberinto subterráneo
Las dos puertas de Cinnamon
—Hay un ordenador en la «mansión», ¿no es así?, señor Okada. Claro que lo que yo no puedo saber es quién lo utiliza —dijo Ushikawa.
Eran las nueve de la noche, yo estaba sentado a la mesa de la cocina con el auricular pegado a la oreja.
—Sí, hay uno —le contesté.
Ushikawa emitió un ruido como de sorber mocos.
—He hecho mis pesquisas, como de costumbre, y sé que hay uno. Claro que no estoy diciendo que tener un ordenador sea nada del otro jueves. Hoy en día cualquiera que trabaje con la cabeza necesita un ordenador. No es nada extraño que tengan uno.
»En fin, señor Okada, al grano. Se me ocurrió la idea de ponerme en contacto con usted a través del ordenador. Cuando lo intenté, descubrí que la cosa no resultaba tan sencilla. No se conecta sólo llamando, con el número normal de la línea. Además, está configurado de tal modo que, si no se introduce la contraseña, no se abre ninguna vía de acceso. Me rindo. —Yo guardaba silencio—. No querría que me interpretara mal, señor Okada. No tengo la menor intención de introducirme en su ordenador para hacer de las mías. ¡Vamos! Con las medidas de seguridad de que dispone para acceder al panel de opciones de comunicación, imagínese lo difícil que sería robarle cualquier archivo. Ni siquiera se me pasan por la cabeza, a mí, cosas tan complicadas. Lo que yo intentaba era, simplemente, preparar una charla entre usted y la señora Kumiko. Se lo prometí el otro día, ¿lo recuerda? Le dije que haría un esfuerzo para que usted pudiera hablar directamente con su esposa, ¿no es así? Ya ha pasado mucho tiempo desde que ella se fue de casa, no es bueno dejar las cosas a medias. Si sigue así, es más que probable que incluso su vida, señor Okada, vaya tomando un rumbo equivocado. Siempre es mejor que la gente hable cara a cara, con el corazón en la mano. De lo contrario acaban surgiendo malentendidos. Y los malentendidos, ¿sabe?, son una fuente de infelicidad… Así, a mi manera, es como se lo expliqué a la señora Kumiko. Y me costó convencerla. Es verdad, oiga, me costó muchísimo lograr que aceptara. Decía que de ninguna manera pensaba hablar directamente con usted. Ni cara a cara, ni por teléfono. Lo que le digo, ni siquiera quería hablar con usted por teléfono. ¡No vea el trabajo que me costó! Ya ni sabía qué hacer. Intenté convencerla por todos los medios a mi alcance, pero su decisión era firme. Dura como una roca de mil años. A este paso, pronto quedará cubierta de musgo. —Ushikawa atendió durante unos instantes mi reacción, pero, como de costumbre, no dije nada—. Pero no podía darme por vencido así como así para acabar diciendo: “Muy bien, muy bien, de acuerdo”. Porque después el señor Wataya me reñiría. Buscar un punto de acuerdo, aunque la persona con la que estés negociando sea dura como una roca, como un muro…, ése es nuestro trabajo. Un punto de acuerdo, eso es. Si no me vende una nevera, pues le compro un bloque de hielo. Ese espíritu. Así que tuve que exprimirme la sesera buscando la solución óptima. El hombre debe pensar, ¿no cree? Y entonces, como una estrella que asoma entre las nubes, apareció una idea en esta cabezota poco lúcida. Claro que sí, podrían hablar usando la pantalla de un ordenador. O sea, ir escribiendo con el teclado lo que aparece en la pantalla, ¿sabe usted hacerlo, señor Okada?
Cuando trabajaba en el bufete utilizaba el ordenador para investigar antecedentes penales o buscar datos sobre mis clientes. A veces usaba también el correo electrónico. Kumiko también debía de usarlo en su trabajo. Porque la revista de alimentación natural en la que ella era redactora tenía almacenados en memoria análisis de los componentes nutritivos de los alimentos y recetas de cocina, entre otras muchas cosas.
—Con un ordenador normal es imposible, pero con el que tienen ustedes allí y con el que nosotros tenemos aquí, creo que podrán conectarse uno con otro a una velocidad bastante aceptable. La señora Kumiko dice que no le importa hablar con usted a través del ordenador. Esto es todo lo que he podido conseguir de ella, y a duras penas. Así podrán intercambiar mensajes casi en tiempo real, y eso, me parece a mí, se acerca bastante a una conversación de verdad. Es la mejor oferta que puedo hacerle. Por así decirlo, vendría a ser un ardid de pocas mañas. ¿Qué le parece? Quizá no le entusiasme, pero le aseguro que he debido exprimirme este cerebro de mosquito que tengo. ¡Lo que cansa usar la cabeza cuando no se tiene! —Sin decir nada, me pasé el auricular a la mano izquierda—. ¿Oiga? ¿Señor Okada? ¿Está usted ahí? —preguntó Ushikawa con tono preocupado.
—Le escucho —dije.
—¡Ah! Entonces voy al grano, si me da su contraseña para acceder al panel de opciones de comunicación de su aparato, podría ir preparando, de inmediato, la conversación con la señora Kumiko. ¿Qué opina usted, señor Okada?
—Me parece que existen algunos problemas prácticos —dije.
—¿Cuáles?
—Uno es que no podré saber si la persona con la que hablo es Kumiko. A través de la pantalla del ordenador no puedo verle la cara, ni oír su voz. Puede que teclee alguien que se haga pasar por Kumiko.
—Tiene usted razón —admitió Ushikawa admirado—. Ni lo había pensado, pero, como posibilidad, no es en absoluto imposible. No se lo digo para hacerle un cumplido, pero es bueno sospechar de todo. «Sospecho, luego existo». Entonces, a ver qué le parece esto. Pregunte, antes que nada, algo que sólo sepa su esposa. Y si la otra persona conoce la respuesta, es la señora Kumiko. Han vivido juntos muchos años, ¿no? Habrá uno o dos secretos que sólo conozcan ustedes dos.
Lo que decía Ushikawa era cierto.
—De acuerdo. Pero yo no sé la contraseña. No he tocado ni una sola vez aquel ordenador.
Según me había comentado Nutmeg, Cinnamon había personalizado todo el sistema del ordenador. Había potenciado la capacidad original del aparato, creado una compleja base de datos, codificado un dispositivo genial de seguridad para que nadie pudiera acceder a él. Con los diez dedos sobre el teclado, Cinnamon dominaba con firmeza y controlaba al detalle aquel intrincado y subterráneo laberinto tridimensional. En su cabeza tenía grabadas sistemáticamente todas las rutas y, con sólo pulsar una tecla, podía saltar a través de algún acceso directo a cualquier lugar que deseara. Pero el intruso (cualquiera a excepción de Cinnamon) que no conociera las claves podría arrastrarse durante meses hasta acceder a una información determinada. Además, había programado por todas partes trampas y sistemas de alarma. Era lo que Nutmeg me había comentado. El ordenador de la «mansión» no era muy potente. Era más o menos igual que el de la oficina de Akasaka. Pero los ordenadores estaban conectados al ordenador central que Cinnamon tenía en su casa, y entre ellos intercambiaba datos y los procesaba. En aquellos ordenadores debían hallarse, tal vez, los secretos del trabajo de Nutmeg y Cinnamon, desde el listado de clientas hasta el sistema de doble contabilidad. Pero yo deduje que no sólo habría eso. Habría, seguramente, más cosas.
La razón que me inducía a creerlo era que Cinnamon estaba demasiado entregado a ese aparato. Trabajaba siempre encerrado en su pequeño cuarto. A veces, por algún motivo, la puerta estaba entreabierta y yo podía ver lo que ocurría allí dentro. Y, cada vez que lo hacía, me remordía la conciencia como si hubiese estado espiando una escena amorosa entre dos personas. Porque a mí me parecía que Cinnamon y su ordenador estaban inseparablemente unidos, fundidos en uno, y se movían de manera incitante. Tras teclear durante un rato, se quedaba leyendo las letras que habían aparecido en pantalla y, a veces, torcía los labios descontento, otras sonreía ligeramente. En ocasiones tecleaba despacio, pensándoselo, otras, hacía correr enérgico sus dedos sobre el teclado como un pianista que tocara un estudio de Liszt. Tenía la sensación de que Cinnamon contemplaba, a través de la pantalla del monitor, mientras intercambiaba con el ordenador una conversación sin palabras, un paisaje que fuera de otro mundo. Por lo visto, aquél era el paisaje más íntimo, más importante, para Cinnamon. Yo no podía dejar de pensar que su verdadera realidad existía en aquel laberinto subterráneo, no en el mundo que crecía en la superficie de la tierra. Y es posible que, en aquel mundo, Cinnamon tuviera una voz clara y sonora con la que poder hablar con elocuencia, sollozar y reír a carcajadas.
—¿No puedo acceder yo a su ordenador? —le pregunté—. Así no necesitaría la contraseña de acceso, ¿verdad?
—No, es imposible. Si lo hiciera, nosotros recibiríamos su mensaje, pero usted no recibiría el nuestro. El problema está en la contraseña, en el ábrete sésamo. Si no lo solucionamos, no habrá nada que hacer. Por más que el lobo dulcifique la voz y diga: «¡Hola! ¡Soy tu amigo! ¡El conejito!», no se abrirán las puertas. Si no conoce la contraseña, le darán con la puerta en las narices. Es una virgen de acero. —Ushikawa encendió un cigarrillo con una cerilla al otro lado del hilo telefónico. Recordé sus dientes irregulares, amarillos, su boca de tonto—. La contraseña tiene tres dígitos. Tres letras, o tres números, o una combinación de ambos. Hay que introducir la contraseña en cuanto te lo indica, antes de que transcurran diez segundos. Tras tres errores, el acceso es denegado y salta la alarma. Digo alarma, pero no es que se oiga ningún pito, lo que pasa es que por las huellas dejadas puede detectarse que el lobo ha llegado. ¿Qué le parece? Muy bien pensado, ¿no? Si se calculan todas las posibles combinaciones y permutaciones entre las veintiséis letras del alfabeto y los diez números, las posibilidades son prácticamente infinitas, por eso las personas que no conocen la contraseña no tienen nada que hacer.
Reflexioné unos instantes en silencio.
—¿Tiene alguna idea sobre esto, señor Okada?
Al día siguiente por la tarde, después de que la «cliente» se marchara en el Mercedes Benz que conducía Cinnamon, entré en el cuarto pequeño, me senté ante el escritorio y encendí el ordenador. En la pantalla del monitor apareció una luz fría de color azul. Y una hilera de letras.
Para acceder a este ordenador es necesaria la contraseña.↵
Introduzca la contraseña antes de diez segundos.↵
Introduje las tres letras que tenía previamente pensadas.
zoo↵
La pantalla no se abrió, sonó la señal de error.
Contraseña incorrecta.↵
Introduzca la contraseña correcta antes de diez segundos.↵
La cuenta atrás empezó en la pantalla. Cambié minúsculas por mayúsculas, la misma combinación que antes.
ZOO↵
La respuesta siguió siendo negativa.
Contraseña incorrecta.↵
Introduzca la contraseña correcta antes de diez segundos.↵
En caso de que no introduzca la contraseña correcta, el acceso quedará bloqueado automáticamente.↵
La cuenta atrás. Diez segundos. Pongo sólo la primera letra, Z, en mayúscula, las otras dos «o», en minúscula. Es la última oportunidad.
Zoo↵
Sonó una alegre señal acústica.
La contraseña es correcta.↵
Seleccione un programa del siguiente menú.↵
Se abrió la pantalla de menú. Expulsé lentamente el aire de los pulmones. Y, una vez recobrado el aliento, recorrí los programas listados, seleccioné el del panel de comunicaciones. Los distintos programas del panel de comunicaciones aparecieron, sin señal acústica alguna, en un listado en la pantalla.
Seleccione un programa de comunicación del siguiente menú.↵
Hice «clic» sobre chat mode.
Introducir la contraseña para comunicación en chat mode.↵
Introduzca la contraseña antes de diez segundos.↵
Debía de ser una contraseña importante para Cinnamon la que bloqueara el acceso. Sólo se puede evitar la intrusión de un hacker experto bloqueando herméticamente cualquier vía de acceso. Y si el bloqueo era importante, la contraseña también tenía que ser una contraseña importante. Tecleé:
SUB↵
La pantalla no se abre.
Contraseña incorrecta.↵
Introduzca la contraseña correcta antes de diez segundos.↵
La cuenta atrás: 10, 9, 8… El mismo procedimiento de antes. Primero una letra mayúscula, luego minúsculas.
Sub↵
Sonó una alegre señal acústica.
La contraseña introducida es correcta.↵
Teclee el número de conexión.
Contemplo el mensaje con los brazos cruzados. No está mal. He abierto, una después de otra, las dos puertas del laberinto de Cinnamon. No está nada mal. El parque zoológico y el submarino. Luego hago «clic» en cancelar conexión. La pantalla vuelve al menú inicial. Fin de la operación. Al hacer «clic» en apagar el sistema aparece un mensaje en pantalla.
Si no hay otra indicación, esta operación quedará registrada automáticamente en el archivo de operaciones. En caso de que no haya necesidad de registrarla, seleccione no archivar.↵
Tal como me explicó Ushikawa, selecciono esta opción, no archivar.
No se ha registrado la operación en el archivo de operaciones.↵
La pantalla murió en silencio. Me sequé con los dedos el sudor de la frente.
Devolví cuidadosamente el teclado y el ratón a su posición originaria (ni siquiera podían estar dos centímetros fuera de lugar), me separé de la fría pantalla del monitor.