31

El nacimiento de una casa deshabitada

Cambio de montura

Ya habían dado las nueve y media, luego dieron las diez. A la mañana siguiente, Cinnamon no apareció. Jamás había sucedido algo así. Desde que había empezado a «trabajar» en la casa, cada día, sin excepción, se abría el portón del jardín a las nueve de la mañana y asomaba el deslumbrante morro del Mercedes. Era la aparición cotidiana, y a la vez teatral, de Cinnamon y marcaba el inicio de mi jornada. Me había acostumbrado a esta rutina diaria igual que la gente se acostumbra a la gravedad o a la presión atmosférica. En la estricta regularidad de Cinnamon había algo cálido, algo que iba más allá de lo puramente mecánico, algo que me confortaba y animaba. Una mañana sin Cinnamon me parecía un paisaje mediocre que, aunque bien pintado, careciera de lo esencial.

Desistí, me separé de la ventana, pelé una manzana, me la comí en vez del desayuno. Luego me asomé al cuarto de trabajo de Cinnamon, quizás hubiera algún mensaje en el ordenador. La pantalla seguía muerta. No me quedó más remedio que fregar los platos, pasar la aspiradora, limpiar los cristales de las ventanas escuchando, como hacía él siempre, una cinta de música barroca. Para matar el tiempo realicé cada una de las tareas con deliberada minuciosidad. Limpié incluso las palas del ventilador de la cocina. El tiempo transcurría con inusitada lentitud.

A las once, sin saber ya qué hacer a continuación, me tumbé en el sofá del probador decidido a dejarme llevar por el flujo lento del tiempo. Traté de convencerme de que Cinnamon, por algún motivo, estaba retrasándose sin más. A lo mejor el coche había sufrido por el camino una avería. A lo mejor había topado con un embotellamiento insólito. Imposible. Podía apostarme todo mi dinero. El coche de Cinnamon nunca se averiaba, la posibilidad de quedar atrapado en un embotellamiento debía de tenerla prevista de antemano. Suponiendo que hubiera sufrido algún percance inesperado, habría avisado por el teléfono del coche. Cinnamon no venía porque había decidido no venir.

Hacia la una telefoneé al atelier de Nutmeg en Akasaka, no obtuve respuesta. Llamé varias veces, el resultado fue el mismo. Luego telefoneé a la oficina de Ushikawa. En vez del tono de llamada, una voz pregrabada informaba de que el número de teléfono estaba fuera de servicio. Era extraño. Hacía sólo dos días que había hablado con él en aquel mismo número. Renuncié, volví al sofá del probador. Era como si, en uno o dos días, todos se hubieran puesto de acuerdo para evitarme.

Me dirigí de nuevo a la ventana, miré hacia fuera por un resquicio de la cortina. Posados en una rama, dos activos pajaritos invernales lanzaban miradas circulares a su alrededor. De repente, alzaron el vuelo, como si de súbito hubieran perdido el interés. No se apreciaba ningún otro movimiento. La mansión parecía una casa vacía, acabada de construir.

Durante cinco días no me acerqué a la «mansión». Por algún motivo, no sentía deseo alguno de bajar al pozo. No sé por qué. Tal como me había dicho Noboru Wataya, acabaría perdiéndolo en un futuro no muy lejano. Si no había más «visitas», con el dinero que me quedaba, podría mantener la mansión, a lo sumo, dos meses. Mientras tanto debería usar el pozo con la mayor frecuencia posible. Me costaba respirar. De repente, me asaltó la sensación de estar en un lugar equivocado, innatural.

Vagué por los alrededores sin acercarme a la mansión. Por la tarde fui a la boca oeste de la estación de Shinjuku, me senté en el banco acostumbrado, me dediqué a matar el tiempo sin hacer nada. Nutmeg no apareció. Fui también a su atelier, en Akasaka. Pulsé el botón del timbre, clavé la mirada en la lente de la cámara delante del ascensor. Esperé, nadie respondió. Al fin desistí. Seguramente, la decisión de Nutmeg y Cinnamon era la de cortar cualquier relación conmigo. Aquellos extraños personajes, madre e hijo, se habrían refugiado en algún lugar seguro huyendo del barco que se hunde. Eso me produjo una inesperada tristeza. Tuve la sensación de ser traicionado por mi propia familia.

Cinco días después, a primera hora de la tarde, fui a la cafetería del hotel Pacific de Shinagawa. Era donde me había citado por primera vez con Malta Kanoo, donde había hablado con Noboru Wataya el verano anterior. No guardaba gratos recuerdos de aquellas ocasiones, tampoco me gustaba especialmente la cafetería. En Shinjuku, casi de manera inconsciente, había subido a la línea Yamanote, me había apeado en Shinagawa sin razón ni objetivo. Desde la estación había cruzado el puente peatonal, había entrado en el hotel. Sentado a una mesa junto a la ventana, pedí un botellín de cerveza, almorcé, aunque ya era un poco tarde. Me quedé contemplando distraído a la gente que iba y venía por el puente peatonal, como si mirara una larga secuencia de cifras sin sentido.

Cuando volvía del lavabo, vi un sombrero rojo al fondo del salón atestado de gente. De un rojo idéntico al del sombrero de plástico que siempre llevaba Malta Kanoo. Impulsado por una atracción irresistible, me dirigí a aquella mesa. Al acercarme vi que se trataba de otra mujer. Era extranjera, más joven, más alta que Malta Kanoo. El sombrero no era de plástico, era de piel. Pagué la cuenta y salí.

Caminé un rato por el barrio con las manos embutidas en los bolsillos del chaquetón azul marino. Llevaba un gorro de lana del mismo color, gafas oscuras para disimular la mancha. Era diciembre, las calles se veían llenas de la vitalidad típica de la época del año, el centro comercial frente a la estación estaba atestado de gente con abrigo que hacía sus compras. Era una tarde tranquila de invierno. Me dio la sensación de que la luz era más vívida, los sonidos más breves, más nítidos que otros días.

Mientras esperaba el tren en la estación de Shinagawa vi a Ushikawa. Justo enfrente, al otro lado de las vías, él esperaba el tren de la línea Yamanote que iba en la dirección contraria. Llevaba, como de costumbre, un traje excéntrico, una corbata llamativa. Con su cabeza calva y contrahecha inclinada hacia un lado, parecía absorto en la lectura de una revista. Pude distinguirlo de inmediato entre la muchedumbre que atestaba el andén porque él era, indudablemente, distinto de la gente que lo rodeaba. Antes sólo lo había visto en la cocina de casa. Siempre de noche, los dos solos. Hasta entonces, la figura de Ushikawa siempre me había parecido fantasmagórica. Pero incluso fuera de casa, incluso en pleno día, y confundido entre la multitud, Ushikawa seguía siendo tan irreal y extraño como de costumbre, destacaba claramente entre los demás. Lo envolvía un halo distinto que no llegaba a fundirse jamás con el paisaje real.

Me precipité por las escaleras de la estación abriéndome paso entre la multitud, chocando contra la gente, siendo objeto de insultos. Bajé, subí corriendo al andén contrario, busqué a Ushikawa. Lo había perdido de vista. La estación era grande, larga, había demasiada gente. Entretanto había llegado el tren, se abrieron las puertas de los vagones, las puertas vomitaron a personas anónimas, tragaron a personas anónimas. El pitido de salida del tren sonó antes de que pudiera localizar a Ushikawa. De todos modos, decidido a buscarlo pasando de vagón en vagón, salté dentro del tren, iba en dirección a Yuurakuchoo. Ushikawa leía una revista, estaba en pie junto a la puerta del segundo vagón. Permanecí un rato frente a él, recobrando el aliento, Ushikawa pareció no darse cuenta de ello.

—Señor Ushikawa —lo llamé.

Ushikawa alzó los ojos de la revista, me miró a la cara a través de los gruesos cristales de sus gafas como si estuviera mirando algo que lo deslumbrara. Viéndolo de cerca, a la luz del día, Ushikawa me pareció mucho más cansado que otras veces. Su piel rezumaba cansancio bajo la forma de un incontenible sudor grasiento. En sus ojos flotaba una turbulencia deslucida, como agua fangosa, los tufos de pelo, sobre sus orejas, recordaban los hierbajos que crecen entre las tejas de una casa abandonada. Bajo el tortuoso labio superior asomaban unos dientes mucho más sucios e irregulares de lo que yo recordaba. La chaqueta, como de costumbre, estaba prodigiosamente llena de arrugas. Daba la impresión de haber estado durmiendo encogido en algún rincón de un almacén, de acabar de levantarse. Una impresión acentuada, aunque él seguramente no lo pretendiera, por esa especie de serrín que llevaba esparcido por encima de sus hombros. Me quité el gorro de lana, las gafas oscuras, me las metí en el bolsillo del chaquetón.

—¡Ah, caramba! ¡Si es el señor Okada! —dijo Ushikawa con voz seca. Se enderezó, se quitó las gafas, volvió a ponérselas, carraspeó ligeramente, como si intentara volver a reunir las piezas de algo que se hubiera hecho añicos—. Vaya, vaya… Siempre nos encontramos en lugares extraños, ¿no le parece? Entonces… ¿Hoy no ha ido a aquel sitio?

Negué, sin decir nada, con un movimiento de cabeza.

—¡Ah, ya! —dijo Ushikawa. Y no preguntó más.

En su voz no se percibía la energía de siempre. Su forma de hablar también era más lenta, su característica charlatanería brillaba por su ausencia. ¿Era a causa de la hora? ¿Es que Ushikawa, tal vez, a la luz del día, carecía de esa energía tan propia de él? O quizás estaba realmente cansado. Uno al lado del otro, para hablarle tenía que bajar la mirada. Desde arriba, con luz, su cabeza deforme parecía aún más contrahecha. Me recordó una hortaliza que hubiese crecido demasiado y perdido la forma, y que hubiese que arrancar del suelo. Imaginé cómo alguien la reventaba de un golpe de bate. Imaginé que su cráneo se abría como una fruta madura. No pretendía imaginar tal cosa, pero una vez la idea se hubo introducido en mi cabeza fue cobrando fuerza sin que yo pudiera detenerla.

—Oiga, señor Ushikawa —dije—. Si es posible, me gustaría hablar a solas con usted. ¿Por qué no bajamos del tren y vamos a algún lugar donde podamos estar tranquilos?

Ushikawa hizo una mueca como si vacilara. Levantó su grueso y corto brazo, echó un vistazo al reloj.

—A ver… A mí también me gustaría hablar con usted…, no le miento. Pero, en realidad, ahora debo ir a un sitio. En fin, que tengo un asunto ineludible. Podemos dejarlo para otro día…, no ahora, ¿qué le parece?

—Bastará un rato —contesté mirándolo a los ojos—. Será poco rato. Señor Ushikawa, sé que está usted muy ocupado. Pero tengo la sensación de que «esta próxima vez» que usted dice a lo mejor no llega a darse nunca, ¿no le parece?

Ushikawa asintió sacudiendo ligeramente la cabeza, como si tratara de convencerse a sí mismo, enrolló la revista y se la guardó en el bolsillo del abrigo. Su cabeza estuvo haciendo sumas y restas durante treinta segundos.

—Muy bien, de acuerdo. Bajemos en la próxima estación y hablemos tomando un café, pero sólo media hora. El asunto ineludible, ya miraré de arreglarlo. Habernos encontrado aquí, casualmente, señor Okada, debe de ser cosa del destino.

Bajamos del tren en la estación de Tamachi, salimos de la estación, entramos en el primer lugar que encontramos, una cafetería pequeña.

—Si he de serle sincero, no pensaba volver a verlo nunca más, señor Okada —dijo cuando nos trajeron los cafés—. Lo cierto es que, se mire como se mire, todo ha terminado.

—¿Ha terminado?

—Sí, de verdad, hace cuatro días que ya no trabajo para el señor Wataya. Yo mismo le dije que quería dejarlo, y lo dejé. Hacía ya tiempo que venía pensándolo.

Me quité la gorra, el chaquetón, los puse en la silla de al lado. Dentro de la cafetería hacía calor, pero Ushikawa permaneció con el abrigo puesto.

—¿Por eso no contestó nadie cuando telefoneé el otro día a su despacho?

—Sí, así es. Di de baja el teléfono y cerré la oficina. Cuando uno toma una decisión, lo mejor es terminar cuanto antes. No me gusta ir dejando las cosas. De modo que ahora soy libre, no trabajo para nadie. Hablando con propiedad, soy free lance o, si lo prefiere, un parado —dijo Ushikawa y sonrió, pero su sonrisa, como siempre, era sólo superficial. Sus ojos no sonreían en absoluto. Ushikawa echó en la taza un chorrito de leche, una cucharada de azúcar, removió el café.

—Escuche, señor Okada, me imagino que querrá preguntarme cosas sobre la señora Kumiko, ¿no es así? —dijo Ushikawa—. Dónde está, qué está haciendo, ¿no es eso?

Asentí.

—Pero primero me gustaría saber por qué ha dejado de repente a Noboru Wataya.

—¿De veras quiere saberlo, señor Okada?

—Me interesa.

Ushikawa tomó un sorbo de café e hizo una mueca. Me miró a la cara.

—Entiendo. Pues si me pide que se lo cuente, se lo cuento. Pero le advierto que no es una historia especialmente interesante. A decir verdad, desde el principio jamás tuve la menor intención ni de seguir al señor Wataya al fin del mundo ni de compartir con él su suerte. Para presentarse como candidato a las elecciones, heredó todo el ámbito de influencias de su tío como si heredara una casa completamente amueblada, y yo iba incluido en la herencia, así que pasé de manos de su predecesor a las del señor Wataya. Mirado con objetividad, no era mal cambio, el porvenir del señor Noboru Wataya era mucho mejor que el de su agotado tío. En aquel momento yo pensaba que, de ir todo bien, el señor Noboru Wataya podía llegar a ser un personaje influyente en este mundo.

»Pero, a pesar de todo, no sé por qué, con él nunca he llegado a tener el sentimiento de, no sé cómo decirlo, podría llamarlo algo así como “contigo al fin del mundo”, y también podría llamarlo lealtad. Tal vez le extrañe a usted, pero incluso yo tengo mis lealtades. El primer Wataya me pegaba, me daba puntapiés, me trataba como a un trapo sucio, una basura. Y aunque comparado con él, el señor Noboru Wataya es muy amable conmigo, lo cierto, señor Okada, es que el mundo es extraño. Yo hubiese seguido a su tío, le hubiese obedecido, hubiese ido por él hasta donde hiciese falta, sin rechistar nunca, pero eso es algo que no he podido sentir con el señor Wataya, ¿y sabe por qué? —Negué con un movimiento de cabeza—. En definitiva, para serle sincero, lo que yo creo es que, en el fondo, el señor Wataya y yo nos parecemos —dijo Ushikawa. Sacó un cigarrillo del bolsillo, lo encendió con una cerilla. Tragó el humo despacio, lo expulsó lentamente—. Por supuesto, está la apostura y está el linaje, en eso sí somos distintos, y el señor Wataya es también más inteligente que yo. En esto somos tan diferentes que compararme con él, incluso en broma, sería una falta de respeto. Pero bajo la piel somos de la misma especie. Lo tuve claro desde la primera vez que lo vi, como si abriese un paraguas a pleno sol. Vaya, vaya, este hombre tiene cara de niño inteligente, pero en realidad es un impostor, un mal bicho.

»Y no digo que sea malo ser un impostor. El mundo de la política, señor Okada, se parece a la alquimia. He visto varios casos en los que deseos groseros e indecentes han dado como resultado maravillas. Y he sido testigo también de casos a la inversa. O sea, aquellos en que principios nobles acaban generando resultados podridos. Hablando con franqueza, no se puede decir qué es lo mejor. En el mundo de la política, lo importante no es la teoría sino los resultados. Pero incluso a mis ojos, el señor Noboru Wataya es de por sí un mal bicho de primera categoría. Ante su maldad, la mía es como una mona chiquitita. Pensé que ante él yo no tenía nada que hacer. Son cosas que, entre iguales, enseguida se saben. Perdone que se lo diga de forma tan soez, pero es lo mismo que el tamaño del pene. Quien lo tiene grande, lo tiene grande, ¿me entiende?

»Escúcheme, señor Okada, ¿sabe usted cuál es el más intenso de los odios? Aquel que se siente por alguien que ves que alcanza sin el menor esfuerzo lo que tú eres incapaz de alcanzar pese a desearlo con toda tu alma. Cuando te ves obligado a chuparte el dedo viendo cómo otro, por su cara bonita, accede a un mundo al que tú no puedes acceder ni en sueños. Y cuanto más cerca tengas a esa persona, más intenso será el odio. Es así. Para mí esa persona ha sido el señor Wataya. Tal vez a él le sorprendería oírlo. ¿Qué le parece? ¿Ha sentido usted alguna vez esa clase de odio? —Ciertamente sentía odio por Noboru Wataya. Pero ese odio caía fuera de la definición de Ushikawa. Negué con la cabeza—. Y ahora, señor Okada, le hablaré de la señora Kumiko. Un día el señor Wataya me llamó, me asignó el respetable trabajo de ocuparme de la señora Kumiko. Apenas me explicó nada sobre la complicada situación en que ella se hallaba. Sólo me dijo que era su hermana menor, que no le había ido bien su matrimonio, que vivía sola, separada de su marido. También me dijo que no estaba bien de salud. Así que durante un tiempo me limité, tal como él me había indicado, a hacer el trabajo de una forma rutinaria. Cosas pequeñas, poco importantes, ingresar mensualmente en el banco el dinero del alquiler, proporcionarle una asistenta que fuera cada día a su casa, cosas así. Yo andaba ocupado y, al principio, no sentí el menor interés por la señora Kumiko. Hablaba con ella por teléfono cuando había algún asunto. Pero la señora Kumiko me parecía tremendamente callada. No sé por qué, lo cierto es que me daba la sensación de que estaba encerrada en un cuarto, inmóvil en un rincón. —En este punto Ushikawa hizo una pausa, bebió agua, echó una ojeada al reloj. Encendió con cuidado otro cigarrillo—. Pero no acabó ahí la historia. Justo ahí se enredó con lo suyo, señor Okada. La mansión de la horca. Cuando apareció el artículo, el señor Wataya me llamó, me ordenó que investigara qué relación había entre usted, señor Okada, y la mansión que aparecía en el artículo, había algo que le preocupaba. El señor Wataya sabía muy bien que soy muy hábil investigando secretos de ese tipo. Como era lógico, llegó mi turno. Me puse a investigar con todas mis fuerzas. A partir de ese momento, usted sabe muy bien lo que ha ocurrido, señor Okada. Pero me sorprendió mucho. La idea que yo tenía era que, detrás de todo el tinglado, podía haber algún político, pero jamás imaginé que mis investigaciones me conducirían a una presa tan grande. Quizá sea una expresión poco elegante, pero fue como echar el anzuelo y pescar una ballena, ¿me entiende? Pero he mantenido el secreto encerrado en mi pecho, sin decirle nada al señor Wataya.

—Una información que le ha permitido cambiar oportunamente de montura, ¿no es así? —le pregunté.

Ushikawa echó el humo hacia el techo, me miró a la cara. En sus ojos flotaba ligeramente un guiño de burla que poco antes no tenía.

—Es usted intuitivo, señor Okada. En pocas palabras, ha sido exactamente así. Me dije a mí mismo. «Oye, Ushikawa, si quieres cambiar de trabajo, éste es el momento». Ahora estoy sin empleo, pero ya tengo casi arreglado un trabajo mejor. Digamos que me he tomado un periodo de reflexión. Yo también quiero descansar un poco y, además, saltar tan rápido de un trabajo a otro podría resultar demasiado llamativo, ¿no le parece?

Ushikawa sacó un pañuelo de papel de su bolsillo y se sonó. Lo arrugó, volvió a guardárselo en el bolsillo.

—¿Y Kumiko?

—Es verdad, sí, estábamos hablando de la señora Kumiko, es verdad —dijo Ushikawa como si se acordara de repente—. Si he de confesarle honestamente una cosa, lo cierto es que yo no la he visto ni una sola vez. No he tenido el honor de verle la cara. Sólo he hablado con ella por teléfono. No sólo no me quería ver a mí, es que no quiere ver a nadie en absoluto. No sé si se encuentra alguna vez con el señor Wataya. Es un misterio. Pero, probablemente, no se encuentra con nadie más que con él. La asistenta casi ni la ve aunque va cada día a su apartamento. Me lo dijo la asistenta misma. Me dijo que las compras y otros asuntos personales se los encargaba por medio de notas, y, aunque la vea, casi ni habla, como si la evitara. Yo también he estado en el apartamento para controlar qué tal estaba. La señora Kumiko debía de encontrarse allí, pero ni siquiera había indicios de su presencia. Era en verdad silenciosa. Indagué incluso entre los vecinos de la escalera, ninguno la había visto, ni una sola vez. Vive así desde que se encerró en aquella casa. Hace ya más de un año. Ahora va a hacer exactamente un año y cinco meses. Seguramente debe tener alguna razón de peso para no querer salir.

—Y seguramente usted no va a decirme dónde está ese apartamento, ¿no es así?

Ushikawa negó moviendo despacio la cabeza.

—Me sabe mal, pero no me haga decírselo. Afectaría a mi reputación, es un mundo muy pequeño, somos como vecinos que vivieran todos bajo un mismo techo.

—¿Sabe usted qué demonios le pasa a Kumiko?

Durante unos instantes fue como si Ushikawa vacilara sin saber qué hacer, yo lo miraba fijamente a los ojos sin decir nada. Tenía la sensación de que el tiempo fluía más lento a nuestro alrededor. Ushikawa volvió a sonarse haciendo mucho ruido. Iba a levantarse, pero volvió a hundirse en la silla. Suspiró.

—Escúcheme bien, esto no son más que imaginaciones mías. Pero, según me imagino yo, existen desde el principio complejos problemas en la familia Wataya. No sé, concretamente, de qué tipo de problemas se trata. Pero la señora Kumiko debía de presentirlos, tal vez los conociera, desde mucho antes de irse de aquella casa, incluso quizás entonces estuviera intentando marcharse. En aquel momento apareció usted, señor Okada, se enamoraron, decidieron casarse y vivir felices para siempre, y colorín, colorado… Si la cosa hubiese ido así no habría habido ningún otro problema, pero no fue así. No sé por qué, el señor Wataya no quería perder a la señora Kumiko. ¿Qué opina usted? ¿Hay hasta aquí algo que le suene?

—Sí, algo —dije.

—Y entonces, señor Okada, y siguiendo con mis imaginaciones sin fundamento, el señor Wataya intentó recuperar como fuera a la señora Kumiko. Tal vez pudo ocurrir, también, que, en el momento en que la señora Kumiko y usted se casaron, él no le diera a ella tanta importancia. Quizás a medida que fue pasando el tiempo empezó a sentir claramente que cada vez necesitaba más a su hermana. Así que el señor Wataya decidió recuperarla, desplegó todas sus tretas y tuvo éxito. ¿Qué métodos ha utilizado? No lo sé. Pero imagino que, en el tira y afloja, algo en el interior de la señora Kumiko ha acabado estropeándose. Algo se ha roto, tal vez la columna que hasta entonces la había sostenido. Insisto en que son imaginaciones mías, imaginaciones sin fundamento.

Yo permanecía callado. Vino la camarera, llenó los vasos de agua, retiró la taza vacía. Mientras tanto, Ushikawa fumaba un cigarrillo mirando la pared.

Miré a Ushikawa a la cara.

—¿Está usted insinuando que entre Kumiko y Noboru Wataya existe algo parecido a una relación sexual?

—Yo no digo tal cosa. —Ushikawa, en señal de negación, agitó varias veces el cigarrillo encendido en el aire—. No estoy insinuando nada de eso. Simplemente desconozco lo que hubo entonces y lo que hay ahora entre ellos. Soy incapaz de imaginármelo. Sólo que a mí me parece que lo que los une es algo perverso. Tengo entendido, además, que el señor Wataya y su exmujer nunca mantuvieron relaciones sexuales normales. Pero eso son sólo rumores. —Ushikawa iba a coger la taza de café pero cambió de idea, bebió un sorbo de agua. Luego se pasó la mano por la barriga—. Últimamente estoy mal del estómago. Muy mal. Siento un dolor sordo y continuo en el estómago. Algo hereditario. En mi familia, no hay ni uno que se salve de los problemas de estómago. Viene de eso que llaman ADN. Mi familia no hereda más que cosas absurdas. Calvicie, caries, estómago delicado, miopía. Como si hubiésemos metido la mano en una bolsa de la suerte de Año Nuevo que sólo contuviese maldiciones. No hay quien lo soporte. Y no me atrevo a ir al médico porque sé que me diría cosas desagradables.

»Pero, escúcheme, señor Okada, y tal vez me meta donde no me llaman, yo creo que arrancar a su esposa de las manos de Noboru Wataya no va a ser tan fácil como usted piensa. Ante todo, en este momento, ella misma no quiere volver con usted. Y tal vez la señora Kumiko no sea ya la Kumiko que usted conocía. Quizás haya cambiado. Y siento decírselo, pero si usted, señor Okada, consigue hallar a su esposa y recuperarla, en tal caso la situación a la que tendrá que enfrentarse quizá le supere a usted. Eso es lo que pienso. Quizá no valga la pena hacer las cosas a medias. Tal vez sea ésa la razón por la que la señora Kumiko no vuelve con usted, ¿no le parece? —Continué sin decir nada—. En fin, hemos atravesado circunstancias diversas, pero ha sido francamente interesante conocerle a usted, señor Okada. Creo que tiene una personalidad extraña. Si algún día llegara a escribir mi autobiografía, le dedicaría un capítulo, aunque eso, por desgracia, no creo que llegue a producirse nunca. En fin, será mejor que lo dejemos aquí, con un grato recuerdo, y que pongamos fin al encuentro, ¿no le parece? —Ushikawa se apoyó en el respaldo de la silla como si estuviera cansado y agitó varias veces la cabeza despacio—. ¿Lo ve? Ya he vuelto a hablar demasiado. Me sabe mal pedírselo, pero ¿querrá invitarme usted al café? Ahora estoy en paro…, aunque, a decir verdad, señor Okada, también usted lo está. En fin, a ver si tenemos suerte. Rezaré para que todo le salga bien. Si le parece, deséeme usted también suerte a mí.

Ushikawa se levantó y salió de la cafetería dándome la espalda.