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PLANIFICACIÓN DE UNA «GUERRA DE ANIQUILACIÓN»
I
Entre enero y marzo de 1941 se elaboraron y fueron aprobados por Hitler los planes de la «operación Barbarroja». Pese a la confianza que Hitler aparentaba, en su fuero interno no estaba tan seguro. El mismo día en que le fue enviada a los comandantes en jefe de la Wehrmacht la orden de atacar a la Unión Soviética, el 18 de diciembre de 1940, el comandante Engel le había dicho a Brauchitsch (que aún no estaba seguro de si Hitler se estaba marcando un farol con la invasión de la URSS) que el Führer no estaba seguro de cómo iban a ir las cosas. Desconfiaba de sus propios mandos militares, no estaba seguro de la fuerza de los rusos y le había decepcionado la intransigencia de los británicos. La falta de confianza de Hitler en la planificación operativa por parte de la cúpula militar no se vio mitigada en los primeros meses de 1941. Su intervención en la fase de planificación enseguida provocó fricciones con Halder y, a mediados de marzo, enmiendas de cierta importancia en las detalladas directrices para la invasión.
Hitler ya había apreciado a principios de febrero ciertas dudas (o al menos un estado de ánimo menos entusiasta) entre algunos mandos del ejército acerca de las posibilidades de éxito de la futura campaña. El general Thomas había expuesto al alto mando del ejército un panorama devastador sobre la escasez de suministros. Halder había anotado en su diario el 28 de enero lo esencial de la conversación que mantuvo con Brauchitsch aquella tarde sobre «Barbarroja»: «El “fin” no está claro. No golpeamos a los británicos de ese modo. Nuestro potencial económico no mejorará sustancialmente. No se debe subestimar el peligro en el oeste. Es posible que Italia se derrumbe tras la pérdida de las colonias y tenemos un frente meridional en España, Italia y Grecia. Si por entonces estamos ocupados con Rusia, sólo empeoraremos una situación que ya es mala». Los comandantes de las tres ramas del ejército, los mariscales de campo Von Leeb, Von Bock y Von Rundstedt, expresaron sus dudas durante un almuerzo con Brauchitsch y Halder el 31 de enero. Brauchitsch, como de costumbre, se mostró reacio a transmitirle a Hitler cualquier preocupación. Bock, sin embargo, lo intentó el 1 de febrero. Pensaba que el ejército alemán «derrotaría a los rusos si oponían resistencia y luchaban», pero dudaba si sería posible o no obligarlos a aceptar las condiciones de paz. Hitler se mostraba desdeñoso. La pérdida de Leningrado, Moscú y Ucrania obligaría a los rusos a renunciar a la lucha. Si no, los alemanes seguirían presionando más allá de Moscú, hasta Ekaterinburgo. Hitler prosiguió diciendo que la producción de guerra era como todas las demandas. Había material bélico en abundancia. La economía era floreciente. Las fuerzas armadas disponían de más soldados que al comienzo de la guerra. Bock ni siquiera creyó que valiera la pena sugerir que todavía era posible retirarse del conflicto. «Lucharé —aseguró Hitler—. Estoy convencido de que nuestro ataque caerá sobre ellos como una granizada».
Halder se mordió la lengua en una reunión con Hitler el 3 de febrero. Sacó a colación los problemas de suministros, pero mencionó métodos para poderlo solucionar y minimizó los riesgos en los que había estado insistiendo sólo unos días antes. Los mandos militares aceptaron que Hitler concediera prioridad a la toma de Leningrado y la costa del Báltico frente a Moscú, pero descuidaron analizar con suficiente detalle las consecuencias de esa estrategia. Hitler fue informado de la superioridad numérica de las tropas y los tanques rusos, pero tenía en poca cosa su calidad. Todo dependía de que se produjeran victorias rápidas los primeros días y de asegurar el Báltico y el flanco sur hasta Rostov. Moscú, como ya había subrayado en repetidas ocasiones, podía esperar. Según Below, Brauchitsch y Halder «aceptaron las directrices de Hitler para librar la guerra contra Rusia sin una sola palabra de objeción u oposición».
En los días posteriores a la reunión, el general Thomas elaboró más pronósticos poco favorables de la situación económica. Habría combustible para los vehículos para dos meses, combustible para la aviación hasta el otoño y producción de caucho hasta finales de marzo. Thomas le pidió a Keitel que le entregara su informe a Hitler. Keitel le dijo que el Führer no iba a dejar que influyeran en él los problemas económicos. Es probable que dicho informe nunca llegara a Hitler. En cualquier caso, si Thomas estaba tratando de disuadir a Hitler exponiéndole la difícil situación económica, su método estaba condenado al fracaso. Otro informe demostraba que si se lograban victorias rápidas y se conseguían los yacimientos petrolíferos del Cáucaso, Alemania podría obtener el 75 por ciento del material bélico del que se nutría la industria de guerra soviética. Este pronóstico sólo podía servir para alentar a Hitler y otros dirigentes nazis.
A Hitler seguían preocupándole una serie de aspectos de la planificación del OKH. Le inquietaba que la cúpula del ejército estuviera subestimando el peligro de los ataques soviéticos en los flancos alemanes de los pantanos de Pripet y pidió en febrero un estudio detallado que le permitiera extraer sus propias conclusiones. A mediados de marzo contradijo las conclusiones del estado mayor al asegurar (con razón, como se vería después) que los pantanos de Pripet no eran un obstáculo para el avance del ejército. También pensaba que el plan existente pondría a las fuerzas alemanas al límite y las volvería demasiado dependientes en el frente meridional de la fuerza, en su opinión dudosa, de las divisiones rumanas, húngaras y eslovacas (estas últimas menospreciadas simplemente por el hecho de ser eslavas). Así pues, ordenó modificar el avance en dos flancos del Grupo de Ejércitos Sur por un único avance hacia Kiev y por el Dniéper. Finalmente volvió a insistir en que el objetivo fundamental debía ser asegurar Leningrado y el Báltico, no continuar hasta Moscú, algo que, en una reunión con sus mandos militares celebrada el 17 de marzo, declaró que era «totalmente irrelevante». Brauchitsch y Halder aceptaron estas modificaciones del plan operativo original en aquella reunión sin poner el menor reparo. Con ello quedaba concluido en todos sus detalles esenciales el plan militar para la invasión.
Sin embargo, a medida que los preparativos para la gran ofensiva iban tomando forma, a Hitler le preocupaba la peligrosa situación que la invasión mal concebida de Grecia por parte de Mussolini en el mes de octubre anterior había creado en los Balcanes y remediar las consecuencias de la incompetencia militar italiana en el norte de África.
Durante el calamitoso mes de enero los británicos habían capturado a unos 130.000 italianos en los combates en Libia. Había que afrontar la posibilidad de una derrota total de los italianos en el norte de África. El 6 de febrero Hitler dio instrucciones al general que había elegido para detener el avance británico y conservar Tripolitania para el Eje. Se trataba de Erwin Rommel, quien, mediante una combinación de genialidad táctica y engaños, conseguiría invertir la situación durante la segunda mitad de 1941 y gran parte de 1942 y mantener a los británicos a raya en el norte de África.
Sin embargo, las esperanzas de Hitler de obtener un ventaja estratégica decisiva en el Mediterráneo (que afectara especialmente a la situación en el norte de África) mediante la toma de Gibraltar se verían de nuevo defraudadas por la obstinación del general Franco. Ya a finales de enero Jodl había informado a Hitler de que había que aparcar la «operación Félix», el ataque planeado a Gibraltar, ya que no se podría llevar a cabo antes de mediados de abril. Para entonces las tropas y las armas serían necesarias en la «operación Barbarroja», que en aquel momento estaba programada para que comenzara posiblemente sólo un mes más tarde. Hitler todavía confiaba en que Mussolini pudiera convencer a Franco, en la reunión que iba a mantener con el Caudillo el 12 de febrero, para que se sumara a la guerra. La víspera de la reunión, Hitler le envió a Franco una carta personal en la que le exhortaba a aunar fuerzas con las potencias del Eje y a reconocer «que en momentos tan difíciles, un corazón valiente, más que una sensata previsión, es lo que puede salvar a las naciones». Franco no se dejó impresionar. Repitió las reivindicaciones de España en Marruecos, junto con la de Gibraltar. Y añadió, además, como precio por la incorporación de España a la guerra en alguna fecha indeterminada, una demanda tan desorbitada de cereales (diciendo que las 100.000 toneladas que ya habían prometido los alemanes sólo bastaban para veinte días), que no había la menor posibilidad de que pudiera ser aceptada. A España, como antes, había que dejarla fuera de la ecuación.
II
Hitler confirmó las «terribles condiciones» de España de las que Goebbels le informó al día siguiente de su gran discurso en el Sportpalast, celebrado el 30 de enero de 1941 para conmemorar el octavo aniversario de su nombramiento como canciller. El ministro de Propaganda encontró a Hitler de muy buen humor, seguro de que Alemania mantendría la iniciativa estratégica, convencido de la victoria, revitalizado como siempre por el entusiasmo desenfrenado, que era para él como una droga, de la enorme multitud de estruendosos admiradores que abarrotaban el Sportpalast. «Rara vez le he visto así en los últimos meses —comentaba Goebbels—. El Führer siempre me impresiona —añadía—. Es un verdadero líder, una fuente inagotable de fuerza».
Hitler se había centrado en su discurso casi exclusivamente en atacar a Gran Bretaña. No dedicó ni una sola sílaba a Rusia. Pero por primera vez desde el comienzo de la guerra reiteró su amenaza «de que si el resto del mundo tiene que precipitarse en una guerra general por los judíos, ¡la totalidad de los judíos se habrá acabado en Europa!». «Pueden seguir riéndose de ello hoy —añadió amenazadoramente—, igual que se reían antes de mis profecías. Los meses y años venideros demostrarán que también en esto he sabido ver las cosas correctamente». Hitler había proferido esta amenaza, en un tono similar, en el discurso ante el Reichstag del 30 de enero de 1939. Al repetirla, afirmó recordar que había hecho su «profecía» en el discurso que pronunció ante el Reichstag al estallar la guerra. Pero, en realidad, no había mencionado a los judíos en su discurso ante el Reichstag del 1 de septiembre, el día de la invasión de Polonia. Cometería el mismo error con las fechas en varias ocasiones más durante los dos años siguientes. Era un indicio, subconsciente o más probablemente intencionado, de que asociaba directamente la guerra con la destrucción de los judíos.
¿Por qué repitió la amenaza en esa coyuntura? No había ninguna necesidad contextual de hacerlo. Ya se había referido anteriormente en el discurso a «una camarilla capitalista judía internacional», pero por lo demás no había recurrido al antisemitismo. Sin embargo, en las semanas inmediatamente anteriores a su discurso, Hitler había estado pensando en el destino de los judíos y había encomendado a Heydrich la tarea de elaborar un nuevo plan, que sustituyera al ya extinto plan Madagascar, para deportar a los judíos de la esfera de dominio alemana. Tal vez Hitler había guardado su «profecía» en los recovecos de su mente desde que la había hecho. Quizás uno de sus subordinados se la había recordado. Pero lo más probable es que fuera la inclusión del extracto de su discurso en la película propagandística Der ewige Jude, que se había estrenado en público en noviembre de 1940, lo que le hubiera hecho recordar a Hitler su comentario anterior. Fuera cual fuera la razón, resultaba inquietante que repitiera la «profecía» en ese momento. Aunque no estaba seguro de cómo iba a causar la guerra exactamente la destrucción de los judíos europeos, estaba convencido de que ése sería el desenlace. Y era sólo cuestión de meses que comenzara la guerra contra el acérrimo enemigo, el «judeobolchevismo». La idea de la guerra para destruir a los judíos de una vez por todas estaba empezando a concretarse en la mente de Hitler.
Según la versión de su edecán Gerhard Engel (recuerdos de posguerra que se basaban, en parte, en notas perdidas anteriores en forma de diario), Hitler habló de la «cuestión judía» con un grupo de amigos íntimos poco después de su discurso del 2 de febrero. En la reunión estuvieron presentes Keitel, Bormann, Ley, Speer y Walther Hewel, el brazo derecho y oficial de enlace de Ribbentrop. Ley sacó a colación el tema de los judíos, lo que sirvió como detonante para que Hitler expusiera con todo detalle sus ideas. Preveía que la guerra aceleraría la solución, pero crearía también problemas añadidos. En un principio, había tenido a su alcance «destruir el poder judío como máximo en Alemania». Dijo que en una ocasión había pensado en deportar, con la ayuda de los británicos, a medio millón de judíos alemanes a Palestina o Egipto. Pero objeciones diplomáticas habían impedido poner en práctica esa idea. Ahora el objetivo tenía que ser «acabar con la influencia judía en toda la zona de poder del Eje». En algunos países, como Polonia y Eslovaquia, podrían hacerlo los propios alemanes. En Francia se había vuelto más complicado después del armisticio, y allí era especialmente importante. Habló de acercarse a Francia y pedirle la isla de Madagascar para reasentar allí a los judíos. Cuando un Bormann claramente incrédulo (sin duda sabía que el plan Madagascar ya hacía mucho tiempo que había sido aparcado por el Ministerio de Asuntos Exteriores y, lo que era más importante, por la Oficina Central de Seguridad del Reich) preguntó cómo se podía hacer eso durante la guerra, Hitler respondió vagamente que le gustaría poder disponer de toda la flota de la «Fuerza por la Alegría» (barcos que pertenecían al programa de ocio del Frente Alemán del Trabajo), pero que temía que quedara expuesta a los submarinos enemigos. Entonces, de un modo un tanto contradictorio, añadió: «Ahora estaba pensando en otra cosa, y no es precisamente más amigable».
Este comentario críptico fue una insinuación de que la derrota de la Unión Soviética, que se suponía que se produciría en sólo unos meses, dejaría abierta la posibilidad de deportar masivamente a los judíos a los territorios recién conquistados en el este, y de obligarlos a trabajar en brutales condiciones en los pantanos de Pripet (que se extendían hacia la Rusia blanca en lo que antes habían sido las zonas orientales de Polonia) y en las heladas llanuras árticas del norte de la Unión Soviética. Esas ideas las estaban manifestando por primera vez más o menos por esa época Himmler, Heydrich y Eichmann. No habrían dudado en planteárselas a Hitler. Estas ideas iban mucho más allá de lo que se había contemplado en el plan Madagascar, por muy inhumano que éste hubiera sido. En un clima tan inhóspito como el previsto, el destino de los judíos estaría sellado. En pocos años la mayoría habría muerto de hambre, frío o víctima del exceso de trabajo. La idea de una solución territorial general del «problema judío» se había convertido para entonces prácticamente en sinónimo de genocidio.
Hitler había estado sometido a la constante presión de los dirigentes nazis para que permitiera deportar a los judíos de sus propios territorios, y el Gobierno General, entonces como antes, era el «vertedero» preferido. Entre los más insistentes figuraba el Gauleiter de Viena y antiguo jefe de las Juventudes Hitlerianas, Baldur von Schirach, que había estado presionando mucho desde el verano anterior para que se aliviaran los problemas de vivienda crónicos de Viena «evacuando» a 60.000 judíos de la ciudad al Gobierno General. Finalmente Hitler había accedido en diciembre de 1940. Los planes para efectuarlo a comienzos de febrero de 1941 ya estaban totalmente listos. Nada más llegar de su visita a Viena en marzo, en el tercer aniversario del Anschluss, Hitler discutió con Hans Frank y Goebbels la inminente expulsión de los judíos de Viena. A Goebbels, deseoso de librarse de los judíos de Berlín, lo apaciguó diciendo que la capital del Reich sería la siguiente. «Más tarde, en algún momento, tendrán que salir todos de Europa», añadió el ministro de Propaganda.
Pese a los problemas que habían surgido en 1940 en relación con el traslado de judíos y polacos al Gobierno General, Heydrich (en parte presionado por la Wehrmacht, que necesitaba tierras para realizar maniobras militares) había aprobado en enero de 1941 un nuevo plan para expulsar a 771.000 polacos junto con los 60.000 judíos de Viena (cediendo a las demandas de deportación de Schirach y con el respaldo de Hitler) a los dominios de Hans Frank con el fin de hacer sitio para asentar a alemanes étnicos. Tras la urgencia del nuevo y ambicioso programa de reasentamiento subyacía la necesidad de acomodar (e incorporar como mano de obra) a los alemanes étnicos que habían sido trasladados a Polonia desde Lituania, Besarabia, Bucovina y otros lugares de Europa oriental y que desde entonces estaban miserablemente alojados en campamentos provisionales. Los subordinados de Frank estaban consternados ante la perspectiva de tener que hacer frente a una nueva afluencia masiva de «indeseables». Sin embargo, las inevitables complicaciones logísticas del nuevo plan pronto pusieron de manifiesto que se trataba de un grandioso ejercicio de locura inhumana. A mediados de marzo el programa estaba totalmente suspendido. Sólo se había deportado a unas 25.000 personas al Gobierno General. Y únicamente habían salido de Viena unas 5.000, en su mayoría ancianos judíos. No había ninguna posibilidad, dentro de los confines del territorio que en aquel momento se hallaba bajo control alemán, de cumplir el programa general de reasentamiento que promovía Himmler, ni tampoco de resolver, dentro de ese programa, lo que parecía estar convirtiéndose en un problema cada vez más irresoluble: la expulsión de los judíos.
Según los comentarios del colaborador de Eichmann, Theodor Dannecker y, posteriormente, del propio Eichmann, fue en torno a finales de 1940 y principios de 1941 cuando Heydrich consiguió que Hitler aprobara su propuesta de «evacuación definitiva» de los judíos alemanes a un «territorio aún por determinar». El 21 de enero Dannecker manifestó: «De acuerdo con la voluntad del Führer, la cuestión judía dentro de la parte de Europa regida o controlada por Alemania tiene que someterse tras la guerra a una solución final». A este fin, Heydrich había conseguido de Hitler, a través de Himmler y Göring, el «encargo de proponer un proyecto de solución final». Es evidente que, en esta fase, todavía se contemplaba una solución territorial, un sustituto del abortado plan Madagascar. Eichmann barajaba una cifra de unos 5,8 millones de personas.
Dos meses más tarde, Eichmann les dijo a los representantes del Ministerio de Propaganda que a Heydrich «le había sido encomendada la evacuación definitiva de los judíos» y había planteado una propuesta en ese sentido entre unas ocho y diez semanas antes. Sin embargo, la propuesta no había sido aceptada «porque el Gobierno General no estaba en aquel momento en condiciones de absorber un solo judío o polaco». Cuando el 17 de marzo Hans Frank visitó Berlín para hablar en privado con Hitler acerca del Gobierno General (es de suponer que le expuso las dificultades que le estaba creando el nuevo plan de deportación de Heydrich), se le garantizó, en lo que equivalía a un giro radical de la política anterior, que el Gobierno General sería el primer territorio que quedaría libre de judíos. Pero sólo tres días después de la reunión, Eichmann seguía hablando de que Heydrich estaba a cargo de la «evacuación definitiva de los judíos» al Gobierno General. Evidentemente (al menos ésa era la línea a la que se atenía Eichmann), Heydrich en ese momento todavía tenía sus miras puestas en que el Gobierno General le ofreciera una base temporal para una solución territorial. Frank se negaba a aceptar esto. Y, además, Hitler le había ofrecido la posibilidad de que su territorio fuera el primero en quedar libre de judíos. Tal vez lo dijera simplemente para calmar a Frank. Pero si se tienen en cuenta las ideas que ya se estaban concretando para una nueva solución territorial global en los territorios que, según se suponía, pronto serían conquistados en la Unión Soviética, era casi con toda seguridad un indicio más de que Hitler estaba considerando una nueva opción para una solución radical del «problema judío» en cuanto acabara la guerra con la deportación en masa al este.
No cabe duda de que Heydrich y su jefe Himmler estaban deseando aprovechar la oportunidad de ampliar su propia zona de influencia a gran escala explotando las nuevas posibilidades que estaban a punto de surgir en el este. Himmler no había tardado en familiarizarse con la manera de pensar de Hitler y, sin duda, había aprovechado la ocasión para hacer sus propias propuestas. La misma tarde en que se firmó la directiva militar para la «operación Barbarroja», el 18 de diciembre, había ido a la cancillería del Reich para entrevistarse con Hitler. No se conserva ningún acta de lo que allí se habló, pero cuesta imaginar que Himmler no planteara la cuestión de que serían necesarias nuevas tareas para las SS en la futura confrontación con el «judeobolchevismo». En ese momento se trataba únicamente de obtener una amplia autorización de Hitler para planes que aún había que idear.
Himmler y Heydrich estarían ocupados durante las semanas siguientes delimitando su nuevo imperio. Himmler informó a un selecto grupo de jefes de las SS en enero de que habría que reducir la población eslava del este en unos 30 millones de personas. La Oficina Central de Seguridad del Reich encargó ese mismo mes los preparativos para una amplia acción policial. A principios de febrero Heydrich ya había mantenido negociaciones preliminares con Brauchitsch sobre la utilización de unidades de la Policía de Seguridad junto con el ejército para llevar a cabo «tareas especiales». No se preveían grandes problemas.
III
Lo que podrían significar esas «tareas especiales» se hizo cada vez más patente durante febrero y marzo para un círculo más amplio de iniciados en la planificación de «Barbarroja». El 26 de febrero el general Georg Thomas, el especialista en economía de la Wehrmacht, supo por Göring que uno de los primeros objetivos durante la ocupación de la Unión Soviética era «acabar rápidamente con los líderes bolcheviques». Una semana más tarde, el 3 de marzo, los comentarios de Jodl sobre el borrador de las directrices operativas para «Barbarroja», que le habían enviado rutinariamente, lo dejaban claro: «Todos los líderes o comisarios bolcheviques deben ser liquidados inmediatamente». Jodl había modificado un poco el borrador antes de mostrárselo a Hitler. Ahora resumía las directrices de Hitler para la «versión definitiva». Éstas dejaban claro que «la próxima campaña es algo más que un simple conflicto armado; conducirá, también, a un enfrentamiento entre dos ideologías diferentes […]. El ideal socialista ya no puede ser aniquilado en la Rusia actual. Desde un punto de vista interno, la formación de nuevos Estados y gobiernos debe basarse inevitablemente en este principio. La intelectualidad judeobolchevique, que ha sido la “opresora” del pueblo hasta ahora, debe ser eliminada». Las directrices proseguían señalando que la tarea requerida era «tan difícil que no se puede confiar al ejército». Jodl hizo que se volviera a mecanografiar a doble espacio el borrador para que Hitler pudiera añadir más modificaciones. Cuando finalmente Keitel firmó la nueva versión el 13 de marzo, ésta especificaba que «el Führer había encomendado al Reichsführer-SS determinadas tareas especiales dentro de la zona de operaciones del ejército», aunque no había ninguna mención directa a la liquidación de «la intelectualidad judeobolchevique» ni de los «líderes y comisarios bolcheviques».
Aun así, había que dar instrucciones directas a la tropa sobre la necesidad de que tratara despiadadamente a los comisarios políticos y judíos con que se encontrara. Cuando Heydrich se reunió con Göring el 26 de marzo para abordar una serie de cuestiones relacionadas con las actividades de la policía en la campaña oriental, se le dijo que el ejército debía contar con una serie de indicaciones, recogidas en tres o cuatro páginas, «sobre el peligro de la organización GPU, los comisarios políticos, los judíos, etc., para que supieran a quiénes tenían que llevar en la práctica al paredón». Göring pasó a recalcarle a Heydrich que la Wehrmacht tendría en el este unos poderes limitados y que se le concedería a Himmler una amplia autoridad independiente. Heydrich entregó a Göring su borrador con las propuestas para la «solución de la cuestión judía», que el mariscal del Reich aprobó con pequeñas enmiendas. Evidentemente, éstas preveían la solución territorial, que había sido concebida hacia principios de año y ya habían aprobado Himmler y Hitler: deportar a todos los judíos europeos a zonas yermas de la Unión Soviética, donde perecerían.
Así pues, durante los tres primeros meses de 1941, los objetivos ideológicos del ataque a la Unión Soviética habían cobrado mucha importancia y en líneas generales eran más claros. En el marco de la inminente confrontación, la barbarie estaba adquiriendo formas y dimensiones nunca vistas anteriormente, ni siquiera en el terreno de pruebas experimental de la Polonia ocupada.
En el fatídico avance hacia una política planificada de asesinatos del régimen en la Unión Soviética, los mandos del ejército serían cómplices. El 17 de marzo Halder anotó los comentarios que hizo Hitler ese día: «La intelectualidad colocada por Stalin debe ser exterminada. La maquinaria de control del imperio ruso debe ser aplastada. Se debe usar la fuerza en la Gran Rusia de la forma más brutal». Hitler no dijo nada de una política más amplia de «limpieza étnica». Pero la cúpula del ejército había aceptado dos años antes la política de aniquilar a la clase dirigente polaca. En vista de la intensidad del antibolchevismo imperante, no tendría ningún problema para aceptar que era necesario liquidar a la intelectualidad bolchevique. El 26 de marzo una orden secreta del ejército establecía, aunque en términos suaves, la base del acuerdo con la Policía de Seguridad que autorizaba «medidas ejecutivas que afectan a la población civil». Al día siguiente, el comandante en jefe del ejército, el mariscal de campo Von Brauchitsch, comunicó a sus comandantes del ejército del este: «Las tropas deben tener claro que la lucha se librará entre razas y que deben actuar con la necesaria severidad».
Por tanto, el ejército ya apoyaba en gran medida el objetivo estratégico e ideológico de desarraigar y destruir de forma implacable la base «judeobolchevique» del régimen soviético cuando, el 30 de marzo, en un discurso pronunciado en la cancillería del Reich ante más de 200 oficiales de alto rango, Hitler expuso con una inequívoca claridad sus ideas sobre la próxima guerra contra el acérrimo enemigo bolchevique y lo que esperaba de su ejército. No era el momento de hablar de estrategias y tácticas. Era el momento de describir a generales en los que todavía tenía poca confianza la naturaleza del conflicto en el que iban a participar. Según las anotaciones de Halder, fue directo: «El choque de dos ideologías. Denuncia demoledora del bolchevismo, identificada con la criminalidad social. El comunismo supone un peligro enorme para nuestro futuro. Debemos olvidar el concepto de camaradería entre soldados. Un comunista no es un camarada ni antes ni después de la batalla. Es una guerra de aniquilación. Si no entendemos esto, derrotaremos al enemigo, pero treinta años más tarde tendremos que combatir de nuevo al enemigo comunista. No vamos a librar la guerra para conservar al enemigo». Y pasó a especificar el «exterminio de los comisarios bolcheviques y de la intelectualidad comunista». «Debemos luchar contra el veneno de la desintegración —continuó—. No es una tarea para los tribunales militares. Los mandos de la tropa deben conocer lo que está en juego. Deben ser los líderes en esta lucha […] Los comisarios y los hombres de la GPU —declaró— son criminales y hay que tratarlos como tales». La guerra sería muy diferente de la del oeste. «En el este, severidad hoy significa benevolencia en el futuro». Los comandantes tenían que superar todos los escrúpulos personales.
El general Warlimont, que estaba presente, recordó «que ninguno de los asistente aprovechó la oportunidad para mencionar siquiera las peticiones hechas por Hitler durante la mañana». Warlimont, cuando declaró como testigo en un juicio dieciséis años después del final de la guerra, en el que explicó el porqué del silencio de los generales, declaró que Hitler había convencido a algunos de que los comisarios soviéticos no eran soldados, sino «delincuentes criminales». Afirmó que otros, incluido él mismo, se habían atenido a la postura tradicional de los oficiales de que el jefe del Estado y comandante supremo de la Wehrmacht, Hitler, «no podía hacer nada ilícito».
Al día siguiente del discurso de Hitler ante los generales, el 31 de marzo de 1941, se dio la orden de preparar, de acuerdo con el procedimiento previsto para la próxima campaña, tal como él lo había establecido, las directrices para el «trato de los representantes políticos». No está claro cómo se dio exactamente esa orden ni quién la dio. Halder supuso, cuando le preguntaron después de la guerra, que procedía de Keitel: «Cuando uno ha visto decenas de veces cómo el comentario más informal de Hitler hacía correr al teléfono al fanático mariscal de campo para armar una gorda, es fácil imaginar que un comentario fortuito del dictador preocupara a Keitel hasta el punto de hacerle creer que en aquella ocasión era su deber poner en práctica la voluntad del Führer incluso antes de que hubieran empezado las hostilidades. Entonces él o uno de sus subordinados llamaban por teléfono al OKH y preguntaban cómo iban las cosas. Si le hubieran hecho realmente esa pregunta al OKH, lo habría considerado un acicate y se habría puesto en marcha de inmediato». Fuera una orden directa de Hitler o fuera, como suponía Halder, que Keitel había estado, una vez más, «trabajando en aras del Führer», las directrices formuladas a finales de marzo acabarían convirtiéndose el 12 de mayo en un decreto oficial. Por primera vez, formulaban órdenes explícitas y por escrito de liquidar a los funcionarios del sistema soviético. La razón que se adujo fue que los «representantes y líderes (comisarios) políticos» representaban un peligro, ya que «habían demostrado con su trabajo previo subversivo y sedicioso que rechazan toda la cultura, la civilización, la Constitución y el orden de Europa. Por tanto, tienen que ser eliminados».
Esto formaba parte de una serie de órdenes para la conducción de la guerra en el este (a partir del marco para la guerra que había definido Hitler en su discurso del 30 de marzo) que emitieron el alto mando del ejército y la Wehrmacht en mayo y junio. Su inspiración era Hitler. Esto es incuestionable. Pero quienes las ejecutaban eran destacados oficiales (y sus asesores legales), que se esforzaban ávidamente por cumplir sus deseos.
El primer borrador del decreto de Hitler del 13 de mayo de 1941, el llamado «decreto Barbarroja», que definía la aplicación del derecho militar en el ámbito de la «operación Barbarroja», fue redactado por la sección jurídica del alto mando de la Wehrmacht. La orden excluía de la jurisdicción de los tribunales militares los actos punibles cometidos por civiles enemigos. A los guerrilleros había que matarlos inmediatamente. Se ordenaban represalias colectivas contra comunidades enteras en caso de que no se pudiera identificar rápidamente a los autores individuales. Los actos cometidos por miembros de la Wehrmacht contra civiles no se verían sujetos automáticamente a medidas disciplinarias, ni siquiera si normalmente habrían figurado en la categoría de delitos.
La propia «orden de los comisarios», fechada el 6 de junio, derivaba directamente de esta orden anterior. Fue formulada a instancias del alto mando del ejército. Las «instrucciones sobre el trato de los comisarios políticos» comenzaban así: «En la lucha contra el bolchevismo, no debemos suponer que la conducta del enemigo se vaya a basar en principios humanitarios o del derecho internacional. En concreto, cabe esperar un trato de los prisioneros inspirado en el odio, cruel e inhumano por parte de comisarios políticos de todos los rangos, que son los verdaderos jefes de la resistencia […]. Mostrar consideración con estos elementos durante la lucha, o actuar de acuerdo con las normas de la guerra internacionales, es erróneo y pone en peligro tanto nuestra seguridad como la rápida pacificación del territorio conquistado […]. Los comisarios políticos han introducido métodos de guerra bárbaros y asiáticos. Por consiguiente, se les tratará de inmediato y con la máxima severidad. Por cuestión de principios, serán fusilados al instante, ya hayan sido capturados durante operaciones o hayan opuesto resistencia de algún otro modo».
Esto no reflejaba la imposición de la voluntad de Hitler a un ejército reacio. En parte, si la cúpula militar se avenía rápidamente a traducir los imperativos ideológicos de Hitler en decretos en vigor era para demostrar su fiabilidad política y evitar perder terreno frente a las SS, como había sucedido durante la campaña polaca. Pero las razones de tanta docilidad iban más allá de eso. La experiencia de Polonia había sido un elemento esencial en el descenso a la barbarie. La participación durante dieciocho meses en el brutal sometimiento de los polacos (aunque las peores atrocidades fueron perpetradas por las SS, el sentimiento de repugnancia ante las mismas había sido considerable y pocos generales habían sido lo bastante valientes para protestar por ellas) había ayudado a preparar el terreno para que hubiera aquella predisposición a colaborar en la barbarie premeditada de un orden totalmente diferente que formaba parte de la «operación Barbarroja».
Cuando los oficiales llegaron a conocer más ampliamente toda la brutalidad de la orden de los comisarios en las semanas inmediatamente anteriores a la campaña, hubo, también en este caso, honrosas excepciones. Destacados oficiales del Grupo de Ejércitos B (que se convertiría en Grupo de Ejércitos Centro), el general Hans von Salmuth y el teniente coronel Henning von Tresckow (más tarde uno de los impulsores de los planes para matar a Hitler), por ejemplo, hicieron saber confidencialmente que buscarían la manera de convencer a sus comandantes de división para que ignoraran la orden. Tresckow comentó: «Si se va a infringir el derecho internacional, entonces deberían hacerlo primero los rusos, no nosotros». Como indica el comentario, se admitía claramente que la orden de los comisarios era una violación del derecho internacional. El mariscal de campo Fedor von Bock, comandante del Grupo de Ejércitos Centro, se opuso al fusilamiento de partisanos y civiles sospechosos por considerarlo incompatible con la disciplina militar y lo empleó como argumentación para eludir aplicar la orden de los comisarios.
Pero, como indicaban los comentarios de Warlimont de posguerra, al menos parte del cuerpo de oficiales creía que Hitler tenía razón cuando decía que los comisarios soviéticos eran «criminales» y que no se les debía tratar como «soldados», que era como se había tratado al enemigo en el frente del oeste. Por ejemplo, el coronel general Georg von Küchler, comandante del Ejército 18, les dijo a sus comandantes de división el 25 de abril que en Europa sólo se podía lograr una paz durante cierto tiempo si Alemania fuera responsable de un territorio que asegurara su suministro de alimentos y el de otros Estados. Esto era inconcebible sin una confrontación con la Unión Soviética. En términos apenas diferentes de los del propio Hitler, prosiguió: «Un profundo abismo nos separa ideológica y racialmente de Rusia. Rusia es, por la propia extensión de tierra que ocupa, un Estado asiático […]. El objetivo tiene que ser aniquilar la Rusia europea, disolver el Estado europeo ruso […]. Los comisarios políticos y la gente de la GPU son delincuentes. Son los que tiranizan a la población […]. Hay que llevarlos ante un consejo de guerra y condenarlos a partir de los testimonios de los habitantes […]. Esto nos ahorrará sangre alemana y avanzaremos con mayor rapidez». Aún más categórica fue la orden operativa para el Grupo Panzer 4, emitida el 2 de mayo por el coronel general Erich Hoepner (quien sería ejecutado tres años más tarde por su participación en la conspiración para matar a Hitler), antes de la formulación de la orden de los comisarios: «La guerra contra la Unión Soviética es un sector fundamental de la lucha por la existencia del pueblo alemán. Es la vieja lucha del pueblo alemán contra los eslavos, la defensa de la cultura europea contra la inundación asiático-moscovita, la repulsa del judeobolchevismo. Esta lucha debe tener como objetivo el aplastamiento de la Rusia actual y, por consiguiente, debe llevarse a cabo con una severidad sin precedentes. Toda acción militar debe regirse en su concepción y ejecución por la férrea voluntad de aniquilar sin compasión y por completo al enemigo. En concreto, no habrá perdón para quienes defienden el actual sistema bolchevique ruso».
La complicidad de Küchler, Hoepner y muchos otros generales formaba parte de su formación y educación, de su manera de pensar. La coincidencia ideológica con la jefatura nazi era considerable y es innegable. Se apoyaba la creación de un imperio oriental. El desprecio hacia los eslavos estaba profundamente arraigado. El odio al bolchevismo abundaba en el cuerpo de oficiales. El antisemitismo, aunque rara vez del tipo hitleriano, también estaba muy extendido. Juntos, estos elementos serían la levadura ideológica cuya fermentación convirtió fácilmente a los generales en cómplices de una matanza a gran escala en la inminente campaña oriental.
IV
En la última semana de marzo, tres días antes de que definiera el carácter de la «operación Barbarroja» ante sus generales, Hitler recibió una noticia sumamente inoportuna con consecuencias para la planificación de la campaña del este. Fue informado del golpe militar en Belgrado que había depuesto al gobierno del primer ministro Cvetkovic y derrocado al regente, el príncipe Pablo, a favor de su sobrino, el rey Pedro II, de diecisiete años. Sólo dos días antes, la mañana del 25 de marzo, en una espléndida ceremonia en presencia de Hitler en el entorno palaciego del Schloss Belvedere de Viena, Cvetkovic había firmado la adhesión de Yugoslavia al Pacto Tripartito, comprometiendo por fin (tras muchas presiones) a su país con el Eje. Hitler lo consideraba «de extrema importancia en relación con las futuras operaciones militares en Grecia». Le dijo a Ciano que aquella operación habría sido arriesgada si la postura de Yugoslavia hubiera sido dudosa, ya que la larga línea de comunicaciones estaba a sólo veinte kilómetros de la frontera yugoslava dentro de territorio búlgaro. Por tanto, se sentía muy aliviado, aunque señaló que las «relaciones internas en Yugoslavia podían evolucionar pese a todo de una forma más complicada». Pese a sus premoniciones, Keitel le encontró varias horas después de la firma visiblemente aliviado, «contento de que ya no cupiera esperar más sorpresas desagradables en los Balcanes». En menos de cuarenta horas ese optimismo se vendría abajo. El tejido de la estrategia de los Balcanes, cuidadosamente urdido a lo largo de varios meses, se había desgarrado.
La finalidad de esta estrategia era vincular aún más estrechamente a Alemania con los Estados balcánicos, que ya estaban interrelacionados desde el punto de vista económico con el Reich. Mantener esta zona al margen de la guerra habría permitido a Alemania obtener el máximo beneficio económico para ponerlo al servicio de sus intereses militares en otros lugares. Al principio, la tendencia era antibritánica, pero desde la visita de Molotov a Berlín, la política alemana en los Balcanes se había vuelto cada vez más antisoviética.
La temeraria invasión de Grecia por Mussolini el mes de octubre anterior había provocado una importante revisión de los objetivos. No se podía pasar por alto la amenaza que representaba la intervención militar británica en Grecia. No se podía atacar a la Unión Soviética mientras el peligro en el sur fuera tan patente. El 12 de noviembre Hitler había promulgado la directiva número 18, por la que se ordenaba al ejército efectuar los preparativos para ocupar desde Bulgaria el norte continental griego del Egeo en caso de que fuera necesario, a fin de permitir a la Luftwaffe atacar cualquier base aérea británica que pusiera en peligro los yacimientos petrolíferos rumanos. Ni el alto mando de la Luftwaffe ni el de la armada estaban satisfechos con esto y presionaban para que se ocupara toda Grecia y el Peloponeso. A finales de noviembre, el mando de operaciones de la Wehrmacht accedió a ello. La directiva número 20 de Hitler del 13 de diciembre de 1940 para la «operación Marita» todavía mencionaba la ocupación de la costa septentrional del Egeo, pero ahora consideraba la posibilidad de ocupar también toda la Grecia continental «en caso de que fuera necesario». La intención era tener a la mayoría de las tropas destacadas disponibles «para un nuevo despliegue» lo antes posible.
Si se tiene en cuenta que la directiva para «Barbarroja» sería emitida sólo unos días más tarde, era evidente lo que significaba un «nuevo despliegue». El tiempo apremiaba. Hitler le había dicho a Ciano en noviembre que Alemania no podría intervenir en los Balcanes antes de la primavera. El inicio de «Barbarroja» estaba previsto para mayo. Cuando el mal tiempo retrasó los complejos preparativos de «Marita», los problemas de fechas empezaron a ser más graves. Y una vez que Hitler decidió por fin en marzo que la operación debía expulsar a los británicos de toda la Grecia continental y ocuparla, la campaña tenía que ser más larga y más amplia de lo que se había previsto en un principio. Fue esto lo que hizo que Hitler, en contra de la opinión que había expresado con firmeza el alto mando del ejército, redujera el tamaño de las fuerzas destinadas inicialmente al flanco sur de «Barbarroja».
En los meses intermedios se habían hecho arduos esfuerzos en el frente diplomático para conseguir la lealtad de Estados vitales desde un punto de vista estratégico. Hungría, Rumanía y Eslovaquia se habían incorporado al Pacto Tripartito en noviembre de 1940. Bulgaria, a la que Hitler había estado tratando de convencer desde el otoño anterior, se comprometió finalmente con el Eje el 1 de marzo. La última pieza del rompecabezas era la más complicada de encajar: Yugoslavia. Su ubicación geográfica hacía que fuera vital para el éxito de un ataque a Grecia. Por tanto, a partir de noviembre también se hicieron todos los esfuerzos posibles para conseguir un compromiso oficial con el Pacto Tripartito. La promesa de un puerto en el Egeo, Salónica, era bastante tentadora. La amenaza de la ocupación alemana (el palo, como siempre, junto a la zanahoria) fue lo que les terminó de convencer. Pero era evidente que, entre el pueblo yugoslavo, la lealtad al Eje no sería una medida popular. Hitler y Ribbentrop sometieron a una intensa presión al príncipe Pablo cuando visitó Berlín el 4 de marzo. Pese al temor a la agitación interna, en la que insistía el regente, la visita del príncipe Pablo preparó el terreno para la posterior firma del Pacto Tripartito el 25 de marzo. Pero horas después de la firma, varios oficiales de alto rango serbios, resentidos desde hacía mucho tiempo por la influencia croata en el gobierno, dieron un golpe de Estado.
Hitler recibió la noticia la mañana del día 27. Estaba indignado. Convocó a Keitel y Jodl inmediatamente. Gritó que no lo aceptaría nunca, agitando en la mano el telegrama de Belgrado. Había sido traicionado de la forma más deshonrosa y aplastaría Yugoslavia pese a lo que prometiera el nuevo gobierno. Aún quedaba tiempo para resolver el asunto de los Balcanes, pero ahora era muy apremiante. También se ordenó imperiosamente a Halder que volviera de Zossen. Hitler le preguntó de inmediato cuánto tiempo necesitaba para preparar un ataque contra Yugoslavia. Halder le mostró en el acto los rudimentos de un plan de invasión que había elaborado en el coche mientras regresaba de Zossen.
A la una Hitler se dirigía a un grupo bastante numeroso de oficiales del ejército y la Luftwaffe. «El Führer está decidido —decía el informe del mando de operaciones de la Wehrmacht— […] a efectuar todos los preparativos para aplastar Yugoslavia militarmente y como forma de Estado». La rapidez era sumamente importante. Ordenó que se iniciaran los preparativos de inmediato. El ejército y la Luftwaffe debían informar de las tácticas previstas por la tarde.
Los planes para la invasión de Grecia y los preparativos de «Barbarroja» fueron revisados a toda velocidad para poder preparar el ataque preliminar a Yugoslavia. Finalmente, se decidió que la operación comenzara en las primeras horas del día 6 de abril.
La crisis yugoslava había obligado a retrasar varias horas el encuentro de Hitler con el belicista ministro de Asuntos Exteriores japonés, Yosuke Matsuoka. También hubo que pedir a Ribbentrop que abandonara las conversaciones preliminares con su homólogo japonés para asistir a la reunión informativa de Hitler. La visita de Matsuoka a Berlín estuvo acompañada de una pompa y una solemnidad enormes. Se hizo todo lo posible para impresionar a un huésped tan importante. Como era habitual en las visitas de Estado, se había organizado una muchedumbre vociferante, que esta vez agitaba pequeñas banderas japonesas de papel que se habían repartido a miles. El diminuto Matsuoka, empequeñecido por los larguiruchos hombres de las SS que le rodeaban, agradecía de vez en cuando el recibimiento de la muchedumbre agitando su sombrero de copa.
Hitler dio bastante importancia a la visita. Abrigaba la esperanza, alentada por Raeder y Ribbentrop, de convencer a los japoneses para que atacaran Singapur sin dilación. Ante la inminencia de «Barbarroja», esto mantendría ocupados a los británicos en el Lejano Oriente. La pérdida de Singapur sería un golpe catastrófico para los británicos, que seguían invictos. En Berlín se pensaba que esto serviría, a su vez, para mantener a Estados Unidos al margen de la guerra. Y cesaría de golpe cualquier posible acercamiento entre Japón y Estados Unidos, de lo que había cada vez más señales preocupantes. Hitler no buscaba la ayuda militar de Japón para la inminente guerra contra la Unión Soviética. En realidad, no estaba dispuesto a divulgar nada sobre «Barbarroja», aunque en las conversaciones que Ribbentrop mantuvo con Matsuoka aquella misma mañana éste había mencionado el deterioro de las relaciones germano-soviéticas y había insinuado claramente la posibilidad de que Hitler llegara a atacar la Unión Soviética en algún momento.
Hitler desplegó todo su repertorio retórico, pero la respuesta de Matsuoka le decepcionó profundamente. El ministro de Asuntos Exteriores japonés declaró que el ataque a Singapur era simplemente cuestión de tiempo y que, en su opinión, no se podía producir con la suficiente rapidez. Pero él no gobernaba Japón y hasta el momento sus opiniones no habían prevalecido sobre las de una oposición con mucho peso. «En ese momento —afirmó—, no podía asumir, dadas las circunstancias, ningún compromiso de actuar en nombre del imperio japonés».
Estaba claro: Hitler no podía contar con una intervención militar japonesa en el futuro inmediato. Cuando Matsuoka regresó brevemente a Berlín a principios de abril para informar sobre su reunión con Mussolini, Hitler se mostró dispuesto a ofrecerle todos los incentivos necesarios. Accedió a la petición de prestar ayuda técnica para la construcción de submarinos. Después hizo una oferta no solicitada. En caso de que Japón «entrara en» conflicto con Estados Unidos, Alemania «extraería las consecuencias» de inmediato. Estados Unidos trataría de eliminar a sus enemigos uno a uno. «Por tanto —dijo Hitler—, Alemania intervendría inmediatamente en caso de un conflicto entre Japón y Estados Unidos, ya que la fortaleza de las tres potencias del pacto estriba en su acción común. Su debilidad sería dejarse derrotar por separado». Ésa era la idea que llevaría a Alemania a entrar en guerra con Estados Unidos más tarde ese mismo año, tras el ataque japonés a Pearl Harbor. Mientras tanto, el pacto de neutralidad soviético-japonés que Matsuoka negoció con Stalin en su viaje de regreso vía Moscú (que garantizaba que Japón no se vería arrastrado a un conflicto entre Alemania y la Unión Soviética y aseguraba su flanco norte en caso de expansión por el sudeste de Asia) fue una sorpresa desagradable para Hitler.
Mientras Matsuoka estaba en Berlín, los preparativos para «Marita» iban tomando forma frenéticamente. Estarían listos en poco más de una semana. La «operación Marita» empezó a las 5:20 de la madrugada del domingo 6 de abril. Poco después, Goebbels leyó en la radio la proclama que había dictado Hitler. Para entonces, centenares de bombarderos de la Luftwaffe estaban convirtiendo Belgrado en un montón de ruinas humeantes. Hitler justificó la acción ante el pueblo alemán como represalia contra una «camarilla criminal serbia» de Belgrado que, a sueldo del servicio secreto británico, estaba intentando extender la guerra en los Balcanes, como en 1914.
La tarde del 10 de abril, con la campaña en sus primeras fases, Hitler partió de Berlín en dirección a su improvisado cuartel general de campaña. Lo había establecido en su tren especial Amerika, estacionado en la entrada de un túnel, al pie de los Alpes, en un tramo de vía única de la línea entre Viena y Graz, en una zona boscosa cercana a Mönichkirchen. El mando de operaciones de la Wehrmacht y los asesores más cercanos de Hitler se alojaban en una posada cercana.
Hitler permaneció quince días en su cuartel general de campaña, aislado y fuertemente custodiado. Allí le visitaron el rey Boris de Bulgaria, el almirante Horthy, el regente de Hungría y el conde Ciano, buitres que se congregaban en torno al cadáver de Yugoslavia. Y allí celebró el 20 de abril un estrafalario quincuagésimo segundo cumpleaños, con un concierto delante del tren especial, después de que Göring hubiera alabado el talento del Führer como comandante militar y Hitler hubiera estrechado la mano de cada uno de los jefes de las fuerzas armadas. Mientras estaba allí Hitler se enteró de la noticia de la capitulación de Yugoslavia y de Grecia.
Tras vencer cierta resistencia tenaz al principio, la doble campaña contra Yugoslavia y Grecia había avanzado con una rapidez inesperada. En realidad, la planificación operativa alemana había sobrevalorado muchísimo las débiles fuerzas enemigas. De las veintinueve divisiones alemanas que combatían en los Balcanes, sólo diez intervinieron durante más de seis días. El 10 de abril llegaron a Zagreb y se proclamó un Estado croata independiente, apoyado en el sanguinario movimiento antiserbio Ustasha. Dos días más tarde llegaban a Belgrado. El 17 de abril el ejército yugoslavo se rindió incondicionalmente. Unos 344.000 hombres fueron hechos prisioneros por los alemanes. Las bajas en el bando de los vencedores fueron de sólo 151 muertos, 392 heridos y quince desaparecidos.
A diferencia del ataque punitivo a Yugoslavia, el interés de Hitler por la conquista de Grecia era puramente estratégico. Prohibió que se bombardeara Atenas y lamentó tener que luchar contra los griegos. Le explicó a Goebbels que si los británicos no hubieran intervenido allí (enviando tropas a principios de marzo para ayudar a los griegos a luchar contra las fuerzas de Mussolini), nunca habría tenido que acudir apresuradamente en ayuda de los italianos. Mientras tanto, el decimosegundo ejército alemán había avanzado rápidamente por territorio yugoslavo hasta llegar a Salónica, que cayó el 9 de abril. El grueso de las fuerzas griegas capituló el 21 de abril. Le siguió una breve farsa diplomática. El golpe que había sufrido el prestigio de Mussolini exigía que la rendición a los alemanes, que en realidad ya se había producido, fuera acompañada de una rendición a los italianos. Para evitar un distanciamiento con Mussolini, Hitler se vio obligado a acceder. Se prescindió del acuerdo firmado por el general List. Se envió a Jodl a Salónica con un nuevo armisticio. Esta vez los italianos formarían parte del mismo. Finalmente se firmó el 23 de abril, en medio de protestas de los griegos. La cifra de prisioneros ascendía a 218.000 griegos y 12.000 británicos, frente a 100 muertos y 3.500 heridos o desaparecidos en el bando alemán. Los británicos consiguieron evacuar, en un pequeño «Dunquerque», a 50.000 hombres, aproximadamente cuatro quintas partes de su fuerza expedicionaria, quienes tuvieron que dejar atrás o destruir su equipo pesado. Se había completado toda la campaña en menos de un mes.
Mientras estaba en Mönichkirchen, Hitler aprobó sin mucho entusiasmo, tras ser presionado por Göring, al que a su vez había presionado el comandante de la división de paracaidistas, el general Kurt Student, una operación complementaria para tomar Creta lanzando paracaidistas. A finales de mayo resultó ser un éxito, pero había sido arriesgado. Y las bajas alemanas de 2.071 muertos, 2.594 heridos y 1.888 desaparecidos, en un destacamento de unos 22.000 hombres, eran mucho más elevadas que en toda la campaña de los Balcanes. La «operación Mercurio» (el ataque a Creta) convenció a Hitler de que los lanzamientos a gran escala de paracaidistas habían pasado a la historia. No se planteó utilizarlos al año siguiente en el ataque contra Malta. En potencia, la ocupación de Creta brindaba la posibilidad de intensificar los ataques contra la posición británica en Oriente Medio. El alto mando de la armada intentó convencer a Hitler de esto, pero él tenía la mirada fija en una dirección: el este.
El 28 de abril Hitler estaba de vuelta en Berlín; era la última vez que el señor de la guerra regresaba triunfante de una victoria relámpago lograda con un coste mínimo. Aunque en Alemania la gente respondió con menos entusiasmo que durante las extraordinarias victorias en el oeste, la campaña de los Balcanes parecía demostrar una vez más que su líder era un estratega militar con talento. Su popularidad se mantenía intacta. Pero se avistaban nubes en el horizonte. La vasta mayoría de la gente quería, como siempre, paz: una paz victoriosa, por supuesto, pero sobre todo paz. Aguzaban el oído cuando Hitler mencionaba que aguardaba un «duro año de lucha por delante» y cuando habló, en su informe triunfal al Reichstag sobre la campaña de los Balcanes el 4 de mayo, de proporcionar armas aún mejores a los soldados alemanes el «año próximo». Sus inquietudes aumentaron con los alarmantes rumores de un deterioro de las relaciones con la Unión Soviética y de que se estaban concentrando tropas en las fronteras orientales del Reich.
De lo que la inmensa mayoría del pueblo no tenía ni idea, por supuesto, era de que Hitler ya había emitido una directiva para invadir la Unión Soviética casi cinco meses antes. Aquella directiva, del 18 de diciembre, había establecido que los preparativos, para los que se necesitaban más de ocho semanas, debían estar listos el 15 de mayo. Pero no había especificado una fecha para el ataque. En su discurso ante los mandos militares el 27 de marzo, inmediatamente después de la noticia del golpe en Yugoslavia, Hitler había hablado de un aplazamiento de hasta cuatro semanas como consecuencia de la necesidad de actuar en los Balcanes. De vuelta en Berlín tras su estancia en Mönichkirchen, no tardó en acordar con Jodl (después de que Halder le garantizara la disponibilidad de medios de transporte para llevar a las tropas al este) una nueva fecha para el comienzo de «Barbarroja»: el 22 de junio.
Hacia el final de la guerra, Hitler, mientras trataba de encontrar chivos expiatorios, volvió la vista atrás, hacia el fatídico aplazamiento, y lo juzgó decisivo para el fracaso de la campaña rusa. «Si hubiéramos atacado Rusia ya desde el 15 de mayo —manifestó— […] habríamos estado en condiciones de concluir la campaña del este antes de que empezara el invierno». Esta afirmación era extremadamente simplista y exageraba los efectos de la campaña de los Balcanes en la planificación de «Barbarroja». Las condiciones meteorológicas, con una primavera excepcionalmente húmeda en Centroeuropa, habrían descartado casi con toda seguridad la posibilidad de lanzar un gran ataque antes de junio, quizá hasta mediados de junio. Además, el desgaste de las divisiones alemanas que participaban en la campaña de los Balcanes se debió menos a la tardía inclusión de Yugoslavia que a la invasión de Grecia, planeada durante varios meses al mismo tiempo que se planificaba «Barbarroja». Lo que supuso un inconveniente para el inicio de «Barbarroja» fue la necesidad de desplegar a toda velocidad las divisiones que habían avanzado hasta el sur de Grecia y que en aquel momento, sin tiempo para recuperarse, tenían que ser trasladadas rápidamente a sus posiciones en el este. Además, el daño causado a los tanques por las carreteras de las montañas de los Balcanes, llenas de roderas y baches, exigió un enorme esfuerzo para poder equiparlos de nuevo para la campaña del este y es probable que influyera en el elevado número de fallos mecánicos que hubo durante la invasión de Rusia. Probablemente el efecto más grave de la campaña de los Balcanes en la planificación de «Barbarroja» fuera la reducción de las fuerzas alemanas en el flanco meridional, al sur de los pantanos de Pripet. Pero ya hemos visto que Hitler tomó la decisión a ese efecto el 17 de marzo, antes de que se produjera el golpe en Yugoslavia.
La culpa de la debilidad del plan para invadir la Unión Soviética no se podía achacar a los italianos, por su fracaso en Grecia, ni tampoco a los yugoslavos por lo que Hitler consideraba una traición. El desastre de «Barbarroja», cuando se produjo, era directamente atribuible al carácter de los objetivos y ambiciones bélicos alemanes. No fue fruto únicamente de la obsesión ideológica, la megalomanía y la inquebrantable fuerza de voluntad de Hitler. Sin duda, él había sido la fuerza motriz, pero no había encontrado ninguna resistencia digna de mención en los escalafones más elevados del régimen. El ejército, en particular, le había apoyado plenamente en el ataque en el este. Y aunque la infravaloración por parte de Hitler del poderío militar soviético fue crasa, se trataba de una infravaloración que compartían sus mandos militares, quienes nunca perdieron la confianza en que la guerra en la Unión Soviética habría concluido mucho antes del invierno.
V
Mientras tanto, Hitler volvió a verse obligado por acontecimientos que escapaban a su control, esta vez cerca de casa, a desviar su atención de «Barbarroja».
Cuando se bajó de la tribuna al final de su discurso ante los diputados del Reichstag el 4 de mayo, ocupó su puesto, como de costumbre, al lado del subjefe del partido, su seguidor más sumiso y servil, Rudolf Hess. Pocos días más tarde, mientras Hitler estaba en el Obersalzberg, recibió la sorprendente noticia de que su segundo había cogido un Messerschmitt 110 en Augsburgo, había despegado con rumbo a Gran Bretaña y había desaparecido. La noticia cayó en el Berghof como una bomba. El primer deseo fue que estuviera muerto. «Es de esperar que se haya estrellado en el mar», se oyó decir a Hitler. Después llegó de Londres la noticia (ya no inesperada por entonces) de que Hess había aterrizado en Escocia y había sido capturado. Con la campaña rusa inminente, Hitler se enfrentaba a una crisis interna.
La tarde del sábado 10 de mayo Hess se había despedido de su esposa, Ilse, y de su hijo pequeño, Wolf Rüdiger, diciendo que estaría de vuelta el lunes por la tarde. Había ido en su Mercedes desde Múnich hasta la fábrica de Messerschmitt en Augsburgo. Allí se cambió de ropa y se puso un traje de aviador forrado de piel y una cazadora de capitán de la Luftwaffe. (Su alias en la misión iba a ser Hauptmann Alfred Horn.) Poco después de las seis de una tarde despejada y soleada, su Messerschmitt 110 se deslizó por la pista y despegó. Poco después de las once, tras cruzar Alemania y el mar del Norte, y sobrevolar las tierras bajas escocesas, Hess logró escapar de la cabina, abandonando el avión no lejos de Glasgow, y se lanzó en paracaídas, algo que no había hecho nunca, hiriéndose en la pierna al abandonar el avión.
La defensa aérea había detectado la trayectoria de vuelo y algunos observadores habían visto al ocupante del avión saltar en paracaídas antes de que estallara en llamas. Sin embargo, un trabajador agrícola escocés, Donald McLean, fue el primero en llegar al lugar de los hechos. Enseguida se dio cuenta de que el paracaidista, que trataba de librarse del arnés, estaba desarmado. Cuando le preguntó si era británico o alemán, Hess respondió que era alemán, que se llamaba Hauptmann Alfred Horn y que tenía que entregarle un mensaje importante al duque de Hamilton. Cuando informaron a Hamilton de madrugada de que un piloto alemán al que habían capturado quería hablar con él, no le mencionaron a Hess, y el nombre de Hauptmann Alfred Horn no significaba nada para el duque. Perplejo, y muy cansado, Hamilton lo dispuso todo para entrevistarse con el misterioso aviador al día siguiente y se fue a la cama.
El duque, un teniente coronel de la RAF, salió el 11 de mayo de su base para hablar con el prisionero alemán y llegó allí a media mañana. «Hauptmann Horn» admitió que su verdadero nombre era Rudolf Hess. La conversación fue intrascendente, pero convenció a Hamilton de que se trataba realmente de Hess. Por la tarde voló al sur, convocado para informar a Churchill en Ditchley Park, en Oxfordshire, una residencia que el primer ministro británico solía utilizar como cuartel general de fin de semana. Al día siguiente, el lunes 12 de mayo, se involucraron en el asunto profesionales del Ministerio de Asuntos Exteriores. Se decidió enviar a Ivone Kirkpatrick, que entre 1933 y 1938 había sido primer secretario de la embajada británica en Berlín y se oponía rotundamente a la política de apaciguamiento, para que interrogara a Hess. Kirkpatrick y Hamilton partieron en avión a Escocia a última hora de la tarde. Era pasada la medianoche cuando llegaron a Buchanan Castle, cerca de Loch Lomond, para enfrentarse al prisionero.
Hitler se enteró de la desaparición de Hess a última hora de la mañana del domingo 11 de mayo, cuando se presentó en el Berghof Karl-Heinz Pintsch, uno de los ayudantes del vice-Führer. Llevaba un sobre que contenía una carta que Hess le había entregado poco antes de despegar y que le había confiado para que se la entregara personalmente a Hitler. Pintsch consiguió, aunque con cierta dificultad, dejar claro a los ayudantes de Hitler que se trataba de un asunto de la máxima urgencia y que tenía que hablar con el Führer en persona. Cuando Hitler leyó la carta de Hess, empalideció. Albert Speer, que en aquel momento andaba ocupado con unos bocetos arquitectónicos, oyó de repente un «grito casi animal». Después Hitler vociferó: «¡Llamad a Bormann inmediatamente! ¿Dónde está Bormann?».
En la carta Hess había resumido las razones que le habían impulsado a volar para reunirse con el duque de Hamilton, y algunos aspectos de un plan de paz entre Alemania y Gran Bretaña que se pondría en práctica antes de iniciar la «operación Barbarroja». Explicaba que había intentado en tres ocasiones anteriores llegar a Escocia, pero que se había visto obligado a renunciar debido a problemas mecánicos en el avión. Su objetivo era lograr, con su propia presencia, que se hiciera realidad la vieja idea de amistad de Hitler con Gran Bretaña que el propio Führer, pese a todos sus esfuerzos, no había conseguido lograr. Si el Führer no estaba de acuerdo, podía hacer que lo declararan loco.
Göring, que en ese momento residía en su castillo de Veldenstein, cerca de Núremberg, recibió enseguida una llamada de teléfono. Hitler no estaba de humor para charlas intrascendentes: «Göring, ven aquí inmediatamente —le ordenó por teléfono—. Ha sucedido algo terrible». También convocó a Ribbentrop. Entretanto, Hitler había ordenado arrestar a Pintsch, el desdichado portador de las malas noticias, y a otro ayudante de Hess, Alfred Leitgen, y caminaba de un lado a otro del salón sin cesar, muy furioso. El ambiente en el Berghof era muy tenso y abundaban las especulaciones. En medio de la confusión, Hitler fue lo bastante lúcido para actuar rápidamente y evitar que se produjera un vacío de poder en la jefatura del partido debido a la defección de Hess. Al día siguiente, el 12 de mayo, promulgó un lacónico edicto que estipulaba que la oficina del subjefe del partido pasaría a llamarse a partir de entonces cancillería del partido y estaría subordinada personalmente a él. La dirigiría, como antes, el camarada del partido Martin Bormann.
Hitler se convenció (a partir de lo que el propio Hess le había sugerido en la carta) de que el vice-Führer padecía realmente delirios mentales e insistió en convertir su «locura» en el punto central del comunicado extremadamente delicado que había que dirigir al pueblo alemán. Todavía no se sabía nada del paradero de Hess cuando se emitió por radio el comunicado aquella tarde, a las ocho. En él se mencionaba la carta que Hess había dejado, que mostraba «en su confusión, desgraciadamente, indicios de un trastorno mental», lo que hacía temer que hubiera sido «víctima de alucinaciones». «En estas circunstancias», concluía el comunicado, cabía suponer que el «camarada del partido Hess se había estrellado en alguna parte durante el trayecto, es decir, había sufrido un accidente».
Para entonces, Goebbels, al que Hitler no había tenido en cuenta en la primera ronda de consultas, también había sido convocado en el Obersalzberg. «El Führer está completamente abatido —anotó el ministro de Propaganda en su diario—. Qué espectáculo para el mundo: el segundo del Führer padece un trastorno mental».
Entretanto, a primera hora del 13 de mayo, la BBC de Londres había anunciado oficialmente que Hess se hallaba prisionero de los británicos. Era evidente que el primer comunicado alemán redactado por Hitler el día anterior ya no era suficiente. El nuevo comunicado del 13 de mayo reconocía el vuelo de Hess a Escocia y su captura, y se dejaba abierta la posibilidad de que el servicio secreto británico le hubiera tendido una trampa. Presa de delirios, había emprendido una acción propia de un idealista sin sopesar las consecuencias. El comunicado terminaba diciendo que esta acción no modificaría en nada la lucha contra Gran Bretaña.
Los dos comunicados, en los que finalmente se había tenido que admitir que el vice-Führer había volado a territorio enemigo y atribuir el acto a su estado mental, tenían todas las características de un intento apresurado e imprudente de minimizar la magnitud del escándalo. Curiosamente, Hitler no había recurrido a Goebbels para que le aconsejara cómo presentar la debacle desde un punto de vista propagandístico, sino que al principio había confiado en Otto Dietrich, el jefe de prensa. Goebbels fue sumamente crítico desde un principio con la explicación de la «enfermedad mental». Había que afrontar una dificultad real: cómo explicar que se había dejado ocupar un cargo tan importante en el gobierno del Reich a un hombre del que se sabía desde hacía años que padecía un desequilibrio mental. «Es lógico preguntarse cómo semejante idiota podía ser el segundo del Führer», comentó Goebbels.
Goebbels acusó tan profundamente aquel golpe al prestigio del partido, que quiso evitar que lo vieran en público. «Es como una horrible pesadilla —comentaba—. El partido tendrá que darle vueltas a esto durante mucho tiempo». El propio Hitler se vio atrapado algunas veces en la línea de fuego de las críticas de la opinión pública. Pero por lo general, se manifestaba mucha simpatía por el Führer, que ahora tenía que hacer frente a esto, además de a otras muchas preocupaciones. Se suponía¸ como siempre, que mientras él trabajaba sin descanso en beneficio de la nación, algunos de sus jefes de mayor confianza no le informaban, le defraudaban o le traicionaban.
Este elemento clave del «mito del Führer» fue al que el propio Hitler recurrió cuando, el 13 de mayo, habló en una reunión de los Reichsleiter y Gauleiter que se organizó precipitadamente en el Berghof. Había cierta tensión cuando Göring y Bormann, ambos con expresión adusta, entraron en la sala antes de que Hitler hiciera acto de presencia. Bormann leyó en voz alta la última carta de Hess a Hitler. La sensación de sorpresa e ira entre quienes escuchaban era palpable. Entonces entró Hitler en la habitación. Tocó magistralmente el tema de la lealtad y la traición, de un modo muy similar a como lo había hecho durante la última gran crisis en el seno de la dirección del partido, en diciembre de 1932. Manifestó que Hess le había traicionado y apeló a la lealtad de sus «viejos combatientes» de mayor confianza. Afirmó que Hess había obrado sin su conocimiento, que estaba mentalmente enfermo y que había puesto al Reich en una situación imposible con respecto a sus socios del Eje. Había enviado a Ribbentrop a Roma para apaciguar al Duce. Insistió una vez más en el extraño comportamiento de Hess (sus relaciones con astrólogos y similares). Criticó que el antiguo vice-Führer hubiera hecho caso omiso de sus órdenes de no seguir haciendo prácticas de vuelo. Y prosiguió diciendo que unos días antes de la deserción de Hess el vice-Führer había ido a verle y le había preguntado intencionadamente si todavía era partidario del programa de cooperación con Inglaterra que había expuesto en Mi lucha. Hitler dijo que, por supuesto, se había reafirmado en su postura.
Cuando Hitler hubo terminado de hablar, se apoyó en la gran mesa que había cerca de la ventana. Según una versión, estaba «llorando y parecía diez años más viejo». «Nunca he visto al Führer tan profundamente conmocionado», les dijo Hans Frank a sus subordinados durante una reunión en el Gobierno General unos días más tarde. Mientras estaba cerca de la ventana, las sesenta o setenta personas que estaban presentes se fueron levantando poco a poco de sus sillas y le rodearon formando un semicírculo. Nadie pronunció una sola palabra. Entonces Göring hizo una efusiva exposición de la devoción de todos los presentes. La intensa ira quedaba reservada sólo para Hess. Una vez más, el «núcleo» de seguidores había apoyado a su líder, como en la «época de la lucha», en un momento de crisis. El régimen había sufrido una fuerte sacudida, pero la jefatura del partido, su columna vertebral, se mantenía unida.
Todos los que vieron a Hitler en los días posteriores a que se conociera la noticia de la defección de Hess comentaron su profunda conmoción, su consternación y su ira por lo que consideraba una traición. Esto se ha interpretado a veces, como también lo hicieron varios contemporáneos, como una inteligente actuación por parte de Hitler para encubrir un plan que sólo él y Hess conocían. Como ya hemos señalado en más de una ocasión, Hitler era capaz de efectuar una actuación teatral. Si esta vez estaba actuando, era una interpretación digna de un Óscar de Hollywood.
El que el vice-Führer hubiera sido capturado en Gran Bretaña fue algo que sacudió los propios cimientos del régimen. Como señaló sarcásticamente Goebbels, al parecer a Hess nunca se le ocurrió que aquél podía ser el desenlace de su «misión». Cuesta imaginar que no se le hubiera ocurrido esto a Hitler de haber estado involucrado en el plan. Habría sido totalmente impropio de Hitler participar en un plan tan descabellado. Su aguda susceptibilidad hacia cualquier posible amenaza a su prestigio, a quedar en ridículo ante su pueblo y el resto del mundo, habría bastado para descartar la idea de enviar a Hess a Gran Bretaña en una misión de paz individual. Además, desde su punto de vista, había toda clase de razones para no haberse implicado y para haber prohibido categóricamente lo que Hess tenía en mente.
Las posibilidades de que el vuelo de Hess fuera un éxito eran tan remotas, que resulta inconcebible que Hitler se hubiera planteado siquiera esa posibilidad. Y de haberlo hecho, cuesta creer que hubiera optado por Hess para que fuera su emisario. Hess no había participado en la planificación de «Barbarroja» y había tenido muy poco contacto físico con Hitler durante los meses anteriores. Sus competencias se limitaban exclusivamente a los asuntos del partido. No tenía ninguna experiencia en asuntos exteriores. Y nunca se le había confiado anteriormente ninguna negociación diplomática delicada.
En cualquier caso, resultaría difícil comprender la razón de Hitler para considerar una misión secreta como la que Hess trató de llevar a cabo. Durante meses Hitler había estado preparando con gran determinación el ataque y la destrucción de la Unión Soviética precisamente para forzar a Gran Bretaña a salir de la guerra. Él y sus generales confiaban en que la Unión Soviética estaría totalmente derrotada en otoño. La programación del ataque no dejaba mucho margen de maniobra. Lo último que quería Hitler era un retraso debido a las complicaciones diplomáticas que pudiesen surgir por la intervención de Hess unas semanas antes de que se iniciara la invasión. De no haberse iniciado antes de finales de junio, «Barbarroja» habría tenido que ser aplazada al año siguiente. Para Hitler, esto habría sido impensable. Sabía muy bien que entre la clase dirigente británica había quienes seguían prefiriendo hacer un llamamiento a la paz. Confiaba en que lo hicieran después, no antes, de «Barbarroja».
Rudolf Hess nunca implicó a Hitler, ni durante los interrogatorios a los que fue sometido después de aterrizar en Escocia, ni en las conversaciones que mantuvo con otros prisioneros mientras esperaba juicio en Núremberg, ni durante su largo internamiento en Spandau. Su versión nunca difería de la que le dio a Ivone Kirkpatrick durante su primer interrogatorio el 13 de mayo de 1941. «Había venido aquí —así lo resumió Kirkpatrick en su informe— sin que lo supiera Hitler para convencer a personas responsables de que ya que Inglaterra no podía ganar la guerra, lo más sensato era sellar la paz ahora». Los interlocutores británicos de Hess enseguida llegaron a la conclusión de que no tenía nada que ofrecer que fuera más allá de las declaraciones públicas de Hitler, sobre todo su «llamamiento a la paz» ante el Reichstag el 19 de julio de 1940. Kirkpatrick concluía así su informe: «Hess no parece […] participar en las reuniones del gobierno alemán en las que se deciden las operaciones; y no es probable que posea más información secreta de la que podría haber recopilado en el transcurso de conversaciones con Hitler y otros». Si, en vista de esto, Hess estuviera siguiendo órdenes del propio Hitler, habría tenido que ser un actor consumado (y haber seguido siéndolo durante los cuatro decenios siguientes), como lo era, según se dice, el líder al que tanto veneraba. Pero, entonces, ¿con qué fin? No dijo nada que Hitler no hubiera manifestado en público en numerosas ocasiones. No proponía ninguna postura negociadora nueva. Era como si supusiera que el simple hecho de que el vice-Führer (a través de un acto que exigía valor personal) se pusiera voluntariamente en manos del enemigo fuera suficiente para hacer que el gobierno británico se convenciera de la buena voluntad del Führer, de las intenciones serias que subyacían a su propósito de cooperar con Gran Bretaña contra el bolchevismo y de la necesidad de derrocar a la «facción belicista» de Churchill y alcanzar un acuerdo amistoso. La ingenuidad de estas ideas apunta claramente a que fue una tentativa impulsada únicamente por el idealista, iluso y atolondrado Hess.
Sus motivos personales no eran más misteriosos o profundos de lo que parecían. Hess había visto muy limitado su acceso a Hitler desde hacía varios años, pero sobre todo desde que había empezado la guerra. Su subordinado nominal, Martin Bormann, le había estado usurpando el puesto: siempre acompañaba al Führer, siempre podía decir una palabra aquí o allá, siempre podía traducir sus deseos en actos. Una acción espectacular para lograr lo que el Führer había intentado conseguir durante muchos años cambiaría su posición de la noche a la mañana y convertiría a «Fräulein Anna», como le apodaban en tono despectivo algunos miembros del partido, en un héroe nacional.
A Hess le habían influido enormemente Karl Haushofer (su antiguo profesor y el principal exponente de las teorías geopolíticas que habían influido en la formación de las ideas de Lebensraum de Hitler) y su hijo Albrecht (que más tarde participó activamente en grupos de la resistencia). Sus ideas habían reforzado la opinión de Hess de que se debía hacer cuanto fuera posible para impedir que se socavara la «misión» que Hitler había expuesto casi dos decenios antes: el ataque contra el bolchevismo junto con, no en contra de, Gran Bretaña. Albrecht Haushofer había intentado varias veces ponerse en contacto con el duque de Hamilton, al que había conocido en Berlín en 1936, pero no había obtenido respuesta a sus cartas. El propio Hamilton negó enérgicamente, justificadamente al parecer, haber recibido las cartas y también negó la afirmación de Hess de que se habían conocido en las Olimpiadas de Berlín en 1936.
En agosto de 1940, cuando empezó a planear su propia intervención, Hess estaba profundamente decepcionado con la respuesta de los británicos a las «condiciones de paz» que había ofrecido Hitler. Era consciente, también, de que Hitler por entonces ya pensaba en atacar a la Unión Soviética incluso antes de que Gran Bretaña estuviera dispuesta a «entrar en razón» y aceptar las condiciones de paz. Así pues, la estrategia original estaba hecha pedazos. Hess creía que su papel era el de paladín más fiel del Führer, destinado a restablecer, gracias a su intervención personal, la posibilidad de salvar a Europa del bolchevismo, una oportunidad única desperdiciada sin motivo alguno por la «belicista» camarilla de Churchill que se había apoderado del gobierno británico. Hess obró sin que Hitler lo supiera, pero profunda (aunque equivocadamente) convencido de que estaba cumpliendo sus deseos.
VI
A mediados de mayo, después de una semana de preocupaciones por el asunto Hess, Hitler pudo empezar a prestar atención de nuevo a «Barbarroja». Pero al final de lo que había sido un mes turbulento, el Berghof se sumió aún más en el pesimismo cuando el 27 de mayo llegó la noticia de la pérdida del potente acorazado Bismarck, hundido en el Atlántico después de un intenso enfrentamiento con buques de guerra y aviones británicos. Unos 2.300 marineros se hundieron con el navío. A Hitler no le preocupaba la pérdida de vidas humanas. Dirigió su furia contra la cúpula de la armada por exponer innecesariamente el buque a un ataque enemigo, algo que le parecía un riesgo enorme para un beneficio potencialmente escaso.
Entretanto, los preparativos ideológicos para «Barbarroja» iban tomando forma rápidamente. Hitler no tenía nada más que hacer a ese respecto. Ya había establecido las directrices en marzo. Fue durante el mes de mayo cuando Heydrich reunió a los cuatro Einsatzgruppen («grupos operativos») que acompañarían al ejército en la Unión Soviética. Cada uno de los Einsatzgruppen estaba compuesto por entre 600 y 1.000 hombres (procedentes en su mayoría de las diferentes ramas de la organización policial, complementados por las Waffen-SS) y se dividía en cuatro o cinco Einsatzkommandos («fuerzas operativas») o Sonderkommandos («fuerzas especiales»). La mayor parte de los mandos intermedios tenía una buena educación. Entre ellos figuraban académicos muy capacitados, funcionarios, abogados, un pastor protestante e incluso un cantante de ópera. El alto mando procedía casi exclusivamente de la Policía de Seguridad y el SD. Al igual que los mandos de la Oficina Central de Seguridad del Reich, la mayoría eran hombres cultos, miembros de una generación demasiado joven para haber luchado en la Primera Guerra Mundial, que habían absorbido los ideales völkisch en las universidades alemanas en los años veinte. Durante la segunda mitad de mayo, los 3.000 hombres aproximadamente seleccionados para los Einsatzgruppen se congregaron en Pretzsch, al nordeste de Leipzig, donde la Escuela de la Policía de Frontera les serviría de base para la formación ideológica que duraría hasta el inicio de «Barbarroja». Heydrich se dirigió a ellos en varias ocasiones. Evitó ser muy preciso al describir los grupos que serían su objetivo cuando entraran en la Unión Soviética. No obstante, lo que quería decir estaba claro. Mencionó que los judíos eran el origen del bolchevismo en el este y que debían ser erradicados de acuerdo con los objetivos del Führer. Y les dijo que los funcionarios y militantes comunistas, los judíos, los gitanos, los saboteadores y los agentes secretos ponían en peligro la seguridad de las tropas y debían ser ejecutados inmediatamente. El 22 de junio todo estaba listo para que el torbellino genocida empezara a soplar.
«La operación Barbarroja sigue adelante —anotó Goebbels en su diario el 31 de mayo—. Ahora entra en acción la primera oleada de encubrimiento. Se está movilizando todo el aparato de Estado y militar. Sólo unas pocas personas están informadas del verdadero trasfondo». A los ministros del gobierno, salvo Goebbels y Ribbentrop, no se les informó de nada. El propio ministerio de Goebbels tuvo que exagerar el tema de la invasión de Gran Bretaña. Había que desplazar al oeste catorce divisiones del ejército para dar cierta apariencia de realidad a la charada.
Como parte del subterfugio de que cabía esperar alguna acción en el oeste mientras los preparativos para «Barbarroja» se desarrollaban a toda velocidad, Hitler concertó apresuradamente otro encuentro con Mussolini en el paso de Brenner para el 2 de junio. No sorprende que el Duce no pudiera entender la razón por la que se organizaban aquellas conversaciones apresuradamente. El socio del Eje más próximo a Hitler estaba representando involuntariamente su papel en un complejo farol.
Hitler no mencionó una sola palabra de «Barbarroja» a sus amigos italianos. El comunicado que se emitió simplemente afirmaba que el Führer y el Duce habían mantenido conversaciones amistosas sobre la situación política que duraron varias horas. El engaño había sido un éxito. Cuando se reunió con el embajador japonés Oshima al día siguiente de su entrevista con Mussolini, Hitler dejó caer una indirecta muy clara, que fue correctamente interpretada: que el conflicto con la Unión Soviética era inevitable en un futuro cercano. Pero el único estadista extranjero al que Hitler estaba dispuesto a divulgar algo más que insinuaciones fue al dirigente rumano, el mariscal Antonescu, cuando se reunió con él en Múnich el 12 de junio. Había que poner al corriente a Antonescu. Después de todo, Hitler confiaba en las tropas rumanas para que le apoyaran en el flanco sur. Antonescu estaba encantado de ayudar. Ofreció él mismo sus tropas sin que Hitler tuviera que pedírselo. Cuando llegara el 22 de junio, anunciaría a su pueblo una «guerra santa» contra la Unión Soviética. El señuelo de recuperar Besarabia y el norte de Bucovina, junto con la toma de partes de Ucrania, era lo suficientemente tentador para el dictador rumano.
El 14 de junio Hitler celebró su última gran conferencia militar antes del inicio de «Barbarroja». Los generales fueron llegando de forma escalonada a la cancillería del Reich para evitar sospechas de que se estaba tramando algo importante. Hitler expuso las razones para atacar Rusia. Una vez más, confesó su confianza en que la caída de la Unión Soviética induciría a Gran Bretaña a llegar a un acuerdo. Insistió en que la guerra era una guerra contra el bolchevismo. Los rusos lucharían duramente y opondrían una fuerte resistencia. Cabía esperar intensos ataques aéreos, pero la Luftwaffe lograría triunfos rápidos y facilitaría el avance de las fuerzas terrestres. Lo peor de la lucha habría pasado en unas seis semanas. Todos los soldados debían saber por qué estaban luchando: la destrucción del bolchevismo. Si se perdiera la guerra, Europa sería bolchevizada. A la mayoría de los generales les preocupaba la apertura de dos frentes de guerra; evitar esto había sido una premisa de la planificación militar, pero no pusieron la menor objeción. Brauchitsch y Halder no dijeron una sola palabra.
Dos días más tarde Hitler convocó a Goebbels en la cancillería del Reich para explicarle la situación (se le pidió que entrara por una puerta trasera a fin de no levantar sospechas). Le dijo que el ataque contra la Unión Soviética sería el más colosal de la historia. No se volvería a repetir lo de Napoleón (un comentario que quizá traicionaba precisamente aquellos miedos subconscientes a que se repitiera la historia). Le explicó que los rusos tenían entre 180 y 200 divisiones, aproximadamente las mismas que los alemanes, aunque no había comparación en cuanto a la calidad. Y el hecho de que estuvieran concentradas en las fronteras del Reich era una gran ventaja. «Serían fácilmente arrolladas». Hitler pensaba que «la acción» duraría unos cuatro meses. Goebbels calculaba que sería necesario menos tiempo. «El bolchevismo se derrumbará como un castillo de naipes», pensó.
El 21 de junio Hitler dictó la proclama al pueblo alemán que se leería al día siguiente. Para entonces parecía muy cansado y estaba sumamente nervioso, paseaba arriba y abajo, aprensivo, interesándose por pequeños detalles de la propaganda como las fanfarrias que iban a sonar en la radio para anunciar las victorias alemanas. Citó a Goebbels para que fuera a verle por la tarde. Hablaron de la proclama, a la que Goebbels añadió unas cuantas sugerencias. Caminaron arriba y abajo por la habitación durante tres horas. Probaron las nuevas fanfarrias durante una hora. Poco a poco Hitler se fue relajando algo. «El Führer se va librando de una pesadilla a medida que se acerca la decisión —anotó Goebbels—. Siempre le ocurre lo mismo». Una vez más, Goebbels volvió a mencionar la inevitabilidad del inminente conflicto, de la que Hitler ya se había convencido: «No queda más remedio que atacar —escribió resumiendo las ideas de Hitler—. El tumor cancerígeno debe ser extirpado. Stalin caerá». Hitler comentó que había estado trabajando desde el mes de julio anterior en los preparativos de lo que estaba a punto de suceder. Ahora había llegado el momento. Se había hecho cuanto se había podido. «Ahora se debe decidir la suerte de la guerra». A las dos y media, Hitler decidió por fin que era hora de dormir un rato. Estaba previsto que «Barbarroja» comenzara una hora más tarde.
Goebbels estaba demasiado nervioso para seguir su ejemplo. A las cinco y media, dos horas después de que las armas alemanas hubieran abierto fuego en todas las fronteras, sonaron las nuevas fanfarrias en las radios alemanas. Goebbels leyó la proclama de Hitler. Equivalía a una prolija justificación pseudohistórica de la acción preventiva alemana. Los gobernantes judeobolcheviques de Moscú habían tratado, durante dos decenios, de destruir no sólo Alemania, sino toda Europa. Afirmaba que Hitler se había visto obligado, debido a la política británica de cerco, a dar el amargo paso de entrar en el pacto de 1939. Pero desde entonces la amenaza soviética había aumentado. En aquel momento había 160 divisiones rusas concentradas en las fronteras alemanas. «Por tanto, ha llegado la hora —anunció Hitler— de responder a esta conspiración de los belicistas judeoanglosajones y de los dirigentes también judíos del cuartel general bolchevique de Moscú». Una proclama ligeramente enmendada fue enviada a los soldados que se apiñaban en la frontera y marchaban hacia Rusia.
El 21 de junio, Hitler había redactado por fin una carta a su principal aliado, Benito Mussolini, en la que le explicaba y justificaba con retraso sus razones para atacar a la Unión Soviética. Hitler terminaba la carta con frases que, como sus comentarios a Goebbels, permiten comprender su mentalidad en vísperas de la titánica contienda: «Para concluir, déjeme que le diga otra cosa, Duce. Como he tenido que luchar para tomar esta decisión, vuelvo a sentirme espiritualmente libre. La asociación con la Unión Soviética, pese a la total sinceridad de los esfuerzos por conseguir una conciliación definitiva, fue a menudo muy molesta para mí, ya que de un modo u otro me parecía que suponía una ruptura con mi propio origen, mis conceptos y mis antiguas obligaciones. Ahora estoy muy contento de haberme liberado de esos tormentos mentales».
Empezaba la guerra más destructiva y brutal de la historia de la humanidad. Era la guerra que Hitler había estado deseando desde los años veinte: la guerra contra el bolchevismo. Era la gran confrontación. Había llegado hasta ella dando un rodeo, pero, finalmente, la guerra de Hitler estaba ahí: era una realidad.