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UNA SUERTE ENDEMONIADA
I
La prehistoria del intento de asesinato de Hitler perpetrado el 20 de julio de 1944 era larga y se remontaba a la crisis de los Sudetes de 1938. Las complejas tramas de aquella prehistoria contenían en no poca medida unas profundas manifestaciones y combinaciones de valores sumamente éticos y un sentido trascendente del deber moral, códigos de honor, idealismo político, convicciones religiosas, valor personal, extraordinario altruismo, profunda humanidad y un amor a la patria que estaba a años luz del chovinismo nazi. Esa prehistoria también estaba plagada (¿cómo podría haber sido de otro modo, dadas las circunstancias?) de desacuerdos, dudas, equivocaciones, errores de cálculo, dilemas morales, falta de visión de futuro, indecisión, discrepancias ideológicas, enfrentamientos personales, torpe organización, desconfianza y pura mala suerte.
El acto de un asesino en solitario, el carpintero suabo Georg Elser, quien no había compartido la indecisión de quienes actuaban desde dentro de las altas esferas del régimen, había estado a punto de acabar con Hitler en la Bürgerbräukeller la noche del 8 de noviembre de 1939. Sólo la suerte había salvado a Hitler en aquella ocasión. Con los grupos de resistencia clandestinos de izquierda debilitados, aislados y sin acceso a los pasillos del poder, aunque no eliminados del todo, la única esperanza de derrocar a Hitler residía en quienes ocupaban cargos con cierto poder o influencia en el propio régimen.
La participación en el gobierno nazi en sí creaba, como es natural, ambivalencia entre los personajes secundarios de la conspiración. Romper un juramento de lealtad era un asunto serio incluso para aquellos cuya aversión por Hitler era evidente. Los valores prusianos constituían, en este caso, una espada de doble filo: el profundo sentido de la obediencia a la autoridad y de servicio al Estado chocaba con un sentimiento igual de profundo de deber para con Dios y la patria. El que en un individuo triunfara uno u otro (ya fuera la aceptación con pesadumbre de servir a un jefe de Estado al que se consideraba legítimo pero se detestaba, o el rechazo de dicha lealtad en aras de lo que se consideraba un bien mayor en caso de que el jefe de Estado estuviera llevando el país a la ruina) era una cuestión de conciencia y opinión. Se podían dar y se daban ambas reacciones.
Aunque hubo numerosas excepciones a una generalización amplia, las diferencias generacionales también influyeron. Por ejemplo, la generación más joven de oficiales era más propensa a sopesar la idea de participar activamente en un intento de derrocamiento del jefe de Estado que quienes ya habían alcanzado los rangos de general o mariscal de campo. Esta idea ya estaba implícita en un comentario del hombre que organizaría el atentado contra la vida de Hitler en julio de 1944, el coronel Claus Schenk Graf von Stauffenberg: «Como hasta la fecha los generales no han conseguido nada, ahora tienen que intervenir los coroneles». Por otra parte, las opiniones sobre la moralidad de asesinar al jefe de Estado (en medio de una lucha externa de proporciones titánicas contra un enemigo cuya victoria ponía en peligro la propia existencia del Estado alemán) variaban fundamentalmente por razones éticas, no simplemente generacionales. Cualquier ataque contra el jefe de Estado constituía, desde luego, alta traición. Pero, en una guerra, diferenciar esto de la traición a la patria, de venderse al enemigo, era principalmente una cuestión de convicción personal y peso relativo de los valores morales. Y eran sólo unos pocos los que se hallaban en condiciones de acumular experiencias de flagrante crueldad detalladas y de primera mano al tiempo que disponían de medios para llevar a cabo el derrocamiento de Hitler. Y aún eran menos los que estaban dispuestos a actuar.
Además de las consideraciones éticas, estaba el miedo existencial a las terribles consecuencias (para las familias así como para los individuos) si se descubría la complicidad en una conspiración para derrocar al jefe del Estado e instigar un golpe. No cabe duda de que esto bastaba para disuadir a muchos que simpatizaban con los objetivos de los conspiradores, pero no estaban dispuestos a involucrarse. Sin embargo, no sólo disuadían el miedo constante a ser descubierto o los riesgos físicos. Estaba también el aislamiento de la resistencia. Participar en la conspiración contra Hitler, incluso coquetear con la idea, suponía aceptar el distanciamiento interior de amigos, colegas, camaradas, entrar en un mundo nebuloso sumamente peligroso, un mundo de aislamiento social, ideológico e incluso moral.
Aparte de la evidente necesidad, en un Estado policial terrorista, de minimizar los riesgos mediante el máximo secretismo, los conspiradores eran muy conscientes de la falta de apoyo popular. Incluso en esta coyuntura, cuando aumentaban los desastres militares y se avecinaba la catástrofe definitiva, el respaldo fanático a Hitler no había cesado y, aunque fuera una tendencia minoritaria, seguía dando muestras de una fuerza y una resistencia extraordinarias. Era probable que quienes seguían vinculados al agonizante régimen, habían invertido en él, se habían comprometido con él, habían quemado sus naves con él y seguían creyendo de verdad en el Führer no se detuvieran ante nada, a medida que aumentaba la adversidad, a la hora de reprimir desenfrenadamente cualquier muestra de oposición. Pero aparte de los fanáticos, había muchos otros que (ingenuamente o como resultado de una profunda reflexión) creían que no sólo era un error, sino que era algo despreciable y una traición socavar al propio país estando en guerra. Stauffenberg resumió así el dilema de los conspiradores pocos días antes de colocar una bomba en la Guarida del Lobo: «Es hora de hacer algo. Pero el hombre que tenga el valor de hacer algo debe hacerlo sabiendo que pasará a la historia de Alemania como un traidor. Sin embargo, si no lo hace, será un traidor de su propia conciencia».
Como esto sugiere, la necesidad de evitar una leyenda de puñalada por la espalda como la que surgió al final de la Primera Guerra Mundial y dejó un legado tan funesto para la malhadada República de Weimar era una carga y un motivo de inquietud constantes para quienes habían decidido, a veces con pesadumbre, que el futuro de Alemania dependía de su capacidad para derrocar a Hitler, violentamente o no, constituir un nuevo gobierno y negociar la paz. Les preocupaban las consecuencias de derrocar a Hitler y que pareciera que apuñalaban por la espalda el esfuerzo bélico tras una gran catástrofe, incluso cuando la victoria final se había vuelto ya una quimera. Los conspiradores, en lugar de controlar el momento del golpe, dejaron que dependiera de contingencias que, como es lógico, no podían organizar.
Cuando por fin llegó el golpe, con la invasión consolidada en el oeste y el Ejército Rojo presionando en las fronteras del Reich en el este, los propios conspiradores reconocieron que habían desperdiciado la oportunidad de influir con su acto en el posible desenlace de la guerra. Como lo expresó uno de sus impulsores clave, el general de división Henning von Tresckow, jefe del estado mayor del segundo ejército en la sección meridional del frente oriental desde finales de 1943: «No se trata ya del objetivo práctico, sino de mostrar al mundo y la historia que el movimiento de resistencia alemán se ha atrevido, arriesgando su vida, a asestar el golpe decisivo. Cualquier otra cosa no importa lo más mínimo al lado de eso».
II
Todas las posibilidades de oposición a Hitler se habían desvanecido tras la sorprendente sucesión de triunfos militares que se produjo entre el otoño de 1939 y la primavera de 1941. Después, a raíz de la promulgación de la tristemente célebre ley de los comisarios, que ordenaba liquidar a los comisarios políticos del Ejército Rojo capturados, había sido Tresckow, primer oficial del estado mayor del mariscal de campo Von Bock en el Grupo de Ejércitos Centro, quien había sido decisivo para revitalizar las ideas de la resistencia entre una serie de oficiales que estaban en el frente, algunos de ellos elegidos expresamente por su postura contraria al régimen. Tresckow, nacido en 1901, alto, calvo, de carácter serio, un militar profesional y un ferviente defensor de los valores prusianos, frío y reservado, pero al mismo tiempo con una personalidad imponente y enérgica, de una modestia encantadora pero una determinación de hierro, había sido un admirador de Hitler al principio, pero pronto se había convertido en un implacable detractor de las políticas ilegales e inhumanas del régimen. Entre los militares a los que Tresckow logró llevar al Grupo de Ejércitos Centro figuraban estrechos aliados suyos en la conspiración que se estaba tramando contra Hitler, entre los que destacaban Fabian von Schlabrendorff (seis años más joven que Tresckow y con estudios de derecho, que haría de enlace entre el Grupo de Ejércitos Centro y otros focos de la conspiración) y Rudolph-Christoph Freiherr von Gersdorff, nacido en 1905, militar profesional y un crítico acérrimo de Hitler, que por entonces ocupaba un puesto clave en los servicios secretos del Grupo de Ejércitos Centro. Sin embargo, los intentos de convencer a Bock y a los otros dos comandantes del grupo del frente oriental, Rundstedt y Leeb, para que se enfrentaran a Hitler y rechazaran sus órdenes fracasaron. Cualquier perspectiva realista de una oposición en el frente se esfumó hasta finales de 1942. Entonces, en plena crisis de Stalingrado, Tresckow, que consideraba a Hitler el responsable de la ruina segura de Alemania, se mostró dispuesto a asesinarle.
A lo largo de 1942 habían empezado a revivir dentro de Alemania una serie de focos de la oposición, militar y civil, que se encontraban prácticamente inactivos. La brutalidad de la lucha en el frente oriental y, en vista de la crisis del invierno de 1941-1942, la magnitud del desastre hacia el que Hitler estaba conduciendo a Alemania habían revitalizado la idea, todavía muy poco definida, de que había que hacer algo. Ludwig Beck (antiguo jefe del estado mayor del ejército), Carl Goerdeler (antiguo comisario de precios del Reich), Johannes Popitz (ministro de Finanzas de Prusia) y Ulrich von Hassell (antiguo embajador alemán en Roma), todos ellos relacionados con la conspiración anterior a la guerra, se volvieron a reunir en Berlín en marzo de 1942, pero decidieron que todavía no había muchas posibilidades. Aun así, acordaron que Beck fuera el eje central de la embrionaria oposición. Poco después se celebraron reuniones con el coronel Hans Oster (jefe de la oficina central que se ocupaba del servicio de espionaje en el extranjero del Abwehr e impulsor de la conspiración de 1938, que había filtrado los planes de invasión de Alemania a Holanda en 1940) y con Hans von Dohnanyi, un jurista que también había desempeñado un importante papel en la conspiración de 1938 y que, al igual que Oster, utilizaba su puesto en el servicio de espionaje del Abwehr para entablar contactos con oficiales con tendencias opositoras. Por esa misma época, Oster forjó un estrecho vínculo con un nuevo e importante miembro de los grupos opositores: el general Friedrich Olbricht, jefe de la oficina general del ejército en Berlín. Olbricht, nacido en 1888 y militar de carrera, no buscaba acaparar la atención. Era la personificación del general de despacho, el organizador, el administrador militar. Pero había sido excepcional por su actitud a favor de Weimar antes de 1933 y, posteriormente (impulsado principalmente por sentimientos cristianos y patrióticos), por su coherente postura en contra de Hitler, incluso en medio del júbilo por los triunfos en política exterior de los años treinta y las victorias de la primera fase de la guerra. Su papel sería el de planificador del golpe de Estado que seguiría al exitoso asesinato de Hitler.
Cuando la crisis de Stalingrado se agravó hacia finales de 1942, Tresckow (al que más tarde describió la Gestapo como «sin duda una de las fuerzas impulsoras y el “espíritu maligno” de los círculos golpistas» y al que supuestamente Stauffenberg llamaba su «maestro») empezó a presionar para asesinar a Hitler sin dilación. Se había convencido de que no se podía esperar nada de la cúpula militar en la ejecución del golpe. «Sólo cumplirían una orden», era su opinión. Decidió ser él mismo quien se ocupara de la «ignición», que era como los conspiradores llamaban al asesinato de Hitler que conduciría a la eliminación de la jefatura nazi y la toma del poder. Tresckow ya había encargado en el verano de 1942 a Gersdorff que consiguiera los explosivos adecuados. Olbricht, mientras tanto, coordinaba los contactos con los demás conspiradores de Berlín y sentaba las bases para un golpe que se perpetraría en marzo de 1943. Los planes de ocupar cargos civiles y militares importantes en Berlín y otras grandes ciudades eran, básicamente, similares a los que se seguirían en julio de 1944.
Uno de los problemas evidentes era cómo acercarse lo suficiente a Hitler para poder asesinarle. Los movimientos de Hitler eran impredecibles. A mediados de febrero de 1943 una agenda poco fiable había frustrado la tentativa de dos oficiales, el general Hubert Lanz y el general de división Hans Speidel, de arrestar a Hitler durante una visita que tenía prevista al cuartel general del Grupo de Ejércitos B en Poltava. La visita no se llegó a realizar. Mientras tanto, la seguridad personal de Hitler se había reforzado considerablemente. Siempre estaba rodeado de sus guardaespaldas de las SS, con las pistolas listas, y siempre se desplazaba con su propio chófer, Erich Kempka, en una de sus limusinas, que estaban estacionadas en diferentes lugares del Reich y de los territorios ocupados. Y Schmundt, el edecán de la Wehrmacht de Hitler, les había contado a Tresckow y Gersdorff que Hitler llevaba un chaleco y un sombrero antibalas. Esto les acabó de convencer de que eran pocas las posibilidades de que la persona elegida para cometer el asesinato tuviera tiempo de sacar la pistola, apuntar con precisión y asegurarse de que el disparo matara a Hitler.
No obstante, se hicieron preparativos para matar a Hitler durante una visita al cuartel general del Grupo de Ejércitos Centro en Smolensk el 13 de marzo. Este plan fue descartado, ya que cabía la posibilidad de que el mariscal de campo Von Kluge, el comandante del Grupo de Ejércitos Centro y otros oficiales de alto rango murieran con Hitler. Tresckow retomó el plan original de matar a Hitler con una bomba. Durante la comida en la que, de haberse puesto en práctica los planes originales, se habría disparado a Hitler, Tresckow le pidió a uno de los miembros del séquito del Führer, el teniente coronel Heinz Brandt, que viajaba en el avión de Hitler, que le llevara un paquete de su parte al coronel Hellmuth Stieff, del alto mando del ejército. El paquete parecía contener dos botellas de coñac, pero, en realidad, se trataba de las dos partes de la bomba que había construido Tresckow.
Schlabrendorff llevó el paquete al aeródromo y se lo entregó a Brandt justo cuando éste subía al Cóndor de Hitler, que estaba a punto de despegar. Momentos antes, Schlabrendorff había accionado la cápsula que debía activar el detonador a los treinta minutos. Cabía esperar que Hitler estallara por los aires poco antes de que el avión llegara a Minsk. Schlabrendorff regresó lo antes posible al cuartel general e informó a la oposición de Berlín en el Abwehr de que había comenzado la «ignición» del golpe. Pero no llegaban noticias de la explosión. La tensión en el grupo de Tresckow era palpable. Horas más tarde, se enteraron de que Hitler había aterrizado sano y salvo en Rastenburgo. Schlabrendorff transmitió a Berlín la palabra en clave que indicaba que el atentado había fracasado. El porqué no se había producido la explosión era un misterio. Es probable que el intenso frío hubiera impedido la detonación. Para los nerviosos conspiradores, las cavilaciones sobre la posible causa del fallo pasaron a un segundo plano ante la necesidad vital de recuperar el paquete que les incriminaba. A la mañana siguiente Schlabrendorff se trasladó en avión hasta el alto mando del ejército llevando dos botellas de coñac auténticas, recuperó la bomba, abrió con cuidado el paquete con una hoja de afeitar y, con gran alivio, la desactivó. Una profunda decepción, mezclada con alivio, se apoderó de la oposición por haber perdido aquella oportunidad.
Sin embargo, enseguida se presentó otra ocasión. Gersdorff tenía la posibilidad de asistir al «Día de los Héroes», que se celebraría en Berlín el 21 de marzo de 1943, y manifestó que estaba dispuesto a sacrificar su propia vida para matar a Hitler con una bomba durante la ceremonia. El atentado se cometería mientras Hitler estuviera visitando la exposición del botín de guerra capturado a los soviéticos, una visita concebida para llenar el tiempo entre la ceremonia en el Zeughaus (el antiguo arsenal en el centro de Berlín) y la colocación de la corona en el cenotafio exterior. Gersdorff se colocó a la entrada de la exposición, en las dependencias del Zeughaus. Levantó el brazo derecho para saludar a Hitler mientras el dictador entraba y, en ese mismo momento, presionó con la mano izquierda el detonador de la bomba. El mejor detonador que había podido encontrar tardaba diez minutos. Esperaba que Hitler estuviera en la exposición durante media hora, tiempo más que suficiente para que la bomba estallara. Pero ese año Hitler, por miedo a un bombardeo aéreo de los aliados, recorrió la exposición a toda prisa, sin apenas mirar el material expuesto para él, y ya estaba fuera al cabo de dos minutos. Gersdorff ya no pudo seguirle. Buscó los lavabos más cercanos y desactivó hábilmente la bomba.
Una vez más, una suerte asombrosa había acompañado a Hitler. El ambiente depresivo y la conmoción que imperaban después de Stalingrado probablemente también constituían el mejor momento psicológico posible para perpetrar un golpe de Estado contra él. Un golpe exitoso en aquel momento podría haber supuesto una posibilidad de dividir a los aliados, pese a la estrategia de «rendición incondicional» que habían anunciado recientemente. De todos modos, la eliminación de la jefatura nazi y la oferta de capitular en el oeste que pretendía Tresckow habrían planteado a los aliados occidentales el dilema de si responder o no a las ofertas de paz.
Los aliados habían estado rechazando sistemáticamente las tentativas de acercamiento de los grupos opositores desde hacía tiempo. La cúpula militar británica consideraba a la resistencia (y los estadounidenses compartían esta opinión) poco más que un estorbo. Creían que un golpe de Estado exitoso desde dentro podría poner en peligro la alianza con la Unión Soviética (exactamente la estrategia que los conspiradores perseguían) y causaría problemas a la hora de establecer el orden de posguerra en Alemania. Con la guerra claramente a su favor, los aliados estaban menos dispuestos que nunca a hacer caso a una oposición interna que parecía que hablaba mucho pero no conseguía nada y que, además, abrigaba esperanzas de mantener algunas de las ganancias territoriales que había logrado Hitler.
Sin duda, éste era el caso de algunos de los miembros más viejos del grupo nacionalista conservador que se alineaba con Goerdeler, cuya ruptura con Hitler ya se había producido a mediados de los años treinta. Despreciaban la barbarie del régimen nazi, pero estaban deseando que Alemania recuperara su posición como una gran potencia y seguían creyendo que el Reich debía dominar Europa central y oriental. En cuanto a la política interior, sus ideas eran básicamente (pese a diferencias de matices) oligárquicas y autoritarias. Eran partidarios de que se restaurara la monarquía y del derecho a voto limitado en comunidades con autogobierno, basadas en los valores de la familia cristiana, la encarnación de la verdadera «comunidad nacional», que los nazis habían corrompido.
Las ideas de Goerdeler y sus estrechos colaboradores, cuya edad, mentalidad y educación les inclinaban a mirar hacia atrás en busca de gran parte de su inspiración, al Reich anterior a 1914, no tenían muy buena acogida entre un grupo de una generación más joven (nacidos sobre todo durante la primera década del siglo XX), que había adquirido una identidad común gracias a su rotunda oposición a Hitler y su régimen. A este grupo, cuyos dirigentes eran en su mayoría de origen aristocrático, se le llegó a conocer como «el Círculo de Kreisau», una expresión acuñada por la Gestapo y tomada de la finca de Silesia donde el grupo celebró algunas reuniones. La finca pertenecía a uno de sus personajes más destacados, Helmuth James Graf von Moltke, nacido en 1907, con estudios de derecho, un gran admirador de las tradiciones británicas y descendiente del famoso jefe del estado mayor del ejército prusiano en la época de Bismarck. Las ideas del Círculo de Kreisau para establecer un «nuevo orden» después de Hitler se remontaban en embrión a 1940, cuando las desarrollaron por primera vez Moltke y su amigo íntimo y pariente Peter Graf Yorck von Wartenburg, tres años más joven y también con estudios de derecho, uno de los fundadores del grupo y con buenos contactos con la oposición militar. Ambos se habían opuesto al nazismo y su flagrante inhumanidad desde un principio. En 1942-1943 lograron atraer a sus reuniones en Kreisau y en Berlín a una serie de amigos y colaboradores con ideas similares, de todas las clases sociales y confesiones religiosas, entre los que figuraban el antiguo Oxford Rhodes Scholar y portavoz de política exterior del grupo, Adam von Trott zu Solz, el socialdemócrata Carlo Mierendorff, el pedagogo socialista Adolf Reichwein, el sacerdote jesuita Alfred Delp y el pastor protestante Eugen Gerstenmaier.
El Círculo de Kreisau se inspiraba mucho en el idealismo del movimiento juvenil alemán, las filosofías socialista y cristiana, y las experiencias de la miseria de posguerra y el auge del nacionalsocialismo. Moltke, Yorck y sus socios (a diferencia del grupo de Goerdeler) no tenían ningún deseo de mantener la hegemonía alemana en el continente. Más bien pensaban en un futuro en el que la soberanía nacional (y las ideologías nacionalistas que la sustentaban) cediera el paso a una Europa federal que siguiera, en parte, el modelo de los Estados Unidos de América. Eran muy conscientes de que Alemania tendría que hacer importantes concesiones territoriales, además de pagar algún tipo de indemnización a los pueblos de Europa que tanto habían sufrido bajo el régimen nazi. Su concepto de una nueva forma de Estado se basaba principalmente en los ideales sociales y cristianos alemanes, y aspiraban a la democratización desde abajo, a través de comunidades con autogobierno basadas en la justicia social, garantizada por un Estado central que fuera poco más que una organización madre para los intereses localizados y particularizados dentro de una estructura federal.
Estas ideas eran inevitablemente utópicas. El Círculo de Kreisau no tenía armas para defenderlas y tampoco tenía acceso a Hitler. Dependía del ejército para actuar. Moltke, que se oponía al asesinato, y sobre todo Yorck, presionaron en numerosas ocasiones para que se llevara a cabo un golpe de Estado que derrocara a Hitler. Esto todavía no resolvía la cuestión de cómo derrocar a Hitler y de quién debía hacerlo. Más que las visiones utópicas de un futuro orden político y social, ésta era la cuestión principal que seguía preocupando a Tresckow y a los demás oficiales que se habían comprometido con la oposición. El problema se complicó aún más, si cabe, durante el verano y el otoño de 1943. La esperanza de que Manstein pudiera comprometerse con la oposición se vio totalmente truncada en el verano. «Los mariscales de campo prusianos no se amotinan», fue su lapidaria respuesta a los tanteos de Gersdorff. Manstein al menos fue honesto y franco. Kluge, por el contrario, dio una de cal y otra de arena, ofreciendo primero su apoyo a Tresckow y Gersdorff, y después retirándoselo. No había nada que hacer en ese sentido, aunque los miembros de la oposición siguieran aferrados a la ilusión de que en el fondo Kluge estaba de su parte.
Hubo otros contratiempos. Por entonces Beck estaba gravemente enfermo. Y Fritz-Dietlof Graf von der Schulenburg (un abogado de formación que tras simpatizar al principio con el nacionalsocialismo y ocupar una serie de altos cargos administrativos en el régimen se había convertido en enlace entre la oposición militar y la civil) fue interrogado como sospechoso de estar involucrado en planes para perpetrar un golpe de Estado, aunque más tarde le pusieron en libertad. A otros, entre ellos a Dietrich Bonhoeffer, el pastor evangélico de ideas radicales, también los detuvieron cuando los tentáculos de la Gestapo amenazaron con envolver a los principales personajes de la resistencia. Y lo que fue aún peor: Hans von Dohnanyi y Hans Oster, del Abwehr, fueron detenidos en abril, en principio por supuestas irregularidades con divisas, aunque esto despertó sospechas sobre su implicación en la oposición política. El jefe del Abwehr, el almirante Canaris, un embaucador profesional, consiguió durante algún tiempo despistar a los agentes de la Gestapo, pero el Abwehr ya no podía seguir siendo un centro de la resistencia. En febrero de 1944 el departamento de exteriores, del que había estado a cargo Oster, fue incorporado a la Oficina Central de Seguridad del Reich y Canaris, pese a ser un personaje poco fiable para la oposición, fue puesto bajo arresto domiciliario.
Tresckow trabajaba infatigablemente para impulsar los planes del atentado contra Hitler, en parte mientras estaba de permiso en Berlín. Pero en octubre de 1943 fue destacado al frente al mando de un regimiento, lejos de su influyente puesto anterior en el cuartel general del Grupo de Ejércitos Centro. De todos modos, al mismo tiempo Kluge resultó herido en un accidente automovilístico y fue sustituido por el mariscal de campo Ernst Busch, un firme partidario de Hitler, por lo que ya se podía descartar por completo cualquier intento de asesinato desde el Grupo de Ejércitos Centro. En ese momento, Olbricht recuperó la idea, que ya se había sopesado anteriormente pero a la que nunca se había dado importancia, de perpetrar tanto el atentado contra Hitler como el golpe posterior no mediante el ejército del frente, sino desde el cuartel general de la reserva de Berlín. Hasta entonces había sido un importante problema encontrar a un asesino con acceso a Hitler. Ahora tenían uno a mano.
Claus Schenk Graf von Stauffenberg procedía de una aristocrática familia suaba. Nacido en 1907, era el benjamín de tres hermanos y creció influido por el catolicismo, aunque su familia no era practicante, y por un movimiento juvenil. Se sentía especialmente atraído por las ideas del poeta Stefan George, al que por entonces un influenciable círculo de jóvenes admiradores tenía en gran estima, extrañamente cautivados por su vago misticismo cultural neoconservador que abjuraba de la estéril vida burguesa y abogaba por una nueva elite imbuida de esteticismo aristocrático, piedad y hombría. Como muchos jóvenes oficiales, al principio Stauffenberg se sintió atraído por algunos aspectos del nacionalsocialismo (en gran parte por su insistencia en el valor de unas fuerzas armadas fuertes y su política exterior contraria a Versalles), pero se oponía a su antisemitismo racial y, tras la crisis Blomberg-Fritsch de principios de 1938, se fue mostrando cada vez más crítico con Hitler y su ansias de guerra. Aun así, cuando sirvió en Polonia despreciaba al pueblo polaco, aprobaba la colonización del país y se entusiasmó con la victoria alemana. Todavía se mostró más alborozado tras los asombrosos triunfos de la campaña occidental y daba la impresión de que había cambiado de opinión sobre Hitler.
No obstante, la creciente barbarie del régimen le horrorizaba. A finales de la primavera de 1942 se volvió irremediablemente en contra de Hitler, influido por los incontrovertibles relatos de primera mano de las matanzas de judíos ucranianos efectuadas por hombres de las SS. Al enterarse, Stauffenberg llegó a la conclusión de que había que derrocar a Hitler. En abril de 1943, mientras servía en el norte de África con la décima división Panzer, resultó gravemente herido: perdió el ojo derecho, la mano derecha y dos dedos de la mano izquierda. Poco después de que le dieran de alta en el hospital, en agosto, mientras hablaba con Friedrich Olbricht sobre un nuevo cargo como jefe del estado mayor de la Oficina General de Guerra en Berlín, éste le tanteó para ver si quería unirse a la resistencia. No había muchas dudas de cuál sería su respuesta. Ya había llegado a la conclusión de que la única forma de librarse de Hitler era matándole.
A principios de septiembre, Stauffenberg ya había conocido a los principales personajes de la oposición. Como Tresckow, era un hombre de acción, un organizador más que un teórico. En otoño de 1943 discutió con Tresckow sobre la mejor forma de asesinar a Hitler y sobre la cuestión, distinta pero relacionada, de la organización del golpe de Estado posterior. Para apoderarse del Estado se les ocurrió la idea de reformular un plan operativo, cuyo nombre en clave era «Valquiria», que ya había elaborado Olbricht y había aprobado Hitler para movilizar al ejército de reserva dentro de Alemania en caso de que hubiera graves disturbios internos. Antes de mediados de octubre Tresckow ya había redactado un detallado borrador. Preveía un atentado, perpetrado por la decimoctava división de artillería del Grupo de Ejércitos Centro, no sólo contra Hitler, sino también contra Himmler, Göring y Ribbentrop, que tendría lugar en sus respectivos cuarteles en Prusia Oriental. El golpe se pondría en marcha con la declaración de que «elementos traidores de las SS y el partido estaban intentando aprovecharse de la situación para apuñalar por la espalda la dura lucha [del ejército] en el frente oriental y hacerse con el poder para sus propios fines», exigiendo la proclamación de la ley marcial. El propósito de «Valquiria» había sido proteger al régimen; ahora se había convertido en una estrategia para derrocarlo.
Sin embargo, la puesta en marcha de «Valquiria» planteaba dos problemas, ya que el nuevo destino al que se incorporó Tresckow a mediados de octubre hacía que el golpe tuviera que ser dirigido desde Berlín, no desde el Grupo de Ejércitos Centro. El primero era que, dado que habían cambiado las circunstancias, la orden debía darla el jefe del ejército de reserva. Éste era el coronel general Friedrich Fromm, nacido en 1888 en una familia protestante con fuertes tradiciones militares, un hombre corpulento, de carácter bastante reservado y firmemente convencido de que el ejército era el garante de la posición de Alemania como potencia mundial. Fromm no era un firme partidario de Hitler, sino alguien que no tomaba partido y no se comprometía debido a su cauto deseo de no descartar ninguna opción y respaldar a quien ganara, fuera el régimen o los golpistas, una política que con el tiempo se volvería en su contra. El otro problema era, de nuevo, el del acceso a Hitler. Tresckow había llegado a la conclusión de que sólo se podrían soslayar la imprevisibilidad de la agenda de Hitler y las fuertes medidas de seguridad que le rodeaban si el atentado se cometía en el cuartel general del Führer. El problema era encontrar a alguien dispuesto a perpetrar el atentado que tuviera algún motivo para estar cerca de Hitler en el cuartel general del Führer.
Stauffenberg, que había aportado nuevo dinamismo al decreciente impulso de la oposición, quería que el atentado contra Hitler se cometiera a mediados de noviembre. ¿Pero quién lo perpetraría? Dos oficiales a los que Stauffenberg tanteó rehusaron hacerlo. Había que posponerlo. Mientras tanto, Stauffenberg conoció al capitán Axel Freiherr von dem Bussche, cuyo valor en combate le había reportado la Cruz de Hierro de Primera Clase, entre otras condecoraciones. Bussche había sido testigo del fusilamiento en masa de miles de judíos en Ucrania en octubre de 1942 y la experiencia le había marcado profundamente, por lo que se mostraba a favor de cualquier perspectiva de eliminar a Hitler y su régimen. Estaba dispuesto a sacrificar su propia vida detonando una granada mientras el Führer visitaba una exposición de nuevos uniformes.
La mala suerte seguía desbaratando todos los planes. La exposición de uniformes, que debía celebrarse en diciembre de 1943, tuvo que ser cancelada porque el tren que llevaba los uniformes fue alcanzado durante un bombardeo aéreo y los uniformes fueron destruidos. Antes de que Bussche pudiera intentarlo de nuevo, resultó gravemente herido en el frente oriental en enero de 1944 y perdió una pierna, por lo que fue descartado de los planes de Stauffenberg.
El teniente Ewald Heinrich von Kleist, hijo de Ewald von KleistSchmenzin, terrateniente prusiano y detractor de Hitler desde hacía mucho tiempo, afirmó estar dispuesto a sustituirle. Se preparó todo para la visita que debía hacer Hitler a la exposición de uniformes a mediados de febrero, pero una vez más fue cancelada.
No obstante, surgió otra oportunidad cuando Rittmeister Eberhard von Breitenbuch, edecán del mariscal de campo Busch (el sucesor de Kluge como comandante en jefe del Grupo de Ejércitos Centro), que ya tenía conocimiento de los planes para eliminar a Hitler, tuvo ocasión de acompañar a Busch a una sesión informativa en el Berghof el 11 de marzo de 1944. Breitenbuch se había mostrado dispuesto a disparar a Hitler en la cabeza. Llevaba su pistola Browning en el bolsillo trasero, lista para disparar en cuanto tuviera a Hitler cerca. Pero en aquella ocasión no se permitió entrar a la reunión a los edecanes. La suerte volvía a estar de parte de Hitler.
Incluso Stauffenberg empezó a desanimarse, sobre todo cuando los aliados occidentales consiguieron afianzar su posición en suelo francés. Para entonces la Gestapo ya le seguía la pista a la oposición; una serie de arrestos de personajes destacados ya indicaban que el peligro se había intensificado. ¿No sería mejor aguardar la inevitable derrota? ¿No sería incluso un golpe con éxito contra Hitler un gesto prácticamente inútil? Tresckow dio la respuesta: era crucial que se ejecutara el golpe, que el resto del mundo viera que había un movimiento de resistencia alemán dispuesto a derrocar a un régimen tan terrible aun a costa de las vidas de sus miembros.
Se presentó una última oportunidad. El 1 de julio de 1944, Stauffenberg, que había ascendido a coronel, fue nombrado jefe del estado mayor de Fromm, lo que, en la práctica, equivalía a su segundo. Esto le proporcionaba lo que hasta entonces no había podido tener: acceso a Hitler en las sesiones informativas relacionadas con el ejército interior. Ya no necesitaba buscar a nadie para perpetrar el asesinato. Podía hacerlo él mismo.
El problema de que Stauffenberg asumiera el papel de asesino era que le necesitaban al mismo tiempo en Berlín para organizar el golpe desde el cuartel general del ejército de reserva. Esa doble función hacía que las posibilidades de fracasar aumentaran. No era la situación ideal, pero había que asumir el riesgo.
El 6 de julio Stauffenberg estuvo presente por primera vez, en su condición del jefe del estado mayor de Fromm, en una sesión informativa de dos horas en el Berghof. Llevaba consigo explosivos. Pero, al parecer, no se presentó la ocasión adecuada. Fuera cual fuera la razón, aquella vez no lo intentó. Impaciente por actuar, Stauffenberg decidió intentarlo en su siguiente visita al Berghof, cinco días más tarde. Pero la ausencia de Himmler, al que los conspiradores querían eliminar junto con Hitler, le disuadió. Una vez más, no sucedió nada. El 15 de julio, cuando se encontraba de nuevo en el cuartel general del Führer (que en aquel momento se había trasladado a la Guarida del Lobo en Prusia Oriental), Stauffenberg estaba decidido a actuar. De nuevo, no sucedió nada. Al parecer, lo más probable es que no hubiera podido preparar la carga a tiempo para la primera de las tres sesiones de aquella tarde. Mientras se celebraba la segunda reunión breve, telefoneó a Berlín para consultar si debía seguir adelante con el atentado en caso de que no estuviera Himmler. Y durante la tercera sesión participó directamente en la presentación, lo que le impidió poder cebar la bomba y perpetrar el atentado. Esta vez Olbricht llegó incluso a emitir la orden de «Valquiria». Tuvo que hacerla pasar por un simulacro de emergencia. El error no se podía volver a repetir. La próxima vez no se podría dar la orden de «Valquiria» antes del intento de asesinato. Habría que esperar a que Stauffenberg confirmara que Hitler había muerto. Tras desaprovechar la oportunidad del día 15, la tercera vez que se había corrido un riesgo tan grande para nada, Stauffenberg se preparó para lo que les dijo a sus colegas de conspiración, reunidos en su casa del Wannsee en Berlín la tarde del 16 de julio, sería un último intento. Tendría lugar durante su próxima visita a la Guarida del Lobo, en la sesión informativa programada para el 20 de julio.
III
Tras un vuelo de dos horas desde Berlín, Stauffenberg y su edecán, el teniente Werner von Haeften, aterrizaron en Rastenburgo a las diez y cuarto de la mañana del 20 de julio. A Stauffenberg le llevaron inmediatamente en coche a la Guarida del Lobo, situada a poco más de seis kilómetros. Haeften acompañó al general de división Stieff, que había volado en el mismo avión, hasta el alto mando del ejército y después se dirigió también al cuartel general del Führer. A las once y media Stauffenberg estaba en una reunión previa a la sesión informativa, dirigida por Keitel, que duró tres cuartos de hora. El tiempo apremiaba, ya que la sesión informativa de Hitler debía celebrarse media hora antes de lo habitual, a las doce y media, debido a que Mussolini llegaba aquella tarde.
En cuanto terminó la reunión con Keitel, Stauffenberg le preguntó dónde se podía refrescar y cambiar de camisa. Hacía un día caluroso, por lo que la pregunta no sorprendió a nadie. Pero tenía que darse prisa. Haeften, que llevaba el maletín que contenía la bomba, se reunió con él en el pasillo. En cuanto entraron en el lavabo, empezaron a colocar apresuradamente los temporizadores en los dos artefactos explosivos que habían llevado consigo y a ponerlos (cada uno de ellos pesaba aproximadamente un kilo) en el maletín de Stauffenberg. Stauffenberg colocó el primero de ellos. La bomba podía explotar en cualquier momento después de quince minutos, dados el calor y el ambiente cargado, y estallaría en media hora como máximo. Fuera, Keitel se empezaba a impacientar. Justo entonces se recibió una llamada de teléfono del general Erich Fellgiebel, jefe de comunicaciones del alto mando de la Wehrmacht, a quien, en la conspiración contra Hitler, se le había encomendado la crucial tarea de bloquear tras el atentado las comunicaciones que llegaran y salieran del cuartel del Führer. El ayudante de Keitel, el comandante Ernst John von Freyend, cogió la llamada. Fellgiebel quería hablar con Stauffenberg y pidió que le llamara. No había tiempo para eso. Freyend envió al sargento mayor Werner Vogel a transmitirle a Stauffenberg el mensaje de Fellgiebel y a decirle que se diera prisa. Vogel encontró a Stauffenberg y Haeften muy atareados con un objeto. Cuando le dijeron que se diera prisa, Stauffenberg respondió bruscamente que ya lo estaba haciendo. Freyend le gritó entonces que debía ir inmediatamente. Vogel esperó junto a la puerta abierta. Stauffenberg cerró rápidamente su maletín. No había sido posible colocar el temporizador del segundo artefacto que él y Haeften habían llevado. Haeften lo metió, junto con varios papeles, en su maletín. Fue un momento decisivo. De haber metido el segundo artefacto en el maletín de Stauffenberg junto al primero, incluso sin la carga, la explosión lo habría hecho estallar, con lo que su efecto se habría más que duplicado. En ese caso, lo más seguro es que no hubiera sobrevivido nadie.
Cuando hicieron pasar a Stauffenberg, ya había comenzado la sesión informativa, que se celebraba como de costumbre en la cabaña de madera que había dentro del perímetro interior de la Guarida del Lobo, rodeado por una alta valla y fuertemente vigilado. Hitler, sentado en medio de uno de los lados de la mesa más cercana a la puerta, de cara a las ventanas, estaba escuchando al general de división Adolf Heusinger, jefe de operaciones del cuartel del estado mayor, quien describía la situación en el frente oriental, que empeoraba rápidamente. Cuando Keitel le presentó a Stauffenberg, Hitler le estrechó la mano distraído y volvió a centrarse en el informe de Heusinger. Stauffenberg había pedido que le pusieran lo más cerca posible del Führer. Sus problemas auditivos, junto con la necesidad de tener sus documentos a mano cuando informara sobre la creación de una serie de nuevas divisiones del ejército de reserva para ayudar a contener el avance soviético en Polonia y Prusia Oriental, eran buenas excusas. Le buscaron un sitio a la derecha de Hitler, hacia el final de la mesa. Freyend, que había llevado el maletín de Stauffenberg a la sala, lo colocó debajo de la mesa, apoyado contra la sólida pata de la derecha.
Nada más entrar en la sala, Stauffenberg puso una excusa para irse. No llamó especialmente la atención. Eran muchas las idas y venidas durante las reuniones diarias. Era algo habitual tener que salir para atender llamadas de teléfono importantes o porque a uno le requerían en otra parte. Stauffenberg dejó allí la gorra y el cinturón para dar a entender que volvería. Una vez fuera de la habitación, le pidió a Freyend que estableciera la conexión para la llamada que todavía tenía que hacer al general Fellgiebel. Pero en cuanto Freyend regresó a la reunión, Stauffenberg colgó y volvió a toda prisa al edificio de los ayudantes de la Wehrmacht, donde se encontró con Haeften y Fellgiebel. El teniente Ludolf Gerhard Sander, un oficial de comunicaciones del departamento de Fellgiebel, también estaba allí. Mientras tanto, en la sesión informativa ya se habían percatado de la ausencia de Stauffenberg; le había necesitado para que proporcionara una información durante la exposición de Heusinger. Pero en aquel momento nadie pensó nada siniestro. Stauffenberg y Haeften estaban en el edificio de los ayudantes tratando de conseguir ansiosamente el coche que tenían previsto que les llevara inmediatamente hasta el aeródromo. En ese momento oyeron una ensordecera explosión procedente de la cabaña. Fellgiebel miró con sorpresa a Stauffenberg. Stauffenberg se encogió de hombros. Sander no parecía sorprendido. Comentó que los animales salvajes detonaban constantemente las minas colocadas alrededor del recinto. Era la una menos cuarto.
Stauffenberg y Haeften partieron hacia el aeródromo en el coche con chófer todo lo rápidamente que era posible hacerlo sin levantar sospechas. Todavía no se había dado la voz de alarma cuando Stauffenberg consiguió que le dejaran pasar los guardias apostados en la puerta del recinto interior. Tuvo mucha más dificultad para abandonar el perímetro exterior. Para entonces ya había sonado la alarma. Tuvo que telefonear a un oficial, al Rittmeister (capitán de caballería) Leonhard von Möllendorf, que le conocía y autorizó su salida. Una vez fuera, recorrieron a toda velocidad la sinuosa carretera hasta el aeródromo. En el trayecto, Haeften tiró el paquete que contenía el segundo explosivo. El coche los dejó a unos cien metros del avión que les esperaba y regresó inmediatamente. A la una y cuarto ya volaban de regreso a Berlín. Estaban totalmente convencidos de que Hitler había muerto.
Hitler estaba inclinado sobre la pesada mesa de roble, apoyado en un codo y con la barbilla en la mano, estudiando en un mapa posiciones de reconocimiento aéreo, cuando la bomba estalló con un refulgente fogonazo azul y amarillo y una explosión ensordecedora. Las ventanas y las puertas reventaron, se elevaron densas nubes de humo y volaron por todas partes cristales rotos, trozos de madera y de papel, y otros desechos. Partes de la cabaña destrozada estaban en llamas. Durante algún tiempo aquello fue un caos. Había veinticuatro personas en la cabaña en el momento de la explosión. Algunos fueron arrojados al suelo o lanzados por la habitación. Otros tenían el pelo o la ropa en llamas. Se oían gritos pidiendo ayuda. Unas formas humanas caminaban dando tumbos (conmocionadas, medio cegadas, con los tímpanos rotos) en medio del humo y los escombros, buscando desesperadamente la salida entre las ruinas de la cabaña. Los menos afortunados yacían entre los escombros, algunos mortalmente heridos. De todas las personas que se encontraban en la cabaña, sólo Keitel y Hitler no sufrían conmoción, y Keitel era el único que no tenía los tímpanos rotos.
Sorprendentemente, Hitler había sobrevivido y sólo había sufrido algunas heridas superficiales. Tras la conmoción inicial de la explosión, comprobó que estaba ileso y que se podía mover, y se dirigió hacia la puerta entre los escombros, apagando a golpes las llamas de sus pantalones y quitando el pelo chamuscado de la nuca. Tropezó con Keitel, que le abrazó, llorando y gritando: «¡Mi Führer, estás vivo, estás vivo!». Keitel ayudó a salir del edificio a Hitler, que tenía rasgada la chaqueta del uniforme, y los pantalones negros y los largos calzoncillos blancos hechos jirones, pero podía andar sin problemas. Regresó inmediatamente al búnker. Avisaron enseguida al doctor Morell. Hitler tenía el brazo derecho hinchado y dolorido, y apenas podía levantarlo, hinchazones y rasguños en el brazo izquierdo, quemaduras y ampollas en las manos y las piernas (que también estaban llenas de astillas de madera) y cortes en la frente. Pero éstas, junto con los tímpanos rotos, eran las peores lesiones que había sufrido. Cuando su ayuda de cámara, Linge, entró corriendo y presa del pánico, Hitler estaba tranquilo y le dijo con una sonrisa sardónica: «Linge, alguien ha intentado matarme».
Below, el edecán de la Luftwaffe de Hitler, también había conservado lo suficiente la calma, pese a la conmoción y las heridas en la cara que le habían causado los cristales, para ir corriendo a la cabaña de señales y ordenar que se bloquearan todas las comunicaciones salvo las de Hitler, Keitel y Jodl. Al mismo tiempo, había llamado a Himmler y Göring para que fueran al búnker de Hitler. Después también él se dirigió hacia allí. Hitler estaba sentado en su estudio, con el alivio reflejado en su cara, dispuesto a exhibir (al parecer, con cierto orgullo) su ropa destrozada. En aquel momento su interés se centraba ya en quién había cometido el atentado. Según Below, rechazó las sugerencias (que, al parecer, creyó en un principio) de que la bomba la habían colocado trabajadores de la Organisation Todt que se encontraban temporalmente en el cuartel del Führer reforzando el recinto contra los ataques aéreos. Para entonces las sospechas recaían ya sin lugar a dudas en el desaparecido Stauffenberg. La búsqueda de Stauffenberg y la investigación sobre el intento de asesinato comenzó a las dos, aunque en aquel momento no se comprendió que había sido la señal para un levantamiento general contra el régimen. La furia de Hitler contra los mandos del ejército de los que siempre había desconfiado crecía por momentos. Estaba dispuesto a vengarse con saña de quienes creía que apuñalaban al Reich por la espalda en momentos de crisis.
IV
Para entonces Stauffenberg volaba camino de Berlín. Los conspiradores esperaban nerviosos su llegada o noticias sobre lo sucedido, y dudaban si actuar o no; no estaban seguros de si debían seguir adelante con la «operación Valquiria». El mensaje que Fellgiebel había conseguido transmitir incluso antes de que Stauffenberg hubiera despegado de Rastenburgo era menos claro de lo que creía. Decía que había sucedido algo terrible; el Führer seguía vivo. Eso era todo. No había más detalles. No estaba claro si la bomba había estallado, si Stauffenberg no había podido (como unos días antes) cometer el atentado, si le habían detenido o si, en realidad, seguía vivo. Otros mensajes que fueron llegando indicaban que había ocurrido algo en la Guarida del Lobo, pero que Hitler había sobrevivido. ¿Todavía debía seguir «Valquiria» adelante? No se habían preparado planes de contingencia para perpetrar un golpe de Estado en caso de que Hitler estuviera vivo. Y sin que se confirmara la noticia de la muerte de Hitler, no cabía duda de que Fromm, en su condición de comandante del ejército de reserva, no iba a dar su aprobación al golpe. Olbricht llegó a la conclusión de que emprender cualquier acción antes de tener noticias definitivas sería exponer al desastre a todos los implicados. Se perdió un tiempo vital. Entretanto, sólo había sido posible bloquear temporalmente las comunicaciones en la Guarida del Lobo. Poco después de las 4 de la tarde, antes de que se hubiera puesto en marcha el golpe, las líneas ya estaban totalmente abiertas.
Stauffenberg llegó a Berlín entre las tres menos cuarto y las tres y cuarto de la tarde. No había ningún coche esperándole. Su chófer le aguardaba en el aeródromo de Rangsdorf, pero el avión de Stauffenberg había aterrizado en Tempelhof (o posiblemente en otro aeródromo de Berlín; este dato no está del todo claro) y había tenido que telefonear con impaciencia para que le enviaran un coche que les llevara a él y a Haeften hasta Bendlerstraße. Otro retraso más. Stauffenberg no llegó al cuartel de la conspiración, donde la tensión era extrema, hasta las cuatro y media. Haeften había telefoneado mientras tanto desde el aeródromo a Bendlerstraße. Comunicó (la primera vez que los conspiradores oían el mensaje) que Hitler había muerto. Stauffenberg lo repitió cuando él y Haeften llegaron a Bendlerstraße. Dijo que él estaba con el general Fellgiebel fuera de la cabaña y que había visto con sus propios ojos a los hombres de primeros auxilios acudir corriendo para ayudar y cómo llegaban los vehículos de emergencia. Su conclusión era que no podía haber sobrevivido nadie a una explosión como aquélla. Por muy convincente que fuera para quienes querían creer su mensaje, un personaje clave, el coronel general Fromm, tenía una información diferente. Había hablado con Keitel a eso de las cuatro y éste le había dicho que el Führer sólo había sufrido heridas leves. Aparte de eso, Keitel le había preguntado dónde podía estar el coronel Stauffenberg.
Fromm se negó rotundamente a acceder a la petición de Olbricht de que firmara la orden para poner en marcha «Valquiria». Pero cuando Olbricht regresó a la sala para anunciar la negativa de Fromm, su impaciente jefe del estado mayor, el coronel Mertz von Quirnheim, un amigo de Stauffenberg y muy involucrado en la conspiración, ya había iniciado la operación enviando un mensaje por cable a los comandantes regionales, que empezaba con las siguientes palabras: «El Führer, Adolf Hitler, ha muerto». Cuando Fromm intentó que arrestaran a Mertz, Stauffenberg le informó de que, por el contrario, era él quien estaba detenido. Fromm fue arrestado.
Para entonces varios de los principales conspiradores ya habían contactado y habían empezado a llegar a Bendlerstraße. Beck estaba allí, y anunció que había asumido el mando del Estado y que el mariscal de campo Erwin von Witzleben, ex comandante en jefe en Francia, e implicado desde hacía mucho en la conspiración, era el nuevo comandante en jefe del ejército. El coronel general Hoepner, al que habían elegido para que sucediera a Fromn durante el golpe (y a quien Hitler había destituido al caer en desgracia a principios de 1942 y le había prohibido volver a vestir uniforme), llegó hacia las cuatro y media con una maleta. Contenía su uniforme, que volvió a ponerse aquella tarde.
La situación en Bendlerstraße era cada vez más caótica. Conspirar para organizar un golpe en un Estado policial no era un asunto sencillo. Pero incluso en las circunstancias existenciales imperantes, aquello tenía todos los visos de una organización de aficionados. Se habían dejado demasiados cabos sueltos. Se había prestado demasiada poca atención a detalles pequeños pero importantes relacionados con el momento, la coordinación y, sobre todo, las comunicaciones. No se había hecho nada para volar el centro de comunicaciones del cuartel general del Führer o dejarlo fuera de servicio permanentemente de alguna otra manera. No se habían adoptado medidas para tomar el control inmediato de las emisoras de radio de Berlín y otras ciudades. Los golpistas no transmitieron ningún mensaje radiofónico. No detuvieron a los dirigentes del partido y de las SS. Se limitaron a rodear la casa del maestro de la propaganda, el propio Goebbels. Entre los conspiradores, había demasiados que se dedicaban a dar y transmitir órdenes. Había demasiada incertidumbre y demasiada indecisión. Se había basado todo en matar a Hitler. Simplemente se había dado por sentado que si Stauffenberg lograba que estallara la bomba, Hitler moriría. En cuanto se puso en duda la premisa y después se desmintió, enseguida se hizo evidente la improvisación del plan previsto para el golpe de Estado. Lo que fue crucial, a falta de noticias confirmadas de la muerte de Hitler, fue que había demasiadas personales leales al régimen, y demasiados indecisos, que tenían mucho que perder si se ponían del lado de los conspiradores.
Pese a que Stauffenberg no dejaba de insistir en que Hitler había muerto, cada vez cobraba más fuerza la deprimente noticia para los conspiradores de que había sobrevivido. A media tarde, los insurrectos fueron viendo cada vez con más claridad que el golpe había fracasado irremediablemente.
En el cuartel general del Führer se dieron cuenta enseguida de que el intento de asesinato era la señal para poner en marcha una insurrección militar y política contra el régimen. A media tarde, Hitler ya había conferido el mando del ejército de reserva a Himmler. Y Keitel había informado a las regiones militares de que se había cometido un atentado contra la vida del Führer, pero que éste aún vivía y que no debían obedecer bajo ningún concepto las órdenes de los conspiradores. Hasta en Bendlerstraße, la sede del levantamiento, se podían encontrar leales al régimen. El oficial de comunicaciones, que también había recibido la orden de Keitel, transmitía por la noche, mientras los conspiradores estaban cada vez más desesperados, el mensaje de que las órdenes que tenía que transmitir en nombre de éstos no eran válidas. Mientras tanto, los edecanes de Fromm hicieron correr la voz por el edificio de que Hitler estaba vivo y reunieron a una serie de oficiales dispuestos a enfrentarse a los conspiradores, cuyo respaldo, ya limitado y vacilante, dentro y fuera de Bendlerstraße, se estaba desvaneciendo rápidamente. En los casos de las unidades del ejército que habían apoyado el golpe al principio, ese apoyo se redujo en cuanto se confirmó la noticia de que Hitler había sobrevivido.
Lo mismo sucedió en París. El comandante militar de la zona, el general Karl Heinrich von Stülpnagel, y los oficiales bajo su mando habían respaldado a los insurrectos. Pero el comandante supremo del oeste, el mariscal de campo Von Kluge, tenía dudas, como siempre. Una llamada inútil desde Berlín de Beck no logró convencerle de que se sumara al levantamiento. En cuanto se enteró de que el intento de asesinato había fracasado, Kluge canceló las órdenes de Stülpnagel de detener a todos los miembros de las SS, el SD y la Gestapo en París, cesó al general, denunció su actuación a Keitel y más tarde felicitó a Hitler por sobrevivir a aquel traicionero atentado contra su vida.
Para entonces ya se avecinaba el desenlace de los acontecimientos en Berlín. A última hora de la mañana Goebbels había estado presidiendo una conferencia sobre la situación armamentística de Alemania que pronunció Speer en el Ministerio de Propaganda y a la que asistieron ministros, altos funcionarios e industriales. Tras haber clausurado el acto, Goebbels se había llevado a Walther Funk y Albert Speer con él a su estudio para hablar sobre la movilización de los recursos disponibles en el interior del país. Mientras estaban hablando, le avisaron de que había una llamada de teléfono urgente desde el cuartel general del Führer.
Pese al rápido bloqueo de las comunicaciones, Goebbels tenía una línea directa con el cuartel del Führer, que, evidentemente, seguía funcionando. La llamada era del jefe de prensa, Otto Dietrich, quien le informó de que había habido un atentado contra la vida de Hitler. Esto sucedía pocos minutos después de que se hubiera producido la explosión. Se conocían pocos detalles en ese momento, salvo que Hitler estaba vivo. Goebbels le dijo que lo más probable es que hubieran sido los trabajadores de la Organisation Todt y, furioso, le reprochó a Speer que se hubieran tomado unas medidas de seguridad tan poco estrictas, como era evidente.
El ministro de Propaganda estuvo inusualmente silencioso y meditabundo durante el almuerzo. Y sorprendentemente, dadas las circunstancias, se retiró a dormir su habitual siesta vespertina. Entre las dos y las tres le despertó el jefe de su oficina de prensa, Wilfried von Oven, quien acababa de recibir una llamada de Heinz Lorenz, el segundo de Dietrich, que estaba muy nervioso. Lorenz había dictado un breve comunicado (según dijo, redactado por el propio Hitler) para que se retransmitiera por la radio de inmediato. A Goebbels no le gustó mucho el escueto texto y comentó que la necesidad de transmitir la noticia era menos importante que asegurarse de que estaba correctamente redactada para el consumo público. Dio instrucciones de que se elaborara un comunicado convenientemente manipulado. No cabe duda de que, en ese momento, el ministro de Propaganda no tenía ni idea de la gravedad de la situación, de que estaban implicados oficiales del ejército y de que se había iniciado una insurrección. Estaba convencido de que un fallo de seguridad había permitido a unos trabajadores de poca confianza de la OT perpetrar el atentado, y le habían dicho que Hitler estaba vivo. No sabía nada más. Aun así, se comportó de una forma extraña después de enterarse de la noticia, y luego durante la tarde, cuando se ocupó de asuntos rutinarios y emitió por la radio con un insólito retraso el comunicado que el cuartel general del Führer había pedido que se retransmitiera urgentemente. Es posible que hubiera llegado a la conclusión de que la crisis inmediata ya había pasado y esperara a tener más información antes de emitir el comunicado de prensa. Pero lo más probable es que no estuviera seguro de lo que estaba sucediendo y quisiera cubrirse las espaldas.
Finalmente, tras este largo intervalo, las noticias que llegaban de la Guarida del Lobo pusieron fin a su inactividad. Llamó a Speer y le pidió que dejara lo que estuviera haciendo y fuera a toda prisa a su residencia, situada cerca de la Puerta de Brandenburgo. Allí le explicó que el cuartel general del Führer le había informado de que estaba en marcha un golpe militar a gran escala en todo el Reich. Speer le ofreció de inmediato a Goebbels todo su apoyo para derrotar y aplastar la insurrección. Al cabo de unos minutos, Speer se percató de que había soldados armados en las calles, rodeando el edificio. Eran más o menos las seis y media de la tarde. Goebbels echó un vistazo fuera, se metió en su habitación y se guardó en el bolsillo una cajita con pastillas de cianuro «para cualquier eventualidad». Le preocupaba no haber podido localizar a Himmler. ¿Quizás el Reichsführer-SS había caído en manos de los golpistas? ¿Quizás incluso estaba detrás del golpe? Abundaban las sospechas. La eliminación de un personaje tan importante como Goebbels debería haber sido una prioridad para los conspiradores. Sorprendentemente, nadie había pensado siquiera en cortarle el teléfono. Esto, y el hecho de que los cabecillas de la insurrección no hubieran emitido ninguna proclama por la radio, convenció al ministro de Propaganda de que no todo estaba perdido, aunque recibió inquietantes informaciones de que había tropas avanzando hacia Berlín.
El batallón de guardia que rodeaba la casa de Goebbels estaba bajo el mando del comandante Otto Ernst Remer, que en ese momento tenía treinta y dos años y era un fanático partidario de Hitler, pero se había creído al principio el engaño de los conspiradores de que estaban aplastando un levantamiento contra el Führer de grupos desafectos de las SS y del partido. Cuando su superior, el comandante de la ciudad de Berlín, el general de división Paul von Hase, le ordenó que participara en el acordonamiento de la zona donde estaban los edificios del gobierno, Remer obedeció sin dilación. Sin embargo, pronto empezó a sospechar que lo que le habían dicho al principio no era cierto, que en realidad no estaba ayudando a aplastar un golpe perpetrado por dirigentes del partido y las SS contra Hitler, sino un golpe militar contra el régimen organizado por oficiales rebeldes. Quiso la suerte que el teniente Hans Hagen, encargado de inculcar los principios nazis a las tropas, hubiera impartido una conferencia esa tarde al batallón de Remer patrocinada por el Ministerio de Propaganda. Hagen se valió del contacto fortuito con Remer para ayudar a aplastar la conspiración contra Hitler. Persuadió a Goebbels para que hablara directamente con Remer, le convenciera de lo que estaba pasando y se lo ganara. Hagen buscó a Remer, sembró la duda en su mente sobre la operación en la que estaba participando y le convenció de que no hiciera caso de las órdenes de su superior, Hase, y de que fuera a ver a Goebbels. En ese momento, Remer todavía no estaba seguro de si Goebbels formaba parte de un golpe dentro del partido contra Hitler. Si cometía un error, le costaría la vida. Sin embargo, tras dudar un poco, aceptó reunirse con el ministro de Propaganda.
Goebbels le recordó su juramento de lealtad al Führer. Remer confirmó su lealtad a Hitler y al partido, pero comentó que el Führer había muerto. «¡El Führer está vivo! —replicó Goebbels—. He hablado con él hace sólo unos minutos». El indeciso Remer dudaba visiblemente. Goebbels se ofreció a dejarle hablar con Hitler. Eran aproximadamente las siete de la tarde. Al cabo de unos minutos llamaron a la Guarida del Lobo. Hitler le preguntó a Remer si reconocía su voz. Remer se cuadró y dijo que sí. «¿Me oyes? ¡Entonces estoy vivo!». «El atentado ha fracasado —oyó decir a Hitler—. Una pequeña camarilla de oficiales ambiciosos quería librarse de mí, pero ahora tenemos a los saboteadores del frente. Acabaremos rápidamente con esta plaga. Le encomiendo la tarea de restablecer inmediatamente la calma y la seguridad en la capital del Reich, si es necesario por la fuerza. ¡Está usted directamente bajo mi mando personal hasta que el Reichsführer-SS llegue a la capital del Reich!».
No hizo falta nada más para convencer a Remer. Todo lo que pudo oír Speer, que estaba en la habitación en aquel momento, fue «Jawohl, mi Führer […]. Jawohl, a sus órdenes, mi Führer». Remer quedó a cargo de la seguridad de Berlín en sustitución de Hase. Seguiría todas las instrucciones de Goebbels.
Remer lo dispuso todo para que Goebbels informara a sus hombres. Goebbels se dirigió al batallón de guardia apostado en el jardín de su residencia a eso de las ocho y media y enseguida se los ganó. Casi dos horas antes había retransmitido un comunicado por la radio explicando a los oyentes que Hitler había sido víctima de un atentado, pero que el Führer sólo había sufrido unos leves rasguños, había recibido a Mussolini aquella tarde y ya se había incorporado al trabajo. Para aquellos que todavía dudaban, la noticia de que Hitler había sobrevivido fue una información crucial. Entre las ocho y las nueve levantaron el cordón que rodeaba la zona de edificios del gobierno. Se necesitaba al batallón de guardia para otro cometido: eliminar a los conspiradores en su cuartel general de Bendlerstraße. El momento álgido de la conspiración ya había pasado. Los conspiradores tenían los minutos contados.
V
Algunos ya estaban tratando de escapar antes incluso de que el comunicado radiofónico de Goebbels informara de que Hitler había sobrevivido. A media tarde, el grupo de conspiradores del Bendlerblock, el edificio del alto mando de la Wehrmacht en Bendlerstraße, era todo lo que quedaba de la insurrección. El batallón de guardia de Remer había rodeado el edificio. Unidades Panzer leales al régimen se estaban acercando ya el centro de la ciudad de Berlín. Los comandantes ya no estaban dispuestos a obedecer las órdenes de los conspiradores. Incluso en el propio Bendlerblock había oficiales de alto rango que se negaban a cumplir las órdenes de los conspiradores, a los que recordaban el juramento de lealtad que habían hecho a Hitler, un juramento que, puesto que la radio había informado de que había sobrevivido, aún seguía siendo válido.
Un grupo de oficiales del estado mayor, insatisfechos con las explicaciones cada vez menos convincentes de Olbricht sobre lo que estaba sucediendo, y deseosos de salvar su pellejo (como era natural en vista de que la causa estaba claramente perdida) pese a sus sentimientos hacia Hitler, se rebelaron. Poco después de las nueve se armaron y regresaron al despacho de Olbricht. Mientras su portavoz, el teniente coronel Franz Herber, hablaba con Olbricht, se oyeron disparos en el pasillo y uno de ellos hirió a Stauffenberg en el hombro. Fue sólo una ráfaga, nada más. Herber y sus hombres irrumpieron en el despacho de Fromm, donde también estaban el coronel general Hoepner, a quien los conspiradores habían elegido para que fuera el comandante en jefe del ejército de reserva, Mertz, Beck, Haeften y el herido Stauffenberg. Herber solicitó hablar con Fromm y le dijeron que seguía en su casa (donde le habían puesto bajo custodia desde la tarde). Uno de los oficiales rebeldes fue hacia allí inmediatamente y le explicó a Fromm lo que estaba pasando. La guardia que había en la puerta de Fromm había desaparecido. Fromm, ya liberado, regresó a su despacho para enfrentarse a los golpistas. Eran aproximadamente las diez de la noche cuando apareció su enorme figura en la puerta de su despacho. Echó un vistazo con desprecio a los líderes de la insurrección, ya totalmente abatidos. «Ahora, caballeros —declaró—, les haré a ustedes lo que ustedes me han hecho esta tarde a mí».
Lo que los conspiradores le habían hecho a Fromm había sido encerrarle en su habitación y darle bocadillos y vino. Fromm fue menos ingenuo. Tenía que salvar su cuello, o eso creía. Les dijo a los golpistas que estaban detenidos y les pidió que le entregaran todas sus armas. Beck solicitó que le permitieran quedarse con la suya «para uso personal». Fromm le ordenó que la utilizara inmediatamente. Beck dijo que en ese momento estaba pensando en el pasado. Fromm le instó a acabar cuanto antes. Beck apuntó a la cabeza y disparó, pero sólo consiguió hacerse un rasguño en la sien. Fromm concedió a los demás algunos minutos por si deseaban escribir sus últimas palabras. Hoepner aprovechó la ocasión y se sentó en la mesa de Olbricht; y lo mismo hizo el propio Olbricht. Mientras tanto, Beck, que estaba conmocionado debido al golpe en la cabeza, se negó a que le quitaran la pistola e insistió en que le permitieran disparar otra vez. Incluso entonces, sólo consiguió hacerse una grave herida en la cabeza. Con Beck retorciéndose en el suelo, Fromm salió de la habitación y se enteró de que una unidad del batallón de guardia había entrado en el patio del Bendlerblock. También se enteró de que Himmler, recién nombrado comandante en jefe del ejército de reserva, estaba de camino. No había tiempo que perder. Volvió a su despacho al cabo de cinco minutos y anunció que había celebrado un consejo de guerra en nombre del Führer. Mertz, Olbricht, Haeften y «este coronel cuyo nombre no mencionaré» habían sido condenados a muerte. «Coja a algunos hombres y ejecute la sentencia abajo, en el patio, inmediatamente», le ordenó a un oficial que tenía al lado. Stauffenberg intentó cargar con toda la responsabilidad y aseguró que los demás simplemente habían cumplido sus órdenes. Fromm no dijo nada mientras se llevaban a los cuatro hombres para ejecutarlos y Hoepner (a quien al principio también se iba a ejecutar pero luego fue perdonado, de momento, tras una conversación en privado con Fromm) fue trasladado a prisión. Tras echar un vistazo al moribundo Beck, Fromm ordenó a uno de los oficiales que lo rematara. El ex jefe del estado mayor fue arrastrado sin miramientos hasta la habitación contigua y allí le dispararon el tiro de gracia.
Los condenados fueron conducidos rápidamente abajo, al patio, donde ya les aguardaba un pelotón de fusilamiento formado por diez hombres del batallón de guardia. Para realzar la macabra escena, se había ordenado a los conductores de los vehículos aparcados en el patio que iluminaran con sus faros el pequeño montón de arena que había cerca de la puerta por la que salieron Stauffenberg y sus demás compañeros de conspiración. Sin ceremonias, Olbricht fue colocado en el montón de arena y fusilado. El siguiente fue Stauffenberg. Justo cuando el pelotón de ejecución abría fuego, Haeften se arrojó delante de Stauffenberg y murió primero. Fue en vano. Volvieron a colocar inmediatamente a Stauffenberg en el montón de arena. Mientras sonaba la descarga, se le oyó gritar: «Viva la sagrada Alemania». Segundos más tarde fue ejecutado el último de los cuatro, Mertz von Quirnheim. Fromm ordenó que se enviara un telegrama de inmediato anunciando la cruenta supresión del intento de golpe de Estado y la ejecución de los cabecillas. Entonces dirigió una vehemente arenga a los que estaban congregados en el patio y atribuyó la maravillosa salvación de Hitler a la Providencia. Terminó con un triple Sieg Heil al Führer.
Mientras se llevaban en un camión los cadáveres de los ejecutados, junto con el de Beck, al que habían arrastrado hasta el patio, para enterrarlos (al día siguiente Himmler ordenaría que los exhumaran e incineraran), eran detenidos los demás conspiradores del Bendlerblock. Eran aproximadamente las doce y media de la noche.
Aparte de lo que quedaba del golpe en París, Praga y Viena, y aparte de las terribles e inevitables represalias que siguieron, se había puesto fin al último intento de derrocar a Hitler y su régimen desde dentro.
VI
Horas antes, aquel crucial 20 de julio de 1944, poco después de llegar al búnker tras la explosión, Hitler se había negado a considerar siquiera la idea de cancelar la visita prevista del Duce, programada para las dos y media de aquella tarde, aunque aplazada media hora debido a la llegada con retraso del tren de Mussolini. Sería la última de las diecisiete reuniones que mantuvieron ambos dictadores y, sin duda, fue la más extraña. Hitler parecía tranquilo y apenas había nada que delatara que acababa de sufrir un atentado contra su vida. Recibió a Mussolini con la mano izquierda, ya que tenía dificultad para levantar el brazo derecho. Le explicó al atónito Duce lo que había sucedido y después lo llevó hasta la cabaña de madera en ruinas donde se había producido la explosión. En una macabra escena, en medio de la devastación, y acompañado sólo de un intérprete, Paul Schmidt, Hitler le describió al otro dictador dónde estaba él, con el brazo derecho apoyado en la mesa mientras analizaba un mapa, cuando estalló la bomba. Le mostró el pelo chamuscado en la nuca. Hitler se sentó en una caja puesta del revés. Schmidt encontró entre los escombros un taburete que aún se podía usar para Mussolini. Durante un momento ninguno de los dictadores pronunció una sola palabra. Entonces Hitler, en voz baja, dijo: «Cuando lo pienso detenidamente […] Llego a la conclusión, debido a mi maravillosa salvación, mientras otros que estaban en la habitación sufrieron graves heridas […] de que no me va a suceder nada». Y añadió que estaba aún más convencido que nunca de que le competía a él conducir su causa común a un final victorioso.
Ese mismo tema, que le había salvado la Providencia, estuvo presente en la alocución de Hitler que transmitieron todas las emisoras de radio después de la medianoche. Hitler dijo que le hablaba al pueblo alemán por dos razones: para que oyeran su voz y supieran que estaba ileso y bien, y para hablarles de un crimen inaudito en la historia de Alemania. «Una pequeña camarilla de oficiales estúpidos, ambiciosos, sin escrúpulos y al mismo tiempo criminales ha urdido una conspiración para eliminarme y al mismo tiempo erradicar conmigo prácticamente a [la cúpula del] estado mayor de las fuerzas armadas alemanas». Lo comparó con la puñalada por la espalda de 1918. Pero esta vez la «pequeña banda de elementos criminales» sería «erradicada sin piedad». En tres ocasiones diferentes mencionó que su supervivencia era «una señal de la Providencia de que debo seguir con mi tarea y, por tanto, la continuaré».
En realidad, como tantas otras veces en su vida, no había sido la Providencia la que le había salvado, sino la suerte: una suerte endemoniada.