20
EL ENFRENTAMIENTO
I
El 22 de junio, al amanecer, más de tres millones de soldados alemanes cruzaron las fronteras y entraron en territorio soviético. Por un capricho de la historia, como señaló Goebbels con cierta inquietud, era exactamente la misma fecha en la que el gran ejército de Napoleón había avanzado hacia Rusia ciento veintinueve años antes. Los invasores modernos desplegaron más de 3.600 carros de combate, 600.000 vehículos motorizados (incluidos blindados), 7.000 piezas de artillería y 2.500 aviones. No todos los medios de transporte eran mecanizados. Al igual que en la época de Napoleón, también emplearon caballos: 625.000. Frente a las tropas invasoras había, concentrados en las fronteras occidentales de la Unión Soviética, casi tres millones de soldados soviéticos, respaldados por un número de carros de combate que ahora se calcula en torno a los 14.000 o 15.000 (casi 2.000 de ellos último modelo), más de 34.000 piezas de artillería y entre 8.000 y 9.000 aviones de combate. La magnitud del titánico enfrentamiento que comenzaba en aquellos momentos, y que habría de ser el principal determinante del resultado de la Segunda Guerra Mundial y, más allá de eso, de la configuración de Europa durante casi medio siglo, resulta casi imposible de imaginar.
Pese a la ventaja numérica del armamento de los ejércitos soviéticos defensores, las primeras etapas de la ofensiva parecieron confirmar todo el optimismo de Hitler y su estado mayor sobre la inferioridad de sus enemigos bolcheviques y la rapidez con la que se podría obtener una victoria total. Al principio, el ataque en tres flancos dirigido por los mariscales de campo Wilhelm Ritter von Leeb en el norte, Fedor von Bock en el centro y Gerd von Rundstedt en el sur, logró unos avances extraordinarios. A finales de la primera semana de julio, Lituania y Letonia estaban en poder de los alemanes. El avance de Leeb en el norte, cuyo objetivo era Leningrado, había llegado hasta Ostrov. El Grupo de Ejércitos Centro había llegado aún más lejos. Se había tomado gran parte de la Rusia Blanca. Minsk estaba rodeada. Los soldados de Bock ya tenían a tiro la ciudad de Smolensko. Más al sur, las tropas de Rundstedt habían tomado Zitomir y Berdicev a mediados de julio.
Para la Unión Soviética fue una catástrofe enorme y evitable. Stalin todavía pensaba, incluso cuando los tanques alemanes ya estaban avanzando, que Hitler se estaba marcando un farol, que no se atrevería a atacar a la Unión Soviética hasta que no hubiera acabado con Gran Bretaña. Había previsto algunas demandas territoriales alemanas, pero confiaba en que, en caso de necesidad, se podría evitar un ataque mediante negociaciones, al menos en 1941. La torpe injerencia de Stalin y su incompetencia militar, a las que se unieron el miedo y el servilismo de sus generales y las limitaciones de la rígida concepción estratégica soviética, impidieron que se tomaran las precauciones necesarias para adoptar medidas defensivas y poder cubrir la retirada. En lugar de ello, se dejó a ejércitos enteros en posiciones desprotegidas, en las que eran presa fácil de los movimientos en pinza de las formaciones de Panzers que avanzaban rápidamente. Atrapado en una serie de amplios cercos, el Ejército Rojo sufrió unas pérdidas de hombres y equipos asombrosas. Para el otoño unos tres millones de soldados ya habían caminado en largas y sombrías columnas hacia el cautiverio alemán. Una elevada proporción sufriría un trato terriblemente inhumano a manos de sus captores y no volvería nunca. Aproximadamente un número similar ya habían caído muertos o heridos para entonces. Como ya hemos visto, la bárbara naturaleza del conflicto, patente desde el primer día, estuvo determinada por los planes alemanes para una «guerra de aniquilación» que habían ido tomando forma desde marzo. A los prisioneros soviéticos no se les trataba como a camaradas militares, se consideraba que no eran aplicables las convenciones de Ginebra, se fusilaba inmediatamente a los comisarios políticos (una categoría que se interpretaba en el sentido más laxo) y se sometía a la población a los castigos más crueles. Pero no sólo cometía atrocidades la Wehrmacht. En el bando soviético, Stalin se recuperó lo bastante del trauma que le había causado la invasión como para proclamar que aquel conflicto no era una guerra cualquiera, sino una «gran guerra patriótica» contra los invasores. Aseguró que era necesario organizar grupos de partisanos para librar una «batalla sin piedad». El miedo mutuo a ser hechos prisioneros contribuyó de forma rápida y directa a acelerar el descenso a la barbarie en el frente oriental. Pero no fue la causa primera de la brutalidad. El motor fue la campaña ideológica nazi para extirpar el «judeobolchevismo».
Ya el primer día de la invasión comenzaron a llegar informes a Berlín de que se habían destruido hasta mil aviones soviéticos y las tropas habían avanzado hasta tomar Brest-Litovsk. «Pronto lo habremos conseguido», escribió Goebbels en su diario. Y añadió inmediatamente: «Debemos lograrlo pronto. Hay cierto abatimiento entre la población. El pueblo quiere paz […]. Cada nuevo escenario bélico genera inquietud y preocupación».
El principal responsable de la guerra más mortífera del siglo, que en sus casi cuatro años de duración causaría una cantidad inimaginable de sufrimiento a las familias de toda Europa central y oriental y un nivel de destrucción nunca conocido en la historia de la humanidad, salió de Berlín el 23 de junio a mediodía. Hitler y su séquito emprendían viaje hacia su nuevo cuartel general de campaña en Prusia Oriental. Se suponía que, como en campañas anteriores, estaría allí unas pocas semanas, visitaría las zonas recién conquistadas y después volvería a Berlín. Aquél sólo fue uno más de sus errores de cálculo. La «Guarida del Lobo» (Wolfsschanze) sería su residencia principal durante los tres años y medio siguientes. La abandonaría finalmente como un hombre destrozado en un país destrozado.
La «Guarida del Lobo» (otro juego de palabras con el pseudónimo favorito de Hitler durante los años veinte, cuando le gustaba llamarse a sí mismo «Lobo», que supuestamente era lo que significaba «Adolf» y sugería la idea de fuerza) estaba oculta en los sombríos bosques de Masuria, a unos ocho kilómetros de la pequeña localidad de Rastenburgo. Hitler y sus acompañantes llegaron allí a última hora de la noche del 23 de junio. Aquel nuevo entorno no era demasiado acogedor. El complejo central consistía en diez búnkeres, construidos durante el invierno, que estaban camuflados y en algunas partes protegidos contra los bombardeos aéreos por muros de hormigón de dos metros de grosor. El búnker de Hitler estaba situado en el extremo norte del recinto. Todas sus ventanas daban al norte, para evitar que pudiera entrar directamente la luz del sol. Había salas lo bastante grandes para celebrar conferencias militares en los búnkeres de Hitler y de Keitel, y un barracón con un comedor en el que cabían unas veinte personas. Otro complejo (llamado «área 2 del cuartel general»), situado a poca distancia, rodeado de alambre de espino y apenas visible desde la carretera, albergaba al estado mayor de operaciones de la Wehrmacht, bajo el mando de Warlimont. El cuartel general del ejército, donde tenían su base Brauchitsch y Halder, estaba situado a varios kilómetros al nordeste. Göring (a quien Hitler había elegido el 29 de junio para que fuera su sucesor en caso de que muriera) y el estado mayor de la Luftwaffe estaban instalados en sus trenes especiales.
La parte de Hitler del cuartel general del Führer, conocida como la «zona de seguridad uno», no tardó en tener su propia dinámica cotidiana. El principal acontecimiento del día era la «sesión informativa sobre la situación», que se celebraba a mediodía en el búnker que compartían Keitel y Jodl. A menudo llegaba a durar hasta dos horas. Brauchitsch, Halder y el coronel Adolf Heusinger, jefe de operaciones del ejército, asistían una o dos veces por semana. Tras la reunión tenía lugar un largo almuerzo, que en aquella época solía comenzar puntualmente a las 2 de la tarde, y en el que Hitler, como siempre, seguía su estricta dieta sin carne. Cualquier audiencia sobre asuntos no militares se concertaba para la tarde. En torno a las cinco solía llamar a sus secretarias para tomar café, y acostumbraba a dedicar unas palabras especiales de alabanza a la que hubiera logrado comer más pastas. La segunda reunión informativa militar, a cargo de Jodl, se celebraba a las seis de la tarde. La cena estaba programada a las siete y media y a menudo se prolongaba durante dos horas. Después se proyectaban películas. La última parte de la rutina diaria consistía en la reunión con las secretarias, ayudantes e invitados para tomar el té, amenizada por los monólogos de madrugada de Hitler. Quienes podían hacerlo, dormían una siesta por la tarde para poder mantener los ojos abiertos durante la noche. A veces, las tertulias nocturnas acababan cuando ya era de día.
Hitler siempre se sentaba en el mismo lugar durante las comidas, de espaldas a la ventana, flanqueado por el jefe de prensa Dietrich y por Jodl, con Keitel, Bormann y el general Karl Heinrich Bodenschatz, el oficial de enlace de Göring, enfrente. Los generales, los oficiales del estado mayor, los edecanes, los médicos de Hitler y los invitados que estuvieran de visita en el cuartel general del Führer completaban la reunión. El ambiente era agradable durante aquellos primeros días y no demasiado formal. La vida en el cuartel general del Führer aún no había llegado al punto en el que Jodl podría describirla como algo a medio camino «entre un monasterio y un campo de concentración».
Dos de las secretarias de Hitler, Christa Schroeder y Gerda Daranowski, también le habían acompañado a su cuartel general de campaña. Prácticamente no tenían nada que hacer. Dedicaban la mayor parte del tiempo a dormir, comer, beber y charlar, y empleaban mucha de su energía en tratar de acabar con la plaga constante de mosquitos. Hitler se quejaba de que los asesores encargados de elegir el lugar habían escogido «la zona más pantanosa, infestada de mosquitos y con un clima más desfavorable para él» y bromeaba diciendo que tendría que enviar a la Luftwaffe a la caza del mosquito. Pero «el jefe» estaba por lo general de buen humor durante la primera parte de la campaña rusa.
Como en Berlín o en el Berghof, una palabra pronunciada durante las comidas sobre uno de los temas de conversación favoritos de Hitler podía desencadenar fácilmente un monólogo de hasta una hora de duración. En aquella primera época solía examinar un mapa enorme de la Unión Soviética clavado en la pared. Sin previo aviso, empezaba a arengar sobre el peligro que suponía el bolchevismo para Europa y sobre cómo habría sido demasiado tarde si hubieran esperado otro año más. En una ocasión, sus secretarias le oyeron decir delante de un gran mapa de Europa mientras señalaba la capital rusa que «en cuatro semanas estaremos en Moscú. Moscú será completamente arrasada». Comentaba que todo había ido mucho mejor de lo que podría haber imaginado. Habían tenido la suerte de que los rusos hubieran concentrado a sus tropas en las fronteras y no hubieran arrastrado al ejército alemán al interior del país, lo que habría dificultado los suministros. Le dijo a Goebbels durante la primera visita del ministro de Propaganda al cuartel general del Führer el 8 de julio que dos tercios de las fuerzas armadas bolcheviques y cinco sextas partes de los carros de combate y aviones estaban destruidos o gravemente dañados. Goebbels escribió que, después de analizar minuciosamente la situación militar con sus asesores de la Wehrmacht, la conclusión del Führer era «que la guerra en el este estaba, en general, ganada». No cabía ni siquiera imaginar la firma de un tratado de paz con el Kremlin. (Sólo un mes más tarde pensaría de un modo diferente al respecto.) El bolchevismo sería eliminado y Rusia quedaría fragmentada en diferentes partes, privada de cualquier centro intelectual, político o económico. Japón atacaría la Unión Soviética desde el este en cuestión de semanas. Podía prever la caída de Inglaterra «con la certeza de un sonámbulo».
Llegaron noticias de que habían sido destruidos 3.500 aviones y más de mil carros de combate soviéticos. Pero también había otras noticias sobre la encarnizada forma de combatir de los soldados soviéticos, que temían lo peor si se rendían. El 14 de julio Hitler le diría al embajador japonés Oshima que «nuestros enemigos ya no son seres humanos, son bestias». Fue entonces cuando Christa Schroeder le comentó a una amiga, haciéndose eco de las palabras de su «jefe» y del ambiente general del cuartel general del Führer, que «toda la experiencia anterior permite afirmar que es una lucha contra animales salvajes».
Hitler no había permitido que la Wehrmacht difundiera informaciones durante los primeros días de la campaña. Pero el domingo 29 de junio (una semana después del inicio del ataque) fue, según la descripción de Goebbels, «el día de los comunicados especiales». Se retransmitieron doce en total, todos ellos precedidos por la «Fanfarria Rusa», inspirada en Les Préludes de Liszt, el primero de ellos a las once de la mañana. Los partes proclamaban que se había logrado el control aéreo, que Grodno, Brest-Litovsk, Vilnius, Kaunas y Dünaburg estaban en poder de los alemanes. Dos ejércitos soviéticos estaban cercados en Bialystok. Minsk había sido tomada. Se anunció que los rusos habían perdido 2.233 tanques y 4.107 aviones. Se había capturado una enorme cantidad de equipamiento militar y a un gran número de prisioneros. Pero la acogida popular de esas noticias en Alemania fue menos entusiasta de lo que se esperaba. La población se cansó enseguida de los comunicados especiales, que se sucedían constantemente, y se mostraba escéptica ante la propaganda. Lejos de entusiasmar a la gente, las noticias embotaban sus sentidos. La presentación del alto mando de la Wehrmacht enfureció a Goebbels y juró que nunca más volvería a repetirse.
La invasión de la Unión Soviética se presentó a la opinión pública alemana como una guerra preventiva. Según las instrucciones que Goebbels dio a la prensa, el Führer había emprendido la ofensiva para atajar en el último momento la amenaza que representaba para el Reich y para toda la cultura occidental la traición del «judeobolchevismo». Los bolcheviques habían estado planeando atacar al Reich en cualquier momento e invadir y destruir Europa. Sólo la audaz acción del Führer lo había impedido. Aún más extraordinario que esa mentira propagandística es el hecho de que Hitler y Goebbels se habían convencido a sí mismos de que era verdad. Plenamente conscientes de su falsedad, tenían que mantener la ficción incluso entre ellos para justificar la decisión de atacar y arrasar totalmente la Unión Soviética sin que mediara provocación alguna.
A finales de junio, los cercos alemanes de Bialystok y Minsk habían dado como resultado las asombrosas cifras de 324.000 prisioneros del Ejército Rojo, y 3.300 tanques y 1.800 piezas de artillería capturados o destruidos. Poco más de dos semanas después, el fin de la batalla de Smolensko duplicó esas cifras. Ya el segundo día de la campaña, los cálculos alemanes situaban en 2.500 el número de aviones derribados o destruidos en tierra. Cuando Göring expresó sus dudas sobre aquella cifra, se revisó el cómputo y se descubrió que eran entre doscientos y trescientos menos del total real. Al cabo de un mes de combates, el número de aviones destruidos ascendió a 7.564. A principios de julio se calculó que 89 de las 164 divisiones soviéticas habían sido destruidas total o parcialmente y que sólo nueve de las veintinueve divisiones de carros de combate del Ejército Rojo seguían siendo aptas para el combate.
Pronto quedaría patente hasta qué punto se había subestimado el potencial militar soviético, algo que supondría un duro golpe. Pero apenas resulta sorprendente que a principios de julio la cúpula militar alemana estuviese convencida de que la «operación Barbarroja» se encaminaba hacia una victoria total y de que la campaña terminaría, según lo previsto, antes del invierno. El 3 de julio Halder resumió su dictamen con unas palabras de las que habría de arrepentirse más adelante: «Por lo tanto, probablemente no sea ninguna exageración afirmar que se ha obtenido la victoria en la campaña rusa en el plazo de dos semanas». Al menos tuvo la precaución de reconocer que eso no significaba que hubiera terminado: «La pura inmensidad geográfica del país y la obstinación de la resistencia, que continúa por todos los medios, harán que nuestros esfuerzos sigan siendo necesarios durante muchas más semanas».
II
Las ganancias territoriales obtenidas gracias a los espectaculares éxitos de la Wehrmacht durante la primera fase de «Barbarroja» proporcionaron a Hitler el control de una extensión del continente europeo mayor que la que había poseído ningún gobernante europeo desde Napoleón. Los farragosos y prolijos monólogos que pronunciaba ante su séquito a la hora del almuerzo o durante la noche eran la más pura expresión de un poder megalómano e ilimitado y de una crueldad sobrecogedora. Eran el rostro futuro del vasto nuevo imperio oriental, tal y como lo veía él.
La madrugada del 5 de julio de 1941 se entusiasmó diciendo que los alemanes podrían acceder a «la belleza de Crimea» gracias a una autopista. Sería la versión nacional de la Riviera italiana o francesa. Comentó que, tras la guerra, todo alemán debería tener la oportunidad de viajar con su «coche del pueblo» (Volkswagen) y ver los territorios conquistados con sus propios ojos, puesto que tendría que «estar dispuesto a luchar por ellos si fuera necesario». No se podía repetir el error cometido durante la época anterior a la guerra de limitar la idea colonial a la propiedad de un puñado de capitalistas o de empresas. En el futuro, las carreteras serían más importantes que los ferrocarriles para el transporte de pasajeros. Aseguraba que la única manera de conocer un país era viajando por carretera.
Le preguntaron si sería suficiente con extender las conquistas hasta los Urales. «Al principio» sería suficiente, respondió. Pero había que exterminar el bolchevismo y sería necesario realizar expediciones desde allí para eliminar cualquier nuevo foco que pudiera surgir. «San Petersburgo —como llamaba a Leningrado— era una ciudad incomparablemente más hermosa que Moscú», pero decidió que su destino habría de ser el mismo que el de la capital. «Habrá que dar ejemplo allí, y la ciudad desaparecerá completamente de la faz de la tierra». Se cerraría, se bombardearía y se mataría de hambre a sus habitantes. También preveía que al final quedaría en pie muy poco de Kiev. Consideraba que la destrucción de las ciudades soviéticas era la condición necesaria de un poder duradero en los territorios conquistados. No se toleraría ninguna potencia militar a menos de trescientos kilómetros al este de los Urales. «La frontera entre Europa y Asia —afirmaba— no se encuentra en los Urales, sino en el lugar en que acaban los asentamientos de población germánica y comienza la pura eslavidad. Nuestra tarea es mover esa frontera lo más posible hacia el este y, si es necesario, más allá de los Urales».
Hitler creía que el pueblo ruso sólo era apto para el trabajo duro realizado bajo coerción. Su condición natural, y la que prefería, era la desorganización generalizada. «Los ucranianos —comentó en otra ocasión— eran exactamente igual de holgazanes, desorganizados y nihilistamente asiáticos que los habitantes de la gran Rusia». Hablar de cualquier clase de ética del trabajo era absurdo. Lo único que entendían era «el látigo». Admiraba la brutalidad de Stalin. Pensaba que el dictador soviético era «uno de los seres humanos más grandes que había vivos, ya que había conseguido forjar, aunque sólo mediante la coacción más cruel, un Estado a partir de aquella familia de conejos eslavos». Describió al «taimado caucásico» como «uno de los personajes más extraordinarios de la historia», un hombre que rara vez abandonaba su despacho, pero podía gobernar gracias a una burocracia servil.
El modelo de dominación y explotación de Hitler seguía siendo el imperio británico. Su fuente de inspiración para el gobierno futuro de su raza dominante era el Raj. En numerosas ocasiones expresó su admiración por el hecho de que un país tan pequeño como Gran Bretaña hubiera llegado a imponer su autoridad por todo el mundo en un gigantesco imperio colonial. En particular el gobierno británico de la India era una muestra de lo que Alemania podría hacer en Rusia. Afirmaba que debía ser posible controlar el territorio oriental con un cuarto de millón de hombres. Ésa era la cantidad con la que los británicos gobernaban a 400 millones de indios. Rusia siempre estaría dominada por gobernantes alemanes. Debían asegurarse de que las masas sólo recibieran la educación suficiente para poder leer las señales de tráfico, aunque a Alemania le interesaba que disfrutaran de un nivel de vida aceptable. El sur de Ucrania, sobre todo Crimea, sería colonizado por campesinos-soldados alemanes. No le preocupaba en absoluto tener que deportar a la población local a algún otro lugar para dejarles sitio. Lo que tenía previsto era un moderno asentamiento de tipo feudal: Alemania tendría un ejército permanente de entre un millón y medio y dos millones de hombres que proporcionaría entre treinta y cuarenta mil hombres útiles cada año cuando hubieran completado sus doce años de servicio. Si eran hijos de campesinos, el Reich les proporcionaría una granja totalmente equipada a cambio de los doce años de servicio militar. También recibirían armas. La única condición era que debían casarse con chicas de ciudad, no de campo. Los campesinos alemanes vivirían en hermosos asentamientos, comunicados con la ciudad más cercana por una buena red de carreteras. Más allá se encontraría «el otro mundo», en el que los rusos vivirían bajo el yugo alemán. En caso de que estallara una revolución, «todo lo que tendremos que hacer es lanzar unas cuantas bombas en sus ciudades y todo el asunto habrá acabado». Tenía previsto que en diez años existiera una elite alemana con la que se pudiera contar cuando hubiera que acometer nuevas tareas. «Vendrá al mundo un nuevo tipo de hombre, verdaderos amos que naturalmente no podrán utilizarse en el oeste: los virreyes». Los administradores alemanes se alojarían en espléndidos edificios y los gobernantes vivirían en «palacios».
Sus divagaciones sobre la perspectiva de un equivalente alemán de la India se prolongaron durante los tres días y tres noches siguientes, del 8 al 11 de agosto. La India había forjado el orgullo de los ingleses. Los vastos espacios les habían obligado a gobernar a millones de personas con sólo un puñado de hombres. «Lo que la India fue para Inglaterra, lo será el territorio oriental para nosotros», proclamó.
Para Hitler, la India era el corazón de un imperio que no sólo había aportado poder a Gran Bretaña, sino también prosperidad. La explotación económica despiadada había sido siempre un elemento central de su sueño de crear un imperio alemán en el este. Ahora ese sueño parecía a punto de hacerse realidad. «Ucrania y después la cuenca del Volga serán un día los graneros de Europa —preveía—. Y también suministraremos hierro a Europa. Si un día de éstos Suecia deja de proporcionárnoslo, bueno, lo tomaremos del este. La industria belga puede intercambiar sus productos, mercancías baratas, por trigo procedente de esas zonas. Podremos llevar allí a nuestras familias pobres de clase obrera de Turingia y de las montañas de Harz, por ejemplo, para darles grandes extensiones de tierra». «Nos convertiremos en los grandes exportadores de trigo para todo el que lo necesite en Europa», continuaba, un mes después.
«En Crimea dispondremos de cítricos, plantaciones de caucho (con 40 mil hectáreas conseguiremos ser autosuficientes) y algodón. Los pantanos de Pripet nos proporcionarán juncos. Les daremos a los ucranianos pañuelos para cubrir sus cabezas, collares de cuentas de cristal como alhajas y cualquier otra cosa que les guste a los pueblos colonizados. Nosotros, los alemanes, y eso es lo más importante, debemos formar una comunidad cerrada como una fortaleza. El mozo de establo más bajo debe ser superior a cualquier nativo».
Según el modo de pensar de Hitler, la autarquía era la base de la seguridad. Y la conquista del este, como había declarado en repetidas ocasiones a mediados de los años veinte, proporcionaría esa seguridad a Alemania. «La lucha por la hegemonía en el mundo se decidirá para Europa con la ocupación del espacio ruso —le dijo a su séquito a mediados de septiembre—. Eso va a convertir a Europa en el lugar más firme del mundo frente a la amenaza de un bloqueo». Volvió a abordar el tema algunos días después: «En cuanto me doy cuenta de que una materia prima es importante para la guerra, dedico todos mis esfuerzos a lograr que seamos autosuficientes en ella. Hierro, carbón, petróleo, cereales, ganado, madera; debemos tenerlos todos a nuestra disposición […]. Ahora puedo decir: Europa es autosuficiente, siempre que impidamos que exista otro Estado gigante que pueda utilizar la civilización europea para movilizar a Asia contra nosotros». Comparó, como había hecho frecuentemente muchos años atrás, las bondades de la autarquía con la economía de mercado internacional y los errores que, en su opinión, habían cometido Gran Bretaña y Estados Unidos al depender de las exportaciones y mercados de ultramar, lo que fomentaba una competencia feroz y los correspondientes aumentos de los aranceles, los costes de producción y el desempleo. Continuaba diciendo que Gran Bretaña había incrementado su tasa de desempleo y empobrecido a su clase obrera al cometer la equivocación de industrializar la India. Alemania no dependía de las exportaciones, por eso era el único país sin desempleo. «El país que ahora estamos conquistando no es más que una fuente de materias primas y un mercado, no una zona de producción industrial […]. Ya no necesitaremos seguir buscando un mercado activo en el Lejano Oriente. Aquí está nuestro mercado. Lo único que tenemos que hacer es asegurarlo. Distribuiremos productos de algodón, pucheros, los más sencillos para satisfacer la demanda de artículos necesarios para vivir. No seremos capaces de producir todo lo que se puede comerciar aquí, ni muchísimo menos. Veo allí grandes posibilidades para la construcción de un Reich fuerte, de una auténtica potencia mundial. […] Durante los próximos siglos dispondremos de un campo de actividad sin parangón».
Hitler justificaba con contundencia la conquista de aquel territorio: la fuerza era la razón. Un pueblo culturalmente superior, privado de «espacio vital», no necesitaba más para justificarse. Para él, como siempre, era una cuestión de las «leyes de la naturaleza». «La razón de que yo haga daño ahora a los rusos es que si no ellos me lo harían a mí —declaró—. El buen Dios así lo quiere una vez más. De repente pone a las masas de la humanidad sobre la tierra y cada uno tiene que cuidar de sí mismo y arreglárselas para salir adelante. Una persona toma algo de otra. Y al final, lo único que queda por decir es que gana el más fuerte. Después de todo, éste es el orden más sensato de las cosas».
La lucha en el este no tendría fin, eso era evidente, ni siquiera tras la victoria alemana. Hitler habló de construir una «muralla oriental» a lo largo de los Urales que sirviera como barrera para contener las incursiones repentinas del «peligroso reservorio humano» de Asia. No sería una fortificación convencional, sino una muralla viviente formada por los soldados-campesinos que conformarían la nueva población de colonos del este. «Una lucha fronteriza constante en el este producirá una estirpe robusta y evitará que volvamos a sumirnos en la molicie de un sistema estatal radicado exclusivamente en Europa». La guerra era la esencia de la actividad humana para Hitler. «Lo que significa para una chica conocer a un hombre —declaró— es lo que significa la guerra para él», afirmó. A lo largo de aquellas semanas rememoró con frecuencia sus propias experiencias durante la Primera Guerra Mundial, probablemente las más formativas de su vida. Cuando vio el noticiario de la «batalla de Kiev» se sintió profundamente conmovido por «una epopeya heroica como nunca se había visto hasta ahora». «Siento una inmensa felicidad por haber podido vivir la guerra de esta manera», añadió. En otra ocasión comentó que si pudiera pedir un solo deseo para el pueblo alemán, sería que hubiera una guerra cada quince o veinte años. Si se le reprochara la pérdida de 200.000 vidas, respondería que había añadido dos millones y medio a la nación alemana y creía justificado pedir el sacrificio de las vidas de una décima parte. «La vida es terrible. Venir al mundo, existir y desaparecer, siempre hay muerte. Todo lo que nace debe morir después. Es lo mismo que sea por una enfermedad, un accidente o la guerra».
Las ideas de Hitler sobre un «nuevo orden» social deben situarse en ese marco de conquista, explotación despiadada, el derecho del poderoso, el dominio racial y la guerra más o menos permanente en un mundo en el que la vida apenas tenía valor y se podía sacrificar fácilmente. A menudo sus ideas hundían sus raíces en los rescoldos del resentimiento que aún quedaban por el hecho de que su «talento» no hubiera sido reconocido o por las desventajas de su condición social comparadas con los privilegios de los aristócratas y los ricos. Por esa razón era un partidario de la educación gratuita financiada por el Estado para los jóvenes con aptitudes. Los trabajadores disfrutarían de vacaciones anuales y podrían hacer un crucero una o dos veces a lo largo de su vida. Criticaba las distinciones entre diferentes clases de pasajeros en aquel tipo de viajes. Y ordenó que sirvieran la misma comida para los oficiales y los soldados en el ejército. Podría parecer que Hitler promovía ideas propias de una sociedad moderna, en la que hubiera movilidad social, no existieran las clases, se abolieran los privilegios y sólo se tuvieran en cuenta los méritos personales. Pero el principio fundamental seguía siendo la raza, a la que todo lo demás estaba subordinado. Consecuentemente, decía que en oriente todos los alemanes viajarían en vagones de tren con asientos tapizados, para separarlos de la población nativa. Era una visión de la sociedad que podía tener evidentes atractivos para muchos miembros de la supuesta raza dominante, la imagen de una cornucopia de riqueza afluyendo al Reich desde el este. El Reich estaría comunicado con las nuevas fronteras por autopistas que cruzarían las interminables estepas y los enormes espacios rusos. La nueva estirpe de superhombres que se ocuparían de dominar a las oprimidas masas eslavas aseguraría el mantenimiento de la prosperidad y el poder.
A quienes oían a Hitler describir aquella visión les parecía emocionantemente moderna: una ruptura con las jerarquías tradicionales basadas en la clase y la posición que daría paso a una sociedad en la que el talento se vería recompensado y habría prosperidad para todos, es decir, para todos los alemanes. Es cierto que algunos elementos de las ideas de Hitler eran incuestionablemente modernos. Por ejemplo, quería utilizar las ventajas de la tecnología moderna para construir invernaderos climatizados con vapor para que las ciudades alemanas contaran con un suministro regular de verduras y frutas durante todo el invierno. También esperaba que el transporte moderno pudiera abrir oriente. Aunque las riquezas llegarían a Alemania de oriente en tren, para Hitler el medio de transporte crucial en el futuro sería el coche. No obstante, a pesar de su aparente modernidad, aquella visión social era fundamentalmente atávica. Su fuente de inspiración eran las conquistas coloniales del siglo XIX. Lo que Hitler estaba ofreciendo era una versión moderna de la anticuada conquista imperialista, trasladada al terreno étnicamente mixto de Europa oriental, donde los eslavos proporcionarían el equivalente alemán de las poblaciones nativas conquistadas por el imperio británico en la India y África.
A mediados de julio ya se habían dado los pasos decisivos para hacer realidad aquella horrenda visión. En una importante reunión de cinco horas celebrada en el cuartel general del Führer el 16 de julio a la que asistieron Göring, Rosenberg, Lammers, Keitel y Bormann, Hitler sentó las directrices políticas básicas y las disposiciones prácticas para administrar y explotar los nuevos territorios conquistados. Una vez más, la premisa subyacente era la justificación, basada en el darwinismo social, de que eran los más fuertes quienes merecían heredar la tierra. Sin embargo, en los comentarios iniciales de Hitler, tal y como los recogió Bormann, estaba implícita la noción de que su proyecto era moralmente inaceptable: «A los ojos del mundo, la motivación de nuestros pasos ha de estar determinada por consideraciones tácticas. En este caso debemos actuar exactamente del mismo modo que en Noruega, Dinamarca, Holanda y Bélgica. Tampoco en aquellos casos dijimos nada acerca de nuestras intenciones y seremos lo bastante sensatos como para seguir haciéndolo de ese modo —reseñaba Bormann—. Por lo tanto, insistiremos una vez más en que nos vimos obligados a ocupar una zona para imponer el orden y la seguridad. Por el interés de la población nativa, teníamos que procurar proporcionar tranquilidad, alimentos, transporte, etc., etc. De ahí nuestro asentamiento. ¡Ni siquiera entonces debe parecer que está comenzando un asentamiento definitivo! De todos modos, podremos tomar y tomaremos todas las medidas que sean necesarias (fusilamientos, deportaciones, etc.). No queremos crearnos enemigos innecesarios ni creárnoslos demasiado pronto. Por lo tanto, simplemente actuaremos como si quisiéramos ejercer un mandato. Pero debemos tener muy claro que nunca volveremos a abandonar esos territorios». La franca exposición de Hitler continuaba: «Por lo tanto, la cuestión es: 1) No hacer nada que pueda obstaculizar el asentamiento definitivo, pero prepararlo en secreto. 2) Insistir en que somos los liberadores […] Básicamente, se trata de repartir la tarta gigante para que podamos primero dominarla, en segundo lugar gobernarla y en tercer lugar explotarla. Los rusos ya han dado la orden de librar una guerra partisana tras nuestras líneas. Esa guerra tiene una gran ventaja: nos da la oportunidad de exterminar a cualquiera que se nos oponga mínimamente. El principio básico es el siguiente: nunca deberá volver a ser posible construir una potencia militar al oeste de los Urales, incluso si tenemos que hacer la guerra durante cien años para conseguirlo».
Hitler continuó con los nombramientos para los puestos clave en los territorios orientales ocupados. Al día siguiente, se confirmó el nombramiento de Rosenberg como el jefe de lo que en apariencia era el todopoderoso Ministerio del Reich para los Territorios Orientales Ocupados. Pero nada era lo que parecía en el Tercer Reich. La autoridad de Rosenberg, como dejó claro el decreto de Hitler, no incluía las esferas de competencia del ejército, de la organización del Plan Cuatrienal de Göring, ni de las SS. Dicho con otras palabras, los peces gordos quedaban fuera del control de Rosenberg. Es más, las propias ideas de Rosenberg de ganarse a ciertas nacionalidades como aliados para combatir a la gran Rusia bajo tutela alemana (unas ideas sobre las que había estado trabajando con su equipo desde primavera) chocaban frontalmente con la política de Himmler de represión máxima y reasentamiento brutal y los objetivos de Göring de despiadada explotación económica. Himmler recibió a las pocas semanas planes para deportar en los siguientes veinticinco años aproximadamente a más de treinta millones de personas a regiones mucho más inhóspitas aún más al este. Göring estudiaba la posibilidad de matar de hambre a entre veinte y treinta millones de personas en Rusia, posibilidad que ya había propuesto antes de la invasión alemana el grupo agrícola del estado mayor económico para el este. Los tres (Rosenberg, Himmler y Göring) podían encontrar un común denominador en el objetivo de Hitler de destruir el bolchevismo y conquistar «espacio vital». Pero más allá de ese mínimo, la concepción de Rosenberg (no menos despiadada, pero más pragmática) no tenía ninguna oportunidad frente a la estrategia contraria de rapacidad y represión absolutas, respaldada por la propia visión de Hitler.
En la conferencia del 16 de julio, Hitler había aceptado, en contra de los deseos de Rosenberg, la propuesta que había presentado Göring y respaldado Bormann de nombrar comisario del Reich del territorio clave de Ucrania a Erich Koch, el extraordinariamente brutal (incluso para los criterios nazis) e independiente Gauleiter de Prusia Oriental. Koch, al igual que Hitler y al contrario que Rosenberg, rechazaba cualquier idea de convertir Ucrania en un Estado tapón. Opinaba que debían «ser duros y brutales» desde el principio. Era uno de los preferidos en el cuartel general del Führer. Todo el mundo allí creía que era la persona más adecuada para hacer lo necesario en Ucrania. Se le llamaba el «segundo Stalin» y se consideraba un cumplido.
A diferencia del tirano Koch, que seguía prefiriendo sus viejos dominios en Prusia Oriental a su nuevo feudo, Hinrich Lohse, nombrado comisario del Reich en el Báltico (rebautizado con el nombre de Ostland), se convirtió en el hazmerreír de las fuerzas de ocupación alemanas en su propio territorio debido a su obsesión fanática y a menudo ridícula por la burocracia, que se traducía en torrentes de decretos y directivas. A pesar de ello, se encontraba en una posición de debilidad frente al poder de las SS y otros organismos rivales. De una forma parecida, Wilhelm Kube, nombrado comisario del Reich en Bielorrusia, y propuesto por Göring y Rosenberg, no sólo demostró una corrupción e incompetencia enormes, sino que resultó ser otro débil dictadorzuelo en su provincia, cuyas órdenes ignoraban a menudo sus propios subordinados y que se veía obligado a someterse una y otra vez al poder superior de las SS.
Todo estaba dispuesto, pues, para que imperase un «nuevo orden» en Oriente que contradecía su propio nombre. Nada se asemejaba al orden. No parecía haber más que una guerra de todos contra todos, inherente al sistema nazi del Reich mismo, extendida a gran escala en la Polonia ocupada y llevada ahora a sus últimas consecuencias en los territorios conquistados de la Unión Soviética.
III
En realidad, a pesar de los extraordinarios avances de la Wehrmacht, en julio ya no quedaría más remedio que reconocer que el plan operativo de «Barbarroja» había fracasado. Y a pesar de la actitud de confianza que Hitler mostraba a su séquito en la Guarida del Lobo, durante aquellas semanas se darían las primeras señales de las tensiones y conflictos en la cúpula militar y en la toma de decisiones que continuarían asediando el esfuerzo bélico alemán. Hitler intervino en las cuestiones tácticas desde el principio. Ya el 24 de junio le había comentado a Brauchitsch que le preocupaba que el cerco de Bialystok no fuera lo suficientemente estrecho. Al día siguiente expresó su preocupación por que los Grupos de Ejércitos Centro y Sur se estuvieran adentrando demasiado en territorio enemigo. Halder desdeñó sus preocupaciones. «¡La vieja cantinela! —escribió en su diario—. Pero eso no va a cambiar nuestros planes en absoluto». Los días 27, 29 y 30 de junio, y de nuevo el 2 y el 3 de julio, Halder anotó preguntas o intervenciones de Hitler en las que mostraba su preocupación por el despliegue táctico de las tropas. «Lo que falta en el más alto nivel —anotó en su diario— es esa confianza en las órdenes ejecutivas que constituye uno de los rasgos más esenciales de nuestra estructura de mando».
La irritación de Halder ante las intromisiones de Hitler era comprensible. Pero las equivocaciones y los errores de cálculo, incluso en la primera fase de «Barbarroja», aparentemente tan exitosa, se debían tanto a los profesionales del alto mando del ejército como al antiguo cabo que ahora se creía el caudillo militar más grande de todos los tiempos.
El conflicto cada vez mayor con Hitler giraba en torno a la ejecución del plan estratégico «Barbarroja» que se había trazado el anterior mes de diciembre. Éste, a su vez, se había basado en los estudios de viabilidad realizados durante el verano por los estrategas militares. El alto mando del ejército había abogado por hacer que Moscú fuera el objetivo principal. La propia concepción de Hitler era diferente a aquélla y similar en varios puntos esenciales al estudio estratégico independiente elaborado por el estado mayor operativo de la Wehrmacht en septiembre de 1940, aunque también difería de éste en la cuestión crucial de Moscú.
Tanto en la «directiva Barbarroja» de diciembre como en todos los planes estratégicos posteriores, Hitler había insistido en los avances hacia el norte, para tomar Leningrado y asegurar el Báltico, y hacia el sur, para apoderarse de Ucrania. El estado mayor del ejército había aceptado la importante modificación de sus planes originales, aunque con poco entusiasmo. Según el plan modificado, el Grupo de Ejércitos Centro debía avanzar hasta Smolensko antes de dirigirse hacia el norte y reunirse con los ejércitos de Leeb para emprender el asalto de Leningrado. En el plan acordado de «Barbarroja», la toma de Moscú no estaba prevista hasta que no se hubiera logrado ocupar Leningrado y Kronstadt.
A Hitler comenzó a preocuparle ya el 29 de junio que el Grupo de Ejércitos Centro, cuyo avance estaba siendo espectacular, pudiera estar excediendo sus propias posibilidades. El 4 de julio afirmó que se enfrentaba a la decisión más difícil de la campaña: atenerse al plan «Barbarroja» original y modificarlo para acometer una ofensiva profunda hacia el Cáucaso (donde Rundstedt recibiría la ayuda de algunas fuerzas Panzer del Grupo de Ejércitos Centro) o retener la concentración de tropas acorazadas en el centro y avanzar hacia Moscú. El 8 de julio tomó la decisión que defendía Halder: continuar la ofensiva del Grupo de Ejércitos Centro con el objetivo de destruir al grueso de las fuerzas enemigas al oeste de Moscú. La estrategia modificada descartaba que el Grupo de Ejércitos Centro se dirigiera hacia Leningrado, como preveía el plan «Barbarroja» original. La «solución ideal», reconoció Hitler, sería dejar que el Grupo de Ejércitos Norte de Leeb alcanzara sus objetivos por sus propios medios. No obstante, ni siquiera entonces estaba de acuerdo Hitler con la idea de hacer prioritaria la conquista de Moscú, lo que según él no era más que «una mera idea geográfica».
El conflicto con el alto mando del ejército, al que apoyaba el Grupo de Ejércitos Centro, sobre si el objetivo debía ser tomar Moscú se prolongó durante las semanas siguientes. Hitler insistió, si bien con unos parámetros operativos revisados, en que se continuara dando prioridad a la captura de Leningrado, incluyendo ahora el avance en el sur hacia la zona industrial de Járkov y el interior del Cáucaso, puntos que había que alcanzar antes de que comenzara el invierno. Al mismo tiempo, el «Suplemento a la directiva número 33», fechado el 23 de julio, señalaba que el Grupo de Ejércitos Centro debía destruir al enemigo entre Smolensko y Moscú valiéndose únicamente de sus divisiones de infantería y que no sería hasta entonces cuando «se ocuparía Moscú».
A finales de julio Halder ya había cambiado de opinión sobre la certeza de una victoria rápida. A principios de mes le había dicho a Hitler que sólo 46 de las 164 divisiones rusas conocidas continuaban siendo capaces de combatir. Con toda probabilidad se había exagerado la magnitud de la destrucción; en todo caso, era evidente que se había subestimado de forma precipitada la capacidad del enemigo para reponer sus fuerzas. El 23 de julio corrigió aquella cifra y la elevó a un total de 93 divisiones. Su conclusión era que el enemigo estaba «decisivamente debilitado» pero en modo alguno «aplastado definitivamente». Como consecuencia, puesto que era evidente que las reservas soviéticas de soldados eran inagotables, Halder defendía más enérgicamente que el objetivo de las operaciones futuras fuera la destrucción de las zonas de producción armamentística de los alrededores de Moscú.
Al mismo tiempo que se revisaba la fortaleza de las defensas soviéticas, también había que tener en cuenta el número de bajas del ejército alemán y la Luftwaffe. Los pilotos estaban mostrando síntomas de agotamiento y no se podía realizar el mantenimiento de los aviones a la velocidad suficiente. A finales de julio, sólo 1.045 aviones estaban en buen estado. Los ataques aéreos contra Moscú que ordenó Hitler apenas hicieron mella debido a la escasez de aviones disponibles. La mayoría de los 75 ataques efectuados contra la capital soviética durante los meses siguientes fueron realizados por un pequeño número de bombarderos que apenas eran capaces de hacer un daño ínfimo a la producción armamentística soviética. La infantería tenía aún más necesidad de tomar un descanso. Los soldados habían estado avanzando y combatiendo encarnizadamente durante más de un mes sin una sola pausa. El plan operativo original había previsto detener las operaciones al cabo de veinte días para que se recuperasen los soldados. Pero habían pasado cuarenta días sin que las tropas tuvieran un solo descanso y ni siquiera se había terminado la primera fase de la campaña. Para entonces, el número de bajas (heridos, desaparecidos y muertos) ascendía a 213.301 oficiales y soldados. Además, pese a los milagros obrados por la organización del general de intendencia Eduard Wagner, los problemas de transporte en carreteras a menudo intransitables para el transporte mecanizado, incluso durante el verano, acarrearon innumerables dificultades para mantener las líneas de suministros de combustible, equipamientos y provisiones que necesitaba un ejército en rápido avance. Los suministros del Grupo de Ejércitos Norte requerían veinticinco trenes de mercancías diarios. Pero a pesar de trabajar ininterrumpidamente para adaptar los ferrocarriles al ancho de vía alemán, a mediados de julio y principios de agosto sólo llegaban a la línea del frente entre ocho y quince trenes diarios.
A finales de julio empezaba a resultar evidente que el plan operativo «Barbarroja» revisado, tal y como lo había formulado Hitler en el suplemento a la directiva número 33, no se podría completar antes del invierno. Hitler consideró que eso exigía el apoyo de unidades Panzer del Grupo de Ejércitos Centro para el ataque a Leningrado. Moscú podría esperar. Halder veía las cosas de una forma diametralmente opuesta. Convertir Moscú en el objetivo aseguraría que los soviéticos dedicaran el grueso de sus fuerzas a defenderla. Tomar la ciudad, incluyendo su sistema de comunicaciones e industria, partiría la Unión Soviética en dos y dificultaría aún más la resistencia. La consecuencia lógica era que la captura de la capital precipitaría la caída del sistema soviético y supondría el fin de la guerra oriental. Si no se emprendía el ataque a Moscú lo más rápidamente posible, el enemigo lograría contener la ofensiva hasta la llegada del invierno y entonces se reagruparía. El objetivo militar de la guerra contra la Unión Soviética habría fracasado.
Hitler seguía empeñado en que conquistar la región industrial de Járkov y la cuenca del Donets e interrumpir los suministros de petróleo soviético debilitaría más la resistencia que la caída de Moscú. Pero estaba indeciso. En aquel momento, incluso Jodl y el estado mayor operativo de la Wehrmacht se habían convencido de que era necesario atacar Moscú. Entonces, el 30 de julio Hitler canceló el suplemento a la directiva número 33, basándose en los fuertes refuerzos que habían recibido las tropas enemigas que se enfrentaban y flanqueaban el Grupo de Ejércitos Centro. Halder se sintió eufórico por un momento. «Esta decisión libera a cualquier soldado con capacidad de reflexión de la horrible visión que ha estado obsesionándonos estos últimos días, ya que la obstinación del Führer hacía que pareciese que la campaña oriental iba a quedar empantanada de forma inminente». Pero aquel mismo día se promulgó la directiva número 34, que ofreció poco consuelo a Halder. El Grupo de Ejércitos Centro se debía recuperar para el siguiente ataque, la ofensiva contra Leningrado debía continuar en el norte y el Grupo de Ejércitos Sur debía destruir las fuerzas enemigas al oeste del Dniéper y en las inmediaciones de Kiev. En realidad, la verdadera decisión (a favor o en contra de avanzar hacia Moscú) no había hecho más que aplazarse más tiempo.
A principios de agosto, Hitler seguía aferrado a la idea de que la prioridad era Leningrado. Confiaba en conseguir aislarla antes del 20 de agosto y en que entonces el Grupo de Ejércitos Centro pudiera volver a desplegar sus tropas y aviones. La segunda prioridad para Hitler era, al igual que antes, «el sur de Rusia, sobre todo la región de los Donets», que constituía «toda la base de la economía rusa». Estaba claro que Moscú ocupaba el tercer lugar en su lista de prioridades. Reconocía que, según ese orden de prioridades, no se podría tomar la ciudad antes del invierno. Halder trató inútilmente de que Brauchitsch consiguiera que se tomase una decisión clara sobre si se iban a poner todos los medios para asestar un golpe mortal en Moscú o se iba a conquistar Ucrania y el Cáucaso por razones económicas. Convenció a Jodl de que tratara de persuadir a Hitler de que había que cumplir los objetivos de Moscú y de Ucrania.
Para entonces, Halder comenzaba a comprender la magnitud de la misión a la que se enfrentaba la Wehrmacht. «Toda la situación está dejando cada vez más claro que hemos subestimado al coloso ruso —escribió el 11 de agosto—. Al principio de la guerra estimamos que nos enfrentaríamos a unas 200 divisiones enemigas. Hasta ahora ya hemos contado 360. Es cierto que esas divisiones no están armadas y equipadas a la altura de nuestros criterios y su liderazgo táctico a menudo es muy pobre. Pero ahí están, y si aplastamos a una docena de ellas, los rusos no tienen más que sacar otra docena. […] Y de ese modo nuestras tropas, dispersas en una inmensa línea del frente y sin ninguna profundidad, están condenadas a sufrir los ataques constantes del enemigo».
Hitler promulgó el 12 de agosto el suplemento a la directiva número 34 en el que, por primera vez, dictaminaba categóricamente que se continuaría el ataque contra las tropas enemigas agrupadas para defender Moscú cuando se hubieran eliminado las amenazas en los flancos y se hubieran repuesto las unidades Panzer. Según la directiva, el objetivo era «despojar al enemigo antes del invierno de todo el centro de gobierno, armamento y comunicaciones de los alrededores de Moscú». Sin embargo, tres días más tarde Hitler modificó una vez más las disposiciones tácticas y ordenó que las unidades Panzer del flanco norte del Grupo de Ejércitos Centro ayudaran al Grupo de Ejércitos Norte a resistir un fuerte contraataque soviético.
Tanto la concesión de Hitler sobre la cuestión de Moscú, aunque hecha con numerosas reservas, como su efectiva y rápida negación posterior de la misma podían haberse visto condicionadas por la grave disentería que padeció la primera mitad de agosto. A pesar de que cada vez era más hipocondríaco, lo cierto es que durante los últimos años había gozado de una extraordinaria buena salud, lo que no dejaba de resultar sorprendente teniendo en cuenta sus hábitos alimenticios y estilo de vida. Pero tuvo que guardar cama en un momento vital. Cuando Goebbels visitó el cuartel general del Führer el 18 de agosto, lo encontró todavía indispuesto y «muy irritable», aunque en proceso de recuperación. El ministro de Propaganda pensó que las semanas de tensión y los inesperados problemas militares del mes anterior habían hecho mella en él. De hecho, los electrocardiogramas que le hicieron en aquel momento indicaban que sufría una esclerosis coronaria que empeoraba rápidamente. La conversación con Morell sobre los resultados de las pruebas no podía contribuir precisamente a mejorar el humor de Hitler o a aliviar su hipocondría.
Es probable que la mala salud que tuvo Hitler en agosto, en una época en la que estaba conmocionado por la evidencia de que los servicios de espionaje habían subestimado gravemente la verdadera magnitud de las fuerzas soviéticas, debilitara temporalmente su resolución de continuar la guerra en oriente. Goebbels se quedó sencillamente atónito cuando, durante su visita al cuartel general del Führer del 18 de agosto, oyó a Hitler sopesar la idea de aceptar las condiciones de paz de Stalin e incluso afirmar que el bolchevismo no suponía peligro alguno para Alemania sin el Ejército Rojo. (De hecho, parece ser que en julio Stalin había considerado durante un momento la posibilidad de tantear el terreno para llegar a un acuerdo, que habría incluido la renuncia a una gran extensión de territorio soviético.) Hitler, pesimista con respecto a una victoria rápida y rotunda en oriente, se agarraba a un clavo ardiendo: quizá Stalin pidiera la paz, quizá Churchill fuera derrocado, quizás irrumpiera la paz de repente. El cambio de rumbo podía llegar tan rápidamente como lo había hecho en enero de 1933, sugirió (y lo haría en otras ocasiones hasta 1945), cuando, sin que pareciera existir ninguna posibilidad a principios del mes, los nacionalsocialistas habían llegado al poder en cuestión de semanas.
También Halder tenía los nervios destrozados en aquel momento. Pensaba que había llegado la hora de mostrar a Hitler de una vez por todas la necesidad insoslayable de destruir las fuerzas enemigas en los alrededores de Moscú. El 18 de agosto, Brauchitsch envió a Hitler el memorándum de Halder sobre el tema. Argumentaba que los Grupos de Ejércitos Norte y Sur tendrían que lograr sus objetivos por sus propios medios, pero que el mayor esfuerzo debía dedicarse a la ofensiva inmediata contra Moscú, puesto que el Grupo de Ejércitos Centro no podría continuar sus operaciones después de octubre debido a las condiciones meteorológicas.
El memorándum de Halder lo había elaborado el coronel Heusinger, jefe del departamento de operaciones del ejército. Dos días después de entregarlo, Heusinger lo analizó con Jodl. El asesor militar más cercano de Hitler sugirió que las elecciones estratégicas del dictador se debían a motivos psicológicos. Heusinger recordaba que Jodl le había comentado que Hitler sentía «una aversión instintiva a seguir el mismo camino que Napoleón. Moscú le provoca una sensación siniestra». Cuando Heusinger reafirmó la necesidad de derrotar a las fuerzas enemigas en Moscú, Jodl le respondió: «Eso es lo que usted dice. Ahora le voy a decir cuál será la respuesta del Führer: “En este momento hay una posibilidad mucho mejor de vencer a las fuerzas soviéticas. El mayor grupo está en el este de Kiev”». Heusinger pidió a Jodl que respaldara el memorándum. Jodl dijo finalmente: «Haré todo lo que pueda. Pero debe reconocer que los motivos del Führer están bien razonados y no se pueden desestimar así como así. No debemos tratar de obligarle a hacer nada que vaya en contra de sus convicciones íntimas. Por lo general, sus intuiciones han resultado acertadas. ¡No puede negarlo!». El mito del Führer aún estaba vivo, incluso entre quienes estaban más cerca de Hitler.
Como era de prever, la respuesta de Hitler no tardó en llegar, y fue una demoledora respuesta al alto mando del ejército. El 21 de agosto, se informó al alto mando del ejército de que Hitler rechazaba sus propuestas por no coincidir con las intenciones del Führer. En lugar de ellas, ordenó: «El principal objetivo que todavía debe lograrse antes de la llegada del invierno no es la captura de Moscú sino, en el sur, la ocupación de Crimea y la región industrial y carbonífera de los Donets además del aislamiento de las regiones petrolíferas rusas del Caúcaso y, en el norte, el cerco de Leningrado y la confluencia con los finlandeses». El paso clave inmediato era el cerco y la destrucción del desprotegido quinto ejército soviético en la región de Kiev mediante un movimiento en pinza de los Grupos de Ejércitos Centro y Sur. Eso abriría el camino para que pudiera avanzar el Grupo de Ejércitos Sur en dirección sureste, hacia Rostov y Járkov. La conquista de Crimea, añadió Hitler, era «de vital importancia para salvaguardar nuestros suministros de petróleo procedentes de Rumanía». Por lo tanto, había que poner todos los medios para cruzar el Dniéper lo más rápidamente posible y llegar a Crimea antes de que el enemigo pudiera reclutar nuevas tropas.
Hitler desarrolló sus argumentos al día siguiente en un «estudio» en el que acusaba al alto mando del ejército de no cumplir su plan operativo y reafirmaba la necesidad de trasladar el peso principal del ataque al norte y al sur y relegaba a Moscú a la condición de un objetivo meramente secundario. También reprochaba a Brauchitsch su falta de liderazgo, al dejarse influir por los intereses particulares de los sectores individuales del ejército. Como contraste, era especialmente hiriente su alabanza a Göring por su firme mando de la Luftwaffe.
En su «Estudio» del 22 de agosto, Hitler reiteró una vez más que el objetivo era eliminar a la Unión Soviética como un aliado continental de Gran Bretaña, y frustrar de ese modo las esperanzas británicas de cambiar el curso de los acontecimientos en Europa. Sólo se podría alcanzar ese objetivo, proclamó, mediante la aniquilación de las fuerzas soviéticas y la ocupación o destrucción de las bases económicas que podrían permitir a la Unión Soviética continuar la guerra, haciendo hincapié en las fuentes de materias primas. Reafirmó la necesidad de concentrarse en destruir las posiciones enemigas en el Báltico y en ocupar la región de Ucrania y el mar Negro, cuyas materias primas eran vitales para la economía de guerra soviética. También subrayó la necesidad de proteger los suministros de petróleo alemanes en Rumanía. El alto mando del ejército era culpable de ignorar sus órdenes de sacar partido del avance hacia Leningrado. Insistió en que las tres divisiones del Grupo de Ejércitos Centro, que desde el principio de la campaña estaba previsto que ayudaran al Grupo de Ejércitos Norte, más débil numéricamente, debían recibir suministros inmediatamente, y que sería entonces cuando se cumpliría el objetivo de capturar Leningrado. Cuando se hubiera hecho eso, se podrían emplear las unidades motorizadas suministradas por el Grupo de Ejércitos Centro para concentrarse en su único objetivo restante, el avance sobre Moscú. Tampoco en el sur se produciría alteración alguna de los planes originales. En cuanto se consiguiera destruir a las fuerzas soviéticas al este y el oeste de Kiev que amenazaban el flanco del Grupo de Ejércitos Centro, argumentaba, el avance hacia Moscú sería mucho más fácil. Por lo tanto, rechazaba las propuestas presentadas por el alto mando del ejército para la dirección posterior de las operaciones.
Halder no podía contenerse en su diario privado: «Considero la situación generada por la intromisión del Führer insoportable para el OKH —escribió—. No hay más culpable que el propio Führer por el camino en zigzag provocado por sus órdenes sucesivas». El tratamiento dispensado a Brauchitsch, continuaba Halder, era «absolutamente indignante». Halder había propuesto al comandante en jefe que ambos presentasen su dimisión, pero Brauchitsch se había negado a dar ese paso «debido a que las dimisiones no serían aceptadas y eso no cambiaría nada».
Halder voló al día siguiente enormemente alterado al cuartel general del Grupo de Ejércitos Centro. Como era previsible, los comandantes que estaban allí reunidos apoyaron su preferencia de retomar la ofensiva sobre Moscú. Todos ellos estuvieron de acuerdo en que avanzar hacia Kiev significaría una campaña de invierno. El mariscal de campo Von Bock propuso que el general Heinz Guderian, uno de los comandantes predilectos de Hitler, que se había mostrado especialmente franco durante la reunión, acompañara a Halder al cuartel general del Führer para tratar de convencer al dictador de que cambiara de idea y aceptara el plan del alto mando del ejército.
Estaba oscureciendo cuando Halder y Guderian llegaron a Prusia Oriental. Según la versión posterior de Guderian (en la que, naturalmente, trató de presentarse a sí mismo de la forma más favorable posible), Brauchitsch le prohibió mencionar la cuestión de Moscú. Ya se había dado la orden para la operación del sur, declaró el comandante en jefe del ejército, por lo que el único problema era cómo ejecutarla. La discusión carecía de sentido. Ni Brauchitsch ni Halder acompañaron a Guderian cuando entró a reunirse con Hitler, flanqueado por un numeroso séquito en el que estaban Keitel, Jodl y Schmundt. Según Guderian, fue el propio Hitler quien sacó a relucir la cuestión de Moscú y a continuación, sin interrupción, le permitió exponer los argumentos en que se basaba para hacer que el avance hacia la capital rusa fuera lo prioritario. Cuando Guderian terminó, comenzó a hablar Hitler. Sin perder los nervios expuso el argumento alternativo. Las materias primas y la base agrícola de Ucrania eran vitales para la continuidad de la guerra, afirmó. Había que neutralizar Crimea para eliminar la posibilidad de que los soviéticos atacaran los yacimientos de petróleo rumanos. «Mis generales no saben nada acerca de los aspectos económicos de la guerra», le oyó decir Guderian por vez primera. Hitler se mostró inflexible. Ya había dado órdenes tajantes para un ataque a Kiev como objetivo estratégico inmediato. Había que actuar teniendo eso en cuenta. Todos los presentes asentían a cada frase que pronunciaba Hitler. Los representantes del OKW le respaldaban plenamente en todo. Guderian se sentía aislado. Evitó cualquier otra discusión. Mucho después comentaría que se convenció a sí mismo de que, puesto que la decisión de atacar Ucrania estaba confirmada, su tarea consistía entonces en asegurar que se ejecutaba con la máxima eficacia posible para obtener la victoria antes de las lluvias de otoño.
Cuando informó a Halder al día siguiente, 24 de agosto, el jefe del estado mayor del ejército se enfureció ante el hecho de que Guderian hubiera cambiado totalmente de opinión al enfrentarse personalmente a Hitler. La consternación de Halder era mucho mayor porque Guderian, a quien consideraba un posible candidato para asumir el puesto de comandante en jefe del ejército en el futuro, había sido uno de los críticos más vehementes de Hitler durante la reunión celebrada el día anterior en el cuartel del Grupo de Ejércitos Centro. A Von Bock le inspiró el mismo desprecio que a Halder el modo en que el franco y directo Guderian se había derrumbado ante la presión de Hitler. En realidad, las posibilidades de que Guderian hubiera hecho cambiar de opinión a Hitler habían sido muy escasas, independientemente de la poca estima en que le tuvieran ahora sus superiores. En todo caso, la suerte estaba echada. La gran batalla por Kiev y el dominio de Ucrania estaba a punto de comenzar.
Cuando terminó la «batalla de Kiev» el 25 de septiembre, seis días después de la caída de la propia ciudad de Kiev, la frontera suroccidental soviética estaba totalmente destruida. La insistencia de Hitler en enviar al grupo de Panzers de Guderian al sur para cercar al enemigo había ocasionado una victoria extraordinaria. Se tomó un número asombroso de prisioneros, alrededor de 665.000. El gigantesco botín capturado incluía 884 carros de combate y 3.018 piezas de artillería. Aquella victoria despejó el camino para que Rundstedt ocupara Ucrania, gran parte de Crimea y la cuenca del Donets, lo que acarreó más pérdidas enormes de hombres y material al Ejército Rojo. Ante la gigantesca magnitud de las bajas soviéticas en los tres meses transcurridos desde el inicio de «Barbarroja», el alto mando militar alemán llegó entonces a la conclusión de que el avance hacia Moscú (que recibió el nombre de «operación Tifón») aún tenía posibilidades de éxito, a pesar de iniciarse en una época tan tardía del año.
No era sorprendente que Hitler, entusiasmado por la gran victoria en Kiev, estuviera de un humor excelente cuando Goebbels habló a solas con él en el cuartel general del Führer el 23 de septiembre. Los comentarios de Hitler recogidos por Goebbels brindan una notable oportunidad de conocer su forma de pensar en aquel momento. Tras quejarse amargamente de las dificultades que encontraba para imponer su autoridad a los «expertos» del estado mayor, Hitler expresó su opinión de que las derrotas infligidas al Ejército Rojo en Ucrania suponían un punto de inflexión. «Se ha roto la maldición», escribió Goebbels. Las cosas marcharían rápidamente en otras partes del frente. Se podían esperar grandes nuevas victorias durante las próximas tres o cuatro semanas. Para mediados de octubre, los bolcheviques estarían en plena retirada. Se lanzaría la siguiente ofensiva contra Járkov, donde llegarían las tropas en pocos días. Después vendrían Stalingrado y el Don. Cuando esa zona industrial estuviera en manos alemanas y los bolcheviques tuvieran cortados los suministros de carbón y las bases de su producción armamentística, los soviéticos habrían perdido la guerra.
Hitler repitió que Leningrado, la cuna del bolchevismo, sería destruida calle por calle y arrasada totalmente. No se podría alimentar a su población de cinco millones de habitantes. Se volvería a arar la tierra en el lugar que ocupaba la ciudad. El bolchevismo había comenzado con hambre, sangre y lágrimas y acabaría del mismo modo. La puerta de entrada de Asia en Europa estaría cerrada y se empujaría a los asiáticos de vuelta al lugar al que pertenecían. Reiteró que le podía aguardar a Moscú un destino similar al de Leningrado. El ataque a la capital se produciría después de la captura de la cuenca industrial. La operación de cerco a la ciudad se habría completado el 15 de octubre. Y cuando las tropas alemanas llegaran al Cáucaso, Stalin estaría perdido. Hitler estaba seguro de que, en esa situación, Japón no desaprovecharía la oportunidad de obtener ganancias en el este de la Unión Soviética. Lo que sucediera entonces dependería de Stalin. Podía capitular o podía pedir una «paz especial» que Hitler, naturalmente, aceptaría. El bolchevismo ya no representaría ningún peligro una vez que su poderío militar quedara destruido.
Volvió a tocar un tema familiar. Tras la derrota del bolchevismo, Inglaterra habría perdido su última esperanza en el continente. Desaparecería su última oportunidad de obtener la victoria. Y los crecientes éxitos de los submarinos que llegarían las semanas siguientes ejercerían una presión aún mayor en un Churchill que daba muestras de agotamiento nervioso. Hitler no descartaba la posibilidad de que Gran Bretaña depusiera a Churchill para buscar la paz. Las condiciones de Hitler serían las de siempre: estaba dispuesto a dejar tranquilo el imperio, pero Gran Bretaña tendría que salir de Europa. Los británicos probablemente dejasen las manos libres a Alemania en oriente pero intentarían conservar la hegemonía en Europa occidental. Eso era algo que no iba a permitir. «Inglaterra siempre se ha considerado una potencia insular. Es ajena a Europa, hostil incluso. No tiene futuro en Europa».
En resumidas cuentas, las perspectivas eran halagüeñas para Hitler en aquel momento. No obstante, un comentario indicaba que un final temprano del conflicto no estaba a la vista. Hitler le dijo a Goebbels de pasada (una suposición que no tardaría en resultar desastrosamente infundada) que se habían tomado todas las precauciones necesarias para que las tropas pudieran invernar en el este.
De hecho, para entonces Hitler y los altos mandos de la Wehrmacht ya habían llegado a la conclusión de que la guerra en el este no terminaría en 1941. El colapso de la Unión Soviética, proclamaba un memorándum del OKW del 27 de agosto aprobado por Hitler, era el siguiente, y decisivo, objetivo de guerra. Pero, continuaba el memorándum, «si resulta imposible cumplir ese objetivo completamente durante 1941, la continuación de la campaña oriental tiene la más alta prioridad para 1942». Los triunfos militares del verano habían sido extraordinarios. Pero no se había cumplido el objetivo del golpe rápido y demoledor esencial en el plan «Barbarroja». Las fuerzas soviéticas no estaban ni mucho menos completamente destruidas, a pesar de sus enormes bajas. Continuaban reponiéndose extrayendo hombres y recursos de una reserva aparentemente ilimitada y seguían combatiendo con uñas y dientes. Por otro lado, las pérdidas alemanas tampoco eran desdeñables. Ya antes de la «batalla de Kiev», las bajas ascendían a casi 400.000 hombres, más del 11 por ciento del ejército oriental. Y empezaba a resultar cada vez más difícil encontrar repuestos. A finales de septiembre, la mitad de los carros de combate estaba fuera de servicio o en diferentes etapas del proceso de reparación. Y para entonces, las lluvias de otoño ya habían comenzado a convertir las carreteras en lodazales intransitables. Independientemente de los éxitos del verano, había que matizar mucho las razones objetivas para mantener el optimismo. El avance hacia Moscú, que comenzó el 2 de octubre con la idea de obtener la victoria decisiva antes de que comenzara el invierno, se basaba más en la esperanza que en expectativas reales. Se trataba de un desesperado último intento de infligir una derrota concluyente a la Unión Soviética antes del invierno. En realidad era una improvisación que ponía de relieve el fracaso del plan «Barbarroja» original, no su culminación.
La responsabilidad del propio Hitler por los problemas a los que se enfrentaba ahora el ejército alemán es evidente. Mientras Stalin aprendió de los desastres de 1941 y comenzó a dejar los asuntos militares cada vez más en manos de los expertos, la intromisión de Hitler tanto en los detalles tácticos como en la estrategia general, provocada por la desconfianza crónica y creciente que sentía por el alto mando del ejército, era enormemente perjudicial, como ponían de relieve las dificultades de Halder. Fueron extraordinarias la tenacidad y la obstinación con las que se negó a aceptar los argumentos para dar prioridad a un ataque contra Moscú, incluso cuando por un tiempo, a finales de julio, no sólo los había aceptado el alto mando del ejército, sino también su asesor militar más cercano, Jodl. Tras las gloriosas victorias de 1940, Hitler creía que su propio criterio militar era superior al de cualquiera de sus generales. El desprecio que sentía por Brauchitsch y Halder se veía reforzado cada vez que sus opiniones o tácticas discrepaban de las suyas. Por otro lado, las semanas de conflicto y la desconcertante manera en que, en julio y agosto, aparecían las directivas y luego se enmendaban, debilitó la confianza en Hitler que tenían no sólo el irremediablemente abúlico Brauchitsch y el estado mayor de Halder, sino también los comandantes de campo.
Pero no se trataba de un problema unilateral. La tensión entre las concepciones opuestas de la campaña oriental todavía no se había resuelto, al menos para Halder, cuando la directiva número 21 promulgada por Hitler el 18 de diciembre de 1940 había señalado Moscú como objetivo secundario y no primario, lo que prefiguraba la disputa que habría de producirse durante los meses de verano. El alto mando del ejército parecía haber aceptado, si bien de mala gana, la estrategia alternativa por la que abogaba Hitler. La planificación estratégica del ataque se basó en esa premisa durante los meses siguientes.
La estrategia de apoderarse primero del control sobre el Báltico y cortar las comunicaciones con los centros económicos soviéticos esenciales del sur, mientras se protegían al mismo tiempo los suministros de petróleo alemanes en Rumanía, antes de atacar Moscú, no carecía de sentido por sí misma. Y no era infundado el temor de que un ataque frontal a Moscú sólo consiguiese hacer retroceder a las tropas soviéticas en lugar de cercarlas. El desvío del plan trazado de «Barbarroja» por el que abogaba el alto mando del ejército cuando la campaña estaba en curso no suponía ninguna mejora patente. La vuelta a la estrategia que Halder había preferido al principio era tentadora porque el Grupo de Ejércitos Centro había avanzado más rápida y espectacularmente de lo que se había previsto e insistía en que se le permitiera continuar y, según su criterio, acabar el trabajo tomando Moscú. Pero lo más determinante era la evidencia de que la información con la que contaba el ejército sobre el poder militar soviético era lamentablemente errónea. El ataque a Moscú, aunque el OKH abogara por él ya en sus planteamientos iniciales, se había convertido de hecho en un sustituto del plan «Barbarroja», que estaba fracasando estrepitosamente no sólo debido a las intromisiones de Hitler, sino también a la incompetencia y los errores de la cúpula militar.
Puesto que había sido Hitler quien había colocado en sus puestos a los hombres clave, Brauchitsch y Halder, gran parte de la responsabilidad de sus errores recaía sobre él. Pero Brauchitsch fue un comandante en jefe del ejército irremediablemente débil e ineficaz. Al parecer, su contribución a la planificación estratégica fue mínima. Atrapado entre las presiones de sus comandantes de campo y la intimidación de Hitler, no era más que un agujero negro allí donde era esencial una autoridad perspicaz y decidida. Brauchitsch ya estaba acabado mucho antes de la crisis que habría de conducir a su destitución. El desprecio con el que lo trataba Hitler no dejaba de tener cierta justificación.
Halder, debido en parte a sus exculpaciones de posguerra y sus coqueteos con los grupos opositores a Hitler (aunque nunca llegaron a nada), ha sido tratado más generosamente por la posteridad. Como jefe del estado mayor, la responsabilidad por la planificación de las operaciones del ejército era suya. Las accidentadas relaciones con el alto mando de la Wehrmacht, portavoz en gran medida de Hitler, naturalmente debilitaron gravemente la posición de Halder. Pero el jefe del estado mayor no señaló las deficiencias del plan «Barbarroja» original. El desvío hacia el norte de las tropas del Grupo de Ejércitos Norte no se planeó en profundidad. No se tomaron en consideración los problemas que encontrarían las fuerzas motorizadas en el terreno situado entre Leningrado y Moscú. Desde el principio a Halder no le entusiasmó la idea de concentrar el ataque en el Báltico y hubiera preferido el asalto frontal a Moscú. Pero en lugar de dirimir la disputa de antemano, permitió que los ánimos se fueran enconando cuando la campaña ya estaba en marcha.
Además, el ataque total a Moscú que recomendaban encarecidamente Halder y el comandante del Grupo de Ejércitos Centro, Von Bock, también habría sido una empresa sumamente peligrosa. Casi con total certeza, habría resultado imposible eliminar a las enormes fuerzas de los flancos (como había sucedido en la «batalla de Kiev»). Y los rusos esperaban un ataque a la capital. Si la Wehrmacht hubiera llegado hasta la ciudad sin el apoyo de una Luftwaffe capaz de arrasar completamente Moscú (como quería Hitler), el resultado más probable hubiera sido un adelanto de lo que finalmente habría de suceder en Stalingrado.
Que la campaña oriental estaba descarrilando ya a finales del verano de 1941 no se puede achacar única, ni siquiera principalmente, a la intromisión de Hitler en asuntos que debió haber dejado a los militares profesionales. La sugerencia, que aparece en algunas memorias de posguerra, de que las fuerzas armadas habrían conseguido que Alemania ganara la guerra en el este si hubieran podido actuar solas, era una afirmación tan defensiva como arrogante. En última instancia, los crecientes problemas de «Barbarroja» fueron la consecuencia del calamitoso error de cálculo de creer que la Unión Soviética se derrumbaría como un castillo de naipes tras una Blitzkrieg, un error basado en algunas suposiciones enormemente optimistas, una flagrante infravaloración del enemigo y unos recursos extremadamente limitados. Fue el error de cálculo de Hitler, pero lo compartieron sus planificadores militares.
IV
Goebbels mantuvo una larga conversación con Hitler el 23 de septiembre en la que aprovechó la oportunidad para describir el estado de ánimo en Alemania. Hitler, comentó el ministro de Propaganda, era plenamente consciente de la «dura prueba psicológica» a la que había estado sometido el pueblo alemán durante las anteriores semanas. Goebbels insistió a Hitler, que no había hecho ninguna aparición pública desde el comienzo de la campaña rusa y no había hablado al pueblo alemán desde el 4 de mayo, tras la triunfal campaña de los Balcanes, en que viajara a Berlín para pronunciar un discurso ante la nación. Hitler estuvo de acuerdo con él en que era el momento adecuado y pidió a Goebbels que preparase un acto de masas para inaugurar la campaña de Ayuda de Invierno al final de la semana siguiente. Se fijó la fecha del discurso para el 3 de octubre.
El tren de Hitler llegó aquel día a Berlín en torno a la una de la tarde. Se llamó inmediatamente a Goebbels para que acudiera a la cancillería del Reich. Allí encontró a Hitler con buen aspecto y lleno de optimismo. En la intimidad de su habitación, Hitler le hizo un resumen de la situación general en el frente. El avance hacia Moscú, que había comenzado el día anterior, estaba marchando mejor de lo esperado. Se estaban obteniendo grandes victorias. «El Führer está convencido —comentó Goebbels— de que el ejército soviético estará básicamente aplastado en un par de semanas si la climatología continúa siendo moderadamente favorable».
Cuando Hitler se dirigía al Sportpalast aquella tarde, las calles a su paso estaban llenas de las multitudes alborozadas que el partido nunca había tenido dificultad para movilizar. En la cavernosa sala le esperaba un recibimiento entusiasta. Goebbels lo comparó con los actos de masas que trufaron su ascenso al poder. Hitler justificó la ofensiva a la Unión Soviética como un ataque preventivo. Dijo que las precauciones alemanas sólo habían sido insuficientes con respecto a una cosa: «No teníamos idea de lo gigantescos que eran los preparativos que había hecho este enemigo contra Alemania y Europa, ni de la magnitud del peligro, y hemos escapado por los pelos de que fuera aniquilada no sólo Alemania, sino Europa entera». Después proclamó, pronunciando al fin las palabras que su público estaba deseando oír: «Hoy puedo decir que este enemigo ya ha sido destruido y no volverá a levantarse jamás».
Durante la parte final del discurso, casi todas las frases se vieron interrumpidas por atronadores aplausos. Hitler, pese al largo periodo de silencio, no había perdido su don. Al final, el público del Sportpalast se puso en pie como un solo hombre y prorrumpió en una ovación frenética. Aquella acogida emocionó a Hitler, pero tenía prisa por marcharse. Le llevaron directamente a la estación. A las siete de la tarde, sólo seis horas después de su llegada, emprendió el viaje de vuelta a su cuartel general en Prusia Oriental.
Goebbels acompañaba a Hitler en el trayecto a la estación cuando recibieron las últimas noticias del frente. El avance estaba marchando aún mejor de lo esperado. Poco después del inicio de la operación Tifón, Halder decía en voz baja que estaba «haciendo progresos satisfactorios» y siguiendo «un curso absolutamente clásico». El ejército alemán había arremetido con setenta y ocho divisiones, un total de casi dos millones de hombres, y casi dos mil carros de combate, apoyadas por una gran parte de la Luftwaffe, contra las tropas del mariscal Timoshenko. Una vez más, la Wehrmacht parecía invencible. Una vez más, cayó en manos alemanas un enorme número de prisioneros (673.000), junto a un botín gigantesco, esta vez en los grandes cercos de la doble batalla de Briansk y Viazma, durante la primera mitad de octubre. No tenía nada de extraño que imperase el optimismo en el cuartel general del Führer y entre el alto mando militar. La noche del 8 de octubre, Hitler habló del giro decisivo que se había producido en la situación militar durante los tres días anteriores. Werner Koeppen, el enlace de Rosenberg en el cuartel general del Führer, informó a su jefe de que «se puede considerar que el ejército ruso está básicamente aniquilado».
Hitler había estado de un infrecuente buen humor durante la cena del 4 de octubre, tras su regreso de una visita al cuartel general del alto mando del ejército para felicitar a Brauchitsch por su sexagésimo cumpleaños. Se puso a hablar del futuro en «Alemania oriental» por enésima vez. Preveía que, en los siguientes cincuenta años, se establecerían allí cinco millones de granjas de ex soldados que mantendrían unido el continente mediante la fuerza militar. Dijo que no concedía ningún valor a las colonias y podría llegar rápidamente a un acuerdo con Inglaterra sobre ellas. Alemania no necesitaba más que un pequeño territorio colonial para sus plantaciones de café y té. Todo lo demás se podía producir en el continente. Camerún y una parte del África ecuatorial francesa o el Congo belga bastarían para cubrir las necesidades alemanas. «Nuestro Misisipi debe ser el Volga, no el Níger», concluyó.
La noche siguiente, después de que Himmler hubiera amenizado la cena con sus impresiones sobre Kiev y comentase que se podía «prescindir del» 80 o 90 por ciento de la empobrecida población de la ciudad, Hitler abordó el tema de los dialectos alemanes. Comenzó hablando de su aversión por el acento sajón y después pasó al rechazo de todos los demás dialectos. No hacían más que dificultar el aprendizaje del alemán a los extranjeros. Y ahora había que convertir el alemán en el medio de comunicación general en Europa.
Hitler seguía estando de un humor excelente cuando recibió la visita del ministro de Economía del Reich, Walther Funk, el 13 de octubre. Los territorios de oriente significarían el final del desempleo en Europa, aseguró. Preveía que hubiera enlaces fluviales desde el Don y el Dniéper entre el mar Negro y el Danubio, por los que se transportarían el petróleo y los cereales hasta Alemania. «Europa, no América, será la tierra de las posibilidades ilimitadas».
Cuatro días más tarde, la presencia de Fritz Todt hizo que Hitler expusiera una visión aún más grandiosa de las nuevas carreteras que se extenderían por los territorios conquistados. Las autopistas no llegarían sólo hasta Crimea, sino hasta el Cáucaso e incluso más lejos aún al norte. Se fundarían ciudades alemanas como centros administrativos en las confluencias de los ríos. Habría tres millones de prisioneros de guerra disponibles para suministrar mano de obra para los siguientes veinte años. Las granjas alemanas se alinearían a lo largo de las carreteras. «La monótona estepa de tipo asiático pronto tendrá un aspecto totalmente diferente». Entonces decía que diez millones de alemanes, así como colonos de Escandinavia, Holanda, Flandes e incluso Estados Unidos, echarían raíces allí. La población eslava tendría que «vegetar sumida en su propia mugre lejos de las grandes carreteras». Enseñarles a leer las señales de tráfico sería una educación más que suficiente. Ya no habría que recurrir a la recuperación de los graneros del Elba por la espada como en el siglo XII para exaltar a quienes estaban comiendo el pan alemán entonces, dijo. «Aquí, en el este, se repetirá un proceso similar por segunda vez, como en la conquista de América». Hitler deseaba haber sido diez o quince años más joven para poder presenciar lo que iba a ocurrir.
Pero para entonces, las condiciones meteorológicas por sí solas estaban mermando drásticamente las posibilidades de que la visión de Hitler se materializara alguna vez. Ya había comenzado el mal tiempo. A mediados de octubre, las operaciones militares se habían estancado después de que las fuertes lluvias hubieran barrido el frente. Las unidades estaban varadas. Los vehículos del Grupo de Ejércitos Centro estaban empantanados en carreteras intransitables. Nada se podía mover fuera de las carreteras atascadas. «Los rusos nos están deteniendo mucho menos que la humedad y el barro», comentó el comandante de campo Bock. En todas partes se libraba una «lucha contra el barro». Además de eso, había graves carencias de combustible y municiones.
También cundía una preocupación nada prematura sobre las provisiones de invierno de las tropas. Hitler le preguntó directamente sobre ello al general de intendencia Wagner, cuando éste visitó el cuartel general del Führer el 26 de octubre. Wagner aseguró que los Grupos de Ejércitos Norte y Sur dispondrían de la mitad de sus provisiones necesarias a finales de aquel mes, pero que sólo llegaría un tercio al Grupo de Ejércitos Centro, el más grande de los tres. Hacer llegar los suministros al sur era especialmente difícil porque los soviéticos habían destruido parte de las vías férreas a lo largo del mar de Azov. Aun así, cuando Wagner habló con Goebbels, el ministro de Propaganda tuvo la impresión de que «se ha pensado en todo y no se ha olvidado nada».
En realidad, parece que Wagner no comenzó a preocuparse seriamente por aquella cuestión vital hasta que no se deterioró rápidamente el tiempo a mediados de octubre, aunque Halder era consciente ya desde agosto de que la única manera de resolver el problema del transporte de la ropa y los equipamientos de invierno del frente oriental era derrotar al Ejército Rojo antes de que llegara lo peor del invierno. Brauchitsch seguía sosteniendo, durante las largas conversaciones que mantuvo con Goebbels el 1 de noviembre, que sería posible emprender un avance hacia Stalingrado antes de que llegaran las nevadas y que Moscú habría quedado aislada para cuando las tropas se retirasen a sus cuarteles de invierno. En aquel momento, aquellos planes delataban un optimismo disparatado. Brauchitsch se vio obligado a reconocer que existían problemas climatológicos, que las carreteras eran intransitables, que el transporte era muy difícil y que había motivos para preocuparse por el aprovisionamiento de las tropas de cara al invierno. De hecho, independientemente de la falta de realismo de los altos mandos del ejército y la Wehrmacht sobre lo que se podía llegar a conseguir antes del crudo invierno, las dos últimas semanas de octubre habían dado mucho que pensar a los comandantes de la línea del frente sobre las exageradas esperanzas de éxito depositadas al principio en la «operación Tifón». A finales de mes, la ofensiva de las agotadas tropas del Grupo de Ejércitos Centro tuvo que detenerse temporalmente.
Sin embargo, Hitler dio una impresión totalmente diferente en el tradicional discurso que pronunció ante la vieja guardia del partido, reunida en el Löwenbräukeller de Múnich a última hora de la tarde del 8 de noviembre para celebrar el aniversario del putsch de 1923. Fue un discurso dirigido sobre todo al consumo interno. Su objetivo era subir la moral y mantener unidos a los miembros más antiguos y leales del círculo de Hitler tras los difíciles meses de verano e invierno. Hitler describió la magnitud de las bajas soviéticas. «Camaradas del partido —proclamó—, no hay ejército en el mundo, incluido el ruso, que se recobre de esto». «Nunca antes —continuó— se ha aplastado y fulminado a un gran imperio en tan corto espacio de tiempo como a la Rusia Soviética». Comentó las afirmaciones del enemigo de que la guerra se prolongaría durante 1942. «Puede durar todo lo que quiera —respondió—, el último batallón en este campo de batalla será alemán». A pesar del triunfalismo, aquélla fue su insinuación más clara hasta el momento de que la guerra estaba lejos de su final.
Al día siguiente, Hitler viajó de vuelta a Prusia Oriental, y llegó a la Guarida del Lobo aquella misma noche. En aquel momento nevaba en el este. Las lluvias torrenciales habían dado paso a las heladas y a unas temperaturas muy por debajo de los cero grados. A menudo, ni siquiera los carros de combate podían superar las laderas cubiertas de hielo. Para los hombres, las condiciones empeoraban cada día que pasaba. Ya había una aguda escasez de ropa de abrigo para protegerles y se estaban multiplicando los casos de congelamiento grave. La capacidad de combate de la infantería se había reducido drásticamente. Solamente el Grupo de Ejércitos Centro había perdido por entonces aproximadamente 300.000 hombres, y sólo se disponía de algo más que la mitad de hombres para reemplazarlos.
Fue en aquel momento, el 13 de noviembre, cuando en una conferencia de alto nivel del Grupo de Ejércitos Centro, con una temperatura de 22 grados bajo cero, se asignó al ejército acorazado de Guderian, como parte de las órdenes para la ofensiva renovada, el objetivo de cortar las comunicaciones orientales de Moscú tomando Gorki, a cuatrocientos kilómetros al este de la capital soviética. La asombrosa falta de realismo de las órdenes del ejército se debía a la perversa obstinación con la que el estado mayor seguía insistiendo en que el Ejército Rojo estaba al borde del colapso y era muy inferior a la Wehrmacht en capacidad de combate y liderazgo. A pesar de todas las pruebas en contra, Halder seguía sosteniendo aquellas ideas (y sin duda las compartía en gran medida el comandante en jefe del Grupo de Ejércitos Centro, Bock), y subyacían en el memorándum sobre la segunda ofensiva presentado por el estado mayor el 7 de noviembre. Los objetivos desmesuradamente optimistas (entre la lista figuraban la toma de Maikop, una importante fuente de petróleo del Cáucaso, Stalingrado y Gorki) habían sido establecidos por Halder y su equipo. Hitler no estaba presionando a Halder. En realidad, sucedía lo contrario: fue Halder quien insistió en que se aceptasen esos objetivos operativos. En gran medida coincidían con los objetivos que Hitler no había considerado factibles hasta el año siguiente. Si en aquel momento Hitler hubiera rechazado más firmemente las propuestas de Halder, se podrían haber evitado los desastres de las siguientes semanas. Tal y como sucedieron las cosas, la incertidumbre, la vacilación y la falta de claridad de Hitler dejaron al alto mando del ejército suficiente margen de maniobra para cometer unos catastróficos errores de juicio.
Como consecuencia de la oposición a los planes de Halder en la conferencia del 13 de noviembre, los objetivos se limitaron a un ataque directo contra Moscú. Se aprobó el ataque con el conocimiento pleno de que existían unos problemas logísticos irresolubles y de los enormes peligros que entrañaba avanzar en condiciones casi árticas sin ninguna posibilidad de asegurar los suministros. Ni siquiera el objetivo estaba claro. No existía la menor posibilidad de interrumpir las comunicaciones soviéticas. Las posiciones de vanguardia situadas en las inmediaciones de Moscú estaban completamente desprotegidas. Sólo la captura de la propia ciudad, que se suponía que precipitaría la caída y la capitulación del régimen soviético y el fin de la guerra, podía justificar correr el riesgo. Pero con una fuerza aérea insuficiente para bombardear la ciudad hasta someterla antes de que llegaran las tropas de tierra, la toma de Moscú habría significado combatir calle por calle. Con las fuerzas disponibles, y dadas las condiciones imperantes, es difícil saber cómo el ejército alemán podía haber obtenido la victoria.
No obstante, a mediados de noviembre se volvió a emprender el avance hacia Moscú. En aquel momento, Hitler estaba visiblemente inquieto con respecto a la nueva ofensiva. Según los recuerdos de su edecán del ejército, el comandante Gerhard Engel, la noche del 25 de noviembre expresó su «gran preocupación por la meteorología y el invierno ruso». «Hemos comenzado con un mes de retraso», continuó diciendo, y acabó comentando, de forma típica en él, que el tiempo era «su mayor pesadilla».
Algunos días antes, Hitler se había mostrado más optimista en una conversación de tres horas con Goebbels. «Si la climatología continúa siendo favorable, todavía quiere intentar rodear Moscú y de ese modo dejarlo abandonado al hambre y la devastación», escribió el ministro de Propaganda. Hitler restó importancia a las dificultades, pues las había en todas las guerras. «La historia del mundo no la ha hecho la meteorología», añadió.
El 29 de noviembre, durante otra breve estancia de Hitler en Berlín, Goebbels tuvo de nuevo la oportunidad de hablar con él largo y tendido. Hitler parecía estar lleno de optimismo y confianza, rebosante de energía y con una salud excelente. Afirmó que su actitud seguía siendo positiva, a pesar del revés de Rostov, donde el ejército Panzer del general Ewald von Kleist se había visto forzado a retroceder el día anterior tras haber tomado la ciudad. Ahora Hitler tenía la intención de alejarse lo bastante de la ciudad como para permitir ataques aéreos masivos y bombardearla hasta hacerla desaparecer como un «ejemplo brutal». El Führer nunca había abogado, escribió Goebbels, por tomar ninguna de las grandes ciudades soviéticas. No había ninguna ventaja práctica en ello y no dejaba más que el problema de alimentar a las mujeres y a los niños. No cabía ninguna duda, continuaba Hitler, de que el enemigo había perdido la mayoría de sus grandes centros armamentísticos. Aseguraba que ése había sido el objetivo de la guerra y que se había conseguido en gran medida. Tenía la esperanza de realizar mayores avances hacia Moscú, pero reconocía que un gran cerco a la ciudad era imposible en aquellos momentos. La incertidumbre sobre las condiciones meteorológicas convertía en una locura cualquier intento de avanzar 200 kilómetros hacia el este sin tener los suministros asegurados. Las tropas de primera línea quedarían aisladas y tendrían que retirarse, lo que supondría un desprestigio que no podía permitirse en aquel momento. Por lo tanto, la ofensiva tendría que producirse a una escala menor. Pero Hitler todavía esperaba que cayera Moscú. Cuando lo hiciera, apenas quedaría nada más que ruinas. Al año siguiente, se expandiría la ofensiva al Cáucaso para apoderarse de los suministros de petróleo soviéticos, o al menos impedir que accedieran a ellos los bolcheviques. Se convertiría Crimea en una gran zona de asentamientos alemanes para los mejores tipos étnicos y sería incorporado al Reich como un Gau, que recibiría el nombre de «Gau Ostrogodo», como recordatorio de las más antiguas tradiciones alemanas y los orígenes mismos de lo germánico. «Lo que no podamos conseguir ahora, lo conseguiremos el verano que viene», opinaba Hitler, según las notas de Goebbels.
El propósito de la exhibición de optimismo de Hitler era engañar a Goebbels, o a sí mismo. El mismo día que habló con el ministro de Propaganda, le informó Walter Rohland (que estaba a cargo de la producción de carros de combate y acababa de regresar de una visita al frente), en presencia de Keitel, Jodl, Brauchitsch y otros dirigentes militares, de la superioridad de la producción soviética de carros acorazados. Rohland también advirtió, basándose en su propia experiencia durante un viaje a Estados Unidos en 1930, del inmenso poder armamentístico que se alinearía contra Alemania en el caso de que Estados Unidos entrara en la guerra. En ese caso, Alemania perdería la guerra. Fritz Todt, uno de los ministros más capacitados y en los que más confiaba Hitler, que había concertado la reunión sobre armamento, hizo una declaración sobre la producción armamentística alemana tras la alocución de Rohland. Ya fuera durante la reunión o después, de manera más confidencial, Todt añadió: «Esta guerra ya no se puede ganar por medios militares». Hitler escuchó sin interrumpir y después preguntó: «¿Cómo debería acabar entonces esta guerra?». Todt respondió que sólo se podía poner fin a la guerra por medios políticos, a lo que Hitler contestó: «Sigo sin poder ver una manera de llegar a un fin político».
Cuando Hitler regresaba a Prusia Oriental la noche del 29 de noviembre, recibió malas noticias del frente. Durante los días siguientes habrían de empeorar drásticamente.
Inmediatamente después de su vuelta a la Guarida del Lobo, Hitler se sumió en un «estado de extrema inquietud» sobre la situación del ejército acorazado de Kleist, expulsado de Rostov. Kleist quería retroceder a una posición defensiva segura en la desembocadura del río Bakhmut. Hitler se lo prohibió y exigió que detuviese la retirada más al este. Brauchitsch fue llamado al cuartel general del Führer y allí recibió un aluvión de insultos. Acobardado, el comandante en jefe, un hombre enfermo y profundamente abatido, transmitió la orden al comandante del Grupo de Ejércitos Sur, el mariscal de campo Von Rundstedt. Rundstedt, quien evidentemente no se dio cuenta de que la orden procedía del propio Hitler, respondió que no podía obedecer la orden y que si ésta no se cambiaba tendría que ser relevado de su puesto. Se comunicó directamente la respuesta a Hitler. A primera hora de la mañana del día siguiente, Rundstedt, uno de los generales más extraordinarios y leales de Hitler, fue destituido (como chivo expiatorio por el revés de Rostov) y se confirió el mando al mariscal de campo Walter von Reichenau. Aquel mismo día, más tarde, Reichenau telefoneó para informar de que el enemigo había atravesado la línea situada en el lugar ordenado por Hitler y solicitó permiso para retirarse a la línea que había pedido Rundstedt. Hitler accedió.
El 2 de diciembre Hitler voló hacia el sur para ver la posición de Kleist por sí mismo. Allí le pusieron al corriente de los informes del Grupo de Ejércitos, que no había visto, anteriores al ataque contra Rostov. El resultado se había previsto con exactitud. Hitler exoneró de culpa al Grupo de Ejércitos y al ejército Panzer, pero no restituyó su cargo a Rundstedt. Eso hubiera supuesto un reconocimiento público de su propio error.
Aquel mismo día, el 2 de diciembre, las tropas alemanas prácticamente habían avanzado hasta Moscú pese a la atroz climatología. Las tropas de reconocimiento llegaron a acercarse a sólo unos veinte kilómetros del centro de la ciudad. Pero la ofensiva se había vuelto imposible. Con un intenso frío (el 4 de noviembre la temperatura fuera de Moscú había descendido hasta los 35 grados bajo cero) y sin el apoyo adecuado, la noche del 5 de diciembre Guderian decidió replegar sus tropas a posiciones defensivas más seguras. El cuarto ejército acorazado de Hoepner y el tercero de Reinhardt, que se encontraban a unos treinta kilómetros al norte del Kremlin, se vieron obligados a hacer lo mismo. El 5 de diciembre, el mismo día en que se derrumbó inevitablemente la ofensiva alemana, comenzó el contraataque soviético. Al día siguiente, 100 divisiones cayeron sobre los agotados soldados del Grupo de Ejércitos Centro a lo largo de más de 300 kilómetros de la línea del frente.
V
En medio de la creciente desmoralización en el cuartel general del Führer provocada por los acontecimientos en el este, Hitler recibió las mejores noticias que podía haber deseado. A lo largo de la noche del domingo 7 de diciembre, llegaron informes de que los japoneses habían lanzado un ataque contra la flota estadounidense anclada en Pearl Harbor, en Hawai. Según las primeras informaciones, habían sido hundidos dos acorazados y un portaaviones, y otros cuatro habían quedado gravemente dañados, además de cuatro cruceros. La mañana siguiente, el presidente Roosevelt recibió el respaldo del congreso de Estados Unidos para declarar la guerra a Japón. Winston Churchill, alborozado por tener ya a los estadounidenses «en el mismo barco» (como Roosevelt le había dicho), no encontró ninguna dificultad en conseguir una autorización del gabinete de guerra para una declaración de guerra británica inmediata.
Hitler pensaba que tenía buenas razones para alegrarse. «No podemos perder la guerra de ningún modo —exclamó—. Ahora contamos con un aliado que nunca ha sido conquistado en tres mil años». Aquella precipitada suposición descansaba en una idea que Hitler mantenía desde hacía tiempo: la intervención de Japón sujetaría a Estados Unidos al teatro del Pacífico y el ataque a las colonias británicas en el Lejano Oriente debilitaría gravemente a Gran Bretaña.
Las relaciones entre Japón y Estados Unidos se habían deteriorado marcadamente a lo largo del otoño. El embajador alemán en Tokio, el general Eugen Ott, informó a Berlín a principios de noviembre de que, aunque desconocía los detalles, tenía la impresión de que era probable una guerra entre Japón y Estados Unidos y Gran Bretaña. También se había enterado de que el gobierno japonés estaba a punto de solicitar una garantía de que Alemania ayudaría a Japón en el caso de embarcarse en una guerra con Estados Unidos.
De hecho, el gobierno japonés había tomado la decisión el 12 de noviembre de tratar de llegar a un acuerdo con Alemania, si la guerra contra Estados Unidos se hacía inevitable, sobre la participación alemana en la misma y de alcanzar el compromiso de no firmar la paz por separado. El 21 de noviembre, Ribbentrop comunicó a Ott la política del Reich: Berlín consideraba obvio que si cualquiera de los dos países, Alemania o Japón, se hallaba en guerra contra Estados Unidos, el otro no firmaría la paz por separado. Dos días más tarde, el general Okamoto, jefe de la sección del estado mayor japonés encargada de tratar con los ejércitos extranjeros, dio un paso más. Le preguntó al embajador Ott si Alemania se consideraría en guerra con Estados Unidos en el caso de que Japón iniciara las hostilidades. No existe constancia de que Ribbentrop respondiera al telegrama de Ott, que recibió el 24 de noviembre, pero cuando se reunió con el embajador Oshima en Berlín la noche del 28 de noviembre, le aseguró que Alemania estaba dispuesta a ayudar a Japón si entraba en guerra con Estados Unidos. Y no existía la posibilidad de una paz por separado entre Alemania y Estados Unidos en ninguna circunstancia. El Führer estaba decidido al respecto. Dos días antes de que Ribbentrop se reuniera con Oshima, fuerzas aéreas y navales japonesas ya habían partido hacia Hawai y el 1 de diciembre recibieron la orden de atacar el día 7.
Las garantías de Ribbentrop estaban completamente de acuerdo con los comentarios que había hecho Hitler durante la visita de Matsuoka a Berlín en la primavera, de que Alemania asumiría inmediatamente las consecuencias si Japón entraba en conflicto con Estados Unidos. Pero en aquel momento Ribbentrop evidentemente consideraba necesario consultar a Hitler antes de firmar cualquier acuerdo con los japoneses y así se lo dijo a Oshima la noche del 1 de diciembre. Al día siguiente, como ya hemos visto, Hitler tomó un avión para visitar al Grupo de Ejércitos Sur tras el revés de Rostov. Durante el viaje de vuelta, el mal tiempo le obligó a hacer noche en Poltava, donde al parecer las comunicaciones estaban cortadas. No pudo regresar a su cuartel general hasta el 4 de diciembre. Ribbentrop consiguió comunicarse con él cuando estaba allí y obtuvo su aprobación para lo que suponía un nuevo Pacto Tripartito (que el ministro de Asuntos Exteriores acordó enseguida con Ciano), que estipulaba que en el caso de que estallara una guerra entre cualquiera de los firmantes y Estados Unidos, los otros dos Estados también se considerarían automáticamente en guerra con Estados Unidos. Por lo tanto, antes de Pearl Harbor, Alemania ya se había comprometido a entrar en guerra con Estados Unidos si Japón se veía involucrado en hostilidades, como parecía entonces inevitable.
El acuerdo todavía no estaba firmado cuando los japoneses atacaron Pearl Harbor. Aquella agresión japonesa no provocada proporcionó a Hitler lo que quería sin haber comprometido formalmente a Alemania a emprender ninguna acción concreta. No obstante, deseaba un acuerdo revisado (que fue completado el 11 de diciembre, y el cual únicamente estipulaba la obligación de no firmar un armisticio ni un tratado de paz con Estados Unidos sin consentimiento mutuo) por motivos propagandísticos, pues quería incluirlo en el gran discurso que iba a pronunciar en el Reichstag aquella misma tarde.
En cuanto recibió la noticia del ataque japonés, Hitler telefoneó a Goebbels para expresarle su alegría y ordenar que se convocase el Reichstag el miércoles 10 de diciembre «para dejar clara la postura alemana». Goebbels comentó: «Probablemente no podamos evitar una declaración de guerra contra Estados Unidos, de acuerdo con el Pacto Tripartito. Pero eso ahora no es tan malo. Hasta cierto punto, tenemos los flancos protegidos. Estados Unidos ya no podrá proporcionar a Inglaterra tan a la ligera aviones, armas y espacio de transporte, puesto que es de suponer que necesitará todo eso para combatir en su propia guerra con Japón».
El ataque japonés a Pearl Harbor fue sumamente oportuno para Hitler desde el punto de vista propagandístico. Dada la crisis en el frente oriental, tenía pocas noticias favorables que ofrecer en una alocución sobre la situación dirigida al pueblo alemán. Pero el ataque japonés le proporcionó una perspectiva positiva. El 8 de diciembre, Ribbentrop le dijo al embajador Oshima que el Führer estaba estudiando la mejor manera desde el punto de vista psicológico de declarar la guerra a Estados Unidos. Puesto que quería disponer de tiempo para preparar cuidadosamente aquel discurso tan importante, Hitler pospuso la convocatoria del Reichstag un día, hasta el 11 de diciembre. Goebbels comentó que la hora del discurso, las tres de la tarde, aunque era muy adecuada para el público alemán, permitiría que lo oyeran los japoneses y los estadounidenses.
El que Alemania iba a declarar la guerra a Estados Unidos era algo que se daba por supuesto. Ningún acuerdo con Japón le obligaba a ello. Pero Hitler no tuvo la menor vacilación. Posiblemente una declaración oficial tuviera que hacerse esperar hasta que pudiera convocar al Reichstag, pero a la primera oportunidad, la noche del 8 al 9 de diciembre, ya había dado la orden de que los submarinos alemanes hundieran barcos estadounidenses. Era necesaria una declaración de guerra formal para asegurar en la medida de lo posible (de acuerdo con el acuerdo del 11 de diciembre) que Japón se mantuviera en la guerra. Y Hitler opinaba que también era importante conservar la iniciativa y no dejar que la tomara Estados Unidos. Hitler estaba convencido desde hacía meses de que Roosevelt no buscaba más que una oportunidad para intervenir en el conflicto europeo, por lo que creía que su declaración simplemente se anticipaba a lo inevitable y, en cualquier caso, se limitaba a hacer oficial lo que ya era una realidad en la práctica. Además, era importante demostrarle al público alemán que seguía controlando el curso de los acontecimientos. Desde el punto de vista de Hitler, esperar una declaración de guerra definitiva de Estados Unidos hubiera sido una señal de debilidad. Como siempre, el prestigio y la propaganda eran elementos centrales en las consideraciones de Hitler. «Una gran potencia no deja que le declaren la guerra, la declara ella misma», le dijo Ribbentrop a Weizsäcker, sin duda haciéndose eco de las ideas de Hitler.
El discurso que Hitler pronunció la tarde del jueves 11 de diciembre no fue uno de los mejores. La primera mitad no consistió más que en el largo y triunfalista informe de los progresos de la guerra que Hitler había previsto exponer mucho antes de los acontecimientos de Pearl Harbor. Dedicó el resto del discurso a un interminable y constante ataque a Roosevelt. Hitler perfiló el retrato de un presidente respaldado por «toda la insidia satánica» de los judíos empeñado en hacer la guerra a Alemania para destruirla. Finalmente llegó el momento álgido de su discurso: las provocaciones (que hasta aquel momento habían quedado sin respuesta) habían obligado a Alemania y a Italia a actuar. Leyó una copia de la declaración que había enviado aquella misma tarde al encargado de negocios estadounidense, con una declaración de guerra oficial a Estados Unidos. Entonces anunció que aquel mismo día se había firmado un nuevo acuerdo en el que Alemania, Italia y Japón se comprometían a rechazar un armisticio o tratado de paz unilateral con Gran Bretaña o Estados Unidos.
En opinión de Goebbels, el discurso de Hitler había causado un efecto «fantástico» en el pueblo alemán, para el que la declaración de guerra no había supuesto ni una sorpresa ni una conmoción. En realidad, el discurso no contribuyó demasiado a elevar la moral, que ante la segura prolongación de la guerra hacia un futuro indefinido y, ahora, el comienzo de la agresión contra otro poderoso enemigo se había hundido hasta alcanzar su punto más bajo desde el principio del conflicto.
Hitler accedió a los deseos de Goebbels de preparar a la población para los inevitables reveses mediante una propaganda más ajustada a la realidad de la crudeza de la guerra y los sacrificios que exigía. Es evidente que Hitler y Goebbels conversaron sobre la catastrófica falta de ropa de invierno para las tropas y las repercusiones que eso tendría en el estado de ánimo de la población. Goebbels era plenamente consciente, debido a las amargas críticas de innumerables cartas que los soldados habían escrito a sus seres queridos, de lo negativo que era el efecto de la crisis de suministros en la moral, tanto en el frente como en el país. Pero la mirada de Hitler ya estaba puesta en la gran ofensiva de la primavera de 1942. Y como en todas las ocasiones en que se enfrentaba a contratiempos, recordaba la «lucha por el poder» y cómo se habían superado las dificultades en aquella época.
Era evidente que la necesidad de elevar la moral, en primer lugar entre los que él consideraba responsables de mantenerla en el frente interno, subyacía en el discurso que pronunció Hitler ante sus Gauleiter la tarde del 12 de diciembre.
Empezó hablando de las consecuencias de Pearl Harbor. Si Japón no hubiera entrado en la guerra, él habría tenido que declarar la guerra a Estados Unidos en algún momento. «El conflicto de Asia oriental nos ha llegado como un regalo caído del cielo», dijo, según Goebbels. No se debía menospreciar la importancia psicológica que tenía aquello. Sin el conflicto entre Japón y Estados Unidos, al pueblo alemán le hubiera resultado difícil aceptar una declaración de guerra contra los estadounidenses. Dadas las circunstancias, se consideraba que era inevitable. La extensión del conflicto también tenía consecuencias positivas para la guerra de submarinos en el Atlántico. Eliminadas las trabas, esperaba que aumentara enormemente el tonelaje hundido, lo que probablemente resultara decisivo para ganar la guerra.
Volvió al tema de la guerra en el este. Tanto el tono como el contenido eran los mismos a los de su conversación privada con Goebbels. Reconoció que había sido necesario replegar momentáneamente a las tropas a una línea defendible pero, dados los problemas de suministros, consideraba que eso era mucho mejor que mantenerlas a unos trescientos kilómetros más al este. Las tropas estaban reservadas para la ofensiva que se emprendería durante la primavera y el verano del año siguiente. En Alemania se estaba preparando un nuevo ejército Panzer que estaría disponible para entonces.
Proclamó que tenía la firme intención de acabar al año siguiente con la Rusia Soviética, al menos hasta los Urales. «Entonces quizá fuera posible llegar a un punto de estabilización en Europa mediante una especie de paz parcial», con lo que parecía dar a entender que Europa se convertiría en una fortaleza autosuficiente y fuertemente armada, lo que obligaría a las potencias beligerantes a combatir por ella en otros teatros de guerra.
Después hizo un resumen de su visión del futuro. Era esencial emprender un gigantesco programa social que incluyera a los obreros y a los campesinos cuando hubiera acabado la guerra. El pueblo alemán se lo había ganado. Además, ese programa proporcionaría la «base más segura de nuestro sistema estatal» —como siempre, lo que subyacía bajo el objetivo de las mejoras materiales eran razonamientos políticos—. Dijo abiertamente que lo que haría posible el enorme plan de viviendas que tenía en mente sería la mano de obra barata, lo que se conseguiría con unos salarios ínfimos. Los condenados a trabajos forzados de los países derrotados harían el trabajo. Señaló que ya se estaba utilizando plenamente a los prisioneros de guerra en la economía de guerra. Así debía ser, declaró, tal y como se había hecho en la antigüedad, lo que había dado origen a la esclavitud. Las deudas de guerra alemanas ascenderían sin duda a los 200 o 300 mil millones de marcos. Habría que saldarlas mediante el trabajo, «sobre todo de los pueblos que hayan perdido la guerra». La mano de obra barata permitiría construir las viviendas y venderlas obteniendo un beneficio sustancial que se destinaría a pagar las deudas a lo largo de unos diez o quince años.
Hitler expuso una vez más su visión de oriente como la «futura India» de Alemania, que en tres o cuatro generaciones sería «absolutamente germánica». Dejó claro que en aquella utopía no habría lugar para las iglesias cristianas. Ordenó que por el momento se avanzase lentamente en la «cuestión de las iglesias». «Pero está claro —escribió Goebbels, que se contaba entre los anticlericales más radicales y agresivos— que después de la guerra ha de estar resuelta en líneas generales. […] Existe en concreto una oposición irresoluble entre las visiones del mundo cristiana y la del heroísmo germánico».
Sus compromisos urgentes en Berlín impidieron que Hitler regresara aquella misma noche a la Guarida del Lobo, como había sido su intención. El regreso a su cuartel general, la mañana del 16 de diciembre, supuso la llegada a una realidad completamente distinta del optimista panorama que había presentado ante sus Gauleiter. Se estaba desencadenando una crisis militar potencialmente catastrófica.
VI
Ya antes de que Hitler partiera hacia Berlín, el mariscal de campo Von Bock había explicado a grandes rasgos los puntos débiles de su Grupo de Ejércitos ante un ataque concentrado del enemigo y había asegurado que existía el peligro de una grave derrota si no recibía tropas de reserva. Después, durante la estancia de Hitler en la capital del Reich, cuando la contraofensiva soviética penetraba en las líneas alemanas, introduciendo una peligrosa cuña entre los ejércitos segundo y cuarto, Guderian informó sobre la desesperada situación de sus tropas y la grave «crisis de confianza» entre los mandos del frente. Después de enviar a Schmundt al Grupo de Ejércitos Centro el 14 de diciembre para estudiar personalmente la situación, Hitler reaccionó inmediatamente, sin esperar al informe de Brauchitsch, que había acompañado a Schmundt, ni tener en cuenta a Halder. Llamó al coronel general Friedrich Fromm, comandante del ejército en la reserva, y le pidió un informe sobre las divisiones que podían enviarse inmediatamente al frente oriental. Göring y el jefe de transportes de la Wehrmacht, el teniente general Rudolf Gercke, recibieron la orden de organizar los transportes. Cuatro divisiones y media de la reserva, reclutadas en Alemania a una velocidad vertiginosa, fueron enviadas a toda prisa a un frente que se desangraba. También se movilizaron otras nueve divisiones procedentes del frente occidental y de los Balcanes. El 15 de diciembre, Jodl le comunicó a Halder la orden de Hitler de que no debía producirse ninguna retirada allí donde existiera alguna posibilidad de mantener el frente. Pero donde la posición fuera insostenible, estaba permitida la retirada a una línea más fácil de defender, una vez que se hubieran hecho los preparativos necesarios para un repliegue ordenado. Era una orden idéntica a las recomendaciones de Bock y el hombre que pronto habría de reemplazarle en el cargo de comandante del Grupo de Ejércitos Centro, y que en aquel momento aún dirigía el cuarto ejército: el mariscal de campo Günther von Kluge. Aquella noche, un Brauchischt profundamente abatido le dijo a Halder que no veía ninguna posibilidad de que el ejército saliera de la situación en que se encontraba. Para entonces, Hitler hacía mucho tiempo que había dejado de escuchar a su desecho comandante en jefe del ejército y trataba directamente con sus comandantes de los grupos de ejércitos.
De hecho, Bock ya había recomendado a Brauchitsch el 13 de diciembre que Hitler decidiera si el Grupo de Ejércitos Centro debía mantenerse firme en su posición y defenderla o iniciar la retirada. Bock había afirmado abiertamente que en ambos casos existía el peligro de que el Grupo de Ejércitos se desmoronase y quedase «en ruinas». Bock no hizo ninguna recomendación firme. Pero señaló las desventajas de la retirada: la disciplina de las tropas podría sucumbir y era posible que desobedecieran la orden de mantenerse firmes en la nueva línea. Estaba claro lo que quería dar a entender: la retirada se podía convertir en una desbandada. Sorprendentemente, el análisis de la situación hecho por Bock no le había sido entregado a Hitler en su momento. No lo recibió hasta el 16 de diciembre, cuando Bock le explicó a Schmundt lo que le había dicho a Brauchitsch tres días antes.
Aquella noche, Guderian, que dos días antes había atravesado una ventisca durante veintidós horas para reunirse con Brauchitsch en Roslavl y defender su propuesta de retirada, recibió una llamada telefónica de Hitler a través de una línea llena de ruido: no habría retirada, se tenía que mantener la línea del frente, se iban a enviar refuerzos. Aquel mismo día, el 16 de diciembre, el Grupo de Ejércitos Norte recibió la orden de que debía defender el frente hasta el último hombre. El Grupo de Ejércitos Sur también tenía que mantener el frente y recibiría reservas de Crimea en cuanto se produjera la caída inminente de Sebastopol. Se informó al Grupo de Ejércitos Centro de que no se podían aceptar las retiradas generales debido a la pérdida masiva de armamento pesado que producirían. «El comandante, los comandantes subordinados y los oficiales han de comprometerse personalmente a obligar a las tropas a resistir denodadamente en sus posiciones sin tomar en consideración si el enemigo penetra por los flancos o la retaguardia».
La decisión de Hitler de que no hubiera retirada, transmitida a Brauchitsch y Halder la noche del 16 al 17 de diciembre, fue únicamente suya. Pero al parecer empleó el análisis de Bock como justificación para adoptar la táctica, sumamente arriesgada, de no retirada. Su orden decía: «La retirada no puede ser una opción. El enemigo sólo ha penetrado profundamente en algunos lugares. La idea de establecer posiciones de retaguardia es una fantasía. No hay más que un problema en el frente: el enemigo tiene más soldados. No tiene más artillería. Es mucho peor que nosotros».
El 13 de diciembre, el mariscal de campo Von Bock había presentado a Brauchitsch su petición de que le relevasen del mando, aduciendo que no se había recuperado de las consecuencias de una enfermedad anterior. Cinco días después, Hitler ordenó a Brauchitsch que informara a Bock de que se le había concedido el permiso. Kluge asumió el mando del Grupo de Ejército Centro. El 19 de diciembre, le llegó el turno de dejar su cargo al comandante en jefe del ejército, el mariscal de campo Walther von Brauchitsch, algo que debía haber ocurrido mucho antes.
El cese de Brauchitsch se veía venir desde hacía tiempo. Los edecanes de Hitler llevaban especulando sobre su reemplazo desde mediados de noviembre. Su salud había sido pésima durante semanas. De hecho, había sufrido un grave infarto a mediados de noviembre. Según Halder, a principios de diciembre su salud era «motivo de preocupación una vez más», al encontrarse bajo la presión de una tensión constante. Hitler le había descrito ya en noviembre como «un hombre totalmente enfermo, al límite de sus fuerzas». Atrapado en medio del conflicto entre Hitler y Halder, la posición de Brauchitsch no tenía, en efecto, nada de envidiable. Pero su propia debilidad había contribuido enormemente a aumentar su desgracia. Siempre había intentado conciliar las demandas de sus comandantes de los Grupos de Ejércitos y Halder con la necesidad de complacer a Hitler, y a medida que empeoraba la crisis su debilidad y conformismo le habían dejado cada vez más desprotegido ante un líder que desconfiaba desde el principio del alto mando de su ejército y estaba decidido a intervenir en las disposiciones tácticas. Quienes presenciaron cómo Hitler trataba a Brauchitsch, reconocían que ya no estaba a la altura del cargo. Brauchitsch, por su parte, estaba deseando dimitir y trató de hacerlo inmediatamente después del inicio de la contraofensiva soviética durante la primera semana de diciembre. Él pensaba en Kluge o Manstein como posibles sucesores.
Hitler le dijo entonces a Schmundt (y le comentó lo mismo a su edecán de la Luftwaffe, Nicolaus von Below, dos días después) que no tenía la menor idea de quién iba a sustituirle, lo que no era cierto. Schmundt era partidario desde hacía cierto tiempo de que el propio Hitler asumiera el mando del ejército en persona, para restablecer la confianza, y así se lo propuso en aquel momento. Hitler dijo que lo pensaría. Según Below, al fin Hitler decidió asumir personalmente el mando supremo del ejército la noche del 16 al 17 de diciembre. Por un momento, se habían barajado los nombres de Manstein y Kesselring, pero a Hitler no le gustaba Manstein, pese a que era un comandante brillante. Y el mariscal de campo Albert Kesselring, con fama de organizador severo y capaz y un eterno optimista, había sido elegido para asumir el mando de la Luftwaffe en el Mediterráneo (y es posible que se le considerase demasiado influido por Göring). En cualquier caso, por aquel entonces Hitler estaba convencido de que estar al mando del ejército no era más que una «pequeña cuestión de mando operativo» que «cualquiera puede hacer». Halder, de quien se podría haber imaginado que era el que más tenía que perder con el cambio, al parecer lo recibió bastante bien. Todo parece indicar que durante un momento se engañó a sí mismo pensando que gracias a esa decisión, al situarlo directamente al lado de Hitler durante la toma de decisiones, podría ampliar su propia influencia a asuntos relacionados con toda la Wehrmacht. Keitel puso fin rápidamente a aquellas pretensiones cuando aseguró que, como antes, las responsabilidades de Halder se limitaban estrictamente a las cuestiones relacionadas con el ejército de tierra.
El 19 de diciembre se anunció oficialmente que Hitler asumía el mando supremo del ejército. En cierto modo, teniendo en cuenta que durante la creciente crisis se había relegado a Brauchitsch cada vez más, el cambio era menos trascendental de lo que parecía. No obstante, significaba que Hitler ahora asumía la responsabilidad directa tanto de las tácticas como de la estrategia general. De una manera absurda, Hitler se estaba sobrecargando de trabajo aún más. Además, de cara a la opinión pública alemana, ejercer el mando del ejército directamente le privaría de chivos expiatorios para los desastres militares futuros.
Inmediatamente después del anuncio de la dimisión de Brauchitsch llegó una señal aún más clara de la crisis en oriente. El 20 de diciembre, Hitler publicó un llamamiento al pueblo alemán pidiéndole que enviara ropa de abrigo para las tropas que luchaban en el este. Aquella noche, Goebbels enumeró todas las prendas que había que entregar durante una larga retransmisión radiofónica. La población reaccionó escandalizada y con ira, perpleja e indignada de que el gobierno no hubiera hecho los preparativos adecuados para asegurar las necesidades básicas de sus seres queridos que combatían en el frente, expuestos a un implacable invierno polar.
También al día siguiente del cese de Brauchitsch, Hitler envió una rotunda directiva al Grupo de Ejércitos Centro en la que reafirmaba la orden enviada cuatro días antes de mantener la posición y seguir combatiendo hasta el último hombre. «Debe infundirse en las tropas la voluntad fanática de defender el terreno que ocupan —decía la directiva— por todos los medios posibles, incluidos los más severos […] Las habladurías sobre una retirada como la de Napoleón amenazan con hacerse realidad. Por lo tanto, sólo se debe producir un repliegue en los lugares en los que haya una posición preparada más atrás, en la retaguardia». En aquellos lugares en los que tuviera que efectuarse una retirada sistemática, Hitler ordenó la política más brutal de tierra quemada. «Hay que hacer que cada pedazo de territorio que nos veamos obligados a ceder al enemigo sea lo más inservible posible para él. Deben reducirse a cenizas y destruirse todos los lugares habitables sin consideración alguna hacia sus habitantes, para privar al enemigo de cualquier posibilidad de refugio».
Un comandante menos dispuesto que la mayoría de los demás a aceptar la «orden de alto» de Hitler sin protestar era Guderian, el héroe de las unidades Panzer. Guderian tenía una línea de comunicación directa con Hitler a través de Schmundt. Hizo uso de ella para concertar una reunión especial en el cuartel general del Führer, en la que pudiera presentar abiertamente ante Hitler sus argumentos a favor de la retirada. Guderian tenía su propio método para eludir órdenes militares que consideraba inaceptables. Con la connivencia de Bock, antes había ignorado tácitamente o pasado por alto algunas órdenes, normalmente actuando primero e informando después. Pero aquello cambió cuando Kluge sustituyó a Bock. Guderian y Kluge no se llevaban bien. Hitler era plenamente consciente de la «heterodoxia» de Guderian. Por ello, quizá resulte sorprendente que aun así estuviera dispuesto a conceder al comandante de las tropas acorazadas una audiencia de cinco horas el 20 de diciembre en la que le permitió exponer sus argumentos detenidamente.
Todo el séquito militar de Hitler estuvo presente. Guderian le informó de la situación en la que se encontraban el segundo ejército Panzer y el segundo ejército, así como de su intención de retirarse. Hitler prohibió esto explícitamente. Pero Guderian no se lo estaba contando todo. La retirada, para la que había supuesto que Brauchitsch le había dado autorización seis días antes, ya estaba en marcha. Hitler era inflexible. Dijo que las tropas debían atrincherarse donde estaban y defender cada metro cuadrado de terreno. Guderian señaló que la tierra estaba congelada hasta una profundidad de metro y medio, a lo que Hitler replicó que entonces tendrían que hacer cráteres en el suelo con obuses, como se había hecho en Flandes durante la Primera Guerra Mundial. Guderian respondió calmadamente que eran difícilmente comparables las condiciones del terreno en Flandes y las de Rusia en pleno invierno. Hitler insistió en su orden. Guderian objetó que la pérdida de vidas sería enorme y Hitler recordó el «sacrificio» de los hombres de Federico el Grande. «¿Usted cree que los granaderos de Federico el Grande estaban deseando morir? —respondió Hitler—. Ellos también querían vivir, pero el rey tenía motivos para pedirles que se sacrificasen. Yo también tengo derecho a pedir a cualquier soldado alemán que entregue su vida». Creía que Guderian estaba demasiado cerca del sufrimiento de sus soldados y sentía demasiada compasión por ellos. «Debería mantener una distancia mayor —le aconsejó—. Créame, las cosas se ven con mayor claridad cuando se examinan desde una distancia mayor».
Guderian regresó al frente con las manos vacías. A los pocos días, Kluge solicitó el cese del comandante de las tropas acorazadas y el 26 de diciembre Guderian fue informado de su destitución. No sería ni mucho menos el último de los generales de alta categoría que caería en desgracia durante la crisis de invierno. En las tres semanas siguientes fueron destituidos los generales Helmuth Förster, Hans Graf von Sponeck, Erich Hoepner y Adolf Strauss, el mariscal de campo Von Leeb fue relevado del mando del Grupo de Ejércitos Norte y el mariscal de campo Von Reichenau falleció como consecuencia de un derrame cerebral. Sponeck fue condenado a muerte (aunque después se le conmutó la pena) por retirar sus tropas de la península de Kerch, en el frente de Crimea. Hoepner fue expulsado sumariamente del ejército, también por emprender la retirada, sin tener siquiera derecho a la pensión que le correspondía. Para cuando se hubo superado la crisis, en la primavera, también habían sido reemplazados numerosos comandantes subordinados.
Hasta mediados de enero Hitler no estuvo dispuesto a aprobar la retirada táctica que Kluge había estado solicitando. A finales de mes ya había pasado lo peor. El frente oriental se había estabilizado, con un coste enorme. Hitler se arrogó todo el mérito por ello. En su opinión, era otro «triunfo de la voluntad». Echando la vista atrás, algunos meses más tarde culparía de la crisis de invierno a un fracaso casi absoluto de liderazgo en el ejército. Un general había acudido a él, dijo, con la intención de batirse en retirada. Para él era evidente, continuaba, que una retirada hubiera significado «el destino de Napoleón». Había descartado totalmente que se produjera cualquier retirada. «¡Y lo he conseguido! Que hayamos superado este invierno y nos encontremos hoy de nuevo en posición de avanzar de nuevo victoriosamente […] se debe únicamente al valor de los soldados en el frente y a mi firme voluntad de resistir contra viento y marea».
Goebbels y otros dirigentes nazis, naturalmente, aceptaron y creyeron la versión de que la salvación se había producido gracias al talento del Führer. Sus declaraciones públicas mezclaban la fe pura con la propaganda impura. Pero pese a la rotunda condena de Halder a la «orden de alto», tras la guerra, no todos los expertos militares estaban tan inclinados a considerarla una equivocación catastrófica. El jefe del estado mayor de Kluge, el general Guenther Blumentritt, por ejemplo, estaba dispuesto a reconocer que la decisión de resistir con firmeza fue tan acertada como decisiva para evitar un desastre mucho mayor del que acabó ocurriendo.
El hecho de que Hitler reconociera desde el principio los peligros de un derrumbamiento total en el frente y la determinación absolutamente inquebrantable con la que resistió las peticiones de retirada, probablemente contribuyera a evitar una catástrofe de proporciones napoleónicas. Pero si hubiera sido menos inflexible y prestado más atención a algunos consejos de sus comandantes del frente, es probable que se hubiera podido conseguir el mismo resultado con muchas menos pérdidas de vidas humanas. Es más, la estabilización no se llegó a producir finalmente hasta que no suavizó la «orden de alto» y accedió a una retirada táctica para formar una nueva línea de frente.
Las tensiones de la crisis de invierno habían hecho mella en Hitler. Ahora mostraba síntomas inequívocos de desgaste físico. Goebbels se quedó conmocionado cuando le vio en marzo. Hitler estaba canoso y muy envejecido. Confesó a su ministro de propaganda que se había sentido mal durante un tiempo y que se había desvanecido a menudo. El invierno, reconoció, también le había afectado psicológicamente. Pero parecía que había soportado lo peor. Según todas las apariencias, su confianza no había disminuido en absoluto. Ya nadie le oía decir nada que diera a entender que albergara dudas sobre el desenlace de la guerra, como en otoño. Pese a que en los peores momentos de la crisis de invierno Alemania pareció haberse enfrentado a obstáculos casi insuperables, en primavera ya estaba preparada para emprender otra ofensiva en oriente.
Todavía quedaba mucha guerra por delante. En aquel momento, las fuerzas de los dos bandos estaban equilibradas. Y el curso de los acontecimientos sufriría muchas vicisitudes antes de que la derrota de Alemania pareciese inevitable. No obstante, visto en retrospectiva, se puede considerar que el invierno de 1941 y 1942 no fue sólo un mero punto de inflexión, sino el principio del fin. Aunque todavía quedaban algunos meses para que se hiciera totalmente evidente, la apuesta de Hitler, en la que se había jugado nada más y nada menos que el futuro de la nación, había fracasado catastróficamente.