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EL ASCENSO AL PODER

I

Hitler se tomó los acontecimientos del 13 de agosto «como una derrota personal». El comunicado del gobierno sobre la reunión, escrito en un tono intencionadamente brusco e instigado por Schleicher, en el que se resaltaba brevemente el rechazo de Hindenburg a la petición de Hitler de que se le entregara todo el poder, no hizo sino aumentar su rabia y su humillación. En su irritada respuesta, de una pedante corrección, Hitler sólo pudo alegar que no había pedido «todo» el poder. En aquel momento, el principal blanco de su ira era Papen. Joachim von Ribbentrop (el vanidoso y arisco futuro ministro de Asuntos Exteriores del Reich, que ascendió en su carrera en buena medida gracias a su matrimonio con la heredera de los mayores productores de sekt de Alemania, los Henkel, y que se había afiliado recientemente al NSDAP) fue enviado para mediar con Hitler, que por aquel entonces se encontraba en el Obersalzberg, y lo encontró «lleno de resentimiento hacia Herr von Papen y todo el gabinete de Berlín». Pero si bien los acontecimientos de enero de 1933 habrían de redimir a Papen, Schleicher se convirtió en el principal objetivo de los ataques nazis por el papel que había desempeñado entre agosto de 1932 y enero de 1933. No olvidaron sus maniobras entre bastidores, especialmente su «traición» de agosto, que había conducido a la humillación de Hitler. Pagaría con la vida por ellas.

Como siempre, Hitler fue capaz de encauzar la decepción y la depresión y convertirlas en agresión directa. Fue entonces cuando se hizo manifiesta la oposición al gobierno de Papen. Se había terminado el teatro del verano.

En pocos días a Hitler se le presentó una oportunidad de distraer la atención de su desastrosa audiencia con Hindenburg. El 10 de agosto un grupo de hombres de las SA había asesinado a un jornalero en paro y simpatizante comunista en la localidad silesia de Potempa. El asesinato se perpetró con una saña extraordinaria y delante de la madre y del hermano de la víctima. Como sucedía a menudo, se entremezclaban motivos personales y políticos. Aunque fue un asesinato de una brutalidad aterradora, el que fuera poco más que un acto de terror rutinario en aquel espantoso verano de 1932, sintomático del clima de violencia que imperaba en una situación casi de guerra civil, da una idea de lo mucho que se había quebrado el orden público. Al principio nadie le prestó mucha atención. Con una lista de tres docenas de actos de violencia política registrados en un solo día y una noche en aquella época, el suceso de Potempa no llamaba la atención. No obstante, el asesinato se había cometido una hora y media después de la entrada en vigor del decreto de urgencia promulgado por el gobierno de Papen para combatir el terrorismo. El decreto prescribía la pena de muerte para los asesinatos políticos premeditados y establecía tribunales especiales para acelerar la justicia en los casos que contemplaba el decreto. El juicio, que se celebró en Beuthen entre el 19 y el 22 de agosto en medio de una atmósfera tensa y recibió una publicidad enorme, concluyó con la condena a muerte de cinco de los acusados. Aquel mismo día se habían dictado condenas relativamente leves contra dos hombres de la Reichsbanner por matar a dos miembros de las SA durante unos disturbios en julio en Ohlau, lo que contribuyó a inflamar aún más los ánimos en el bando nazi. Aquellos homicidios no habían sido premeditados y habían tenido lugar antes de que entrara en vigor el decreto de urgencia de Papen. Pero, como no podía ser de otro modo, aquellas diferencias carecían de importancia para los partidarios de Hitler. Se presentó a los asesinos de Potempa como mártires. El jefe local de las SA, Heines, amenazó con una sublevación si se ejecutaban las condenas a muerte. Su incendiaria arenga incitó a la muchedumbre a romper las ventanas de las tiendas de los judíos de Beuthen y a atacar la redacción del periódico local del SPD. En aquella atmósfera de tensión, Göring elogió a los reos y mandó dinero a sus familias. Y se envió a Röhm a visitarlos en la cárcel. El 23 de agosto, el propio Hitler envió un telegrama que causó sensación. «¡Camaradas! —escribió—. En vista de este veredicto monstruoso escrito con sangre, me siento unido a vosotros con una lealtad sin límites. A partir de este momento vuestra libertad es para nosotros una cuestión de honor. ¡Es nuestro deber luchar contra un gobierno que permite esto!». El jefe del partido político más grande de Alemania estaba expresando públicamente su solidaridad con unos asesinos convictos. Era un escándalo que Hitler estaba dispuesto a asumir. Si no hubiera apoyado a los asesinos de Potempa, habría corrido el riesgo de perder el apoyo de las SA en una zona especialmente delicada, Silesia, y en una época en la que era de vital importancia mantener controladas a las levantiscas tropas de asalto.

Al día siguiente, Hitler lanzó una proclama en la que atacaba al gabinete de Papen y aprovechaba la ocasión para darle la vuelta a los hechos del 13 de agosto afirmando que se negaba a participar en un gobierno capaz de imponer condenas como aquéllas. «Aquellos de vosotros que posean ganas de luchar por el honor y la libertad de la nación comprenderéis por qué me negué a formar parte de este gobierno burgués —declaró—. Con ese acto queda definida de una vez por todas nuestra actitud hacia este gobierno nacional».

Al final, Papen, en su calidad de comisario del Reich en Prusia, dio marcha atrás e hizo conmutar las penas de muerte de los asesinos de Potempa por cadenas perpetuas, una decisión que, como reconoció el propio Papen, era más política que jurídica. Los asesinos quedarían en libertad gracias a una amnistía nazi ya en marzo de 1933.

El caso Potempa había esclarecido las actitudes de los nazis ante la ley precisamente en un momento en el que personas influyentes todavía estaban estudiando los medios y las vías para incorporar a Hitler al gobierno. Pero aquellas señales inequívocas de lo que habría de significar un gobierno de Hitler para el Estado de derecho en Alemania no sirvieron para disuadir a quienes todavía pensaban que la única forma de salir de la crisis era involucrar de algún modo a los nazis en las responsabilidades de gobierno.

La negativa de Hitler a aceptar cualquier cosa que no fuera el cargo de canciller no sólo creaba dificultades al NSDAP. También el gobierno tenía entonces graves problemas. Schleicher había renunciado a la idea de que Hitler obtuviera la cancillería mientras Hindenburg fuera presidente del Reich. Papen, que también se oponía rotundamente, daba por hecho que Hindenburg seguiría oponiéndose. En apariencia, sólo quedaban dos alternativas y ninguna de las dos resultaba atractiva. La primera era una coalición del Zentrum y los nacionalsocialistas. El Zentrum tanteó esa opción después de los acontecimientos del 13 de agosto, pero nunca tuvo demasiadas posibilidades de ser una solución factible. El Zentrum seguía insistiendo en que el NSDAP renunciara a la cancillería, pero el que Hitler llegara a ser canciller se había convertido ya en una «cuestión de honor». En aquel momento Hitler no estaba dispuesto, como no lo estaría tras las elecciones de noviembre en las que volvió a plantearse una vez más esa posibilidad, a presidir un gobierno que dependiera del apoyo de mayorías en el Reichstag. En cualquier caso, la idea de volver a instaurar un gobierno parlamentario era anatema para Hindenburg y sus asesores.

La segunda alternativa era perseverar con un «gabinete de lucha» sin ninguna esperanza de obtener respaldo en el Reichstag, donde los nazis y los comunistas prevalecían sobre una «mayoría negativa». Eso significaba seguir adelante con los planes, que había propuesto el ministro del Interior Freiherr Wilhelm von Gayl por primera vez en agosto, de disolver el Reichstag y posponer las nuevas elecciones a fin de ganar tiempo para emprender un profundo recorte de los poderes del Reichstag mediante un derecho de voto limitado y un sistema bicameral con una cámara alta no electa. La intención era acabar de una vez por todas con el «régimen de partidos». Para adoptar una medida tan drástica era necesario el apoyo del presidente del Reich y el respaldo del ejército para que combatiera la previsible oposición de la izquierda y, posiblemente, de los nacionalsocialistas. Papen le propuso a Hindenburg en una reunión que mantuvieron el 30 de agosto en Neudeck la solución de disolver el Reichstag y aplazar las elecciones más allá del límite de sesenta días prescrito, lo que contravenía la Constitución. También estaban presentes Schleicher y Gayl. Hindenburg dio a Papen la orden de disolución sin poner objeciones y accedió también al aplazamiento inconstitucional de las nuevas elecciones basándose en el estado de emergencia nacional. Algunos prestigiosos especialistas en derecho constitucional (el más importante de ellos Carl Schmitt, el eminente teórico constitucionalista que en 1933 se pondría al servicio del Tercer Reich) ya tenían preparados argumentos jurídicos para respaldar la instauración de un Estado autoritario mediante aquella estratagema.

Si Papen quería arriesgarse a aplicar aquella solución, probablemente debería haber disuelto el nuevo Reichstag en su primera sesión, el 30 de agosto. El 12 de septiembre, cuando el Reichstag se reunió para celebrar su segunda y última sesión, ya había perdido la iniciativa. El único punto del orden del día era una declaración del gobierno sobre la situación financiera en la que anunciaba los detalles de un programa de recuperación económica. Se esperaba un debate que durase varios días, pero el diputado comunista Ernst Torgler propuso que se modificara el orden del día. En primer lugar presentó una propuesta de su partido para revocar los decretos de emergencia del 4 y el 5 de septiembre (que habían perjudicado enormemente el sistema de convenios colectivos) y, de paso, someter al gobierno a una moción de censura. Nadie esperaba gran cosa de aquella propuesta. Para que la enmienda al orden del día no prosperase habría bastado con una sola objeción. Los nazis esperaban que se opusieran los diputados del DNVP. Sorprendentemente, nadie lo hizo. En medio de la confusión posterior, Frick obtuvo un receso de media hora para preguntarle a Hitler cómo había que proceder a continuación. Papen, completamente desconcertado, tuvo que enviar un mensajero a la cancillería del Reich durante el receso a buscar la orden de disolución que había firmado Hindenburg el 30 de agosto y que ni siquiera se había tomado la molestia de llevar consigo a la cámara.

Hitler, en una breve reunión con sus principales hombres de confianza, decidió que no se podía dejar pasar la oportunidad de poner al gobierno en una situación embarazosa: los diputados nazis debían apoyar inmediatamente la moción de censura comunista para evitar la orden de disolución de Papen, que nadie dudaba que iba a presentar a continuación. Cuando el Reichstag volvió a reunirse, Papen se presentó con el maletín rojo que tradicionalmente contenía las órdenes de disolución bajo el brazo. En medio de un gran revuelo Göring, presidente del Reichstag, anunció enseguida que iba a proceder a la votación de la propuesta comunista. Entonces intentó hablar Papen. Göring le ignoró, desviando intencionadamente la mirada del canciller para fijarla en la zona izquierda de la cámara. El secretario de Estado de Papen, Planck, señaló a Göring que el canciller deseaba ejercer su derecho a hablar. Göring se limitó a responder que la votación ya había comenzado. Tras otro vano intento de tomar la palabra, Papen se acercó a la tribuna del presidente del Reichstag y tiró la orden de disolución sobre la mesa de Göring. Entonces abandonó la cámara acompañado de su gabinete entre gritos de burla. Göring apartó a un lado la orden de disolución despreocupadamente y leyó en voz alta los resultados de la votación. El gobierno fue derrotado por 512 votos frente a 42, con cinco abstenciones y un voto nulo. Sólo el DNVP y el DVP habían apoyado al gobierno. Todos los grandes partidos, incluido el Zentrum, habían respaldado la propuesta de los comunistas. Nunca se había visto una derrota parlamentaria como aquélla. Y el Reichstag la acogió con vítores entusiastas.

Göring leyó entonces la orden de disolución de Papen y la declaró inválida, ya que una moción de censura había derrocado al gobierno. Eso era técnicamente incorrecto. Más adelante, Göring se vería obligado a admitir que en realidad el Reichstag había quedado formalmente disuelto desde el momento en que Papen presentó la orden. Por tanto, la moción de censura carecía de validez legal, aunque era una mera cuestión de procedimiento. Por consiguiente, el gobierno seguía detentando el poder. Sin embargo, la realidad era que lo habían rechazado más de cuatro quintas partes de los representantes del pueblo. Había quedado demostrado del modo más humillante posible que Papen era un canciller que apenas contaba con apoyo público. Hitler no cabía en sí de alegría. Por otro lado, las cínicas tácticas nazis habían mostrado un anticipo de cómo se comportarían en el poder si se les daba la oportunidad.

Se aproximaban unas nuevas elecciones, las quintas del año. Papen todavía tenía en su poder la autorización de Hindenburg para posponer las elecciones hasta después de los sesenta días que permitía la Constitución. Pero tras el desastre del 12 de septiembre, el gabinete decidió dos días más tarde que no era el momento oportuno para ensayar aquel experimento. Se convocaron elecciones para el 6 de noviembre. La jefatura nazi era consciente de las dificultades a las que se enfrentaban. La prensa burguesa les era completamente hostil en aquel momento y el NSDAP apenas tenía acceso a la radio. La gente estaba cansada de elecciones e incluso los principales oradores del partido tenían dificultades para mantenerse en plena forma. Además, como señaló Goebbels, las campañas anteriores habían agotado todos los fondos disponibles. Las arcas del partido estaban vacías.

Las campañas electorales revigorizaban a Hitler. Y en la quinta campaña electoral de aquel año se dedicó a hacer, una vez más, lo que mejor sabía: pronunciar discursos. Al ser indispensable como principal eje de la propaganda del partido tuvo que embarcarse en un agotador programa de discursos y mítines. Durante su cuarto «vuelo de Alemania», entre el 11 de octubre y el 5 de noviembre, pronunció al menos cincuenta discursos, a veces tres en un mismo día y cuatro en una ocasión.

Entonces centró sus ataques exclusivamente en Papen y «la reacción». Comparaba el apoyo masivo con el que contaba su propio movimiento con el «pequeño círculo de reaccionarios» que mantenía en el poder al gobierno de Papen, que carecía por completo de respaldo popular. Como no podía ser de otro modo, la prensa nazi describió la campaña de Hitler como una marcha victoriosa. Sin embargo, las cifras muy exageradas de asistencia a los mítines de Hitler que ofrecía la prensa del partido (sobre todo en las zonas rurales se llevaba a miles de personas desde otros lugares para aumentar el número de asistentes) ocultaban las evidentes señales de desencanto y de fatiga electoral. Ni siquiera Hitler era capaz de llenar los locales como antes. En el discurso que pronunció en Núremberg el 13 de octubre sólo consiguió llenar hasta la mitad el Festhalle de Luitpoldhain. Aunque puede que en algunos lugares un discurso de Hitler hubiera influido en el resultado electoral, los observadores ya predecían en octubre que su campaña electoral sería de poca ayuda para evitar el esperado descenso del número de votos nazis. La víspera de las elecciones Goebbels también preveía una derrota.

Los temores nazis se hicieron realidad cuando se contabilizaron los votos. En las últimas elecciones que se celebraron antes del ascenso de Hitler al poder (y las últimas totalmente libres de la República de Weimar) el NSDAP había perdido dos millones de votantes. Con un índice de participación menor (un 80,6 por ciento, el más bajo desde 1928), su porcentaje de votos cayó de un 37,4 por ciento en julio a un 33,1 por ciento y el número de escaños en el Reichstag se redujo de 230 a 196. El SPD y el Zentrum también perdieron terreno ligeramente. Los vencedores fueron los comunistas, cuyos votos aumentaron hasta alcanzar un 16,9 por ciento (poco más que un 3 por ciento menos que el SPD) y el DNVP, que obtuvo un 8,9 por ciento. Los progresos del DNVP se debieron principalmente a que recuperó a antiguos seguidores que se habían pasado al NSDAP. La caída del índice de participación fue otro factor importante que perjudicó al partido de Hitler, ya que se quedaron en casa electores que antes había votado a los nazis. El partido no sólo no había conseguido, como anteriormente, penetrar en los grandes grupos de votantes izquierdistas y católicos, sino que había perdido votos que, al parecer, habían ido a parar a todos los demás partidos, pero sobre todo al DNVP. La clase media estaba empezando a abandonar a los nazis.

II

Las elecciones de noviembre no habían cambiado la situación de estancamiento político en lo más mínimo, excepto, quizá, para empeorarla todavía más. Los partidos que respaldaban al gobierno, el DNVP y el DVP, sólo contaban con el apoyo de algo más del 10 por ciento de la población. Y con el descenso de los votos del NSDAP y el Zentrum, una coalición de los dos partidos, como la que se había debatido en agosto, no bastaría por sí sola para formar una mayoría absoluta en el Reichstag. La única mayoría posible, al igual que antes, era una mayoría negativa. Hitler no se amilanó ante el revés electoral y les dijo a los dirigentes del partido en Múnich que siguieran adelante con la lucha sin descanso. «Papen tiene que marcharse. No debe haber ningún acuerdo», así es como recordaría Goebbels, en esencia, los comentarios de Hitler.

Entonces, al igual que antes, Hitler no tenía ningún interés en ejercer el poder a requerimiento de otros partidos en un gobierno de mayoría dependiente del Reichstag. A mediados de noviembre habían fracasado los intentos de Papen de encontrar un pilar sólido en el que poder apoyar su gobierno. El 17 de noviembre dimitió todo su gabinete, algo que muy pocos lamentaron. Le tocaba al propio Hindenburg tratar de encontrar una salida a la crisis del Estado. Mientras tanto, el gabinete seguiría ocupándose de los asuntos ordinarios de la administración del gobierno.

El 19 de noviembre, el día en que Hindenburg recibió a Hitler durante su ronda de entrevistas con los jefes de los partidos políticos, le entregaron al presidente del Reich una petición con las firmas de veinte hombres de negocios exigiendo que nombrara canciller a Hitler. Aquella petición no demostraba, como se pensó una vez, que los grandes empresarios apoyaran a Hitler ni que estuvieran maquinando para colocarlo en el poder. En realidad, la idea fue de Wilhelm Keppler, que se convirtió en el enlace de Hitler con un grupo de empresarios pronazis, y la puso en marcha con la colaboración de Himmler, que hacía de enlace con la Casa Parda. Keppler y Schacht empezaron con una lista de unas tres docenas de posibles firmantes, pero descubrieron que no era una tarea fácil. Firmaron la petición ocho miembros del «círculo de Keppler», con Schacht y un banquero de Colonia, Kurt von Schröder, a la cabeza. Los resultados con los industriales fueron decepcionantes. Sólo firmó un industrial importante, Fritz Thyssen, pero ya hacía tiempo que había expresado sus simpatías por los nacionalsocialistas. También la firmó el presidente en funciones de la Reichslandbund (la Liga Agraria del Reich), la asociación de grandes terratenientes en la que se habían infiltrado los nazis. El resto eran hombres de negocios y terratenientes de nivel medio. Se hizo la engañosa afirmación de que los importantes industriales Paul Resuch, Fritz Springorum y Albert Vögler apoyaban sus demandas, pero habían retirado sus nombres de la petición oficial. Los grandes empresarios en su conjunto seguían depositando sus esperanzas en Papen, aunque la petición era una señal de que la clase empresarial no hablaba con una sola voz. Era al grupo de presión de los terratenientes, en particular, al que había que vigilar.

En cualquier caso, la petición no influyó lo más mínimo en las negociaciones entre Hindenburg y Hitler. El presidente del Reich seguía desconfiando del líder nazi, como demostrarían las conversaciones de mediados de noviembre. Hitler, por su parte, despreciaba a Hindenburg en privado, pero no tenía ninguna posibilidad de conseguir el poder sin el respaldo del presidente.

Hindenburg repitió en la reunión que mantuvo con Hitler el 19 de noviembre lo que había dicho en agosto, que quería que él y su movimiento participaran en el gobierno. El presidente dijo que esperaba que Hitler sondeara a los demás partidos con vistas a formar un gobierno con mayoría parlamentaria, lo que supondría ponerle en evidencia. Hindenburg sabía que aquello era imposible, dado que era seguro que el DNVP se iba a oponer. El resultado habría puesto de manifiesto el fracaso de Hitler y habría debilitado su posición. Hitler se dio cuenta enseguida de la trampa.

Hitler, en lo que Goebbels llamó una «partida de ajedrez por el poder», respondió que no tenía ninguna intención de iniciar negociaciones con el resto de partidos hasta que no le encomendase la formación de un nuevo gobierno el presidente del Reich, que era en quien recaía la decisión. En caso de que lo hiciera, confiaba en encontrar la base necesaria para que su gobierno consiguiera una ley de plenos poderes aprobada por el Reichstag. Él era el único que estaba en condiciones de obtener ese mandato del Reichstag. De ese modo se resolverían todos los problemas.

Dos días después reiteró por escrito su «única petición» a Hindenburg: que se le concediera la autoridad que se había conferido a sus predecesores. Esto era precisamente lo que Hindenburg se negaba rotundamente a concederle. Seguía oponiéndose a convertir a Hitler en el jefe de un gabinete presidencial, aunque dejó abierta la posibilidad de formar un gabinete con una mayoría suficiente, encabezado por Hitler, y especificó sus condiciones para aceptarlo: la creación de un programa económico, no regresar al dualismo entre Prusia y el Reich, no poner límites al artículo 48 y aprobar una lista de ministros en la que él, el presidente, nombraría a los de Asuntos Exteriores y Defensa. El 30 de noviembre Hitler rechazó otra invitación para entrevistarse con Hindenburg por considerarla inútil. Continuaba la situación de estancamiento.

Schleicher se había ido distanciando poco a poco de Papen. Estaba transformando de un modo imperceptible su papel de eminencia gris entre bastidores en el papel de protagonista, asegurándose entretanto de mantener abiertas las líneas de comunicación con Gregor Strasser, de quien se creía que estaba dispuesto a «tomar personalmente el testigo» si las negociaciones con Hitler no daban ningún resultado.

Schleicher planteó esa posibilidad durante la conversación que mantuvo con Papen y Hindenburg la noche del 1 de diciembre. Estaban dispuestos a ofrecer cargos en el gobierno a Strasser y a uno o dos de sus seguidores, con lo que podrían conseguir el respaldo de unos sesenta diputados nazis del Reichstag. Schleicher confiaba en conseguir que los sindicatos, el SPD y los partidos burgueses apoyaran un paquete de reformas económicas y de medidas para crear empleo. Aseguraba que, de ese modo, se evitaría la necesidad de modificar la Constitución, que es lo que Papen había vuelto a proponer. Pero Hindenburg se puso del lado de Papen y le pidió que formara gobierno y volviera a asumir el cargo, lo que había sido su intención desde el principio. Sin embargo, Schleicher había estado advirtiendo entre bastidores a los miembros del gabinete de Papen de que si no había un cambio de gobierno y se producía la ruptura del orden constitucional propuesta con un estado de excepción, habría una guerra civil y el ejército no sería capaz de poner orden. Eso se reafirmó la mañana siguiente, el 2 de diciembre, en una reunión del gabinete en la que se convocó al teniente coronel Ott para que informara sobre unas «maniobras de guerra» que había realizado el Reichswehr en las que había quedado demostrado que no podría defender las fronteras y afrontar la quiebra del orden interno que provocarían las huelgas y los disturbios. Es casi seguro que el juicio del ejército era demasiado pesimista, pero el mensaje surtió efecto en el gabinete y en el presidente. Hindenburg temía una posible guerra civil. Permitió de mala gana que se marchara Papen, su favorito, y nombró a Schleicher canciller del Reich.

III

Tras las propuestas de Schleicher a Gregor Strasser, el movimiento de Hitler se sumió en su mayor crisis desde la refundación de 1925. Strasser no era un personaje secundario. Su contribución al crecimiento del NSDAP sólo era inferior a la del propio Hitler. La organización del partido, en particular, había sido obra suya en gran medida. Su prestigio dentro del partido era enorme, aunque se había granjeado la enemistad de algunos miembros poderosos, entre ellos su antiguo acólito Goebbels. Por lo general se le consideraba la mano derecha de Hitler. No es de extrañar, por tanto, que su dimisión de todos los cargos que detentaba en el partido, presentada el 8 de diciembre de 1932, causara una gran conmoción. Además, era un golpe para un partido que ya estaba afectado por una disminución de los apoyos y unos ánimos muy debilitados. No se podía descartar la posibilidad de que el partido se desmoronase totalmente si no lograba acceder pronto al poder.

Aunque la noticia de la dimisión de Gregor Strasser cayó como una bomba, los problemas venían fraguándose desde hacía bastante tiempo. En el otoño de 1932, cuando se consideraba que Hitler (a quien algunos sectores empresariales habían tenido en otro tiempo por un «moderado») era un obstáculo insalvable para un gobierno de derechas dominado por los conservadores, se empezó a considerar a Strasser un político más responsable y constructivo que podría poner el apoyo de las masas con que contaban los nazis al servicio de un gabinete conservador. Las discrepancias entre Strasser y Hitler no eran primordialmente ideológicas. Strasser era un racista redomado y no rehuía la violencia; sus «ideas sociales» no eran menos vagas que las del propio Hitler; sus ideas económicas, eclécticas y contradictorias, eran más utópicas que las de Hitler, más toscas y brutales, pero aun así compatibles; sus ambiciones en política exterior no eran menores que las de Hitler y era despiadado y firme en su afán de poder. Pero había diferencias tácticas fundamentales. Y después del 13 de agosto, cuando la inflexibilidad política de Hitler amenazaba cada vez más con bloquear el camino al poder para siempre, esas diferencias fueron aflorando paulatinamente a la superficie. A diferencia de la postura de «todo o nada» de Hitler, Strasser pensaba que el NSDAP debía estar dispuesto a incorporarse en coaliciones, a estudiar todas las alianzas posibles y, si era necesario, a formar parte del gobierno aunque no le ofrecían la cancillería.

Schleicher estaba especialmente interesado en la posibilidad de que Gregor Strasser pudiera ayudar a que los sindicatos respaldaran un gobierno «nacional», es decir, autoritario. Al contrario que Hitler, cuya aversión por los sindicatos seguía igual de firme, Strasser era abiertamente conciliador con ellos. Dados sus crecientes contactos con dirigentes sindicales interesados en crear una gran coalición para atajar los peligros que percibían tanto en la extrema derecha como en la extrema izquierda, no se podía desdeñar sin más la posibilidad de que prestaran su apoyo a un gabinete formado por Schleicher que tuviera a Strasser en el gobierno y que propusiera un amplio plan de creación de empleo.

Las desavenencias entre Hitler y Strasser no hicieron más que aumentar durante el otoño. Tras las elecciones de noviembre, Strasser quedó excluido del círculo íntimo de Hitler. Teniendo en cuenta las susceptibilidades políticas que había aquel otoño, no era nada oportuno que se produjese una escisión pública en la dirección del partido. Pero la primera semana de diciembre la situación se había vuelto insostenible.

En una reunión secreta celebrada en Berlín el 3 de diciembre, Schleicher le ofreció a Strasser los cargos de vicecanciller y primer ministro de Prusia. Las opciones de Strasser eran entonces respaldar a Hitler, rebelarse contra él con la esperanza de ganarse a algunos miembros del partido o hacer lo que ya había decidido el 8 de diciembre: dimitir de todos sus cargos y abandonar la política activa. Strasser debió darse cuenta de que las posibilidades de organizar una revolución palaciega contra Hitler eran mínimas. Donde contaba con más apoyos era entre los miembros nazis del Reichstag, pero lo que allí controlaba tampoco equivalía a una facción con una organización firme. El orgullo y sus objeciones por cuestión de principios le impedían retractarse y aceptar la estrategia de Hitler de todo o nada, así que sólo le quedaba la tercera posibilidad. Quizá decepcionado porque sus amigos del partido no le apoyaban abiertamente, se retiró a su habitación del hotel Exzelsior de Berlín y escribió una carta dimitiendo de todos los cargos que ocupaba en el partido.

La mañana del 8 de diciembre convocó a los inspectores regionales del partido, los Gauleiter veteranos, que estaban en Berlín en su oficina del Reichstag. Strasser habló con los seis que estaban presentes y con el inspector del Reich Robert Ley. Según el testimonio de uno de ellos, Hinrich Lohse, después de la guerra, Strasser les dijo que había enviado una carta al Führer dimitiendo de todos sus cargos en el partido. No criticó el programa de Hitler, sino que careciera de una política definida para conseguir llegar al poder después de su reunión con Hindenburg en agosto. Dijo que Hitler sólo tenía clara una cosa: quería convertirse en el canciller del Reich. Pero no bastaba con desear el cargo para vencer la oposición con que se había encontrado. Y mientras tanto, el partido estaba sometido a una enorme presión y se exponía a una potencial desintegración. Strasser añadió que estaba dispuesto a seguir cualquier vía, legal o ilegal (es decir, golpista) para llegar al poder. Pero lo que no estaba dispuesto a hacer era limitarse a esperar a que nombraran a Hitler canciller del Reich y ver cómo se desintegraba el partido antes de que eso ocurriera. En su opinión, Hitler debería haber aceptado la vicecancillería en agosto y haber utilizado aquel cargo como moneda de cambio para obtener más poder. En un tono más personal, Strasser expresó su resquemor por haber sido excluido de las deliberaciones al máximo nivel y dijo que no estaba dispuesto a hacer de segundón de Göring, Goebbels, Röhm y los demás. Había llegado al límite de sus fuerzas, por lo que dimitía de sus cargos y se retiraba para recuperarse.

Hitler recibió la carta de Strasser en el Kaiserhof el 8 de diciembre al mediodía. No era más que una justificación poco convincente de la postura de Strasser, expresada en un tono que dejaba traslucir el orgullo herido y en la que no se mencionaban las diferencias fundamentales que le separaban de Hitler. Ya la manera en que estaba formulada sonaba a derrota. El Gauleiter Bernhard Rust, que había asistido a la reunión con Strasser, había avisado a Hitler de que iba a recibir la carta. Hitler convocó inmediatamente una reunión a mediodía en el Kaiserhof con los mismos inspectores del partido a los que se había dirigido Strasser. El grupo, con el ánimo por los suelos, tuvo que aguantar de pie en el apartamento de Hitler mientras éste, bastante alterado, rebatía punto por punto las razones de la dimisión de Strasser, tal y como las había resumido Robert Ley en la reunión de aquella mañana. Dijo que la incorporación al gabinete de Papen les habría dado la iniciativa a los enemigos del partido. Y no habrían tardado en obligarle a dimitir debido a sus discrepancias fundamentales con las políticas de Papen. A la opinión pública le habría dado la impresión de que eran incapaces de gobernar, que era lo que siempre habían sostenido sus enemigos. El electorado les habría dado la espalda y el movimiento se habría desmoronado. La vía ilegal era todavía más peligrosa. Simplemente habría significado (como demostraban claramente las lecciones de 1923) poner a «los mejores hombres de la nación» frente a las ametralladoras de la policía y el ejército. En cuanto a las acusaciones de ignorar a Strasser, Hitler afirmó falsamente que entablaba conversaciones con quien fuera necesario para cada objetivo concreto, repartía las tareas según las circunstancias específicas y, si estaba disponible, recibía a todo el mundo. Desvió la culpa hacia Strasser por evitarle a él. Su discurso se prolongó durante casi dos horas. Hacia el final recurrió una vez más a su manida táctica: hizo un llamamiento a la lealtad personal. Según la versión de Lohse, se volvió «más tranquilo y más humano, más afable y emotivo al hablar». Había encontrado «aquel tono amistoso que todos los presentes conocían y que les convenció totalmente […] Él [Hitler], cada vez más convincente con los presentes y sometiéndolos a su embrujo, triunfó y demostró a sus vacilantes, pero rectos e indispensables luchadores en aquella prueba, la más dura de todas para el movimiento, que él era el amo y Strasser el subordinado. […] Todos los presentes sellaron el viejo vínculo con un apretón de manos».

Sin embargo, aquella noche el estado de ánimo en casa de Goebbels, a donde regresó Hitler, todavía era sombrío. Había una preocupación real de que el movimiento se desintegrara. Hitler anunció que si eso llegara a ocurrir, «acabaré con todo en tres minutos». Los gestos dramáticos pronto dieron paso a medidas concertadas para contrarrestar las posibles consecuencias de la «traición». Esa misma noche se pidió a Goebbels que asistiera a una reunión a las dos de la madrugada en el Kaiserhof, donde encontró a Röhm y a Himmler con Hitler. Hitler todavía estaba conmocionado por la decisión de Strasser y estuvo todo el tiempo paseando de un lado a otro de la habitación del hotel. La reunión duró hasta el amanecer. El principal resultado fue la decisión de desmantelar la estructura organizativa que había erigido Strasser y que le había proporcionado su zona de influencia en el partido. Siguiendo una vieja costumbre, del mismo modo que se había hecho cargo de la jefatura de las SA tras el caso Stennes, Hitler asumió oficialmente el mando de la organización política y nombró a Robert Ley jefe de gabinete. Se creó una nueva Comisión Política Central, bajo el mando de Rudolf Hess, y se suprimieron los dos cuerpos de inspectores del Reich creados por Strasser. Se destituyó a numerosos partidarios reconocidos de Strasser. Además, se puso en marcha una gran campaña que reunió innumerables declaraciones de lealtad a Hitler procedentes de todos los lugares de Alemania, también de simpatizantes de Strasser, quien rápidamente se convirtió en el máximo traidor del partido. Hitler comenzó a hacer sus llamamientos a la lealtad al día siguiente, el 9 de diciembre, cuando se dirigió a los Gauleiter, los inspectores regionales y los diputados del Reichstag. Según la crónica publicada en el Völkischer Beobachter, todos los presentes sintieron la necesidad de mostrar su lealtad personal estrechando la mano del Führer. «Strasser está aislado. ¡Es hombre muerto!», escribió Goebbels triunfalmente. Poco después, Hitler inició una gira y habló a los miembros del partido y funcionarios en siete mítines en nueve días. El llamamiento personal cosechó un éxito tras otro. La dimisión de Strasser no provocó ninguna escisión en el partido. La crisis había pasado.

Strasser se retiró por completo de toda actividad política y de la vida pública. No le expulsaron del partido. De hecho, a principios de 1934 solicitó y se le concedió la insignia de honor del NSDAP por ser el afiliado número nueve del partido, desde la refundación del mismo el 25 de febrero de 1925. Ni esto ni una lastimera carta que escribió a Rudolf Hess el 18 de junio de 1934 destacando sus prolongados servicios y su constante lealtad al partido pudieron salvarle el pellejo. Hitler no perdonaba a quienes creía que le habían traicionado. El ajuste de cuentas final con Gregor Strasser llegaría el 30 de junio de 1934, cuando el que había sido segundo jefe del partido fue asesinado durante la que se conocería como la «Noche de los Cuchillos Largos».

En última instancia, el caso Strasser (la crisis interna del partido más grave desde 1925) puso de manifiesto una vez más y de la forma más clara cuánto se había afianzado el control de Hitler sobre el partido, hasta qué punto se había convertido el NSDAP en un «partido de líder».

IV

Los acontecimientos de enero de 1933 constituyeron un drama político extraordinario, pero fue un drama que se desarrolló en gran medida sin que lo viera el pueblo alemán.

Dos semanas después de que Scheleicher le hubiera sustituido en la cancillería del Reich, Franz von Papen fue el invitado de honor de una cena en el Berlin Herrenklub. El barón Kurt von Schröder, un banquero de Colonia, era uno de los aproximadamente 300 invitados que el 16 de diciembre escucharon su discurso, en el que justificó su labor en el gobierno, criticó al gabinete de Schleicher y manifestó que creía que se debía incluir al NSDAP en el gobierno. Unas pocas semanas antes, Schröder había sido uno de los firmantes de la petición dirigida a Hindenburg para que nombrara canciller a Hitler. Ya era simpatizante de los nazis meses antes de la petición y uno de los miembros del «círculo de Keppler», el grupo de asesores económicos que había formado Wilhelm Keppler, un antiguo pequeño empresario, para ponerlo al servicio de Hitler. Ya en noviembre Keppler le había dicho a Schröder que posiblemente Papen estuviera dispuesto a interceder ante Hindenburg para concederle la cancillería a Hitler, aunque entonces aquello no diera ningún resultado. Entonces, después de escuchar el discurso de Papen en el Herrenklub, e interesado por lo que el ex canciller tenía que decirle, Schröder se reunió con él durante unos minutos aquella noche para analizar la situación política. Los dos se conocían desde hacía tiempo, y como Schröder también conocía a Hitler, era el intermediario ideal en una época en la que las relaciones entre el líder nazi y el antiguo canciller todavía eran muy frías. De aquella conversación surgió la propuesta de una reunión de Hitler y Papen. Se acordó que la reunión fuera en casa de Schröder, en Colonia, el 4 de enero de 1933.

Papen llegó a la casa alrededor del mediodía. Encontró allí a Hitler, que había entrado por la puerta trasera, acompañado de Hess, Himmler y Keppler. Hitler, Papen y Schröder se retiraron a otra habitación y el resto se quedó esperando. Schröder no participó en las conversaciones. Lo más probable es que en la reunión quedara en el aire la cuestión de quién habría de encabezar el nuevo gobierno. Papen habló en líneas generales de una especie de duunvirato y dejó abierta la posibilidad de conceder puestos ministeriales a algunos de los colegas de Hitler, incluso en caso de que éste no se sintiera preparado para asumir el cargo. Tras unas dos horas de conversaciones, la reunión finalizó a la hora del almuerzo con el acuerdo de tratar otros asuntos en una reunión posterior, que tendría lugar en Berlín o en otro lugar. Era evidente que Papen creía que se habían hecho progresos. Pocos días después, en una audiencia privada con el presidente del Reich, informó a Hindenburg de que Hitler había rebajado sus exigencias y estaría dispuesto a participar en un gobierno de coalición con los partidos de la derecha. Se suponía, tácitamente, que Papen presidiría ese gobierno. El presidente del Reich le dijo a Papen que se mantuviera en contacto con el dirigente nazi.

Pronto se produjo otro encuentro entre Hitler y Papen. En esa ocasión, la reunión se celebró en el estudio de la casa de Ribbentrop, en Dahlem, un elegante barrio residencial de Berlín, la noche del 10 al 11 de enero. No dio ningún fruto, ya que Papen le dijo a Hitler que Hindenburg seguía negándose a nombrarle canciller. Hitler suspendió furioso las conversaciones hasta después de las elecciones en Lippe.

En otras circunstancias, las elecciones en el pequeño estado de Lippe-Detmold, con una población de 173.000 habitantes, no habrían sido una prioridad para Hitler y su partido. Pero en ese momento eran una oportunidad de demostrar que el NSDAP estaba de nuevo en marcha tras las pérdidas de votos sufridas en noviembre y después de la crisis de Strasser. A pesar de la precaria situación económica del partido, no se escatimó esfuerzo alguno para obtener un buen resultado en Lippe. Durante casi dos semanas antes de las votaciones, que se celebraron el 15 de enero, Lippe fue inundado de propaganda nazi. Los nazis utilizaron toda su artillería pesada. Hablaron Göring, Goebbels y Frick, y el propio Hitler pronunció diecisiete discursos en once días. Aquello dio sus frutos: el NSDAP obtuvo casi 6.000 votos más que en noviembre e incrementó su porcentaje de votos de un 34,7 a un 39,5 por ciento. La locomotora parecía estar en marcha de nuevo.

En todo caso, la posición de Hitler se vio reforzada no tanto por los resultados de las elecciones en Lippe como por el creciente aislamiento de Schleicher. A mediados de enero no sólo se habían esfumado prácticamente las esperanzas que Schleicher había depositado en Gregor Strasser y en conseguir apoyos en las filas nazis, sino que la Reichslandbund le había declarado la guerra abierta a su gobierno por negarse a imponer unos gravámenes elevados a la importación de productos agrícolas. Schleicher no podía hacer nada frente a aquella oposición, que no sólo contaba con apoyos dentro del DNVP, sino también dentro del NSDAP. El acuerdo con los grandes terratenientes habría acarreado, de manera axiomática, la oposición de ambos bandos de la industria, los empresarios y los sindicatos, además de los consumidores. Por tanto, la propuesta que hizo Hugenberg a Schleicher de proporcionarle el respaldo del DNVP a cambio de los ministerios de Economía y Alimentación estaba condenada a caer en saco roto. Por la misma razón, el 21 de enero el DNVP manifestó su rotunda oposición al canciller. Además de las de los terratenientes, las estridentes acusaciones al gobierno de «bolchevismo» en el campo por sus planes de parcelar las fincas en quiebra del este del país y convertirlas en minifundios para los desempleados servían como recordatorio de las presiones que habían contribuido a derrocar a Brüning. El escándalo de la Osthilfe (Ayuda al Este), que estalló a mediados de enero, también debilitó la posición de Schleicher. A la Reichslandbund le enfureció que el gobierno no echara tierra sobre el asunto. Como algunos amigos íntimos y terratenientes conocidos de Hindenburg estaban implicados, la ira contra Schleicher afectó directamente al presidente del Reich. Y cuando a raíz del escándalo salió a la luz que la propiedad que poseía el presidente en Neudeck, que le habían regalado unos empresarios alemanes cinco años antes, estaba registrada a nombre de su hijo para eludir el pago de los impuestos de sucesión, Hindenburg responsabilizó a Shleicher de permitir que mancharan su buen nombre.

Mientras tanto Ribbentrop, que hacía de intermediario, concertó otra reunión entre Hitler y Papen el 18 de enero. Hitler, acompañado de Röhm y Himmler, endureció la postura que había mantenido en las anteriores reuniones de aquel mes y exigió explícitamente la cancillería, alentado por el éxito en Lippe y las crecientes dificultades de Schleicher. Cuando Papen puso objeciones aduciendo que no tenía suficiente influencia en Hindenburg para conseguirlo, Hitler actuó como solía hacerlo y le dijo al ex canciller que no veía ninguna razón para seguir hablando. Entonces Ribbentrop sugirió que quizá mereciera la pena hablar con Oskar, el hijo de Hindenburg. Al día siguiente Ribbentrop reiteró su propuesta a Papen. Se acabó concertando una reunión en casa de Ribbentrop a última hora del domingo 22 de enero, a la que accedieron a acudir Oskar von Hindenburg y Otto Meissner, el secretario de Estado del presidente del Reich. Frick acompañó a Hitler y Göring se les unió más tarde. La mayor parte de la reunión consistió en una discusión de dos horas entre Hitler y el hijo del presidente. Hitler también habló con Papen, que le dijo que el presidente no había cambiado de idea acerca de nombrarle canciller, pero reconocía que la situación ya no era la misma y que era necesario incorporar a los nacionalsocialistas a aquel gobierno o a otro nuevo. Hitler se mostró inflexible y dejó claro que los nazis sólo cooperarían cuando él fuera canciller. Además de en la cancillería para él, sólo insistió en que el Ministerio del Interior del Reich fuera para Frick y otro puesto en el gabinete para Göring. Aquellas demandas eran más modestas, y así se reconoció, que las que le había planteado a Schleicher en agosto. Papen exigió el cargo de vicecanciller para él. Con esas condiciones, accedió a presionar para que nombraran canciller a Hitler, lo que suponía un gran progreso, pero prometió retractarse si había algún indicio de que ya no contaba con la confianza de Hitler.

Al día siguiente, el canciller Schleicher, consciente de que su posición peligraba, informó al presidente del Reich de que cabía esperar una moción de censura en la convocatoria extraordinaria del Reichstag del 31 de enero. Solicitó una orden de disolución y un aplazamiento de las nuevas elecciones. Hindenburg accedió a considerar una disolución, pero se negó a aplazar indefinidamente las elecciones porque eso habría supuesto contravenir el artículo 25 de la Constitución de Weimar. Lo que había estado dispuesto a conceder a Papen cinco meses antes, se lo negó entonces a Schleicher.

Al mismo tiempo, Hindenburg redujo considerablemente su margen de maniobra. Al haber rechazado una vez más la idea de nombrar canciller a Hitler, no quedaba más alternativa que un nuevo gabinete de Papen, la salida que prefería Hindenburg, pero que era poco probable que resolviera la crisis y que hasta el propio Papen veía con escepticismo. Mientras abundaban los rumores en Berlín, la posibilidad de una vuelta del «gabinete de lucha» de Papen con un papel protagonista para Hugenberg y una declaración del estado de excepción se consideraba, por muy extraño que pueda parecer ahora, más preocupante que un gabinete presidido por Hitler. El temor a que eso sucediera se agudizó notablemente después de que el 28 de enero Schleicher presentase su dimisión y la de todo su gabinete después de que el presidente del Reich hubiera rechazado la orden de disolución. Al cabo de unas horas, Hindenburg le pidió a Papen que tratara de hallar una solución dentro del marco constitucional y con el respaldo del Reichstag. Según la versión del propio Papen, el presidente le pidió que sondease si había posibilidades de nombrar un gabinete de Hitler. Papen le dijo a Ribbentrop que había que ponerse en contacto con Hitler sin demora. Se había llegado a un momento crucial. Después de su conversación con Hindenburg, creía que cabía la posibilidad de que Hitler fuera canciller.

Para entonces Papen había cambiado de opinión y aceptaba plenamente la idea de un gobierno presidido por Hitler. La única cuestión que le preocupaba era asegurarse de que hubiera conservadores «dignos de confianza» y «responsables» que contuvieran a Hitler con firmeza. Tras la dimisión de Schleicher y su gabinete el 28 de enero, Papen se reunió con Hugenberg y Hitler en varias ocasiones. Hugenberg estaba de acuerdo en que la única salida era un gabinete de Hitler, pero hizo hincapié en la importancia de limitar su poder. Exigió los ministerios de Economía del Reich y de Prusia a cambio del apoyo del DNVP. Como cabía esperar, Hitler se negó a considerar la idea de un gobierno dependiente de una mayoría parlamentaria, como había hecho desde agosto, y mantuvo su exigencia de encabezar un gabinete presidencial con los mismos derechos que se habían otorgado a Papen y Schleicher. Reiteró que estaba dispuesto a incluir a los miembros de anteriores gabinetes que contasen con el favor del presidente, siempre y cuando él fuera el canciller y comisario de Prusia y pudiera colocar a miembros de su propio partido en los ministerios del Interior del Reich y de Prusia. La exigencia de amplios poderes en Prusia provocó algunos problemas. Ribbentrop y Göring intentaron convencer a Hitler de que se conformase con menos. Al final, aceptó «de mala gana», como dijo Papen, que éste conservara los poderes de comisario del Reich para Prusia en virtud de su cargo de vicecanciller.

Entretanto, Papen había sondeado por teléfono a varios ex miembros del gabinete, conservadores a los que Hindenburg tenía en mucha estima. Todos respondieron que estaban dispuestos a trabajar en un gabinete de Hitler con Papen como vicecanciller, pero no en un «gabinete de lucha» presidido por Papen y Hugenberg, lo que impresionó a Hindenburg cuando Papen le informó a última hora de la noche del 28 de enero. También le satisfizo la «moderación» de las exigencias de Hitler. Por primera vez, el presidente del Reich estaba dispuesto a aceptar un gabinete presidido por Hitler. Se había encontrado una salida.

Hindenburg y Papen debatieron la composición del gabinete. El presidente se alegraba de que el leal Konstantin Freiherr von Neurath siguiera en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Tras la partida de Schleicher, quería a alguien igual de sensato en el Ministerio de Defensa. Su propuesta era el general Von Blomberg, comandante del ejército de Prusia Oriental y en aquel momento asesor técnico de la delegación alemana en la Conferencia de Desarme de Ginebra. Hindenburg le consideraba un hombre extremadamente digno de confianza y «completamente apolítico». A la mañana siguiente se le ordenó que regresara a Berlín.

Papen continuó con el reparto del poder durante la mañana del 29 de enero en conversaciones con Hitler y Göring. Llegaron a un acuerdo sobre la composición del gabinete. Todos los cargos excepto dos (aparte de la cancillería) los ocuparían conservadores, no nazis. Neurath (ministro de Asuntos Exteriores), Schwerin von Krosigk (de Finanzas) y Eltz-Rübenach (del Ministerio de Correos y Transportes) habían sido miembros del gabinete de Schleicher. La cartera de Justicia quedó vacante por el momento. Hitler nombró a Frick ministro del Interior del Reich. En compensación por la renuncia de Hitler al cargo de comisario del Reich para Prusia, Papen aceptó que Göring fuera nominalmente su adjunto en el Ministerio del Interior prusiano. Este crucial nombramiento proporcionaba a los nazis el control efectivo de la policía en el enorme estado de Prusia, que comprendía dos terceras partes de todo el territorio del Reich. Todavía no había un puesto para Goebbels en un Ministerio de Propaganda, algo que había formado parte de las expectativas nazis el verano anterior. Pero Hitler le aseguró a Goebbels que su ministerio le estaba esperando. Se trataba simplemente de una táctica necesaria para alcanzar una solución provisional. Además, Hitler necesitaba a Goebbels para la campaña de las elecciones que insistía en que había que convocar tras su nombramiento como canciller.

Aquel mismo día Papen se entrevistó con Hugenberg y con los dirigentes del Stahlhelm, Seldte y Duesterberg. Hugenberg seguía poniendo objeciones a la exigencia nazi de convocar unas nuevas elecciones en las que su partido no tenía nada que ganar, pero ofreció provisionalmente su cooperación tentado por la oferta del poderoso Ministerio de Economía, que codiciaba desde hacía tiempo. Cuando a finales de enero el vicepresidente del Stahlhelm, Theodor Duesterberg, previno a Hugenberg de las consecuencias de confiar la cancillería a alguien tan deshonesto como Hitler, éste rechazó las objeciones. No podía pasar nada. Hindenburg seguiría siendo presidente del Reich y comandante supremo de las fuerzas armadas; Papen sería vicecanciller; él poseería el control de todo el sector económico, incluida la agricultura; Seldte (el líder del Stahlhelm) se haría cargo del Ministerio de Trabajo. «Estamos cortándole las alas a Hitler», concluyó Hugenberg. Duesterberg le contestó sombríamente que llegaría la noche en que tendría que huir en calzoncillos por los jardines del ministerio para evitar que lo arrestaran.

Algunos amigos conservadores de Papen también le expresaron su honda preocupación ante la perspectiva de un gabinete de Hitler. Papen les dijo que no había otra alternativa dentro del marco constitucional. Cuando uno de ellos le advirtió de que se estaba poniendo en manos de Hitler, Papen le respondió: «Te equivocas. Nosotros le hemos contratado a él».

Todavía quedaba un último problema por resolver. En la reunión con Papen, Hitler insistió en que se debía aprobar una ley de plenos poderes después de las nuevas elecciones. Para Hitler eso era crucial. Una ley de plenos poderes era vital para poder gobernar sin depender del Reichstag ni del respaldo del presidente para los decretos de emergencia. Pero no había ninguna esperanza de que el Reichstag aprobara una ley de plenos poderes con la composición que tenía en aquel momento. Papen respondió, a través de Ribbentrop, que Hindenburg no era partidario de celebrar unas nuevas elecciones. Hitler le dijo a Ribbentrop que informara al presidente de que no habría más elecciones después de aquéllas. El 29 de enero por la tarde Papen pudo decirles a Göring y Ribbentrop que todo estaba aclarado. «Todo está perfecto», informó Göring al Kaiserhof. El presidente del Reich esperaba a Hitler a la mañana siguiente a las once en punto para tomarle juramento como canciller.

Justo antes de que los miembros del nuevo gabinete entraran en las dependencias del presidente del Reich, acordaron por fin que procurarían conseguir la orden de disolución que Hitler tanto deseaba. Finalmente, poco después del mediodía, los miembros del gabinete de Hitler entraron en las habitaciones del presidente del Reich. Hindenburg pronunció un breve discurso de bienvenida en el que expresó su satisfacción por que la derecha nacionalista se hubiera unido. Entonces Papen hizo las presentaciones oficiales. Hidenburg asintió en señal de aprobación cuando Hitler juró solemnemente cumplir con sus obligaciones sin tener en cuenta los intereses de su partido y velando por el bien de toda la nación. Y volvió a dar su aprobación a los sentimientos expresados por el nuevo canciller del Reich, quien pronunció un inesperado y breve discurso en el que insistió en sus esfuerzos por defender la Constitución, respetar los derechos del presidente y, tras las próximas elecciones, volver al régimen parlamentario normal. Hitler y sus ministros esperaban una respuesta del presidente del Reich. Y llegó, pero sólo era una frase: «Y ahora, caballeros, adelante con la ayuda de Dios».

V

«Hitler es el canciller del Reich. Es como un cuento de hadas», escribió Goebbels. Era cierto que había ocurrido algo extraordinario: lo que pocas personas fuera de las filas de los fanáticos nazis habían creído posible menos de un año antes se había hecho realidad. Contra todo pronóstico, la agresiva obstinación de Hitler, nacida de la falta de opciones, había surtido efecto. Lo que había sido incapaz de lograr por sí mismo, lo habían conseguido por él sus «amigos» de las altas esferas. El «don nadie de Viena», el «soldado desconocido», el demagogo de cervecería, el líder de lo que durante años no había sido más que un partido minoritario en el sector más radical del panorama político, un hombre que carecía de credenciales para dirigir un sofisticado aparato estatal, cuya habilidad para concitar el apoyo de las masas nacionalistas, utilizando un talento poco común para despertar sus instintos más bajos, era prácticamente su única cualidad, se ponía al frente del gobierno de uno de los principales Estados de Europa. Apenas había ocultado sus intenciones a lo largo de los años. Había dicho que rodarían cabezas, pese a sus promesas de llegar al poder por medios legales. Había dicho que el marxismo sería erradicado y que los judíos serían «expulsados». Había dicho que Alemania reconstruiría sus fuerzas armadas, destruiría las cadenas de Versalles y conquistaría «con la espada» los territorios que necesitara para su «espacio vital». Unos pocos tomaron en serio sus palabras y pensaron que era peligroso. Pero otros, muchos más, desde la derecha hasta la izquierda del espectro político (conservadores, liberales, socialistas, comunistas) subestimaron sus intenciones y su instinto de poder sin escrúpulos al tiempo que se burlaban de sus aptitudes. Al menos, la infravaloración de la izquierda no fue responsable de auparle al poder; los socialistas, los comunistas y los sindicatos eran poco más que espectadores, ya que su capacidad para influir en los acontecimientos estaba muy debilitada desde 1930. Fue la ceguera de la derecha conservadora ante unos peligros más que evidentes, derivados de su determinación de eliminar la democracia y destruir el socialismo, y de la consiguiente parálisis del gobierno que ésta había permitido que se produjera, la que puso el poder de un Estado-nación con toda la agresividad contenida de un gigante herido en manos del peligroso jefe de una banda de gánsteres políticos.

El ascenso al poder de Hitler no era inevitable. Si Hindenburg se hubiera mostrado dispuesto a permitir a Schleicher la disolución que con tanta facilidad permitió a Papen, y a prorrogar el Reichstag por un periodo superior a los sesenta días contemplados en la Constitución, se podría haber evitado que Hitler llegara a la cancillería. Con el repunte de la depresión económica, y con el movimiento nazi afrontando una posible desintegración si no obtenía pronto el poder, el futuro, incluso con un gobierno autoritario, habría sido muy diferente. El ascenso de Hitler desde sus orígenes humildes hasta «tomar» el poder gracias al «triunfo de la voluntad» era la esencia de la leyenda nazi. En realidad, los errores de cálculo políticos de quienes tenían acceso regular a los pasillos del poder desempeñaron un papel más importante en su ascenso a la cancillería que cualquiera de las decisiones tomadas por el líder nazi.

Su camino debería haber quedado bloqueado mucho antes del drama final de enero de 1933. La oportunidad más clara se perdió cuando no se le impuso una pena de cárcel más severa tras el fracaso del putsch de 1923 y se agravó aquella desastrosa omisión poniéndole en libertad condicional a los pocos meses y permitiéndole empezar de nuevo. Pero aquellos errores de cálculo, así como los cometidos durante los años de la depresión que hicieron posible, y más tarde realidad, la cancillería de Hitler, no fueron actos fortuitos. Fueron los errores de cálculo de una clase política decidida a infligir el máximo daño posible (o al menos a hacer débiles tentativas de defender) a la nueva República democrática, a la que odiaba o, en el mejor de los casos, simplemente toleraba. Fue el afán de destruir la democracia, más que el deseo de aupar a los nazis al poder, lo que desencadenó los complejos acontecimientos que llevaron a Hitler a la cancillería.

Se renunció a la democracia sin haber luchado por ella. El caso más notable fue el hundimiento de la gran coalición en 1930. Aunque cualquier oposición habría sido inútil, esto sucedió de nuevo cuando el golpe de Papen contra Prusia de julio de 1932 no encontró ninguna resistencia. Ambos hechos pusieron al descubierto lo endebles que eran los cimientos de la democracia, lo que se debía en no poca medida a que algunos sectores poderosos siempre se habían negado a aceptar la democracia y trataban de suprimirla activamente por aquel entonces. Durante la depresión, más que producirse una renuncia a la democracia lo que sucedió fue que algunas organizaciones de las elites la socavaron intencionadamente para conseguir sus propios fines. Esas organizaciones no eran residuos de la época preindustrial, por muy reaccionarios que fueran sus objetivos políticos, sino grupos de presión modernos que trataban de promover sus intereses dentro de un sistema autoritario. Cuando llegó el drama final, los agricultores y el ejército influyeron más que los grandes empresarios en la organización del ascenso al poder de Hitler. Pero los grandes empresarios, políticamente miopes e interesados, también contribuyeron de manera significativa a debilitar la democracia, un debilitamiento que fue el preludio necesario para el éxito de Hitler.

Las masas también contribuyeron a la caída de la democracia. Nunca las circunstancias habían sido menos propicias para instaurar con éxito una democracia que las circunstancias de Alemania tras la Primera Guerra Mundial. Ya en 1920 los partidos que más apoyaban la democracia sólo obtenían una minoría de los votos. La democracia sobrevivió a duras penas a las adversidades por las que atravesó al principio, pese a que amplios sectores del electorado estaban totalmente en contra de ella. ¿Quién puede asegurar que la democracia no se podría haber asentado y consolidado si la gran depresión no la hubiera hecho descarrilar? Pero su estado distaba mucho de ser saludable cuando la depresión golpeó a Alemania. Y, durante el transcurso de la misma, las masas renunciaron a ella en grandes cantidades. En 1932 los únicos partidarios de la democracia eran los debilitados socialdemócratas (e incluso muchos de ellos habían perdido su entusiasmo para entonces), algunos sectores del Zentrum (un partido que había efectuado un brusco giro hacia la derecha) y un puñado de liberales. La República estaba muerta. Lo que aún quedaba por ver era qué clase de sistema autoritario iba a reemplazarla.

Los grupos que dirigían el país no contaban con el respaldo de las masas para sacar el máximo provecho a su supremacía y destruir de una vez por todas el poder de las organizaciones obreras. Acudieron a Hitler para que hiciera el trabajo por ellos. Que pudiera hacer algo más que eso, que pudiera superar todas las predicciones y aumentar su poder hasta que alcanzara proporciones gigantescas a costa de ellos es algo que no se les ocurrió o que les pareció un desenlace sumamente improbable. Que los traficantes de influencias subestimaran a Hitler y su movimiento continuaría siendo una constante de las intrigas que le llevaron a la cancillería.

Las mentalidades que determinaron el comportamiento tanto de las elites como de las masas, y que hicieron posible el ascenso de Hitler, eran fruto de tendencias de la cultura política alemana fácilmente identificables en los dos decenios anteriores a la Primera Guerra Mundial. A pesar de ello, Hitler no fue el producto inevitable de ningún tipo de «camino especial» alemán, ni la culminación lógica de antiguas tendencias culturales e ideológicas específicamente alemanas.

Él tampoco era un mero «accidente» en el curso de la historia alemana. Si no se hubieran dado las condiciones únicas en las que llegó a adquirir importancia, Hitler no habría sido nada. Es difícil imaginarlo dominando la escena de la historia en cualquier otra época. Su estilo y el tipo de retórica que utilizaba no habrían encontrado eco en otras circunstancias. El impacto de la guerra, la revolución y la humillación nacional en la población, así como el profundo miedo al bolchevismo en amplios sectores de la misma, proporcionaron a Hitler su plataforma. Él aprovechó la situación de un modo brillante. Más que ningún otro político de su época, expresó en voz alta los miedos, los rencores y los prejuicios extraordinariamente profundos de la gente corriente que no se sentía atraída por los partidos de izquierda ni se aferraba a los partidos católicos. Él ofrecía a esa gente, más que ningún político de la época, la esperanza de una sociedad nueva y mejor, pero una sociedad que parecía basarse en «auténticos» valores alemanes con los que se podía identificar. En el poder de atracción de Hitler, la visión del futuro estaba vinculada a sus denuncias del pasado. El desplome total de la confianza en un sistema de gobierno que se apoyaba en una política de partidos y una administración burocrática desacreditadas había hecho que más de un tercio de la población depositara su confianza y sus esperanzas en una política de redención nacional. El culto a la personalidad cultivado cuidadosamente en torno a Hitler lo convirtió en la personificación de esas esperanzas.

Fuera lo que fuera a deparar el futuro, para quienes no podían compartir el delirio de las hordas de las SA desfilando por la puerta de Brandenburgo para celebrar la noche del 30 de enero de 1933 aquél era, en el mejor de los casos, incierto. «Un salto a la oscuridad», fue como describió un periódico católico el nombramiento de Hitler como canciller.

Muchos judíos y adversarios políticos de los nazis temieron entonces por su seguridad e incluso por sus vidas. Algunos hicieron planes apresurados para huir del país. También hubo quienes, no sólo en la derrotada izquierda, previeron el desastre. Pero otros enseguida se sacudieron de encima sus primeros presentimientos y se convencieron a sí mismos de que Hitler y los nazis tenían escasas posibilidades de gobernar durante mucho tiempo. Sebastian Haffner, por aquel entonces un joven abogado de Berlín que, tras abandonar un país cuyo gobierno no podía tolerar por más tiempo, se convertiría en un prestigioso periodista y escritor, resumió lo que pensaba en aquel momento: «No. Teniendo en cuenta todas las circunstancias, aquel gobierno no era un motivo de preocupación. Sólo importaba lo que vendría después y quizás el temor a que acabara conduciendo a una guerra civil». Y añadía que la mayoría de la prensa seria adoptó la misma postura al día siguiente.

Fueron muy pocos quienes predijeron que los acontecimientos seguirían un rumbo tan diferente.