2

MARGINADO

I

La ciudad en la que Hitler iba a vivir los cinco años siguientes era un lugar extraordinario. Viena ejemplificaba, más que ninguna otra metrópoli europea, las tensiones sociales, culturales y políticas que señalaban el fin de una época, la muerte del mundo decimonónico. Estas tensiones habrían de modelar al joven Hitler.

Como tenía previsto estudiar en la Academia de Bellas Artes, alquiló a finales de septiembre o principios de octubre de 1907 una pequeña habitación en el segundo piso de una casa situada en el número 31 de Stumpergasse, cerca de la Westbahnhof de Viena, propiedad de una mujer checa, Frau Zakreys. Fue allí adonde regresó, en algún momento entre el 14 y el 17 de febrero de 1908, para retomar su vida donde la había dejado antes de la muerte de su madre.

No estaría mucho tiempo solo. Recordemos que había convencido a los padres de August Kubizek para que permitieran a su hijo ir con él a Viena a cursar allí sus estudios musicales. El padre de Kubizek se había mostrado muy reacio a dejar que su hijo se marchara con alguien a quien consideraba un fracasado en los estudios y que creía que tenía demasiada categoría para aprender un oficio. Pero Adolf se salió con la suya. El 18 de febrero envió una postal a su amigo en la que le instaba a ir lo antes posible. «Querido amigo —escribió—, espero ansiosamente noticias de tu llegada. Escribe pronto para que pueda prepararlo todo para tu festivo recibimiento. Toda Viena te aguarda». En una postdata añadía: «Te lo ruego una vez más: ven pronto». Cuatro días más tarde, los afligidos padres de Gustl se despidieron de él y éste partió hacia Viena para reunirse con su amigo. Adolf fue buscar a un cansado Kubizek a la estación aquella tarde y le llevó a Stumpergasse para que pasara allí la primera noche, pero, como cabía esperar, insistió en mostrarle de inmediato todos los monumentos de Viena. ¿Cómo podía llegar alguien a Viena e irse a la cama sin haber visto la Ópera de la Corte? Así que arrastró a Gustl a ver el edificio de la ópera, la catedral de San Esteban (apenas visible debido a la niebla) y la preciosa iglesia de Santa Maria am Gestade. Regresaron a Stumpergasse pasada la medianoche y era más tarde aún cuando un exhausto Kubizek se quedó dormido mientras Hitler seguía perorando sobre el esplendor de Viena.

Los meses siguientes serían una repetición, a mayor escala, del estilo de vida que los dos jóvenes llevaban en Linz. Tras una breve búsqueda de alojamiento para Gustl, enseguida desistieron y convencieron a Frau Zakreys para que les cambiara su habitación, más grande, por la pequeña y angosta habitación que había ocupado Hitler. Adolf y su amigo se instalaron en la misma habitación, pagando por el alquiler el doble (10 coronas cada uno) de lo que Hitler había pagado por su antigua habitación. Pocos días después, Kubizek supo que había aprobado el examen de ingreso y que había sido admitido en el Conservatorio de Viena. Arrendó un piano de cola que ocupaba la mayor parte del espacio disponible en la habitación y sólo dejaba el suficiente para que Hitler pudiera caminar de un lado a otro, tres pasos hacia delante y tres hacia atrás, como solía hacer. Aparte del piano, la habitación contaba con el mobiliario básico: dos camas, un armario, un lavamanos, una mesa y dos sillas. Kubizek se fijó una rutina para estudiar música. Lo que no tenía tan claro su amigo era a qué se dedicaba Hitler. Se quedaba en la cama por las mañanas, no estaba cuando Kubizek regresaba del conservatorio a la hora del almuerzo, vagaba por los jardines del palacio de Schönbrunn las tardes que hacía buen tiempo, se enfrascaba en la lectura de libros, fantaseaba sobre grandiosos planes arquitectónicos y literarios, y pasaba mucho tiempo dibujando hasta altas horas de la madrugada. Gustl no entendía cómo su amigo podía combinar tanto tiempo libre con sus estudios en la Academia de Bellas Artes y tardaría bastante tiempo en saber la razón. Un arrebato de furia porque Kubizek practicaba sus escalas en el piano desembocó en una fuerte riña entre ambos amigos sobre los horarios de estudio y terminó cuando Hitler por fin confesó, fuera de sí, que le habían rechazado en la Academia. Cuando Gustl le preguntó qué pensaba hacer entonces, Hitler se volvió contra él: «¿Ahora qué, ahora qué? […] ¿Tú también vas a empezar con eso?». La verdad era que Hitler no tenía ni idea de adónde se dirigía o qué iba hacer. Iba a la deriva, sin rumbo.

Era evidente que Kubizek había puesto el dedo en la llaga. Adolf no le había contado a su familia, por motivos interesados, que no había conseguido ingresar en la Academia. De haberlo hecho, es probable que su tutor en Linz, Josef Mayrhofer, le hubiera negado las 25 coronas mensuales que recibía como parte de su pensión de orfandad y se habría visto sometido a una presión aún mayor para buscar trabajo. Pero ¿por qué engañó a su amigo? Que un adolescente no apruebe un examen de ingreso extremadamente difícil no es en sí ni infrecuente ni vergonzoso. Es evidente que Adolf no podía soportar la idea de contarle a su amigo, ante quien siempre se había proclamado tan superior en todo lo relacionado con el juicio artístico y cuyos estudios en el conservatorio habían comenzado de forma tan prometedora, que le habían rechazado. Su autoestima había sufrido un duro revés y se empezaba a notar la amargura. Según Kubizek, perdía los estribos a la menor ocasión. La falta de seguridad en sí mismo podía transformarse en un instante en un ataque de ira sin límites y en un violento rechazo de todos aquellos que él creía que le acosaban. Las diatribas contra todo y contra todos eran propias de un ego desmesurado que necesitaba desesperadamente la aceptación y era incapaz de asumir su insignificancia personal, su fracaso y su mediocridad.

Adolf aún no había perdido la esperanza de ingresar en la Academia. Pero, como cabía esperar, no hizo nada para asegurarse de aumentar sus posibilidades en un segundo intento. La preparación sistemática y el trabajo duro eran tan impropios del joven Hitler como lo serían del dictador posterior. En su lugar, se comportaba la mayor parte del tiempo como un diletante, al igual que en Linz, dedicado a elaborar planes grandiosos que únicamente compartía con el complaciente Kubizek: proyectos fantasiosos que normalmente surgían de caprichos repentinos e ideas brillantes y que abandonaba casi desde un principio.

Aparte de la arquitectura, la principal pasión de Hitler era, como en Linz, la música. Sus compositores favoritos durante los años posteriores fueron Beethoven, Bruckner, Liszt y Brahms. También disfrutaba mucho con las operetas de Johann Strauss y Franz Lehár. Por supuesto, Wagner era el non plus ultra. Adolf y Gustl iban a la ópera la mayoría de las noches y pagaban dos coronas por una entrada de pie, que a menudo conseguían tras haber hecho cola durante horas. Vieron óperas de Mozart, de Beethoven y de los maestros italianos Donizetti, Rossini y Bellini, así como las principales obras de Verdi y Puccini. Pero para Hitler sólo contaba la música alemana. No podía compartir el entusiasmo por las óperas de Verdi o Puccini, que llenaban los teatros de Viena. La pasión de Adolf por Wagner, como en Linz, no tenía límites. Ahora él y su amigo podían ver todas las obras de Wagner representadas en uno de los mejores teatros de la ópera de Europa. Kubizek calculaba que, en el breve periodo de tiempo que estuvieron juntos, vieron diez veces Lohengrin. «Para él —comentó Kubizek—, un Wagner de segunda categoría era cien veces mejor que un Verdi de primera». Kubizek no tenía la misma opinión, pero no importaba. Adolf no pararía hasta que su amigo accediera a olvidarse de ir a ver una obra de Verdi en la Ópera de la Corte y le acompañara a una representación de Wagner en la Ópera Popular de Viena, menos refinada. «Cuando se trataba de una representación de Wagner, Adolf no admitía que le llevaran la contraria».

«Cuando escucho a Wagner —contaría mucho más tarde el propio Hitler— tengo la impresión de oír ritmos de un mundo antiguo». Era un mundo de mitos germánicos, de gran drama y de espectáculos maravillosos, de dioses y héroes, de lucha titánica y redención, de victoria y muerte. Era un mundo donde los héroes eran marginados que cuestionaban el viejo orden, como Rienzi, Tannhäuser, Stolzing y Siegfried; o castos salvadores, como Lohengrin y Parsifal. La traición, el sacrificio, la redención y la muerte heroica eran temas wagnerianos que obsesionarían también a Hitler hasta el Gottërdämmerung de su régimen en 1945. Y era un mundo creado con una grandiosa visión por un artista con talento, un marginado y un revolucionario, que no aceptaba compromisos a medias, que cuestionaba el orden existente, desdeñaba la necesidad de someterse a la ética burguesa del trabajo para ganarse la vida, se sobreponía al rechazo y la persecución, y superaba la adversidad para alcanzar la grandeza. No es de extrañar que el genio artístico, fantasioso y marginado, rechazado e ignorado que ocupaba la sórdida habitación de Stumpergasse pudiera encontrar a su ídolo en el maestro de Bayreuth. Hitler, la nulidad, la mediocridad, el fracasado, quería vivir como un héroe wagneriano. Quería convertirse él mismo en un nuevo Wagner: el rey filósofo, el genio, el artista supremo. Durante la creciente crisis de identidad que siguió a su rechazo en la Academia de Bellas Artes, Wagner era para Hitler el gigante artístico en el que había soñado convertirse pero al que sabía que nunca podría emular: la encarnación del triunfo de la estética y la supremacía del arte.

II

La extraña convivencia de los jóvenes Hitler y Kubizek se prolongó hasta mediados del verano de 1908. Durante aquellos meses, prácticamente sólo había otra persona, aparte de su amigo, con la que Hitler mantuviera un contacto regular y ésa era su casera, Frau Zakreys. Kubizek y Hitler tampoco tenían amigos en común. Adolf consideraba su amistad con Gustl exclusiva y no le permitía mantener otras relaciones. Cuando Gustl llevó a su habitación a una joven, una de las pocas alumnas de música que tenía, Hitler creyó que se trataba de una novia y se puso fuera de sí de rabia. La explicación de Kubizek de que simplemente se trataba de enseñar armonía musical a una alumna no sirvió más que para provocar una perorata sobre lo absurdo que era que las mujeres estudiaran. En opinión de Kubizek, Hitler era totalmente misógino. Señalaba la satisfacción de Hitler por que estuviera prohibido el acceso de las mujeres a la platea en la ópera. Aparte de su distante admiración por Stefanie en Linz, Kubizek no conoció ninguna relación de Hitler con alguna mujer durante los años de su amistad en Linz y Viena. Y esto no cambiaría durante el resto de años que pasó en la capital austríaca. En ninguno de los testimonios sobre el periodo que Hitler pasó en el albergue para hombres se menciona que hubiera alguna mujer en su vida. Cuando su círculo de conocidos se ponía a hablar de mujeres (y de sus ex novias y sus experiencias sexuales, sin duda), lo mejor que Hitler podía ofrecer era una velada alusión a Stefanie, que había sido su «primer amor», aunque «ella nunca lo supo porque él nunca se lo dijo». La impresión que tuvo Reinhold Hanisch, un conocido de aquella época, fue que «Hitler tenía muy poco respeto al sexo femenino, pero ideas muy rígidas sobre las relaciones entre hombres y mujeres. Solía decir que los hombres, si quisieran, podían adoptar un estilo de vida estrictamente moral». Estas ideas coincidían plenamente con el código moral que preconizaba el movimiento pangermánico austríaco vinculado a Georg Ritter von Schönerer, cuyo nacionalismo alemán radical y antisemitismo racial había admirado Hitler desde sus días en Linz. Dicho código propugnaba que el celibato hasta los veinticinco años era algo saludable, beneficioso para fortalecer la voluntad y la base para un alto rendimiento físico o mental. También aconsejaba adoptar los hábitos alimenticios correspondientes. Se debía evitar el consumo de carne y de bebidas alcohólicas (consideradas, ambas, estimulantes de la actividad sexual). Y para mantener el vigor y la pureza de la raza germana había que evitar la decadencia moral y el peligro de infección que entrañaban las relaciones con prostitutas, que había que dejar para los clientes de razas «inferiores». Aquel código le bastaba a Hitler para justificar ideológicamente su casto estilo vida y su moral puritana. Pero, en cualquier caso, no cabe duda de que, durante el tiempo que estuvo en Viena después de separarse de Kubizek, Hitler no era un «buen partido» para las mujeres.

Es probable que tuviera miedo a las mujeres, y seguramente a su sexualidad. Hitler describiría más tarde su propio ideal de mujer como «una cosita linda, adorable e ingenua, tierna, dulce y estúpida». Su afirmación de que una mujer «preferiría someterse a un hombre fuerte a dominar a un pelele» muy bien podría haber sido una proyección compensatoria de sus propios complejos sexuales.

Kubizek sostenía con firmeza que Hitler era sexualmente normal (aunque, teniendo en cuenta su testimonio, resulta difícil ver cómo podía saberlo). Ésta era también la opinión de los médicos que le examinaron a fondo en una fecha muy posterior. Es muy posible que, desde el punto de vista biológico, lo fuera. Las afirmaciones de que una anomalía sexual debida a la falta de un testículo era la causa del trastorno de personalidad de Hitler se basan en una mezcla de especulaciones psicológicas y pruebas dudosas aportadas por una autopsia realizada por los rusos tras haber encontrado, supuestamente, los restos quemados de su cuerpo en Berlín. Y algunas historias sobre su época vienesa, como la de su supuesta obsesión con una modelo prometida con un hombre medio judío a la que habría intentado violar y la de que frecuentaba a prostitutas, proceden de una única fuente: los supuestos e interesados recuerdos de Josef Greiner, quien podría haber conocido a Hitler fugazmente en Viena, que carecen de credibilidad y fundamento. Sin embargo, la versión de Kubizek, junto con el lenguaje que el propio Hitler empleó en Mi lucha, indican, como mínimo, un desarrollo sexual profundamente desequilibrado y reprimido.

La mojigatería de Hitler, reforzada por los principios de Schönerer, coincidía hasta cierto punto con los principios morales externos de la clase media de Viena en aquella época. Estos principios habían sido puestos en entredicho por el arte abiertamente erótico de Gustav Klimt y la literatura de Arthur Schnitzler. Pero se impuso el sólido puritanismo burgués, al menos como un fino barniz que cubría el lado más sórdido de una ciudad infestada de vicio y prostitución. En un lugar donde la decencia exigía que a las mujeres apenas se les permitiera mostrar un tobillo, es comprensible la turbación de Hitler y la rapidez con la que salió huyendo con su amigo cuando, mientras buscaban una habitación para Kubizek, una posible casera dejó que su bata de seda se abriera para mostrar que solamente llevaba debajo unas bragas. Pero su mojigatería iba aún más lejos. Según la versión de Kubizek, equivalía a un asco y una repugnancia profundos por la actividad sexual. Hitler evitaba el contacto con las mujeres y, durante sus visitas a la ópera, reaccionaba con fría indiferencia a los supuestos intentos de coquetear con él o de tomarle el pelo de las muchachas, que probablemente lo veían como una especie de bicho raro. Le repugnaba la homosexualidad. Se abstenía de masturbarse. La prostitución le horrorizaba, pero le fascinaba. La asociaba con las enfermedades venéreas, que le aterrorizaban. Una noche, después de ver en el teatro la obra Frühlings Erwachen (El despertar de la primavera) de Frank Wedekind, que trata de los problemas sexuales de la juventud, Hitler cogió repentinamente a Kubizek por el brazo y lo llevó a Spittelberggasse para ver directamente el barrio chino o «antro de iniquidad», como él lo llamaba. Adolf paseó con su amigo no una vez, sino dos, ante la hilera de ventanas iluminadas, tras las cuales mujeres ligeras de ropa anunciaban sus mercancías y trataban de captar clientes. Después disfrazó su voyeurismo de santurronería burguesa cuando procedió a sermonear a Kubizek sobre los males de la prostitución. Más tarde, en Mi lucha, asociaría a los judíos con la prostitución, haciéndose eco de un tópico habitual entre los antisemitas durante los años que pasó en Viena. Pero Kubizek nunca mencionó si ya tenía en la mente esta asociación en 1908.

Aunque aparentemente a Hitler le repugnaba el sexo, era evidente que al mismo tiempo le fascinaba. Hablaba de cuestiones sexuales bastante a menudo en las largas conversaciones que mantenía a altas horas de la noche con Gustl, a quien aleccionaba, según Kubizek, sobre la necesidad de la pureza sexual para proteger lo que él pomposamente llamaba la «llama de la vida»; explicándole a su ingenuo amigo qué era la homosexualidad, tras un breve encuentro con un hombre de negocios que les había invitado a comer; y despotricando de la prostitución y la decadencia moral. La sexualidad perturbada de Hitler, su repugnancia por el contacto físico, su miedo a las mujeres, su incapacidad para forjar una amistad verdadera y la carencia de relaciones humanas tenían probablemente su origen en las experiencias infantiles de una vida familiar conflictiva. Los intentos de explicarlas serán, inevitablemente, simples conjeturas. Los rumores posteriores sobre las perversiones sexuales de Hitler se basan, asimismo, en pruebas dudosas. Las conjeturas, y ha habido muchas, de que la represión sexual habría dado paso más tarde a sórdidas prácticas sadomasoquistas se basan, sean cuales sean las sospechas, en poco más que una mezcla de rumores, habladurías, suposiciones e insinuaciones, a menudo aderezadas por los enemigos políticos de Hitler. E incluso en el caso de que esas supuestas perversiones repugnantes fueran sus tendencias íntimas, no está claro cómo ayudarían a explicar la rápida degeneración del complejo y sofisticado Estado alemán en la barbarie más brutal después de 1933.

Hitler describiría su vida en Viena como una época llena de penalidades y de miseria, de hambre y de pobreza. Esto no se correspondía lo más mínimo con la verdad en lo que se refiere a los meses que pasó en Stumpergasse en 1908 (aunque sí era una descripción bastante fiel de su situación durante el otoño e invierno de 1909-1910). Todavía más inexacto era su comentario en Mi lucha de que «la pensión de orfandad que me correspondía no me llegaba ni siquiera para subsistir y, por tanto, me enfrentaba al problema de cómo ganarme la vida». Como ya hemos señalado, el préstamo de su tía, la parte de la herencia materna que le correspondía y la pensión mensual de orfandad le bastaban para poder vivir desahogadamente (quizás incluso equivalían al sueldo de un joven maestro durante aproximadamente un año). Y su aspecto, cuando se ponía sus galas para acudir a la ópera, no era en modo alguno el de un indigente. Cuando Kubizek le vio al reunirse con él en la Westbahnhof en febrero de 1908, el joven Adolf llevaba un abrigo de buena calidad y un sombrero oscuro. Llevaba el bastón con la empuñadura de marfil que utilizaba en Linz y «parecía casi elegante». En cuanto al trabajo, en aquellos primeros meses de 1908, como ya hemos señalado, Hitler no hizo nada en absoluto para ganarse la vida ni tomó medida alguna para asegurarse de tomar el camino apropiado para hacerlo.

Aunque durante la época que pasó con Kubizek Hitler tenía unos ingresos razonables, nunca llevó, ni mucho menos, una vida de despilfarro descontrolado. Sus condiciones de vida no eran nada envidiables. El distrito sexto de Viena, situado cerca de la Westbahnhof, donde estaba la Stumpergasse, era una zona de la ciudad poco atractiva, con calles lúgubres y sin iluminar, y bloques de pisos destartalados y cubiertos de humo y hollín alrededor de oscuros patios interiores. Al propio Kubizek le horrorizaron algunos de los alojamientos que vio mientras buscaba una habitación al día siguiente de su llegada a Viena. Y el alojamiento que él y Adolf acabarían compartiendo era una miserable habitación que siempre apestaba a parafina, con el yeso descascarillado y desconchones en las paredes húmedas, y con las camas y los muebles infestados de chinches. Su estilo de vida era austero. Gastaba poco en comida y bebida. Adolf no era vegetariano en esa época, pero su principal comida diaria solía consistir únicamente en pan y mantequilla, budín de harina y de vez en cuando, por las tardes, un trozo de pastel de semillas de amapola o de nueces. A veces no comía en todo el día. Cuando la madre de Gustl enviaba un paquete de comida cada dos semanas, era como un banquete. Adolf solía beber leche, o a veces zumos de frutas, pero no probaba el alcohol. Y tampoco fumaba. El único lujo que se permitía era la ópera. Sólo podemos hacer conjeturas sobre cuánto gastaba en ir casi a diario a la ópera o a conciertos, pero a dos coronas la localidad de pie (a Hitler le sacaba de quicio que los oficiales jóvenes, más interesados en el acontecimiento social que en la música, tuvieran que pagar sólo diez heller, una veinteava parte de esa suma), no cabe duda de que si asistía con regularidad a las funciones a lo largo de varios meses empezaría a consumir los ahorros que pudiera tener. El propio Hitler comentaría unos tres decenios después: «Era tan pobre durante el periodo vienés de mi vida, que tenía que limitarme a ver sólo las mejores representaciones. Esto explica que ya en aquella época hubiese oído Tristán treinta o cuarenta veces y siempre con las mejores compañías». Para el verano de 1908 debió de haber gastado buena parte del dinero que había heredado. Pero es probable que aún le quedaran algunos ahorros, así como la pensión de orfandad que Kubizek suponía que era su único ingreso, lo que le permitiría aguantar otro año más.

Aunque Kubizek aún no lo sabía, aquel verano estaba tocando a su fin el periodo que había compartido con su amigo en Viena. A principios de julio de 1908, Gustl había aprobado los exámenes del conservatorio y el curso se había terminado. Iba a regresar a Linz para quedarse con sus padres hasta el otoño. Acordó enviarle a Frau Zakreys el alquiler cada mes para asegurarse de que le guardaba la habitación y Adolf le acompañó hasta la Westbahnhof para despedirle, no sin antes recordarle una vez más lo poco que le apetecía quedarse solo en la habitación. No volverían a verse hasta el Anschluss, en 1938. Adolf le envió a Gustl varias postales durante el verano, una de ellas desde la Waldviertel, adonde había ido sin el menor entusiasmo a pasar una temporada con su familia; sería la última vez que vería a sus parientes en muchos años. Nada hizo pensar a Kubizek que no se reuniría con su amigo en otoño. Pero cuando bajó del tren en la Westbahnhof a su regreso en noviembre, no había el menor rastro de Hitler. En algún momento de finales del verano o el otoño se había marchado de Stumpergasse. Frau Zakreys le dijo a Kubizek que se había ido sin dejar una dirección. El 18 de noviembre se inscribió en la policía como un «estudiante» que vivía en la habitación 16 de Felberstraβe 22, cerca de la Westbahnhof, en una habitación más espaciosa, y probablemente más cara, que la que había ocupado en Stumpergasse.

¿Cuál había sido la causa de la repentina e imprevista ruptura con Kubizek? La explicación más probable es que se debiera a que le habían rechazado por segunda vez en la Academia de Bellas Artes en octubre de 1908 (esta vez ni siquiera le permitieron examinarse). Es probable que no le hubiera dicho a Kubizek que volvía a presentarse. Cabe suponer que durante todo el año había estado convencido de que iba a tener una segunda oportunidad y había albergado la esperanza de que esa vez no iba a fracasar. Sus esperanzas de emprender una carrera artística estaban totalmente arruinadas. No podía volver a presentarse ante su amigo como un fracasado empedernido.

Los recuerdos de Kubizek, pese a todos sus errores, trazan una semblanza del joven Hitler cuyos rasgos de carácter son reconocibles a posteriori en el jefe de partido y dictador posterior. La indolencia de su estilo de vida, aunque acompañada de un entusiasmo y una energía frenéticos y totalmente volcados en sus fantasías, el diletantismo, la falta de realismo y de sentido de la proporción, el autodidactismo dogmático, el egocentrismo, la extravagante intolerancia, los repentinos estallidos de ira y los arrebatos de cólera, las maliciosas invectivas lanzadas contra cualquier persona y cosa que impidiera el ascenso del gran artista, todo esto ya se puede apreciar en el Hitler de diecinueve años retratado por Kubizek. Su fracaso en Viena había transformado a Hitler en un joven colérico y frustrado, cada vez más enfrentado con el mundo que le rodeaba. Pero todavía no era el Hitler que saldría totalmente a la luz después de 1919 y cuyas ideas políticas aparecerían expuestas con todo detalle en Mi lucha.

Kubizek había tenido tiempo de leer Mi lucha cuando escribió su propia versión de la evolución política de Hitler, algo que, en cualquier caso, tenía menos interés para él que las cuestiones culturales y artísticas. Sus pasajes recuerdan mucho en algunas partes a la narración del propio Hitler de su «despertar político» en Viena. Por tanto, no son fidedignos y a menudo no resultan creíbles (muy poco cuando afirma que Hitler era un pacifista y se oponía a la guerra en esa época). Sin embargo, no hay razón alguna para dudar de la creciente conciencia política de Hitler. Su acérrimo desprecio por el Parlamento multilingüe (que Kubizek visitó con él), su estridente nacionalismo alemán, su profunda aversión al Estado multinacional de los Habsburgo, su repugnancia por «la Babel étnica de las calles de Viena» y «la mezcla extranjera de gentes que habían empezado a corroer ese viejo reducto de la cultura alemana», todo esto no era más que una intensificación, una radicalización personalizada, de aquello de lo que se había imbuido anteriormente en Linz. Hitler lo describiría a fondo en Mi lucha. En los primeros meses de su experiencia vienesa sin duda definió más esas ideas y profundizó en ellas. Sin embargo, según la propia versión de Hitler, su actitud hacia los judíos no cristalizaría hasta que hubieron transcurrido dos años en Viena. La afirmación de Kubizek de que Hitler consolidó su «visión del mundo» durante el tiempo que compartieron en Viena es una exageración. La «visión del mundo» completa de Hitler aún no estaba formada. Aún tenía que aflorar el odio patológico a los judíos, que era su principal pilar.

III

No hay ningún testimonio de la actividad de Hitler durante los nueve meses que vivió en Felberstraße. Esta etapa de su vida en Viena sigue estando poco clara. No obstante, se ha supuesto a menudo que fue precisamente en esos meses cuando se convirtió en un antisemita racial obsesivo.

Cerca de donde Hitler vivía en Felberstraße había un quiosco en el que vendían tabaco y periódicos. Es probable que, de comprar periódicos y revistas, aparte de los que devoraba ávidamente en los cafés, lo hiciera en este quiosco. No se sabe cuáles leía exactamente de las muchas revistas baratas y malas que circulaban en aquel momento. Es muy probable que una de ellas fuera una publicación racista llamada Ostara. La revista, publicada por primera vez en 1905, era el fruto de la extraordinaria y retorcida imaginación de un antiguo y excéntrico monje cisterciense al que se llegaría a conocer como Jorg Lanz von Liebenfels (aunque su verdadero nombre era simple y llanamente Adolf Lanz). Más tarde fundaría su propia orden, la Orden de los Nuevos Templarios (provista de una gran variedad de signos y símbolos místicos, incluida la esvástica), en un castillo en ruinas, Burg Werfenstein, ubicado en un romántico tramo del Danubio, entre Linz y Viena.

Lanz y sus seguidores estaban obsesionados con ideas homoeróticas acerca de una lucha maniquea entre la heroica y creativa raza «rubia» y una raza de «hombres bestias» depredadores y morenos que perseguían a las mujeres «rubias» con lujuria animal e instintos salvajes y que estaban corrompiendo y destruyendo a la humanidad y su cultura. El remedio que Lanz proponía en Ostara para superar los males del mundo moderno y restablecer el dominio de la «raza rubia» era la pureza y la lucha racial, que implicaba la esclavitud y la esterilización forzosa, o incluso el exterminio, de las razas inferiores, aplastar el socialismo, la democracia y el feminismo, a los que consideraba los vehículos de su corruptora influencia, y la total subordinación de las mujeres arias a sus maridos. Equivalía a un credo de «rubios de ojos azules de todas las naciones, uníos». De hecho, hay elementos en común entre las estrafalarias fantasías de Lanz y su grupo de chalados misóginos y racistas y el programa de selección racial que las SS pondrían en práctica durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, es discutible que las ideas de Lanz ejercieran una influencia directa en las SS de Himmler. Lo que es insostenible es la pretensión de Lanz de ocupar un lugar único en la historia como el hombre «que le dio a Hitler sus ideas».

La prueba principal de que Hitler conocía Ostara proviene de una entrevista de posguerra a Lanz en la que afirmaba que recordaba que Hitler, durante la época en que vivía en Felberstraβe en 1909, le hizo una visita y le pidió números atrasados de la revista. Como Hitler tenía un aspecto tan miserable —proseguía Lanz—, le dejó llevarse los ejemplares gratis y le dio dos coronas para el trayecto de vuelta. En esa entrevista, realizada más de cuarenta años después de aquel supuesto encuentro, no le preguntaron a Lanz en ningún momento cómo sabía que aquel joven había sido Hitler, ya que aún faltaban más de diez años para que éste se convirtiera en una celebridad local siquiera en Múnich. Otro testimonio en entrevistas de posguerra de que Hitler leía Ostara fue el de Josef Greiner, autor de algunos «recuerdos» inventados de Hitler durante la época de Viena. Greiner no mencionaba Ostara en su libro, pero cuando le preguntaron más tarde sobre ella, a mediados de los años cincuenta, «recordó» que Hitler tenía un montón de ejemplares de Ostara cuando vivía en el albergue para hombres entre 1910 y 1913 y había defendido con vehemencia las teorías raciales de Lanz en acaloradas discusiones con un ex sacerdote católico llamado Grill (que nunca aparece en su libro). Un tercer testigo, una ex funcionaria nazi llamada Elsa Schmidt-Falk, sólo podía recordar que había oído a Hitler mencionar a Lanz hablando de la homosexualidad y a Ostara en relación con la prohibición de las obras de Lanz (aunque en realidad no hay ninguna prueba de que se produjera una prohibición).

Lo más probable es que Hitler leyera Ostara junto con otras revistas baratas racistas que ocupaban un lugar destacado en los quioscos de Viena. Pero no podemos saberlo con certeza. Ni, en el caso de que la leyera, tampoco podemos estar seguros de en qué creía. En sus primeras declaraciones conocidas sobre el antisemitismo, inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, no hay el menor rastro de la oscura doctrina racial de Lanz. Más tarde ridiculizaría a menudo las sectas völkisch y el extremismo del culto germánico. Por lo que se puede ver, si descartamos el dudoso testimonio de Elsa Schmidt-Falk, Hitler nunca mencionó a Lanz por su nombre. Y para el régimen nazi, el estrafalario y excéntrico racista austríaco, lejos de merecer alabanzas, merecía ser acusado de «falsificar el pensamiento racial mediante una doctrina secreta».

Cuando Hitler, tras haber agotado casi todos sus ahorros, se vio obligado a abandonar Felberstraβe a mediados de agosto de 1909 para mudarse durante un breve periodo de tiempo a un alojamiento más sórdido en el número 58 de la cercana Sechshauserstraβe, no era en modo alguno un seguidor de Lanz von Liebenfels. Y aunque no cabe duda de que era antijudio, puesto que era partidario de Schönerer, es poco probable que ya hubiera encontrado la clave de los males del mundo en una doctrina de antisemitismo racial.

Hitler se quedó en Sechshauserstraβe menos de un mes. Y cuando se marchó de allí, el 16 de septiembre de 1909, lo hizo sin cumplimentar el formulario obligatorio de inscripción para la policía, sin dejar ninguna dirección y probablemente sin pagar el alquiler. Durante los meses siguientes Hitler aprendió lo que era la pobreza. Su recuerdo posterior de que el otoño de 1909 había sido «un periodo infinitamente amargo» no era una exageración. Todos sus ahorros se habían esfumado. Debió de haber dejado alguna dirección a su tutor para que le enviara a Viena cada mes la pensión de orfandad de 25 coronas, pero esa suma no bastaba para subsistir. Durante el húmedo y frío otoño de 1909 tuvo una vida llena de penalidades, durmiendo a la intemperie cuando el tiempo lo permitía y probablemente en alojamientos baratos cuando las circunstancias le obligaban a guarecerse bajo techo.

Hitler había tocado fondo. En algún momento en las semanas anteriores a la Navidad de 1909, flaco y desaliñado, con la ropa sucia e infestada de piojos, y los pies llagados de tanto andar, Hitler se sumó a la caterva de excluidos que acudían al hogar para los sin techo recién fundado en Meidling, no lejos del palacio de Schönbrunn. El declive social del pequeño burgués tan temeroso de pasar a formar parte del proletariado era total. El aspirante a genio artístico de veinte años se había unido a los vagabundos, los borrachos y los indigentes del escalafón más bajo de la sociedad.

Fue en esa época cuando conoció a Reinhold Hanisch, cuyo testimonio, pese a ser dudoso en algunos puntos, es el único que arroja algo de luz sobre la siguiente etapa de la estancia de Hitler en Viena. Hanisch, que utilizaba el nombre falso de Fritz Walter, era originario de los Sudetes y tenía antecedentes penales por varios delitos menores. Se autoproclamaba dibujante, pero en realidad había tenido varios trabajos temporales, como empleado doméstico y jornalero, antes de recorrer toda Alemania desde Berlín para llegar hasta Viena. Se encontró a un Hitler con un aspecto lamentable, desaliñado, con un traje de cuadros azul raído, cansado y hambriento, en el dormitorio del albergue una noche de finales de otoño, compartió un poco de pan con él y le contó historias de Berlín a aquel joven entusiasta de todo lo alemán. El albergue era un centro nocturno que sólo ofrecía alojamiento por un corto periodo de tiempo. Proporcionaban un baño o ducha, la desinfección de la ropa, sopa y pan, y una cama en el dormitorio, pero durante el día echaban a los huéspedes y tenían que valérselas por sí mismos. Hitler, que tenía un aspecto lamentable y estaba deprimido, iba por las mañanas con otros indigentes hasta un convento cercano en Gumpendorferstraβe, donde las monjas repartían un poco de sopa. El resto del tiempo lo pasaba visitando locales públicos en los que guarecerse del frío o tratando de ganar algo de dinero. Hanisch lo llevó con él a quitar nieve pero, al no tener un abrigo, Hitler no estaba en condiciones de aguantar mucho tiempo. Se ofreció para llevar las maletas a los pasajeros de la Westbahnhof, pero lo más probable es que con su aspecto no consiguiera muchos clientes. Es dudoso que realizara otros trabajos manuales durante los años que pasó en Viena. Mientras todavía le quedaban ahorros, no se había molestado en considerar la posibilidad de trabajar. En el momento en que más necesitaba dinero, no estaba en condiciones físicas de conseguirlo. Más tarde, incluso Hanisch, su «socio comercial», perdería los estribos ante la holgazanería de Hitler mientras trataban de ganarse la vida vendiendo cuadros. La historia que contó en Mi lucha de que aprendió por las malas lo que eran el sindicalismo y el marxismo por culpa del maltrato que sufrió mientras trabajaba en una obra es casi con toda seguridad ficticia. En cualquier caso, Hanisch nunca le oyó hablar de esta historia en aquella época y más tarde no la creyó. Probablemente la «leyenda» se basaba en la propaganda general antisocialista que circulaba en Viena en la época en que vivió allí Hitler.

Mientras tanto, a Hanisch se le ocurrió una idea mejor que el trabajo manual. Hitler le había hablado de sus orígenes y Hanisch le convenció para que le pidiera algo de dinero a su familia, probablemente con la excusa de que lo necesitaba para sus estudios. Al poco tiempo recibió la generosa suma de 50 coronas, que casi con toda seguridad le envió su tía Johanna. Con ese dinero se pudo comprar un abrigo en la casa de empeños estatal. Con este abrigo largo y un grasiento sombrero de fieltro, unos zapatos que parecían los de un nómada, el cabello hasta la nuca y una pelusilla negra en la barbilla, el aspecto de Hitler incluso suscitaba comentarios entre los demás vagabundos. Le apodaron «Ohm Paul Krüger», por el líder de los bóers. Pero el regalo de su tía hacía presagiar tiempos mejores. Ahora podía comprar los materiales que necesitaba para poner en marcha el pequeño negocio que había ideado Hanisch. Al enterarse de que Hitler sabía pintar (de hecho, Hitler le había dicho que había ido a la Academia), Hanisch le sugirió que pintara escenas de Viena que él se encargaría de vender, y después se repartirían las ganancias. La confusa versión de Hanisch no deja claro si esta asociación había empezado ya en el hogar para indigentes o no comenzó hasta que Hitler se hubo trasladado, el 9 de febrero de 1910, al entorno más saludable del albergue para hombres situado en el norte de la ciudad. Lo que sí es seguro es que con el donativo de su tía, el traslado a Meldemannstraβe y su nuevo acuerdo comercial con Hanisch, Hitler ya había pasado lo peor.

El albergue para hombres era mucho mejor que el hogar para indigentes de Meidling. Los quinientos huéspedes, aproximadamente, no eran vagabundos indigentes, sino que, en su mayor parte, constituían un grupo heterogéneo de individuos: unos eran oficinistas e incluso antiguos académicos y funcionarios jubilados que pasaban una mala racha; otros, simplemente estaban de paso, buscando un trabajo o con un empleo temporal; todos ellos carecían de un hogar familiar al que ir. A diferencia del hogar para indigentes, el albergue para hombres, construido sólo unos pocos años antes, ofrecía cierto grado de intimidad por un precio de sólo 50 heller por noche. Los huéspedes tenían sus propios cubículos, que debían desocupar durante el día pero podían conservar de forma más o menos indefinida. Había una cantina, donde se servían comidas y bebidas sin alcohol, y una cocina donde podían preparar su propia comida; había aseos y armarios para los enseres personales; en el sótano había baños, y también un zapatero, un sastre y un peluquero, una lavandería y servicios de limpieza; en la planta baja había una pequeña biblioteca y en el primer piso salones y una sala de lectura con periódicos. La mayoría de los huéspedes estaba fuera durante el día, pero un grupo de unos quince o veinte, en su mayoría de clase media baja y a los que se consideraba la «intelectualidad», solían reunirse en una sala más pequeña, conocida como la «sala de trabajo» o «sala de escritura», para realizar algunos trabajillos: pintar anuncios, escribir direcciones y demás tareas similares. Allí es donde Hanisch y Hitler establecieron su centro de operaciones.

Hanisch se encargaba de vender por las tabernas los cuadros de Hitler, normalmente de tamaño postal. También encontró compradores entre los fabricantes de marcos y los tapiceros, que así podían utilizar aquellas ilustraciones baratas. La mayoría de los comerciantes con los que mantenía una relación comercial buena y regular eran judíos. La opinión de Hitler era, según Hanisch, que los judíos eran mejores hombres de negocios y clientes más dignos de confianza que los comerciantes «cristianos». Aún resulta más sorprendente que, a tenor de los acontecimientos posteriores y de las propias afirmaciones de Hitler sobre la importancia de la etapa vienesa para la formación de su antisemitismo, su socio principal (aparte de Hanisch) en su pequeño negocio de producción artística, Josef Neumann, también era judío, un judío con el que, al parecer, Hitler mantenía una relación amistosa.

Hitler siempre copiaba sus cuadros a otros, a veces después de visitar museos o galerías de arte para buscar los temas adecuados. Era perezoso y Hanisch tenía que estar encima de él, ya que podía colocar los cuadros más rápido de lo que Hitler los pintaba. El ritmo normal de producción era de aproximadamente un cuadro al día y Hanisch calculaba que los vendía por unas 5 coronas, a repartir entre él y Hitler. De esta manera podían ganarse la vida modestamente.

La política era un tema de conversación frecuente en la sala de lectura del albergue y los ánimos se caldeaban con facilidad. Hitler participaba muy activamente. Sus virulentos ataques contra los socialdemócratas creaban problemas con algunos de los huéspedes. Era conocida su admiración por Schönerer y Karl Hermann Wolf (fundador y líder del Partido Radical Alemán, cuya sede principal estaba en los Sudetes). También se deshacía en elogios al hablar de los logros del alcalde de Viena, Karl Lueger, un reformista social pero también un agitador antisemita. Cuando no estaba pontificando sobre política, Hitler aleccionaba a sus camaradas (estuvieran dispuestos o no a escucharlo) sobre las maravillas de la música de Wagner y la perfección de los dibujos de edificios monumentales de Viena de Gottfried Semper.

Versaran sobre política o arte, la oportunidad de participar en los «debates» de la sala de lectura era más que suficiente para distraer a Hitler y apartarle del trabajo. Hacia el verano, Hanisch estaba cada vez más enfadado con Hitler porque era incapaz de mantenerse al día con los pedidos. Hitler afirmaba que no podía pintar por encargo, que necesitaba tener el estado de ánimo adecuado. Hanisch lo acusó de pintar únicamente cuando le veía las orejas al lobo. Tras obtener unos ingresos imprevistos con la venta de uno de sus cuadros, Hitler desapareció con Neumann del albergue para hombres durante unos días en el mes de junio. Según Hanisch, Hitler y Neumann se dedicaron a hacer turismo por Viena y ver museos. Lo más probable es que tuvieran otros proyectos «empresariales» que enseguida fracasaron, entre los que posiblemente se incluía una rápida visita al Waldviertel para intentar sacarle un poco más de dinero a la tía Johanna. En aquel momento, Hitler y sus compañeros del albergue para hombres estaban dispuestos a tomar en consideración cualquier plan, por absurdo que fuera (un crecepelo milagroso fue una de las ideas), que pudiera reportarles algo de dinero. Fuera cual fuera la razón de su ausencia temporal, Hitler regresó al albergue para hombres al cabo de cinco días y sin dinero para retomar su negocio con Hanisch. Sin embargo, la relación se fue volviendo cada vez más tensa y la hostilidad acabó por aflorar debido a un cuadro del edificio del Parlamento, más grande de lo habitual, que había pintado Hitler. A través de un intermediario (otro comerciante judío de su grupo en el albergue para hombres que se llamaba Siegfried Löffner), Hitler acusó a Hanisch de estafarle al quedarse con 50 coronas que supuestamente había cobrado por el cuadro, junto con otras 9 coronas de una acuarela. Denunciaron el caso a la policía y Hanisch fue condenado a varios días de cárcel, pero por utilizar el nombre falso de Fritz Walter. Hitler jamás recibió lo que creía que se le debía por el cuadro.

Tras la desaparición de Hanisch, la vida de Hitler queda sumida en una oscuridad casi total durante un periodo de unos dos años. Cuando vuelve a salir a la luz, en 1912-1913, todavía vivía en el albergue para hombres y era un miembro de la comunidad bien establecido y un personaje fundamental en su propio grupo, la «intelectualidad» que ocupaba la sala de escritura. Para entonces ya había superado sobradamente los niveles de degradación que había experimentado en 1909 en el albergue, aunque seguía yendo a la deriva, sin rumbo. Podía obtener unos módicos ingresos con la venta de sus cuadros de la Karlskirche y otras escenas de la «antigua Viena». Tenía pocos gastos, ya que vivía muy frugalmente. En el albergue para hombres gastaba muy poco: comía barato, no bebía, fumaba un cigarrillo sólo muy de vez en cuando y el único lujo que se permitía era comprar ocasionalmente una entrada de pie en el teatro o la ópera (que después explicaba a los «intelectuales» de la sala de escritura con todo lujo de detalles durante horas). Las descripciones de su aspecto en esa época son contradictorias. Uno de los huéspedes del albergue para hombres en 1912 describiría a Hitler más adelante como un hombre andrajoso y desaseado, vestido con un abrigo largo grisáceo con las mangas desgastadas, un viejo sombrero deformado, los pantalones llenos de agujeros y los zapatos rellenos de papel. Todavía llevaba el pelo hasta los hombros y una barba descuidada. Esta descripción se corresponde con la que proporciona Hanisch que, aunque no está fechada con precisión, parece referirse por el contexto a 1909-1910. Por otra parte, según Jacob Altenberg, uno de los marchantes judíos, Hitler, al menos en la última etapa de su estancia en el albergue, iba bien afeitado, se preocupaba de mantener el cabello corto y de que la ropa, aunque vieja y raída, estuviera limpia. Teniendo en cuenta lo que Kubizek escribió sobre lo escrupuloso que era Hitler con la higiene personal cuando estaban juntos en 1908, algo que más tarde se convertiría prácticamente en una obsesión por la limpieza, el testimonio de Altenberg suena más creíble que el del personaje anónimo que le conoció durante el periodo final en Meldemannstraβe.

Pero, fuera cual fuera su aspecto, Hitler no llevaba el tipo de vida de un hombre que hubiera recibido una suma importante de imprevisto, lo que habría equivalido a una fortuna para alguien que vivía en un albergue. Sin embargo, esto fue lo que se creyó durante mucho tiempo. Se sugirió, aunque basándose en conjeturas y no en pruebas reales, que hacia finales de 1910 Hitler había sido el beneficiario de una suma considerable, quizá de hasta 3.800 coronas, que correspondería a los ahorros de toda la vida de su tía Johanna. Investigaciones realizadas durante la posguerra indicaron que ésa fue la cantidad que retiró de su cuenta de ahorros Johanna el 1 de diciembre de 1910, unos cuatro meses antes de morir sin dejar testamento. Se sospechaba que aquella gran suma de dinero había ido a parar a manos de Adolf. Esta impresión se vio reforzada por el hecho de que su hermanastra Angela, que todavía se ocupaba de su hermana Paula, hubiera reclamado poco después, en 1911, la totalidad de la pensión de orfandad, que en aquel momento se dividía a partes iguales entre los dos hijos. Adolf, quien «para pagar su formación como artista había recibido sumas importantes de su tía, Johanna Pölzl», admitió que estaba en condiciones de mantenerse por sí solo y se vio obligado a ceder las 25 coronas mensuales que hasta entonces había recibido de su tutor. Pero, como ya hemos señalado, el libro de contabilidad doméstica de la familia Hitler revela que Adolf obtuvo de «Hanitante», además de regalos menos cuantiosos, un préstamo de 924 coronas, que en realidad equivalía a un regalo, probablemente en 1907 y que le proporcionó el sustento material durante su primer año, relativamente cómodo, en Viena. Sucediera lo que sucediera con el dinero de tía Johanna en diciembre de 1910, no hay el menor indicio de que acabara en manos de Hitler. Y la pérdida de las 25 coronas mensuales de la pensión de orfandad tuvo que mermar seriamente sus ingresos.

Aunque su vida se había estabilizado mientras estuvo en el albergue para hombres, parece ser que durante el tiempo que estuvo vendiendo cuadros siguió sin asentarse. Karl Honisch, que tenía mucho interés en distanciarse de su casi homónimo Hanisch, de quien no había oído nada bueno, conoció a Hitler en 1913. Honisch le describió como un hombre poco corpulento, desnutrido, con las mejillas hundidas, el pelo oscuro caído sobre la cara y la ropa raída. Hitler rara vez se ausentaba del albergue y se sentaba todos los días en el mismo rincón de la sala de escritura, cerca de la ventana, para dibujar y pintar en una larga mesa de roble. Todos sabían que aquél era su sitio y los demás huéspedes enseguida le recordaban a cualquier recién llegado que tratara de ocuparlo que «ese lugar está ocupado. Ahí se sienta Herr Hitler». Los que frecuentaban la sala de escritura consideraban a Hitler un tipo algo raro, un artista. Él mismo escribió más tarde: «Creo que los que me conocieron en aquellos días me tomaron por un excéntrico». Pero, aparte de su talento pictórico, nadie pensaba que tuviera algún don especial. Honisch señalaba que, aunque estaba bien considerado, tenía la costumbre de mantener las distancias con los demás y «no dejar que nadie se le acercara demasiado». Podía ensimismarse, absorto en un libro o en sus propios pensamientos. Pero se sabía que tenía un temperamento irascible y que podía estallar en cualquier momento, sobre todo durante los frecuentes debates políticos que entablaban. Todos tenían claro que las ideas de Hitler sobre política eran firmes. Normalmente se quedaba sentado en silencio cuando se iniciaba una discusión, y hacía algún comentario de vez en cuando sin dejar de dibujar. Sin embargo, cuando decían algo que le resultaba ofensivo, se levantaba furioso de la silla, arrojaba violentamente el pincel o el lápiz sobre la mesa y se hacía oír de forma acalorada y enérgica antes de, en ocasiones, quedarse callado en medio de la frase y, con un gesto de resignación por la incomprensión de sus compañeros, volver a retomar el dibujo. Había dos temas en especial que desataban su agresividad: los jesuitas y los «rojos». Nadie mencionó ninguna invectiva contra los judíos.

Sus críticas de los «jesuitas» sugieren que aún quedaban rescoldos de su antiguo entusiasmo por el vehemente anticatolicismo de Schönerer, aunque para entonces el movimiento de Schönerer ya se había extinguido. Su odio a los socialdemócratas ya estaba también muy arraigado en aquel momento. En la versión que ofrece en Mi lucha sobre cómo surgió ese odio cuenta la historia (casi con toda seguridad ficticia) de la persecución y las amenazas personales que supuestamente sufrió a manos de trabajadores socialdemócratas, debido a que rechazaba sus ideas políticas y a su negativa a afiliarse a un sindicato, cuando trabajó durante un breve periodo de tiempo en una obra.

En realidad, no hay por qué buscar fuera del firme nacionalismo pangermánico de Hitler una explicación de su aversión por el internacionalismo de los socialdemócratas. La propaganda nacionalista radical del «movimiento obrero pangermánico» de Franz Stein, con sus reiterados y estridentes ataques contra las «bestialidades socialdemócratas» y el «terror rojo», y su desmesurada agitación en contra de los trabajadores checos, era el tipo de «socialismo» del que Hitler se había imbuido. Es muy probable que una de las causas subyacentes de ese odio fuera el profundo sentimiento de superioridad social y cultural de Hitler con respecto a la clase trabajadora a la que representaba la socialdemocracia. «No sé qué me horrorizaba más en aquella época —escribiría más adelante sobre su relación con miembros de las “clases más bajas”—, si la miseria económica de mis compañeros, su tosquedad moral y ética o su bajo nivel de desarrollo intelectual».

Aunque lo más probable es que la descripción que Hitler hizo de su primer encuentro con los socialdemócratas fuera apócrifa, se aprecia claramente su clasismo, al igual que en su comentario de que en esa época «mi ropa era más o menos decente, mi lenguaje era culto y mi actitud reservada». Teniendo en cuenta ese clasismo, es fácil imaginar lo degradado que debió de sentirse en 1909-1910, cuando la amenaza de un descenso social que le sumiera en proletariado era perfectamente verosímil. Pero esto, lejos de despertar en él alguna solidaridad con los ideales del movimiento obrero, no sirvió más que para exacerbar su hostilidad hacia el mismo. No eran las teorías sociales y políticas las que marcaban la filosofía del albergue, sino la supervivencia, la lucha y el «sálvese quien pueda».

Hitler pasaría a insistir en Mi lucha en la dura lucha por la supervivencia del «ambicioso», del que ha ascendiendo «por sus propios esfuerzos de una posición previa en la vida a una superior», que «mata toda piedad» y destruye cualquier «sentimiento por la miseria de aquellos que han quedado relegados». Esto sitúa en su contexto el interés declarado de Hitler por «la cuestión social» mientras estaba en Viena. Su arraigado sentimiento de superioridad hacía que la «cuestión social», lejos de suscitar en él simpatía por los indigentes y los marginados, equivaliera a una búsqueda de chivos expiatorios que explicaran su propio declive social y su degradación. «Al arrastrarme al interior de su esfera de sufrimiento, la cuestión social —escribió— no parecía invitarme a “estudiarla”, sino a experimentarla en carne propia».

Es improbable que, al final de su etapa en Viena, la aversión de Hitler por la socialdemocracia, pese a estar firmemente arraigada, hubiera sido mucho mayor que la que era corriente en el nacionalismo pangermánico de Schönerer (dejando aparte el radicalismo adicional derivado de su amarga experiencia directa de la miseria y la degradación, que agudizó su rechazo total del socialismo internacional como solución). Se puede descartar la idea de que para entonces su odio a la socialdemocracia ya estuviera vinculado, como Hitler afirmaría en Mi lucha, a una teoría racial del antisemitismo, y que ésta le aportara una «visión del mundo» propia que no habría de cambiar a partir de entonces.

IV

¿Por qué y cuándo se convirtió Hitler en el antisemita obsesivo y patológico que demostró ser desde que escribió su primer tratado político en 1919 hasta que redactó su testamento en el búnker de Berlín en 1945? Puesto que su odio paranoico determinaría las políticas que culminarían en el asesinato de millones de judíos, no cabe la menor duda de que se trata de una pregunta importante. La respuesta, sin embargo, es menos clara de lo que nos gustaría. A decir verdad, no sabemos con seguridad por qué, ni siquiera cuándo, Hitler se convirtió en un antisemita maniático y obsesivo.

La versión de Hitler aparece detallada en algunos pasajes muy conocidos y sorprendentes de Mi lucha. Según la misma, no era antisemita cuando vivía en Linz. Tras su llegada a Viena, al principio le ofendía la prensa antisemita del lugar. Pero el servilismo con el que la prensa convencional trataba a la corte de los Habsburgo y su desprecio del káiser alemán le fueron acercando poco a poco a la línea «más decente» y «más atractiva» que seguía el periódico antisemita Deutsches Volksblatt. Su creciente admiración por Karl Lueger, «el mejor alcalde alemán de todos los tiempos», contribuyó a modificar su actitud hacia los judíos («mi mayor transformación de todas») y, al cabo de dos años (o sólo uno, según otra versión), la transformación ya era completa. No obstante, Hitler menciona un episodio concreto que le abriría los ojos a la «cuestión judía»:

En una ocasión, mientras paseaba por el centro de la ciudad, me encontré de pronto con una aparición, un hombre vestido con un caftán negro y tirabuzones negros. ¿Es esto un judío?, fue mi primer pensamiento.

Porque, sin duda, en Linz no tenían ese aspecto. Observé a aquel hombre furtivamente y con cautela, pero cuanto más contemplaba su rostro extranjero, escudriñando cada rasgo, más adoptaba mi primera pregunta una nueva forma:

¿Es esto un alemán?

Tras aquel encuentro —proseguía Hitler—, empezó a comprar panfletos antisemitas. Ahora podía ver que los judíos «no eran alemanes de una religión especial, sino un pueblo en sí mismo». Viena cobraba un aspecto diferente. «Empecé a ver judíos dondequiera que iba, y cuantos más veía, más claramente se diferenciaban a mis ojos del resto de la humanidad».

Continuando con su propia versión, su repugnancia fue en aumento rápidamente. El lenguaje que Hitler emplea en estas páginas de Mi lucha deja traslucir un miedo morboso a la impureza, la suciedad y la enfermedad, cosas, todas ellas, que asociaba con los judíos. Tampoco tardó en transformar su odio recién descubierto en una teoría de la conspiración. Pasó a vincular a los judíos con cualquier mal que percibía (la prensa progresista, la vida cultural, la prostitución) y, lo que es más importante, los identificaba con la fuerza motriz de la socialdemocracia. Entonces «se me cayó la venda de los ojos». Todo lo relacionado con la socialdemocracia le parecía ahora judío: los líderes de los partidos, los diputados del Reichsrat, los secretarios de los sindicatos y la prensa marxista, que devoraba con aversión. Pero este «reconocimiento» —escribió— le proporcionaba una enorme satisfacción. A partir de entonces empezó a adquirir sentido el odio que ya sentía por la socialdemocracia y el antinacionalismo de aquel partido: su dirección estaba «casi exclusivamente en manos de un pueblo extranjero». «Sólo entonces —comentaría Hitler— supe con certeza quién era el seductor de nuestro pueblo». Había vinculado el marxismo y el antisemitismo mediante lo que llamó la «doctrina judía del marxismo».

Es un relato muy detallado, pero no lo corroboran las demás fuentes que arrojan luz sobre el periodo que Hitler pasó en Viena. De hecho, en algunos aspectos, no concuerda en absoluto con ellas. En general se acepta que, pese a todos los problemas con las partes autobiográficas de Mi lucha, Hitler se convirtió al antisemitismo racial obsesivo mientras estaba en Viena. Sin embargo, las pruebas de que disponemos, aparte de las propias palabras de Hitler, ofrecen poco que confirme esta idea. La interpretación se basa, a fin de cuentas, en el balance de probabilidades.

Kubizek sostenía que Hitler ya era antisemita antes de marcharse de Linz. A diferencia de lo que relata el propio Hitler, que su padre tenía «ideas cosmopolitas» y consideraba el antisemitismo un «atraso cultural», Kubizek afirmaba que los amigotes con los que Alois bebía regularmente en Leonding eran partidarios de Schönerer y que, por tanto, no cabe la menor duda de que él mismo era antijudío. Asimismo, señalaba a los maestros abiertamente antisemitas que Hitler había tenido en la Realschule. También decía recordar que Adolf le había dicho un día, al pasar junto a la pequeña sinagoga: «Esto no debería estar en Linz». Kubizek pensaba que Viena había radicalizado el antisemitismo de Hitler, pero no lo había creado. En su opinión, Hitler era «ya un declarado antisemita» cuando llegó a Viena. Kubizek relataba uno o dos episodios relacionados con la aversión de Hitler por los judíos durante el periodo que pasaron juntos en Viena. Afirmaba que la historia del caftán de Mi lucha reproducía un encuentro con un judío de Galitzia. Sin embargo, da la impresión de que esto, y una supuesta visita a una sinagoga a la que Hitler llevó a Kubizek para ver una boda judía, son pura invención. La afirmación de Kubizek de que Hitler se incorporó a la Antisemitenbund (Liga Antisemita) durante aquellos meses de 1908 que ambos amigos estuvieron juntos en Viena es, a todas luces, falsa. Dicha organización no existió en Austria-Hungría hasta 1918.

En realidad, Kubizek no resulta muy convincente en aquellos pasajes dedicados a las primeras manifestaciones antisemitas de Hitler. De hecho, son algunos de los pasajes menos fidedignos de su relato: en parte se basan en Mi lucha, en parte son episodios inventados que no aparecían en la primera versión de sus recuerdos y en algunos lugares son manifiestamente incorrectos. Cuando escribió sus memorias de posguerra, Kubizek tenía mucho interés en distanciarse de las ideas radicales de su amigo acerca de la «cuestión judía». Le convenía recalcar que Hitler había odiado a los judíos desde su etapa en Linz. Es probable que su insinuación de que el padre de Hitler (al que no había conocido) había sido un declarado antisemita sea errónea. El pangermanismo que profesaba Alois Hitler, más moderado, se diferenciaba del movimiento de Schönerer en su permanente lealtad al emperador de Austria y seguía la línea adoptada por el partido dominante en la Alta Austria, el Deutsche Volkspartei (Partido Popular Alemán), que admitía a judíos como miembros. El movimiento de Schönerer, vehementemente antisemita y nacionalista alemán radical, tenía muchos seguidores en Linz y sus alrededores, y no cabe duda de que algunos profesores de Hitler se contaban entre sus partidarios. Sin embargo, parece que el antisemitismo era relativamente intrascendente en su escuela en comparación con la hostilidad hacia los checos. Es probable que no fuera inexacto el recuerdo posterior de Hitler a este respecto, cuando le contó a Albert Speer que había tomado conciencia del «problema de las nacionalidades» (refiriéndose a la fuerte hostilidad hacia los checos) en la escuela, pero que no había visto con claridad el «peligro de los judíos» hasta que no llegó a Viena.

Es difícil creer que al joven Hitler, a quien ya atraían las ideas de Schönerer cuando aún estaba en Linz, le pasara inadvertido el enérgico antisemitismo racial que formaba parte integral de las mismas. Sin embargo, parece ser que para los seguidores de Schönerer en el Linz de la época de Hitler, el antisemitismo era un tema subdominante en la cacofonía de clamor anticheco y atronadora germanomanía. De hecho, aquello no impidió que Hitler enviara postales con afectuosas muestras de gratitud y le regalara una de sus acuarelas al doctor Bloch, el médico judío que había tratado a su madre durante su última enfermedad. El odio profundo y visceral de su antisemitismo posterior era de un orden totalmente diferente. No cabe duda de que no estuvo presente en los años en Linz.

No hay ninguna prueba de que Hitler fuera particularmente antisemita cuando se separó de Kubizek en el verano de 1908. El propio Hitler afirmaba que se volvió antisemita en los dos primeros años de su estancia en Viena. ¿Se podría, entonces, situar la transformación en el año que pasó en Felberstraβe, entre el momento en que abandonó a Kubizek y el momento en que se convirtió en un vagabundo? El testimonio de Lanz von Liebenfels encajaría con esta cronología, pero ya hemos visto que es sumamente dudoso. La caída de Hitler en la miseria más absoluta en otoño de 1908 podría parecer un momento adecuado para buscar un chivo expiatorio y encontrarlo en la figura del judío. Sin embargo tuvo menos ocasiones para «estudiar» sobre el tema que en cualquier otro momento en Viena, tal como afirmaba en Mi lucha.

No sólo eso. Reinhold Hanisch, su compañero íntimo durante los meses siguientes, sostenía taxativamente que Hitler «en aquellos días no era en modo alguno un judeófobo. Se volvería uno después». Hanisch hacía hincapié en los amigos y contactos judíos que Hitler tenía en el albergue para hombres para corroborar su afirmación. Un cerrajero tuerto llamado Robinsohn le daba algo de calderilla a Hitler de vez en cuando para ayudarlo económicamente. (Su verdadero nombre era Simon Robinson y vivió en el albergue para hombres en 1912-1913). Josef Neumann, como hemos visto, se convirtió, según Hanisch, en «un verdadero amigo» de Hitler. Se dice que «le caía muy bien Hitler» y que éste, «por supuesto, le estimaba mucho». Un vendedor de postales, Siegfried Löffner (al que Hanisch llamaba equivocadamente Loeffler), también pertenecía «al círculo de conocidos de Hitler» y, como ya hemos señalado, se puso de su parte en el enconado conflicto con Hanisch de 1910. Ya hemos comentado también que Hitler prefería vender sus cuadros a marchantes judíos, y uno de ellos, Jacob Altenberg, habló bien posteriormente de la relación comercial que había mantenido con él. El testimonio de Hanisch queda confirmado por el comentario posterior de un anónimo residente del albergue para hombres en la primavera de 1912, según el cual «Hitler se llevaba excepcionalmente bien con los judíos y en una ocasión dijo que eran un pueblo inteligente que se mantiene más unido que los alemanes».

En los tres años que Hitler estuvo en el albergue para hombres, sin duda tuvo muchas oportunidades de leer periódicos, panfletos y literatura barata antisemitas. Pero, dejando aparte el hecho de que la cronología ya no coincide con la propia afirmación de Hitler de que experimentó una transformación en los dos primeros años de su estancia en Viena, Karl Honisch insiste, como hemos visto, en subrayar la firmeza de las opiniones de Hitler sobre los «jesuitas» y los «rojos», pero no menciona en ningún momento el odio a los judíos. No cabe duda de que Hitler participó en conversaciones sobre los judíos en el albergue para hombres. Pero su punto de vista, según la versión de Hanisch, no era en modo alguno negativo. Hanisch sostiene que Hitler admiraba a los judíos por su resistencia frente a la persecución, elogiaba la poesía de Heine y la música de Mendelssohn y Offenbach, decía que los judíos formaron la primera nación civilizada porque habían renunciado al politeísmo por la creencia en un solo dios, achacaba la usura más a los cristianos que a los judíos y tildaba de disparate la típica acusación antisemita de los asesinatos rituales cometidos por judíos. De todos cuantos afirmaban haber visto en persona a Hitler en el albergue para hombres, Josef Greiner es el único que sostiene que era un fanático judeófobo en aquel periodo. Pero como ya hemos señalado, el testimonio de Greiner carece de valor.

No hay, por tanto, ninguna confirmación contemporánea creíble del paranoico antisemitismo de Hitler durante el periodo vienés. Si hemos de creer a Hanisch, en realidad Hitler no era en absoluto un antisemita en aquella época. Además, varios camaradas de Hitler durante la Primera Guerra Mundial también recordaban que no había expresado opiniones particularmente antisemitas. Surge, entonces, la cuestión de si Hitler no habría inventado su «conversión» vienesa al antisemitismo en Mi lucha; si, en realidad, su odio patológico hacia los judíos sólo se hizo patente a raíz de la derrota en la guerra, en 1918-1919.

¿Por qué razón querría Hitler inventarse la historia de que se había convertido en un antisemita ideológico en Viena? E, igualmente, ¿por qué razón podría haber creído que debía ocultar su «conversión» del final de la guerra con la historia de una transformación anterior? La respuesta se encuentra en la imagen de sí mismo que Hitler se estaba creando a principios de los años veinte y, sobre todo, después del fallido golpe de Estado de 1923 y el juicio que se celebró la primavera siguiente. Esa imagen exigía el autorretrato que pinta en Mi lucha, el del don nadie que había luchado desde un principio contra la adversidad y, tras ser rechazado por las «instituciones» académicas, se instruía a sí mismo estudiando aplicadamente, que alcanzaba (sobre todo a partir de sus amargas experiencias personales) un conocimiento profundo y único de la sociedad y la política que, a los veinte años de edad, le permitiría formular sin ayuda alguna una «visión del mundo» completa. Esta «visión del mundo» invariable —diría en 1924— le otorgaba el derecho a dirigir el movimiento nacional y el derecho a ser, en realidad, el próximo «gran dirigente» de Alemania. Quizá para entonces Hitler ya se hubiera convencido a sí mismo de que todas las piezas del rompecabezas ideológico habían ido encajando durante su estancia en Viena. En cualquier caso, a principios de los años veinte nadie estaba en condiciones de refutar esa historia. La confesión de que no se había convertido en un antisemita racial hasta el final de la guerra, cuando yacía cegado por el gas mostaza en un hospital de Pasewalk y tuvo noticia de la derrota de Alemania y de la revolución, sin duda habría resultado menos heroica y también habría sonado a histeria.

No obstante, resulta difícil creer que justamente a Hitler, dada la intensidad de su odio hacia los judíos entre 1919 y el final de su vida, no le hubiera afectado el venenoso ambiente antisemita de la Viena que conoció, una de las ciudades más virulentamente antijudías de Europa. Era una ciudad en la que, a comienzos de siglo, los antisemitas radicales propugnaban que se castigaran las relaciones sexuales entre judíos y no judíos como sodomía y que se sometiera a vigilancia a los judíos durante la Pascua para impedir el asesinato ritual de niños. Schönerer, el antisemita racial, había contribuido enormemente a avivar el odio. Lueger consiguió aprovechar el antisemitismo feroz y generalizado para afianzar su Partido Social Cristiano y consolidar su permanencia en el poder en Viena. Hitler sentía una gran admiración por ambos. Una vez más habría resultado extraño que los admirara pero que justamente a él no le afectara un componente tan esencial de su mensaje como era el antisemitismo. Sin duda aprendió de Lueger los beneficios que se podían obtener popularizando el odio contra los judíos. El periódico abiertamente antisemita que Hitler leía, y que consideraba digno de alabanza, el Deutsches Volksblatt, cuya tirada era por entonces de unos 55.000 ejemplares diarios, describía a los judíos como agentes de descomposición y corrupción, y los vinculaba reiteradamente con el escándalo sexual, la perversión y la prostitución. Dejando a un lado el incidente probablemente inventado del judío del caftán, parece verosímil la descripción que hace Hitler de su contacto gradual, a través de la prensa sensacionalista antisemita, con unos profundos prejuicios antijudíos y de cómo le afectó mientras estaba en Viena.

Es probable que su aversión por los judíos no se debiera a un único incidente. Dada la relación que tuvo con sus padres, puede que hubiera alguna conexión con un complejo de Edipo sin resolver, aunque esto son sólo suposiciones. El que asociara a los judíos con la prostitución ha dado lugar a conjeturas de que la clave está en fantasías, obsesiones o perversiones sexuales. Una vez más, no hay pruebas fidedignas. Las connotaciones sexuales no iban más allá de lo que Hitler podría haber encontrado en el Deutsches Volksblatt. Habría otra explicación más sencilla. En la época en que Hitler se impregnó del antisemitismo vienés, había experimentado recientemente la muerte de un familiar, el fracaso, el rechazo, la soledad y una creciente pobreza. El abismo entre la imagen que tenía de sí mismo como un gran artista o arquitecto frustrado y la realidad de su vida como marginado requería una explicación. Cabe suponer que la prensa sensacionalista vienesa le ayudó a hallar esa explicación.

Pero si el antisemitismo de Hitler se fraguó realmente en Viena, ¿por qué no se dieron cuenta los que lo rodeaban? La respuesta podría ser banal: en aquel hervidero de rabioso antisemitismo, el sentimiento antijudío era tan común, que podía pasar prácticamente inadvertido. Por tanto, el argumento del silencio no es concluyente. Sin embargo, aún quedan por explicar los testimonios de Hanisch y de un conocido anónimo del albergue sobre la amistad de Hitler con judíos, que parecen contradecir totalmente la estrafalaria versión que ofrece Hitler de su conversión al antisemitismo en Viena. Un comentario de Hanisch, sin embargo, sugiere que Hitler en realidad ya tenía opiniones racistas sobre los judíos. Cuando un miembro de su grupo preguntó por qué los judíos seguían siendo extranjeros en la nación, «Hitler respondió que era porque eran una raza diferente». Y añadió, según Hanisch, que los «judíos tenían un olor diferente». También se decía que Hitler había comentado a menudo «que los descendientes de judíos son muy radicales y tienen tendencias terroristas». Y cuando él y Neumann discutieron sobre el sionismo, Hitler le dijo que todo el dinero de los judíos que se fueran de Austria debía ser, evidentemente, confiscado «ya que no era judío, sino austríaco». Si hemos de creer a Hanisch, Hitler sostenía ideas que reflejaban un antisemitismo racial al tiempo que mantenía estrechas relaciones con varios judíos del albergue para hombres. ¿Podría haber sido que esa misma proximidad, el que el aspirante a gran artista tuviera que depender de los judíos para vender sus pequeñas pinturas callejeras en el preciso momento en que estaba leyendo y digiriendo la bilis antisemita vertida por la prensa sensacionalista vienesa, no sirvieran más que para poner de manifiesto y agudizar la enconada animadversión que se iba perfilando en su mente? ¿No podría ser que el ego desmesurado del genio no reconocido, reducido a esto, hubiera traducido su desprecio hacia sí mismo en un odio racial que fermentaba en su interior cuando el claramente antisemita Hanisch hacía comentarios como «debe de tener sangre judía, ya que rara vez crece una barba tan larga en una mejilla cristiana» o «tenía grandes pies, como corresponde a quienes vagan por el desierto»? No es muy creíble que Hitler mantuviera una verdadera amistad con los judíos del albergue para hombres, como afirma Hanisch. A lo largo de toda su vida Hitler hizo muy pocos amigos de verdad. Y durante toda su vida, pese a los torrentes de palabras que salían de su boca como político, fue un experto a la hora de camuflar sus verdaderos sentimientos incluso a las personas más cercanas. También era un hábil manipulador de los que le rodeaban. No cabe duda de que sus relaciones con los judíos del albergue para hombres eran, al menos en parte, interesadas. Robinson le ayudó económicamente. Neumann, también, pagó pequeñas deudas suyas. Löffner era su intermediario con los marchantes. Fueran cuales fueran sus verdaderos sentimientos, en sus relaciones con los comerciantes y marchantes judíos Hitler era simplemente pragmático: mientras pudieran venderle sus cuadros, podía tragarse su abstracto odio a los judíos.

Aunque se ha dicho con frecuencia, basándose en gran medida en el testimonio de Hanisch y en la falta de alusiones a sus ideas antisemitas en las escasas fuentes disponibles, que Hitler no era un antisemita racial durante su estancia en Viena, sin duda el balance de probabilidades sugiere una interpretación diferente. Parece más probable que Hitler, como él mismo afirmaría más tarde, llegara a odiar a los judíos durante el periodo que pasó en Viena. Pero es probable que por aquel entonces fuera poco más que una racionalización de sus circunstancias personales, en lugar de una «visión del mundo» meditada. Era un odio personalizado, ya que culpaba a los judíos de todos los males que le aquejaban en una ciudad que asociaba con el sufrimiento personal. Pero cualquier expresión de aquel odio que había interiorizado habría pasado inadvertida para los que le rodeaban en un lugar donde el vitriolo antisemita era tan normal. Y, paradójicamente, mientras necesitó a los judíos para que le ayudaran a lo que se consideraba ganarse la vida, se guardó sus verdaderas opiniones y quizá de vez en cuando, como señala Hanisch, incluso hizo comentarios insinceros que se pudieran interpretar, aunque equivocadamente, como cumplidos a la cultura judía. Siguiendo este razonamiento, no racionalizaría hasta más tarde su odio visceral en la «visión del mundo» completa, con el antisemitismo como su eje, que cristalizaría a principios de los años veinte. La formación del antisemita ideológico tendría que esperar hasta una etapa más crucial de la evolución de Hitler, que se extendería desde el final de la guerra hasta su despertar político en Múnich en 1919.

V

Pero eso sería en el futuro. En la primavera de 1913, tras haber vivido ya durante tres años en el albergue para hombres, Hitler seguía a la deriva, vegetando: es verdad que ya no estaba en la miseria y que no tenía que ocuparse más que de sí mismo, pero carecía de expectativas profesionales. Aun así, daba la impresión de que todavía no había abandonado todas sus esperanzas de estudiar arte y les dijo a los asiduos de la sala de escritura que su intención era ir a Múnich y matricularse en la Academia de Arte. Mucho tiempo atrás había dicho que «se iría disparado a Múnich», elogiando las «grandes pinacotecas» de la capital bávara, pero tenía una buena razón para posponer cualquier plan de mudarse allí. No podría disponer de la parte de la herencia de su padre que le correspondía hasta su vigésimo cuarto cumpleaños, el 20 de abril de 1913. Cabe suponer que lo que mantuvo a Hitler tanto tiempo en una ciudad que detestaba fue, más que cualquier otra cosa, que tenía que esperar para recibir ese dinero. El 16 mayo de 1913 el tribunal de distrito de Linz confirmó que el «artista» Adolf Hitler debía recibir la considerable suma de 819 coronas y 98 heller (las 652 coronas originales más los intereses añadidos) y que debía serle remitida por correo a Meldemannstraβe, Viena. Con este premio tan esperado y tan bienvenido en su poder, ya no necesitaba retrasar más su partida a Múnich.

Tenía otra razón para decidir que había llegado el momento de marcharse de Viena. En el otoño de 1909 no se había inscrito para realizar el servicio militar, al que debería haberse incorporado la primavera siguiente, tras cumplir veintiún años. Incluso en el caso de que le hubiesen declarado no apto, en 1911 y 1912 todavía habría sido un candidato para prestar servicio militar a un Estado al que detestaba tan intensamente. Tras eludir a las autoridades durante tres años, es posible que juzgara seguro cruzar la frontera y pasar a Alemania tras cumplir veinticuatro años en 1913. Se equivocaba. Las autoridades austríacas no le habían olvidado. Le estaban siguiendo la pista y el eludir el servicio militar le acarrearía problemas y situaciones embarazosas al año siguiente. El intento de despistar a cualquier posible fisgón en años posteriores se debía a que, cuando se hizo famoso, Hitler fechó insistentemente su partida de Viena en 1912, no en 1913.

El 24 de mayo de 1913, Hitler, cargado con una ligera maleta negra que contenía todas sus pertenencias, con mejores ropas que el raído traje que solía usar y acompañado de Rudolf Häusler, un joven dependiente miope, desempleado y cuatro años más joven que él, al que había conocido hacía poco más de tres meses en el albergue para hombres, se despidió de los huéspedes habituales de la sala de escritura, que les habían acompañado un breve trecho, y partió hacia Múnich.

La etapa vienesa había terminado. Había dejado una huella indeleble en la personalidad de Hitler y en su «repertorio básico de opiniones personales». Pero estas «opiniones personales» aún no habían cuajado en una ideología o una «visión del mundo» completa. Para que eso sucediera, tendría que pasar por una escuela aún más dura que Viena: la guerra y la derrota. Y fueron las circunstancias únicas que generaron esa guerra y esa derrota las que hicieron posible que un marginado austríaco pudiera despertar interés en un país diferente, entre la gente de su país de adopción.