ANEXO II

LOS HEREDEROS DE BARBA AZUL

En la memoria colectiva de los pueblos perduran, para sonrojo de los mismos, las acciones despiadadas de sus psicópatas más célebres. El asesinato es, por desgracia, un hecho inherente a la condición humana. Durante siglos nuestra cronología histórica ha recogido las actuaciones fatales de un gran número de personajes perversos y despiadados. Gilles de Rais no fue el único que engrosó el singular listado de mentes desalmadas acechantes de inocentes niños o desprotegidas féminas. En el siglo XX no pocos se arrogaron el derecho de ser auténticos depositarios de la misantropía esgrimida por el mariscal de las tinieblas. A principios de dicha centuria los periódicos utilizaron numerosas portadas para contar las masacres producidas por determinados ogros modernos. En Alemania, psicópatas como Fritz Haarmann, más conocido como el carnicero de Hannover, o Peter Kürten, llamado el vampiro de Dusseldorf, sobrecogieron a un país que a duras penas se levantaba tras la catástrofe de la Primera Guerra Mundial. En ambos casos los niños constituyeron el principal objetivo de estos asesinos. Haarmann actuó de un modo muy parecido al de Gilles de Rais, vejando, sodomizando y matando de forma desgarrada a sus víctimas, de las que llegó a contabilizar entre veintisiete y más de cien, ya que este perturbado perdió la cuenta y la policía no pudo concretar el dato exacto. Lo que sí se certificó es que el carnicero comía la carne de los niños y jóvenes que iba masacrando y las sobras las vendía entre sus hambrientos vecinos, quienes nunca sospecharon la procedencia de aquellas proteínas tan baratas. En cuanto a Kürten, diremos que era un personaje obsesionado por la sangre y el mal, llegando a crear escenografías macabras en las que él, convertido en sumo oficiante, consumaba terribles actos de violencia y sexo con sus infelices víctimas. Sin embargo, uno de los sucesos más atroces que se recuerdan, si hablamos de infanticidios en serie similares a los perpetrados por el mariscal De Rais, sucedió en las calles del Nueva York inmerso en los años de la depresión. En aquel lugar y tiempo surgió la pestilente figura de un ogro criminal llamado Albert H. Fish. Este sujeto, con aspecto de delicado ancianito, fue capaz de asesinar y, posteriormente, devorar cientos de incautos niños. Los detectives norteamericanos calcularon en su momento que el ogro de Nueva York pudo acabar con la vida de unos cuatrocientos pequeños. Lo horrible no fue saber que estos niños eran secuestrados, violados y asesinados, sino que este ser, desprovisto de conciencia, se los comía con recetas gastronómicas elaboradas cuidadosamente por él. Más tarde, aparecerían otros diablos sanguinarios que actuarían de igual modo a los anteriores, como el psicokiller ucranio Chikatilo, al cual le imputaron cincuenta y tres asesinatos en su mayoría cometidos con niñas y niños.

En el caso de Francia, junto a Gilles de Rais, la figura de Henri Desiré Landru es la que suscita mayor número de comentarios, casi siempre contradictorios: unos lo defienden, otros lo adoran y los más tuercen el gesto ante el recuerdo del que posiblemente sea el mayor asesino en serie del país galo.

Fotografía del homicida Henri Desiré Landru (1896-1922). Fue condenado por el asesinato de diez mujeres y un niño, aunque según la policía parisina pudieron ser decenas más. Esa fotografía fue tomada el 24 de mayo de 1920. Dos años más tarde era ejecutado.

Los crímenes de Landru han llamado y llamarán la atención de todo aquel que pretenda introducirse en el mundo de la investigación criminológica. Su comportamiento educado, unido a su ironía y falta de escrúpulos, conmovieron a una sociedad ya de por sí aterrorizada por los millones de muertos caídos en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial. En efecto, Landru actuó impunemente en ese contexto bélico. Sus víctimas fueron preferentemente las viudas que iba dejando aquel conflicto que debía acabar con todos. Eso es quizá lo que convierte a Landru en un personaje odioso, ya que, con una frialdad propia de latitudes polares, sedujo, mató y quemó a pobres mujeres con el fin de arrebatarles los ahorros que habían logrado reunir en aquel tiempo de incertidumbre. Mientras tanto mantenía una doble vida sin que nadie se percatara de las atrocidades que estaba cometiendo por diferentes escenarios de París y Gambais. Su indolente mujer y sus cuatro hijos nunca sospecharon que su esposo y progenitor estaba entrando por méritos propios en la galería más oscura del crimen universal.

Landru era el perfecto psicópata; ninguna enfermedad mental lo atenazaba, y sus matanzas eran premeditadas, pues, cuando las cometía, ningún remordimiento nublaba su mente. Sí, amigos, nos encontramos ante una estampa característica del mal, y me atrevo a decir que ese mal disfrutó de su esencia más pura en el alma de un hombre al que todos conocieron como el Barba Azul de París, pues éste sí que se acercaba de forma directa a lo propuesto por Charles Perrault en su cuento del siglo XVII. Ésta es su increíble historia, poco apta para la tranquilidad de corazones enamoradizos y solitarios.

Henri Desiré Landru nació en el corazón de París el 12 de abril de 1869. Hijo de una modesta familia obrera, su padre, hombre recto y religioso, trabajaba como fogonero en una fundición industrial. Por su parte, la madre conseguía algún dinero extra como costurera. En todo caso, el clan Landru apenas tenía recursos económicos para sobrevivir en la luminosa ciudad de los impresionistas.

Henri creció bajo los atentos cuidados de sus padres. El niño no fue mal estudiante; su vivaz inteligencia hizo que prosperara en algunas disciplinas académicas, pero el joven tenía algunos defectillos. El principal de ellos era una obsesión creciente por el dinero y la buena vida, por eso no es de extrañar que el ambiente familiar fuera cada vez más opresivo para la ambición desmedida del latente psicópata.

En 1889 se vio forzado al matrimonio por el inesperado embarazo de su prima hermana Marie Remy. Esta pobre mujer, aunque no murió a manos de su marido, fue posiblemente la primera víctima de Landru. Con ella tuvo cuatro hijos, a los que también engañó durante toda su vida.

Henri intentó prosperar como trabajador honrado, pero sabido es que los asalariados lo tienen francamente complicado si su deseo es acumular riqueza en pocos años.

La mente de Landru comenzó a gestar malévolos planes para mejorar la fortuna que se negaba a los proletarios. Mientras preparaba un magnífico futuro, seguía dando tumbos por diferentes oficios: vendedor de muebles o de coches de segunda mano, administrativo y guardián de un garaje, en definitiva, cosas de poca monta para alguien que pretendía ser rico y popular en aquella sociedad cuando alboreaba el siglo XX.

En 1909 una luz se encendió en el truculento cerebro de Landru. Todo sucedió mientras leía con parsimonia los anuncios de contactos inscritos en la prensa parisina. De repente se fijó en uno de los mensajes: en el texto, una desconsolada viuda buscaba la pareja ideal que le proporcionara amor y estabilidad económica. A cambio ofrecía su renta y patrimonio inmobiliario. Landru leyó varias veces el anuncio. ¡Pero cómo no se le había ocurrido antes! Eso era lo que andaba buscando desde siempre, una forma fácil de hacerse con miles de francos a cambio de un poco de amor y comprensión, sólo eso.

Desde luego, si las viudas de Francia querían consuelo, Landru era el candidato idóneo.

Con nerviosismo trazó su primer plan. El objetivo estaba claro: conquistar la confianza de pobres viudas y despojarlas de su dinero a cambio de promesas vanas e infundadas. A los pocos días insertaba un anuncio en un periódico de Lille y la respuesta fue inmediata. Pronto se citó con su primera víctima, madame Izoret, de la que obtuvo la nada despreciable suma de 20 000 francos. Por su parte, Henri aportó escrituras y pagarés tan falsos como los nombres que iría utilizando a lo largo de su peripecia criminal. La viuda Izoret no tardó en desconfiar del todavía inexperto Landru. Con los papeles fraudulentos, se personó en una comisaría donde denunció la presunta estafa. Los inspectores detuvieron al perplejo aspirante a estafador y, posteriormente, fue condenado a tres años de cárcel.

En ese periodo carcelario, nuestro protagonista, lejos del arrepentimiento, ideó nuevas formas que mejoraran sus futuros timos. Estaba claro que lo habían cogido por permitir que la viuda le denunciase; si la hubiese eliminado, no habría tenido tantos inconvenientes y ahora disfrutaría como un sultán del botín. Una vez saliera de la penitenciaría, sería más cuidadoso preparando sus engaños; cambiaría su identidad tantas veces como actuaciones delictivas tuviera. De esa manera, la policía lo tendría muy difícil si quería pillarlo. Por desgracia para Landru, los gendarmes franceses lo detuvieron en cinco ocasiones más, pues todo le salía al revés. Su educación y talante se mantenían intactos, por lo que nadie de su entorno sospechaba que pudiera ser un delincuente de poca monta. Su familia permanecía ignorante de todo lo que estaba ocurriendo; por lo menos su esposa así lo hacía ver.

Entre 1909 y 1914, Landru fue apresado en seis ocasiones. Su madre murió, a buen seguro, por los disgustos que le ocasionaba su perdido vástago. Lo del padre fue peor, pues avergonzado por tener un hijo delincuente y encima especializado en la estafa de viudas, no pudo soportarlo más y se ahorcó de un árbol en el Bois de Boulogne. Ajeno a la desgracia familiar que estaba ocasionando, Landru siguió perfilando fechorías sin inmutarse, confiando en que algún día la diosa Fortuna sonreiría a su causa. En 1914 escapó a una condena de varios años por su último fraude. La falta de pruebas, sus diferentes personalidades y, sobre todo, el estallido de la guerra entre Alemania y Francia posibilitaron que Landru huyera de la pena impuesta. Para mayor regocijo suyo, miles de franceses partieron al frente dejando a otras tantas esposas solas y a la espera de noticias, que no siempre eran buenas, dado que por entonces la mortandad en los combates era extrema. Eso elevaba como la espuma el censo de viudas, dando nuevas oportunidades al siempre dispuesto Landru, que volvió a publicar anuncios en la prensa gala. El de mayor impacto fue uno que apareció en Le Journal de París, donde se podía leer lo siguiente: «Viudo, dos hijos, cuarenta y tres años, solvente, afectuoso, serio y en ascenso social, desea conocer a viuda con deseos matrimoniales». Las respuestas no se hicieron esperar y cientos de mujeres angustiadas contestaron al llamamiento de aquel hombre, supuestamente íntegro, y dispuesto a entregar sin límites el amor que tanto necesitaban aquellas desconsoladas viudas.

La primera seleccionada fue Jeanne Cuchet, una hermosa mujer de treinta y nueve años con un hijo de diecisiete y unos 5000 francos ahorrados. Landru, más meticuloso que nunca, cambió su nombre por el de Raymond Diard, adoptó el oficio de inspector de correos y alquiló una casa en el típico barrio parisino de Chantilly. En el piso se podía contemplar una enorme y desproporcionada chimenea que pronto trabajaría a pleno rendimiento…

Como en otras ocasiones, el montaje del timador se empezó a descubrir. La señora Cuchet recibió ciertas informaciones que la ponían en antecedentes sobre su pretendiente Diard. Aun conociendo que el supuesto inspector postal tenía un pasado turbio, que se llamaba Landru y que tenía familia numerosa, decidió darle una oportunidad; al fin y al cabo, los hombres escaseaban y Henri parecía tan galán y educado que, a buen seguro, dijo todas esas mentiras por timidez. ¡Pobre incauta! En enero de 1915 la vecindad dejó de ver a madame Cuchet y a su joven hijo. En cambio, sí contemplaron una densa humareda negra que salía por la chimenea de la casa donde habitaban. En esos momentos nadie pensó nada grave sobre la vida de la viuda y su vástago; a nadie se le ocurrió preguntar sobre las extrañas desapariciones. Estaban en guerra y bastante tenían con los problemas que su ejército estaba sufriendo en los frentes de batalla. Al poco apareció por el barrio el propio Landru sin ofrecer muchas explicaciones sobre la inesperada marcha de su cortejada.

Seguramente la relación se había roto y por eso el pretendiente desmontaba la casa vendiendo los pocos enseres acumulados en ella. Los vecinos no tardaron en olvidarse de aquellos ocasionales inquilinos. Lo cierto es que Landru había asesinado a madame Cuchet y a su hijo, para posteriormente descuartizarlos y quemarlos en la chimenea de la vivienda. Una vez eliminadas las pruebas del delito, preparó un nuevo crimen. En esta ocasión alquiló una casita en las afueras de París, y hasta ese lugar llevó a madame Laborde-Line, mujer que corrió la misma suerte que las anteriores. Landru sonreía feliz. Por fin había encontrado el método para enriquecerse limpiamente, y encima rendía homenaje a la memoria de su padre trabajando como fogonero tras perpetrar sus horrendos asesinatos. Pero aquello de alquilar casas era un asunto muy pesado, dado que debía dar demasiadas explicaciones al casero y a los nuevos vecinos. Por tanto, el psicópata optó por establecer su «fábrica de la muerte» en un sitio fijo. Eligió Gambais, un bello paraje sito a unos cincuenta kilómetros de París y conectado a la capital por un buen servicio de ferrocarril. En aquel pueblo alquiló una hermosa casa de piedra en la que instaló una caldera digna de Pedro Botero. Tras comprobar que el artefacto funcionaba a las mil maravillas, comenzó el particular trasiego de viudas hacia las llamas de la vida eterna. Se calcula que Landru conoció o asesinó a más de trescientas mujeres en el periodo 1914-1918. Bien es cierto que sólo fue juzgado por los once crímenes que se pudieron demostrar.

Durante cuatro años se citó con viudas, casi siempre cuarentonas, aunque en alguna ocasión salió con veinteañeras y mujeres más jóvenes. Su aspecto no es que fuera el de un galán cinematográfico, más bien lo contrario. Una de sus víctimas dijo esto poco antes de ser asesinada: «No sé lo que hay en él, pero me asusta, su mirada ceñuda me angustia. Parece el diablo». Si nos atenemos al temor de esta señora, ¿qué tenía Landru que tanto fascinaba?

Viendo fotos de la época, observamos a un personaje de mirada penetrante, casi hipnótica, barba y bigote espesos, así como cejas muy pobladas. Además era calvo, bajito y carente de músculos. En realidad presentaba un aspecto siniestro que lograba condicionar el ánimo de sus víctimas. Sin embargo, en aquella época Landru pasaba por ser un hombre recto, serio, de modales exquisitos, educado; valores que gozaban de muy buena consideración entre las damas. Esos factores suplían con creces los defectillos que pudiera presentar personaje tan lamentable. Landru no tenía escrúpulos, mataba por dinero. Se supone que cada crimen le reportó una media de 3000 francos. No obstante, jamás acumuló suma alguna, pues era hombre que gustaba de placeres inmediatos y carísimos. A medida que se apropiaba de los bienes ajenos, los fundía en sus caprichos, así como en atender a su familia original, a la cual dispensaba todas las atenciones de un espléndido y amantísimo padre y esposo. A su mujer en concreto la cubrió de joyas… eso sí, todas usadas, pero a Marie nunca se le ocurrió preguntar por la procedencia de las mismas. Mientras tanto, las pobres viudas seguían viajando confiadas a Ganabais, dispuestas a pasar una maravillosa «luna de miel» en la campiña francesa. La chimenea pétrea de aquella casa, llamada L’Ermitage por los lugareños, no paraba de soltar humo. Daba igual la estación climatológica del año, pues la humareda no cesaba ni en verano, ni en invierno, lo que daba para algún comentario jocoso por parte de los vecinos. Landru viajaba a Gambais en tren; sacaba dos billetes diferentes: el suyo era de ida y vuelta, mientras que el de la afectada era tan sólo de ida. Con eso el asesino se ahorraba un franco y, si hablamos de trescientas viajeras, pues ¡caramba!, era un capitalito al que Landru no pensaba renunciar. Finalmente, la suerte dejó de sonreír a este energúmeno, pues eran demasiadas desapariciones para que nadie sospechara nada grave. La guerra, por desgracia, lo había tapado todo en aquellos años, pero el conflicto terminó y muchas personas empezaron a buscar a sus desaparecidos.

En 1918, los familiares de madame Colombe enviaron una carta al alcalde de Gambais, solicitando cualquier tipo de noticia sobre el paradero de su pariente, a la que se había visto en ese pueblo en compañía de un tal Dupont. Al poco, el sorprendido edil recibió una epístola parecida, salvo que en esta ocasión unos preocupados familiares pedían algún dato sobre Celestine Buisson, a la que se había visto paseando por Gambais en compañía de un tal Freymet. Lo que llamó poderosamente la atención del alcalde fue la coincidencia que ofrecían las dos cartas sobre el aspecto físico del hombre que acompañaba a las desaparecidas. No obstante, era difícil averiguar algo concreto, pues no existía nadie con esos apellidos entre el vecindario de Gambais. En efecto, Landru había alquilado la casa con otro nombre falso, pero el cerco había empezado a estrecharse sobre él. Las denuncias de nuevas desapariciones se incrementaron y la policía, en especial el inspector Belin, se puso manos a la obra a fin de encontrar una solución para ese desconcertante caso. En los primeros meses de 1919, cincuenta gendarmes rastreaban París intentando averiguar el destino que habían sufrido las damas desaparecidas. Belin fue atando cabos, pero la complejidad del suceso y la cantidad de nombres utilizados por Landru parecían imposibilitar cualquier avance esclarecedor. Por fortuna, el 12 de abril de 1919 mademoiselle Lacoste, familiar de una desaparecida, se topó con Landru en una tienda de porcelanas. La joven, sobresaltada por el encuentro, disimuló cuanto pudo y escapó con toda rapidez hacia el despacho del inspector Belin. Éste comprobó en la tienda la ficha de comprador dejada por Landru, quien ahora se llamaba Monsieur Guillet, domiciliado en la Rué de Rochechouart y, sin más, se acercó a la vivienda donde supuestamente moraba el mayor asesino de Francia. Belin esperó pacientemente la llegada de nuestro protagonista y, una vez cara a cara, lo detuvo por las supuestas desapariciones.

Landru, que se encontraba en compañía de su nueva novia, una actriz de diecinueve años llamada Fernande Segret, se limitó a decir con frialdad absoluta que era inocente de todo cargo y que él no sabía nada sobre las acusaciones formuladas contra su persona. A pesar de eso, los gendarmes lo detuvieron sin contemplaciones mientras Henri intentaba resistirse. La escena se transformó en patética cuando el detenido empezó a cantar un aria de ópera a su amante. Ésta, entre lágrimas, despidió a su amor. Seguramente en ese momento no podía imaginar que ella hubiese sido la siguiente en la lista macabra de «barba azul».

Una vez en la prefectura, descubrieron en un bolsillo del traje de Landru una agenda negra donde se pudo comprobar la verdadera identidad del detenido. Pero lo peor estaba por llegar; a medida que el inspector Belin fue pasando páginas descubrió, con estremecimiento, lo que había ocurrido en la vida de Landru a lo largo de los últimos cuatro años. En primer lugar, surgieron once nombres, cuatro de los cuales coincidían con otras tantas desapariciones confirmadas. En otra hoja se reflejaban otras doscientas treinta y ocho relaciones mantenidas con viudas. La meticulosidad de Landru hizo que incluso plasmara en papel el precio de los billetes de tren a Gambais. Todo estaba en la agenda, nombres, fechas… Ningún detalle escapaba a Landru, ni siquiera anotar iniciales que discriminaran a viudas ricas y pobres. El 29 de abril los gendarmes realizaron una búsqueda por la villa L’Ermitage. Lo que allí descubrieron era digno de una película de terror: doscientos noventa y cinco huesos humanos semicarbonizados, un kilo de cenizas y cuarenta y siete piezas dentales de oro guardadas en un cajón. Además se encontraron los cadáveres de dos perros que habían sido estrangulados por Landru, y que posteriormente se demostró que pertenecían a una de sus víctimas. También se confirmó que el psicópata había vendido ropas, muebles y enseres de las viudas.

El juicio duró más de dos años, y finalmente fue acusado por once asesinatos, los únicos que se pudieron demostrar al haberse visto al inculpado en compañía de sus víctimas antes de que se evaporaran. El resto de los presuntos crímenes no se pudieron comprobar, aunque la policía estimó que habría cometido entre ciento setenta y nueve y trescientos.

A lo largo del proceso, Landru intentó —y en ocasiones lo consiguió— ganarse a la opinión pública. Su cortesía y refinados modales cautivaron a más de uno. Él siempre se declaró inocente. En los salones de baile se comentaban las incidencias del juicio y se bailaba al son de alegres cancioncillas que hablaban del viejo «barba azul» de París. Landru recibió regalos y no pocas peticiones de matrimonio. A pesar de tanta fama inmerecida, los jueces no variaron un ápice su conducta y el 30 de noviembre de 1921 era encontrado culpable por la muerte de once personas y, en consecuencia, según las leyes francesas de la época, condenado a morir en la guillotina. El 25 de febrero de 1922 fue guillotinado en la cárcel de Versalles sin dejar de gritar su inocencia.

Cuarenta y un años más tarde se descubrió por casualidad una carta de Landru en la que se confesaba autor de los crímenes. Los peritos calígrafos confirmaron la autenticidad de la misma. Uno de los fragmentos decía así: «Los testigos son tontos. Yo lo hice; maté y quemé a esas mujeres en el horno de mi casa». Por cierto, la vida de este psicópata fue llevada al cine en los años sesenta del siglo XX. Un filme dirigido por Claude Chabrol bajo el título Landru. Poco tiempo más tarde se suicidaba una anciana llamada Fernán de Segret, dejando una nota en la que se podía leer: «Aún le amo y sufro demasiado. Me quitaré la vida».

Sea como fuere, parece que el género humano está condenado de forma casi preternatural a sufrir in aeternum la grotesca maldad de algunos personajes obsesionados con la sed de sangre. Desde el rey Herodes que ordenó la matanza de inocentes por miedo a un mesías que le privara de su trono, pasando por asesinos atroces que encabezaban ejércitos, hasta casos singulares como el de Gilles de Rais u otros como él, sólo el conocimiento profundo de sus mentes distorsionadas nos podrá defender de sus funestas actuaciones en la tierra. Mi deseo es que nunca más volvamos a conocer el horror que provocaron, aunque, tal y como están las cosas, sospecho que en un futuro no muy distante alguien como yo escribirá un libro parecido a éste, reflejando las atrocidades y estragos cometidos por un nuevo émulo del mariscal de las tinieblas.