UNA INFANCIA EN SOLEDAD
Ya hemos comprobado cómo los blasones que concurrieron en el nacimiento de Gilles de Rais dieron origen a la unión de varias fortunas, así como la posesión de innumerables y ricos territorios. Pero tanto oropel no fue ajeno a los sentimientos, pues era evidente la falta de amor entre Guy de Laval, ahora convertido en barón de Rais tras el matrimonio, y Marie de Craon. Ambos cónyuges consintieron los desposorios a sabiendas de que no existía entre ellos ninguna atracción física ni empatía que pudiera hacerles soportar una convivencia más o menos normal. En aquel tiempo medieval este tipo de ajustes entre familias nobles era lo más habitual y nadie osaba contravenir acuerdos de semejantes características. Por tanto, nos encontramos ante una pareja cuya única intimidad era la sexual con objeto de engendrar hijos, que era, en definitiva, de lo que se trataba si se deseaba mantener a salvo la estirpe. En el caso de Gilles, y por ende de su hermano Rene, los dos varones tuvieron que vérselas muy pronto a solas frente al mundo. Se les privó del privilegio más fundamental: poder crecer al lado de unos amantísimos y protectores padres. Sí es cierto que éstos guardaron las aparentes formas que la sociedad francesa les exigía y mantuvieron la elegante pose de nobles idóneos en todo momento. Sin embargo, en la intimidad de aquel hogar la situación no podía ser más fría. Durante los primeros años de vida, Gilles apenas tuvo contacto con sus progenitores. A decir verdad, debemos atribuir la crianza de los hermanos De Rais a institutrices y amas de cría como Guillemette la Drappière, una mujer de acreditadas facultades para ese trabajo que procedía de la comarca de Champtocé. La Drappière se alzó como alguien primordial en los primeros pasos de Gilles, será quien le amamante, quien le enseñe a caminar, quien le llene de caricias y besos, aquella que le instruya en el balbuceo de las primeras palabras. Como es lógico, esta generosa señora se convirtió en una excelente sustituta materna, incluso alguno de sus propios hijos fue hermano de leche de Gilles y, para mayor tristeza, quedaron implicados directamente con su vida. Uno de ellos llamado Jean orientó sus pasos hacia el sacerdocio, entrando más tarde al servicio del barón de Rais como capellán. Otro hijo más pequeño de Guillemette tuvo peor destino y, en el proceso que años más tarde se siguió contra Gilles de Rais, apareció como uno de los posibles niños asesinados por él. Guillemette se mantuvo al lado de los pequeños nobles hasta la muerte de su marido, quien formaba parte de la servidumbre palaciega. Siguiendo la costumbre de la época, tuvo que abandonar Champtocé para incorporarse al servicio de la madre del obispo de Nantes. Paradójicamente, este mismo prelado de la Iglesia sería el juez eclesiástico ante el que se tuvo que presentar Gilles de Rais durante el proceso al que se le sometió en 1440.
En todo caso, el heredero de aquellos bienes no pudo conocer el ambiente de una familia feliz y sólida como se podía suponer en gentes de tanta alcurnia y, durante sus primeros siete años de existencia, tan sólo recibió contadas visitas de su atareada madre y de su altanero padre. En este tiempo se ocupó en crecer sin ataduras ni consejos, aunque de inmediato demostró unas aptitudes innatas para aprender determinadas disciplinas académicas. Todo ello mientras jugaba por los alrededores de Champtocé en compañía de otros niños provenientes de familias lacayas que ofrecían sus servicios en el castillo. El pequeño Gilles se instruyó, como otros infantes de su condición social, en las prácticas de la escritura y de la lectura, manejó muy pronto lenguas como latín y griego, mientras no descuidaba su francés y, por supuesto, su bretón natal. Hay que decir que a los cuidados de Guillemette la Drappière se añadieron las enseñanzas impartidas por tutores en casi todos los casos eclesiásticos; posiblemente, los más influyentes fueron el sacerdote y abogado Georges de Boszac, y el sacerdote y futuro presbítero de Angers, Michel de Fontenay, quien llegó a decir lo siguiente sobre su relación con Gilles durante la infancia y adolescencia de éste:
El joven Gilles me pareció siempre muy adelantado para sus años, física y mentalmente. En lugar de presenciar durante el tiempo que estuve con él el desarrollo gradual de sus dotes y talentos, Gilles me sorprendió desde el principio por la madurez y extraordinaria brillantez de su mente. Era un genio, pero estaba excesivamente consciente de que lo era. Tal vez porque nadie entendía esta complejidad de su carácter, el narcisismo fue su vicio y como resultado de la costumbre de recrearse en su propia imagen, Gilles desarrolló un orgullo y una arrogancia que no conocían límites. Empezó muy pronto a mostrar también un espíritu de rebeldía y a imponer su voluntad sobre todos los que le rodeaban. He de decir que, mientras estaba recibiendo la instrucción necesaria para la salvación de su alma, su mente permaneció, en mi opinión, sutil y astuta. Su sutileza era una sutileza femenina y era más pródigo que sincero en sus actos de devoción. Desde su más tierna infancia, percibí en él un rasgo de carácter que parecía derivar estímulo y satisfacción del acto de infligir dolor o crueldad en otros. No era necesario que este dolor o sufrimiento lo provocara él: era suficiente para Gilles contemplar el dolor infligido por otros, o incluso leer u oír contar de casos en que este dolor se había provocado. Puedo asegurar que Gilles experimentaba entonces placer en la lectura de historias de torturas y ejecuciones. Pero no creo que hasta esa fecha se entregara a ese vicio en la práctica. Más adelante, cuando fue soldado, habrá encontrado oportunidades de dar rienda suelta a su sed de sangre.
Este testimonio clarifica notablemente nuestro conocimiento de la formación humana en la que crecía el desasistido Gilles. Nos encontramos ante una madre indolente que rehúsa querer a sus propios hijos y, por otro lado, un padre más preocupado en acumular riquezas y títulos que en atender la educación de su prole. Y en ese ambiente de abandono sentimental va creciendo la inestabilidad emocional de aquel niño sujeto al dictado de un destino que seguramente no había pretendido. No es aventurado pensar que las psicopatías que padeció Gilles de Rais no se hubieran producido de haber sentido un afecto caluroso por parte de sus padres. Pero lo cierto es que tanto Guy como Marie no tuvieron mucho tiempo para enmendar aquel evidente error fruto de la sociedad y época que les tocó vivir. El 28 de septiembre de 1415 Guy de Rais se encontraba participando en una fastuosa cacería por los alrededores de Champtocé. Estos eventos campestres eran muy frecuentes entre la nobleza durante los escasos momentos de paz que permitía la inacabable guerra de los Cien Años. En un episodio de aquel lance un grupo de jinetes logró cercar a un enorme jabalí de retorcidos colmillos afilados. La bestia fue herida de diversos lanzazos, pero su brutal resistencia física, abonada por siete inviernos de experimentada vida, hizo que aún buscara un último refugio en lo intrincado del bosque. Guy, bravucón como era y dispuesto a no dejar que ninguno de sus amigos se apropiara indebidamente del mérito de cobrar la importante pieza, desmontó de su caballo y tras desenvainar su puñal de caza se acercó temerariamente al lugar donde supuestamente yacía el moribundo verraco. Empero, cuando el sonriente barón de Rais se disponía a rematar al animal, éste se revolvió con la violencia del último estertor y atacó al sorprendido cazador incrustándole sus defensas en el vientre de tal manera que ambos quedaron unidos en un amasijo de vísceras y sangre. Los compañeros de cacería de Guy tan sólo pudieron trasladar al mal herido barón hasta sus dominios en Champtocé, donde, dada su enorme corpulencia, sufrió una lenta y dolorosa agonía con la mitad de sus tripas fuera del vientre sin que los galenos pudieran hacer demasiado, salvo suministrarle algunos bebedizos en un intento de paliar los delirios previos a su fallecimiento. Es aquí donde podemos inscribir una de las imágenes que marcaron la infancia de Gilles. Con casi once años de edad, nadie pudo o quiso impedir que el mozalbete permaneciera impasible al lado de su padre durante los días que se prolongó aquella tortura. Fueron momentos extremos durante los cuales Gilles, con los ojos más abiertos que nunca, observaba los rasgos contraídos en la faz de aquel hombre al que tan poco había tratado o querido. Lejos de sentir pena, dolor o siquiera asco ante las terribles heridas de su padre, Gilles se mantuvo con gesto sereno ante aquella espantosa escena. Tras el óbito, el muchacho no sintió lástima, no derramó una sola lágrima, ni se acercó al cadáver de su padre. Seguramente, en ese instante, una nueva y feroz sensación había anidado en su alma de inminente asesino: el gusto por la sangre y la excitación que provocaba en él el dolor ajeno. A pesar de todo, Guy de Rais tuvo lucidez suficiente para elaborar un documento de últimas voluntades en el que se reflejaba, sin tapujos, la intención de encomendar la tutoría de sus hijos a su primo Jean Tournemine de La Humaudaye, hombre cabal y perfectamente cualificado para asumir dicha responsabilidad. Por desgracia para él, esta petición testamentaria no se cumplió al intervenir el suegro de Guy, Jean de Craon, quien impuso, dada la dejadez de su hija, sus derechos como abuelo en el ánimo de preservar la inmensa fortuna familiar que Gilles como heredero empezaba a acumular. Éste es sin duda otro de los factores cruciales que aceleraron el impulso del futuro mariscal hacia los insondables abismos infernales. El viejo de Craon era, a decir de muchos, un hombre de carácter enérgico y violento. Curtido en su mocedad en las lides del bandidaje, presentaba aspecto de guerrero fornido más interesado en las cuestiones económicas que en las familiares. Dicen de él que incluso llegó a ser salteador de caminos, en cuyas redes piratas cayeron personajes tan ilustres como Yolanda de Aragón, duquesa de Anjou, a la que privó de sus mejores joyas y anillos, motivo por el cual, y a pesar de su redención posterior, nunca fue bien visto en la corte francesa. De Craon era un personaje desprovisto de sentimientos afectivos y sólo interesado en elaborar maquinaciones políticas oportunas que le permitieran seguir manteniendo su estatus como segunda fortuna de Francia. Tras recibir la tutela de sus dos nietos huérfanos de padre y contemplar cómo su hija Marie se alejaba aún más de los niños tras un inesperado enlace con Charles d’Estouteville, dio rienda suelta a los pequeños sin importarle un ápice su educación convencional. De tal modo que, mientras los maestros asignados a los pequeños se esforzaban por inculcarles los conocimientos básicos en teología, historia, política…, su abuelo les permitía crecer como salvajes en el entorno de Champtocé. Si en alguien se fijó fue en el pequeño Rene, el único parecido físicamente a la familia Craon, por lo que fue privilegiado con alguna de las escasas atenciones de su maquiavélico abuelo. En cuanto a Gilles, más parecido al clan de los Laval, el astuto noble se aplicó a la tarea de enseñarle los procelosos senderos de una supuesta nobleza aristocrática. En estos años Jean de Craon educó erróneamente a Gilles en la creencia de que sus títulos y riquezas le situaban por encima de las leyes de obediencia al rey o a Dios. Esto fue determinante a la hora de edificar la personalidad del ya adolescente Gilles de Rais, quien, por cierto, siempre temió y odió la figura de su abuelo materno. En su propio testimonio aseguraba que el despiadado De Craon le inició en el alcoholismo y en la crueldad hacia sus semejantes, afirmando que si alguien existía tan malvado como él, ése había sido sin duda su abuelo. Tras la muerte de su padre, aún le podía quedar la esperanza de una hipotética reconciliación con su madre. Sin embargo, también eso le fue negado, pues la desdichada Marie falleció inesperadamente poco tiempo después de que lo hubiese hecho su primer esposo. En esta circunstancia, los hermanos De Rais quedaban sujetos de forma inexorable al exclusivo arbitrio de su abuelo materno, o lo que es lo mismo, la suerte sobre su formación personal y espiritual estaba echada. Gilles prosiguió resignado con su aprendizaje en Champtocé, siempre, eso sí, bajo la severa supervisión de su flamante tutor. Durante esos años anduvo ocupado con el estudio y los deportes al aire libre. El muchacho manifestó ya a una edad temprana una pericia desacostumbrada en todo lo que emprendía, dejando pronto atrás a sus maestros y confiando en su propia sed de conocimientos y en su capacidad propia para adquirirlos. Jean de Craon era demasiado viejo para llevar a cabo la tarea de disciplinar a Gilles, cuyo temperamento le hacía tan indomable como egocéntrico, y a tal efecto solicitó en el castillo la presencia de Roger de Bricqueville, primo de sus nietos y, desde entonces, fiel compañero de andanzas y aventuras, lo que le convirtió de grado en cómplice de los primeros desmanes provocados por el heredero de Rais. Roger, muy a su pesar, terminó por ser la diana perfecta para el iracundo abuelo, el cual nunca propinó castigos físicos a sus nietos y sí en cambio al primo, al que no dudaba en azotar o fustigar con el látigo por las travesuras cometidas por los jóvenes. Era evidente que Gilles estaba muy adelantado física y mentalmente para su edad y el orgullo que le dominaba al saberse depositario de tanto poder nunca le impidió asistir a los castigos que caían injustamente sobre su pariente sin el menor atisbo de sentimiento de culpa, más bien al contrario, dado que por entonces el joven ya disfrutaba con la visión del dolor ajeno. En espíritu, la admiración de sí mismo se convirtió en vicio, y a consecuencia de la costumbre de recrearse en la contemplación de su propio reflejo, el joven Gilles empezó a dar muestras de una arrogancia que con el tiempo no tuvo límites. Manifestó también muy pronto un carácter rebelde, así como un deseo irresistible de imponer su voluntad sobre todos los que le rodeaban. Aferrándose a sus libros como única fuente de la sabiduría que anhelaba, leyó a Valerio Máximo, las Metamorfosis de Ovidio, los Anales de Tácito y La Ciudad de Dios de san Agustín. Pero hubo un momento crítico para el muchacho y éste se produjo cuando cogió en sus manos por primera vez Las vidas de los Césares, un manuscrito delicadamente iluminado de los relatos de Suetonio. Las obscenidades de Tiberio, las crueldades de Calígula, la excentricidad de Nerón y, en definitiva, el poder despótico que toda la línea imperial ejerció sobre sus subditos, debieron de haber tenido para él la más profunda y peligrosa fascinación Aquí estaba su propio corazón revelado en su futura putrefacción. Éste era el hombre que él iba a ser: un rey, un tirano, un monstruo que gobernaría con el temor más que con el afecto, sometiendo a sus vasallos al poder inexorable de su voluntad. El arrobamiento producido por la visión de las ilustraciones le dejaba sin aliento, de tal manera que se veía obligado a dejar el libro a un lado para montar en su caballo durante un rato o zambullirse en el río para nadar. En realidad, bastaba cualquier cosa con tal de calmar momentáneamente la fiebre que esas malvadas fantasías le provocaban. Aunque, movido por un deseo irrefrenable, regresaba una y otra vez a esa hipnótica relación de mandatarios romanos hasta que terminó por convertirse en un texto obsesivo para él. Finalmente, tras innumerables noches en la biblioteca de Champtocé, el aprendiz de asesino acabó concluyendo que si aquellos gobernantes del mayor y más espléndido imperio antiguo habían actuado así, por qué él, que era representante de la mayor pureza nobiliaria, no podría imponer sus deseos a todos aquellos que se doblegaban ante su figura. Muchos años después, en su juicio, reconoció el terrible efecto que la inmortal obra de Suetonio había tenido en él.
No obstante, en algo sí se esforzó el implacable abuelo De Craon, y esto fue la educación militar de su nieto. Gilles se preparó a conciencia para asumir a edad temprana la condición de hombre de armas en aquella Francia involucrada en la guerra de los Cien Años. A un noble que ostentaba su impecable rango se le exigían varias cualidades bélicas que debía esgrimir en los campos de batalla. A tal efecto, el futuro mariscal se adiestró con suma eficacia en el manejo de la espada, hacha de combate, lanza y daga, sobresaliendo en todas esas disciplinas guerreras. La lanza tenía unos cuatro metros y solía ser una robusta pieza de fresno que iba aumentando de grosor hacia la empuñadura y acababa en una fina y larga punta. A caballo se llevaba firmemente sujeta debajo del brazo mientras que las piernas se apretaban con fuerza contra los estribos y la silla, haciendo de caballo y caballero un proyectil capaz de derribar o atravesar la armadura de un adversario. Cuando se utilizaba desmontado, aquélla se cortaba por la mitad para hacerla más manejable. La alabarda era cada vez más apreciada y un arma mortal consistente en una cabeza de hacha sujeta a un astil de dos metros, rodeada de metal para que no pudiera ser desmochada; ésta se utilizaba para aporrear o perforar a un adversario. Si bien la reina de las armas, en cualquier campo de batalla en aquel primer tercio del siglo XV, era la espada, símbolo de la caballería y la nobleza. Hecha del más fino acero (el de Bordeaux era altamente apreciado) la mayoría, de un metro de longitud, tenía una simple guarda de cruz y un pesado pomo. Había otras armas más finas para usos especiales y con una sección en forma de diamante para poder atravesar las armaduras, pero la mayoría tenía una hoja ancha y de doble filo para cortar. También eran populares otros tipos de espadas más largas que se empuñaban con ambas manos (aunque aún no habían alcanzado las monstruosas proporciones de las del siglo XVI). Finalmente, en la cadera derecha los combatientes llevaban una daga del tipo ballock o misericordia. Ésta no era realmente un arma de combate y se empleaba por lo general para rematar a un adversario herido o como último recurso, ya que podía pasar a través de un visor o entre las rendijas de la armadura hiriendo o matando a alguien que de otra manera sería invulnerable.
Retrato de Carlos VII el Bienvenido, rey de Francia entre los años 1422 y 1461.
En sus años de instrucción militar Gilles demostró ser un aventajado discípulo en lo concerniente a doctrina castrense y empleo de las armas, cualidades que desarrolló hasta la perfección cuando intervino tiempo más tarde en los combates contra los ingleses al servicio del delfín Carlos VII. Desde luego, nadie pudo discutir que fue un fiel garante del modelo caballeresco exigido a los de su condición en aquella época tan agitada de la historia francesa. Los ejércitos que se pertrechaban en Francia a principios del siglo XV estaban basados en el hombre de armas: es decir, un guerrero ataviado con una armadura completa y entrenado para combatir a caballo y a pie. Podía ser un caballero si poseía el necesario estatus social y había sido sometido a una ceremonia formal, como fue el caso de Gilles de Rais. Si bien todos los hombres importantes eran caballeros, muchos hombres de armas eran simples hidalgos (el rango inferior y que técnicamente denotaba un hombre susceptible de ser nombrado caballero), o soldados ordinarios sin tales pretensiones. El hombre de armas era principalmente un jinete por instrucción y carácter. Normalmente mandaba una «lanza», o grupo de leales que también iban montados, por lo que necesitaba ser lo suficientemente adinerado para poder mantener varias monturas, habitualmente una docena. Gilles recibió en su primera ceremonia oficial a la edad de catorce años una espléndida armadura blanca milanesa con la que se le concedía la distinción de caballero. Hasta mediados del siglo XIII, la armadura había estado fabricada de malla (filas de anillos de hierro densamente entrelazados), aunque gradualmente se fueron añadiendo piezas de acero para conseguir mayor protección contra los golpes y los proyectiles. Hacia 1415, el traje de láminas, o armadura completa, había alcanzado casi su estado definitivo y el caballero iba cubierto cap-à-pied (“de la cabeza a los pies”) de acero pulido. Debajo de la armadura se utilizaba un justillo acolchado (akheton) para impedir el roce del metal y para absorber parte de la fuerza de la flecha. Hasta el año 1400 muchos guerreros vestían un chaleco de malla sobre aquél y posteriormente una cota de láminas metálicas. Tal impedimenta pesaba sin duda, pero el mayor problema era el del agotamiento debido al calor en el interior de la armadura. El desarrollo de la «armadura blanca» completa —llamada así porque todas sus piezas eran de metal pulido— ayudaron a resolver este problema. Nadie podía ceñirla sin ayuda y era necesario disponer al menos de un asistente. Sin embargo, el peso de un traje completo no era algo intolerable: con un promedio de 28-35 kilos, el peso de un arnés completo no era superior al del equipo de un infante moderno. Más aún, el peso estaba distribuido alrededor del cuerpo y cada pieza, dispuesta y articulada para adecuarse a los movimientos del guerrero, por lo que los caballeros no necesitaban ser subidos al caballo por medio de poleas como antaño. Un hombre de complexión normal podía subir a su caballo con facilidad; tampoco era imposible levantarse desde una posición de postración, a menos que estuvieran totalmente extenuados, aturdidos o heridos.
La parte más pesada e incómoda de la armadura era el casco, por lo que frecuentemente se quitaba cuando se encontraban lejos de la acción o ésta era improbable. El torso estaba cubierto por una pieza de espalda y pecho articulada con pernos en el lado izquierdo y hebillas en el lado derecho y sobre los hombros. Los brazos y piernas tenían tubos unidos de forma similar y el codo y la rodilla estaban cubiertos respectivamente por las piezas llamadas couter y poleyn, que permitían el movimiento. Entre la cintura y la mitad del muslo había una faldilla de aros de acero. Guantes articulados protegían las manos y sabatones los pies. Una innovación perteneciente a la última parte de este periodo lo constituyó una lámina pequeña y circular que protegía ambos sobacos, zona muy vulnerable cuando se levantaba el brazo para asestar un golpe. Otra innovación que sustituyó al aventail de malla era el guarda-cuellos sólido, que iba unido al casco, conocido como bascinet; este término se generalizó de tal forma que los contemporáneos lo utilizaban para indicar el número de caballeros que engrosaban los ejércitos. Era una pieza muy ajustada que llegaba hasta la parte posterior de la cabeza. La cara estaba protegida por un visor o por otro casco que se ponía encima de aquél. El visor, de forma puntiaguda, dio origen al término bascinet de cara de perro y podía ir unido con goznes o bien deslizarse para obtener una mejor visión y ventilación. El «gran casco», con forma de cubo que no ofrecía ningún confort, se utilizaba en torneos pero no en la guerra. Los hombres ricos adornaban sus armaduras con tiras de latón o metal dorado; los que tenían escudos heráldicos los mostraban en una pieza ajustada llamada cote d’armes (literalmente, “escudo de armas”, que posibilitaba la identificación en la batalla y tenía un gran significado simbólico). El escudo de armas tenía el efecto de hacer saber que su poseedor estaba en condiciones de pagar un rescate, lo cual era una valiosa póliza de seguros en caso de peligro de muerte. Se cree que el cote d’armes fue abandonado a principios del siglo XV y sustituido por una armadura blanca de acero como la que llevaba Gilles de Rais en su graduación caballeresca.
Es precisamente en esta etapa adolescente donde se inscribe el primer asesinato a manos del futuro ogro. Según se cuenta, Gilles, enardecido por su nueva condición de guerrero, practicó furiosamente su destreza con las armas en peleles confeccionados con paja y trapos hasta que, aburrido por la falta de respuesta en aquellos objetos inanimados, decidió emplearse a fondo frente a supuestos adversarios carnales. El elegido para la prueba fue su amigo de juegos Antoine, un frágil muchacho, hijo de sirvientes en Champtocé y que se sentía distinguido por la compañía del noble heredero. Éste, utilizando una amabilidad fingida, dispuso que su compañero tomara en sus manos un puñal con el que se le opondría en singular combate. Como es obvio, Antoine no estaba tan avezado en la lucha como Gilles y, tras unos segundos de inútil resistencia, recibió una estocada mortal que le precipitó al suelo, donde se desangró ante la mirada perversa y complaciente del que había sido hasta entonces su inseparable cómplice de travesuras infantiles. Gilles no sintió la más mínima compasión por el yaciente, descubriendo, para su deleite, que en aquella primera muerte provocada por su voluntad había experimentado un placer irremisible ante la visión de la sangre que brotaba a raudales en el cuerpo de su contrincante. Contempló la agonía del niño hasta que murió sin ni siquiera tener el ademán de pedir auxilio para intentar salvar esa vida. Más tarde y una vez conocido el luctuoso suceso, el abuelo tapó aquel capítulo pagando una ridícula suma a los resignados padres del fallecido, con lo que Gilles salió impune del primer asesinato de su historia.