MATRIMONIOS IMPOSIBLES
A los dieciséis años el aspecto físico que presentaba Gilles de Rais no podía ser mejor para un joven aristócrata. Superaba con creces el metro ochenta de estatura, por los que se repartía un cuerpo perfectamente musculoso y sano. Era muy ancho de hombros por el continuo entrenamiento militar y su agilidad de movimientos no perturbaba en absoluto la extraña elegancia natural que le acompañaba en su porte. Gilles era, sin duda, prototipo del ideal encarnado en los caballeros franceses de su condición y a esto añadía un aspecto agraciado debido a la armonía de su rostro, en el que destacaban sus grandes ojos azul claro y los pómulos pronunciados, típicos de la naturaleza bretona. El conjunto se completaba con un negro y ondulado cabello que acentuaba aún más si cabe su lustrosa tez aceitunada y sus rojizos labios carnosos. Como vemos, su agradable persona y su cuantiosa fortuna abrían fácilmente el camino para solicitar en matrimonio a cualquier damisela perteneciente a las grandes casas francesas. Sin embargo, un hecho interfirió gravemente en esta pretendida y, por otra parte, lógica búsqueda: la evidente homosexualidad de Gilles. Ya desde sus primeros años, según testimonio de sus mentores, mostró ciertas maneras femeninas en su comportamiento. Más tarde, sufrió las regañinas de su abuelo cada vez que le sorprendía haciendo manitas o en actitud comprometida con pajes, muchachos del servicio o su propio primo Roger de Bricqueville, por los intrincados rincones del castillo señorial. Aun así, la homosexualidad de Gilles fue ignorada por su abuelo, como tantas otras conductas reprobables del muchacho, y pronto el anciano se dispuso a la tarea de buscar a la mejor candidata para su nieto. La primera elección recayó en la pequeña Jeanne Peynel, de apenas cuatro años y huérfana de Foulques Peynel, señor de Hambuy y Briquebec. El compromiso tuvo lugar el 14 de enero de 1417, día en que se firmó el contrato nupcial que uniría al heredero de Rais con una heredera normanda. Esta unión, preparada a conciencia por Jean de Craon, integraría las posesiones heredadas por la muchacha, que constituían la mayor fortuna de Normandía, al ya de por sí magnífico patrimonio de los Rais y los Craon. Empero, esta magna operación económica y territorial se vino abajo casi de inmediato cuando algunos nobles locales, alarmados, y con razón, por lo que estaba a punto de originarse, denunciaron el hecho ante el Parlamento de París, lo que paralizó la concreción del contrato. Este contratiempo encolerizó al viejo bandido bretón, que no cejó en el empeño de ensanchar las fronteras de su heredad aun a sabiendas de que la mayor parte de la aristocracia francesa veía con recelo todas sus manipulaciones. Finalmente, tras meses de escrupulosa selección, el 28 de noviembre de 1418 se firmó un nuevo acuerdo matrimonial para Gilles de Rais. En esta ocasión los ojos del astuto De Craon se habían fijado en Béatrice, hija de Alain IX, vizconde de Rohan, conde de Porhoët y sobrina del duque Juan V de Bretaña. No era tan rica como la anterior, pero al menos era pariente directa del amo y señor de Bretaña, con lo que eso suponía de tranquilidad para las tierras gobernadas por la familia de Rais-Craon. Todo hacía ver que en esta ocasión ningún obstáculo entorpecería el camino del joven barón hacia el altar. Sin embargo, el infortunio reapareció trágicamente y la bella muchacha falleció de forma sorpresiva unas semanas más tarde en la localidad de Porhoët. El pertinaz rumor popular extendió de forma funesta una versión sobre la muerte de la doncella. En ésta se afirmaba que Béatrice había muerto tras pincharse el dedo pulgar de su mano con la púa envenenada de una rosa preparada a tal fin por alguien siniestro del que jamás tuvo noticias y que algunos identificaron ya en ese tiempo con el propio Gilles de Rais, pues el mozo no quería bajo ningún pretexto yacer con dama alguna ni rendir servicio a su odioso abuelo. A pesar de esta segunda intentona fallida, el anciano De Craon siguió perseverando para conseguir una mujer apropiada para su díscolo nieto.
Castillo de Tiffauges, propiedad de Gilles de Rais y una de las fortalezas preferidas donde pasaba largas temporadas. En ella tuvo lugar la mayor parte de las atrocidades cometidas por el barón, así como las prácticas alquimistas que se le atribuyeron.
Mientras tanto, Gilles iba madurando y, en 1420, sin ni siquiera haber cumplido los dieciséis años, le llegó el tan ansiado momento de recibir su bautismo de guerra. Ocurrió en un escenario dominado por la guerra de los Cien Años, en la que los británicos estaban ocasionando severas derrotas a los franceses. En ese trance, el delfín Carlos se asfixiaba por la falta de recursos militares y económicos viendo cómo las diferentes casas nobiliarias del país galo se enzarzaban entre sí, aliadas o no con el invasor inglés. En el año mencionado, el duque de Bretaña fue derrotado y capturado por uno de sus subditos. Gilles, alzado en la categoría de caballero y siendo representante de la mayor baronía del país bretón, no dudó, a pesar de su escasa edad, en ponerse al frente de un pequeño ejército pagado por él con el que acudió presto a Chantoceau, castillo en el que el duque se encontraba arrestado bajo custodia militar. Gilles lanzó sus tropas con él mismo en la vanguardia hacia los muros de la fortaleza. Y, en una breve aunque decisiva embestida, logró expugnar las defensas de la plaza adentrándose en ella hasta conseguir liberar a su señor. Esta primera gesta le granjeó notable popularidad en Bretaña y el propio duque, agradecido por la heroica actuación de su casi imberbe vasallo, le nombró uno de sus lugartenientes. Según se cuenta, en este pequeño conflicto local, Gilles ya demostró una determinación y una crueldad extremas en su comportamiento añadiendo unas cuantas muertes a su lista sangrienta de víctimas. Aunque, como el lector sabe, si matas a alguien en un contexto de paz eres un asesino, mientras que si matas a miles en una guerra eres el mayor de los héroes aclamado por los tuyos. Son las paradojas de nuestra civilización. Con su recién adquirida vitola de gran guerrero, Gilles atendió los nuevos planes de boda que para él había elaborado su abuelo. Y, a diferencia de los anteriores, en esta ocasión sí que escuchó ilusionado lo que su tutor le propuso. Esto era unirse en matrimonio de grado o por la fuerza con su prima lejana Catherine de Thouars, una bella muchacha de la misma edad que Gilles y que gozaba de simpatía por su parte desde que se habían conocido siendo niños. Catherine era hija de Milet de Thouars y Béatrice de Montjean, poseedores de ricos terrenos en Poitou, colindantes con los pertenecientes a la baronía de Rais. A pesar de la evidente felicidad mostrada por los jóvenes, el padre de ella se negó en redondo a que se celebrase ninguna unión entre ambas casas. Las razones de la oposición eran varias. La primera era, sin duda, el desprecio de los señores locales hacia Jean de Craon y su oscuro pasado; la segunda, y no menos importante, era el parentesco existente entre Gilles y Catherine, ya que eran primos en cuarto grado y la consanguinidad estaba absolutamente prohibida por el Vaticano. A pesar de todo, De Craon no estaba dispuesto a permitir que una oportunidad como ésa de aumentar sus incalculables tesoros se le escapara nuevamente de las manos y a tal efecto dispuso, acaso recordando sus tiempos de bandido, una treta para secuestrar a la heredera de Thouars y casarla en secreto con su nieto; lo que hoy llamaríamos política de tierra quemada o de hechos consumados. El 30 de noviembre de 1420, Jean de Craon, en compañía de su nieto y de algunos hombres, cabalgó hacia tierras de Poitou, donde capturó a Catherine para luego marchar raudos a una ermita rural donde estaba todo organizado para la boda. El oficiante fue un monje previamente sobornado, quien realizó una ceremonia tan rápida como tensa, pues se pensaba que la reacción de los parientes de la novia sería hostil e inmediata. Una vez concluida la ceremonia, el grupo se refugió en Champtocé a la espera de acontecimientos. Aunque, para su agradable sorpresa, éstos no se produjeron en las dimensiones preconcebidas, ya que tan sólo se presentó un tío carnal de la muchacha escoltado por dos caballeros dispuestos a reclamar la devolución de Catherine. De Craon escuchó con sonrisa irónica las exigencias de aquellos hombres y, tras meditar unos segundos, ordenó a sus soldados que apresaran a los incautos nobles, que acabaron con sus huesos en las frías mazmorras del castillo. Ésta era una afrenta injuriosa hacia la casa de Thouars. Sin embargo, el padre de la forzada novia no estaba en condiciones, dado el poder de su oponente, de organizar una respuesta bélica que asegurara la recuperación de su amada hija. Tampoco quiso solicitar el apoyo del duque de Bretaña, pues sabía que éste se decantaría por los Rais y, al fin y al cabo, ese matrimonio le podría reportar beneficios en aquel inestable marco político y social. En consecuencia, todos los protagonistas de aquella farsa dejaron que transcurriera el tiempo pensando que las aguas volverían a su cauce original en un episodio característico de aquella época tan convulsa para la historia de Francia. Jean de Craon, crecido por su victoria, llevó su osadía aún más lejos y, tras quedar viudo de su mujer Béatrice de Rochefort, celebró su propio matrimonio relámpago con Anne de Sille, abuela de Catherine, hecho acontecido pocos días más tarde de la boda secreta de su nieto, lo que terminó por minar la moral de Milet de Thouars, quien enfermó para morir resignado dos años más tarde. En cuanto a los tres presos de Champtocé, diremos que fueron liberados algún tiempo después, si bien el tío de Catherine falleció víctima de unas fiebres contraídas en los insanos calabozos de la fortaleza. En abril de 1422 se proclamó oficialmente la unión de los dos herederos después de que Jean de Craon hubiese depositado una fuerte suma en las arcas vaticanas, lo que posibilitó que el papa bendijera aquel matrimonio tan raro. Finalmente, el 26 junio de ese mismo año los cónyuges veían ratificada de forma oficial su unión ante los ojos de todos en la iglesia de Saint-Maurille en Chalonnes. Lo cierto es que para entonces Gilles estaba aburridísimo con aquel matrimonio. Una vez superado el emocionante momento del secuestro y posterior boda secreta, se le habían evaporado los efluvios del fingido amor hacia su prima y ahora manejaba con desdén la situación impuesta por su ambicioso abuelo. Catherine, convertida de fogosa amante en sufrida esposa, asumía con tristeza su espinoso y delicado destino sin que ni siquiera hubiese quedado encinta en el primer tramo de aquella función teatral. Nada menos que nueve años tuvieron que transcurrir para que la pareja viera la llegada al mundo de su única hija, Marie, nacida seguramente en el castillo de Tiffauges —nueva residencia de los Rais— el 7 de septiembre de 1429. Esta niña fue el único fruto carnal de Gilles y consiguió vivir hasta 1457. Su madre tuvo, en cambio, una segunda oportunidad y, tras la ejecución de Gilles de Rais en 1440, pudo contraer un segundo matrimonio meses más tarde del trágico suceso, con Juan II, conde de Vendóme, con quien compartió la herencia adquirida de su funesto primer esposo. Con Juan II intentó disfrutar de una felicidad que no había tenido en sus primeros años de existencia y, aunque vio morir a su hija, falleció serenamente en 1462.
En lo que se refiere a Gilles, el matrimonio con Catherine le otorgó una excelente imagen ante sus iguales y vasallos, los cuales llegaron a pensar de forma ilusa que el aristócrata estaba al fin preparado para asumir su brillante destino. Aunque Gilles, hombre de impaciencia clamorosa, soñaba una y otra vez con el momento más deseado por él, que no era, precisamente, el ayuntamiento carnal con su lozana esposa, sino poseer de manera definitiva el control absoluto sobre su fabulosa herencia. En 1424 le reconocieron la anhelada mayoría de edad. En ese día se encontraba a punto de cumplir veinte años y lo primero que solicitó fue el dominio absoluto sobre el inmenso patrimonio que le pertenecía por derecho. Sin duda, ese instante se alzó como el más luminoso de su corta biografía, con una guinda que el joven heredero saboreó hasta el deleite, ya que después de tantos años de humillación ante la figura de su insufrible abuelo materno, podía dar sin explicaciones una inmensa patada figurada en el trasero del anciano que le apartara de una vez por todas de su vida. Ese año Gilles cobró su primera venganza, la tragedia que manchó su alma haría que no fuese la última. Lejos de manipulaciones que no fuesen las propias, encauzó sus pasos hacia la obtención de mayor poder y gloria. Los territorios inflamados por la guerra eran campos propicios para ello, por tanto, Gilles comenzó a utilizar los recursos adquiridos gracias a su casta para situarse al lado del necesitado delfín francés, futuro Carlos VII, y que por entonces atravesaba un angustioso momento. El barón de Rais no estaba precisamente instruido, ni tenía aptitudes para la política o la diplomacia. Sin embargo, sí gustaba de todas aquellas disciplinas relacionadas con las bellas artes. Era un entusiasta de la música, la pintura y, sobre todo, de la literatura, y, además, ya había acreditado sus dotes en el ámbito castrense. En consecuencia, su fabuloso tesoro sería muy útil para pertrechar tropas que sirvieran al rey en sus campañas militares contra el invasor inglés y sus aliados borgoñeses. Llegaba el momento para que Gilles de Rais batiera armas en la agotadora guerra de los Cien Años. Lo que él no pudo suponer es que una muchacha llamada Juana de Arco cambiaría su vida en aquella encrucijada decisiva de la historia francesa. Junto a ella participaría en los episodios más sublimes de la contienda, consiguiendo ver coronado a su rey para luego obtener la distinción de mariscal de Francia. Con ella supo también que un mundo mejor y más puro era posible, aunque la trágica desaparición de la doncella fue a la postre lo que le devolvió a su infernal realidad, abocándole al submundo de sus crímenes.