LAS PRIMERAS SOSPECHAS

En 1437 el mariscal de Rais abandonó definitivamente el servicio de las armas para entregarse, sin tapujos, al mundo de los placeres y perversiones propios de su mente distorsionada. En el castillo de Machecoul había cometido cuarenta asesinatos, otros tantos en Champtocé y sesenta más en Tiffauges. A estos escenarios principales se deben sumar otros ocasionales, como monasterios protegidos por los Rais, residencias de menor envergadura o simples hospederías protagonistas de una caprichosa velada con sangriento final.

Jean de Malestroit, obispo de Nantes y hombre cabal, había iniciado las pesquisas tras haber recopilado numerosos testimonios de queja contra el señor de Laval, aunque, dado el poder e influencia del barón, no quiso llevar el asunto más allá de las meras averiguaciones. Sin embargo, la acumulación de testimonios sobre su mesa en breve tiempo le hizo agudizar el oído y pronto hiló un caso con otro hasta salpicar el mapa de la región con multitud de desapariciones sospechosas y sorprendentes. Más tarde, se fijó en que en muchas de las ausencias quedaban implicados, por un motivo u otro, los hombres del mariscal. Los casos se contaban primero por decenas y luego a cientos; todo hacía ver que el obispo se encontraba ante un gravísimo problema con el hombre más rico de Francia como actor principal de aquellos inquietantes sucesos. ¿Dónde estaban los niños? En aquella época no eran infrecuentes los secuestros y escapadas de infantes. Las condiciones de vida en el ambiente rural eran extremas y muchos pequeños eran obligados a trabajar en edad tempranísima, con lo que los de espíritu más rebelde huían de su casa y de sus padres con ocho o diez años, soñando con una vida de aventuras en algún buque mercante o prestando servicio de mercenarios en las abundantes guerras de aquel tiempo. Admitido esto, lo que seguía sorprendiendo al estupefacto representante de Dios en la tierra era la desmedida cifra de aquellas desapariciones. Se supone que pudieron ser más de mil en un corto periodo de cinco años y concentradas en los dominios de Gilles de Rais. Desde luego, algo raro e inusual estaba sucediendo, aunque la mente del eclesiástico le impedía reconocer lo que su corazón ya le estaba advirtiendo, y esto era que Gilles de Rais, cual ogro, raptaba a niñas y niños para posteriormente asesinarlos en medio de sangrientas orgías sexuales. Aun así, el obispo mantuvo la discreción durante algunos meses a fin de tener pruebas seguras que incriminaran al aristócrata, pues una acusación tan grave sobre el que era todavía héroe de los franceses podía suponer el mayor escándalo sufrido por el país galo desde sus orígenes. No obstante, Jean de Malestroit recibió el conocimiento de un nuevo caso, parecido a los anteriores, aunque esta vez le dio más crédito al ser el implicado sobrino del prior de Chermére, un gran amigo suyo que distaba mucho de las habladurías de aldea. Según el eclesiástico, este muchacho había entrado como integrante del coro de voces que servían en las capillas del mariscal sin que se hubiese vuelto a saber nada de él desde entonces para mayor preocupación de su familia, la cual lo estimaba como muchacho obediente y servicial. Este dato iluminó los atónitos ojos del obispo, que, sin más dilación, tomó por fin en serio aquella investigación trascendental. El propio prelado visitó los lugares afectados y, para su sorpresa, una legión de padres y parientes se acercaron a él dispuestos a denunciar los terribles acontecimientos de los que eran víctimas. La voz sobre las pesquisas del obispo se propagó rauda, y al poco, el clamor popular era más que manifiesto. Todos aquellos aldeanos sintieron la seguridad de saber que la Iglesia les amparaba en su caso y eso desató lenguas que hasta entonces permanecían atadas por temor a la ira de su señor de Rais. Pero sus causas no dejaban de ser meras especulaciones sobre el paradero de los niños. Era cierto que los hombres del mariscal vigilaron a esos infantes en los momentos previos a su ausencia, pero ninguno de los aldeanos había contemplado muerte alguna, ni cuerpos yermos. Por tanto, aunque existían evidencias, la supuesta gravedad de los hechos impedía formular a la ligera ninguna acusación concluyente. Malestroit optó por permanecer vigilante a la espera de cualquier imprecisión o fallo del barón. Si era tan orgulloso y soberbio como sus vasallos decían, tarde o temprano, cometería un error fatal, lo que propiciaría el inicio de un proceso civil o incluso eclesiástico, y en ambos lances jurídicos se le podría someter a pertinentes interrogatorios de los que saldría la auténtica verdad de aquel horror. Las previsiones del obispo fueron certeras y el 15 de mayo de 1440, Gilles de Rais cometió la torpeza que le condujo al anhelado juicio. Por entonces el barón se encontraba con sus arcas casi esquilmadas tras los infructuosos intentos alquímicos de obtener oro. Desesperado y absolutamente sobrecogido por su alcoholismo, decidió vender el castillo y propiedades de St. Etienne-de-la-Mer-Morte, una de sus posesiones más apreciadas. Quien se interesó por la compra fue Guillaume Le Ferron, que trabajaba para el duque de Bretaña en calidad de tesorero, por lo que no hay que descartar que el ambicioso Juan V estuviera detrás de la suculenta operación. Los emisarios de cada parte concertaron el trato y Le Ferron adelantó una suma que a Gilles se le antojó insuficiente, pero no tuvo tiempo para reaccionar, pues de inmediato los hombres del tesorero ducal tomaron posesión del castillo y de los edificios colindantes, entre los que se encontraba una preciosa iglesia de la que se hizo cargo Jean, el hermano sacerdote de Guillaume. Embriagado y furioso por el incidente, Gilles optó por el uso de la sinrazón y, acostumbrado a imponer su santa voluntad, se dejó llevar por el frenesí ordenando a sesenta de sus hombres que montaran sus caballos para acompañarle en la reconquista de su perdida posesión. Con este acto el mariscal transgredió las leyes civiles, pues en esa época los señores feudales estaban sometidos a la prohibición de mover tropas más allá de sus fronteras, y el barón, desatendiendo esta normativa, atravesó con su hueste las lindes de Bretaña para dirigirse a Poitevin, región en la que se encontraba el castillo de St. Etienne-de-la-Mer-Morte. Esto ya constituía delito suficiente para llevarle a los tribunales, pero lo peor estaba aún por llegar. En ese día, domingo de Pentecostés, la columna capitaneada por el mariscal De Rais tomó al asalto la iglesia en la que Jean Le Ferron se encontraba oficiando la ceremonia de la misa. Y justo cuando finalizaba el sacramento de la comunión, la ira incontenible de Gilles se desató entre los aturdidos feligreses y oficiantes. El barón, preso de su altivez, entró en el recinto sagrado escoltado por doce hombres de su guardia personal, los cuales desenvainaron sus espadas para apuntarlas contra la congregación. Por su parte, Gilles enarbolaba temerariamente un hacha de combate mientras insultaba al trémulo sacerdote que apenas podía sostenerse sobre sí ante la casi espectral visión de su atacante. De Rais, lleno de rabia, conminó al prelado a abandonar aquellas tierras que, según él, le habían robado miserablemente. La escena terminó con los huesos de Jean Le Ferron maniatados a un caballo, pues se había decidido dar mazmorra al invasor y Gilles ordenó a sus primos Roger de Bricqueville y Gilles de Sillé que se quedaran al mando de una guarnición en el recuperado castillo, en cuyas celdas más húmedas fue a parar el maltrecho pariente del tesorero ducal.

El mariscal había ejercido violencia contra un clérigo en una iglesia mientras éste aún estaba diciendo misa. Por el hecho de prorrumpir armado en esa iglesia había violado el derecho de propiedad eclesiástica, y por el de apresar al sacerdote había infringido el derecho canónico. Por añadidura, al desposeer a Guillaume Le Ferron del castillo de St. Étienne, también había cometido un delito civil contra un miembro de la casa del duque de Bretaña. En definitiva, con un solo acto de salvaje insensatez, el barón ultrajó las leyes de la Iglesia y del Estado al mismo tiempo, con lo que eso suponía de provocación hacia el duque Juan V y el obispo de Nantes, Jean de Malestroit, quienes podían llevarle a juicio cuando quisieran.

Por el momento el gobernante bretón adoptó la tajante decisión de imponer a su súbdito la obligación de devolver el castillo de St. Etienne a su legítimo propietario. Asimismo, el barón de Laval tendría que liberar de inmediato al sacerdote Jean Le Ferron y asumir el pago de una multa que se cuantificó en cincuenta mil coronas de oro. Juan V envió como agente legal de esta orden a Guillaume de Hautrays, quien se personó en las posesiones de Machecoul el 22 de julio de 1440 dispuesto a transmitir la voluntad de su señor. Gilles, tras escuchar las palabras del emisario, fue víctima de un ataque de cólera y, rabioso, ordenó que se encarcelara al heraldo del duque. Más tarde, al mando de una columna de jinetes salió del castillo dispuesto a capturar a Guillaume Le Ferron, hombre, según Gilles, causante principal de aquel estropicio. La situación era desesperada para el mariscal, casi arruinado por tanto exceso, sólo le quedaban unas escasas posesiones de las que enseñorearse, ya que una vez consumada la venta de Champtocé, en su listado patrimonial sólo figurarían Machecoul y Tiffauges como reductos de importancia. A éstos se añadía la fortaleza de Pouzages, si bien era intocable, pues pertenecía en propiedad a su mujer e hija. En consecuencia, si Gilles de Rais asumía el pago de la multa, debería vender lo poco que le restaba y a eso no estaba dispuesto bajo ningún concepto. La continuidad del suceso llegó con el envío de Jean Rousseau, sargento mayor de Bretaña, quien hizo entrega al barón de un enérgico ultimátum lanzado por Juan V. La respuesta del mariscal fue idéntica a la anterior y el pobre oficial acabó haciendo compañía a los otros tres prisioneros. Finalmente, el pulso tenso que sostenían el duque y el barón se finiquitó en Tiffauges, lugar en el que se había refugiado Gilles con sus hombres y los cuatro reos en el intento de escapar de las fronteras bretonas. En dicho enclave ya no se presentaron tropas del duque, sino del mismísimo rey Carlos VII, el cual acudió mediante su condestable Arthur de Richemont —hermano de Juan V— y antiguo compañero de armas del mariscal. Ante la autoridad real, Gilles no pudo plantear ningún tipo de resistencia y entregó, muy a su pesar, a los cuatro cautivos, quedando pendiente el asuntillo de las cincuenta mil coronas de oro que debían pagarse al duque de Bretaña. Con tal motivo y en el deseo de recibir amnistía fiscal, Gilles de Rais salió de Tiffauges rumbo a la localidad de Josselin, donde fue recibido por un malhumorado duque que, por cierto, ya estaba al tanto de las investigaciones efectuadas por el obispo de Nantes. Corría el mes de agosto de 1440 y la tragedia estaba a punto de completarse con el más importante y último de sus actos.