LA CUNA FRANCESA
Es difícil imaginar que una tierra tan excelsa como es Francia pudiera albergar un monstruo de la singularidad ofrecida por Gilles de Rais. No obstante, este «creciente fértil» de nuestra civilización occidental fue y es tan pródigo en manifestaciones humanas de toda índole que debemos aceptar entre sus hijos la aparición casi espectral de algunos personajes siniestros, los cuales nos invitan a entender mejor el complejo entramado que se instala en la mente de determinados individuos, sea cual fuere su procedencia natal. El país galo se alza desde su atalaya predominante en la cultura y sentir de los europeos desde tiempos ancestrales. Sus leyendas caminan parejas a su historia real y en ocasiones ambos sentires se mezclaron dando rienda suelta a toda suerte de narraciones y especulaciones. Gilles de Rais, arquetipo del mal en su peor manifestación, nació en una Francia trastornada por los acontecimientos bélicos de la guerra de los Cien Años y fue caldo de cultivo, como tantos de su generación, de auténticos ríos de superstición, alianzas con el maligno y alquimia frenética, mientras se instruía en las severas leyes impuestas por Dios y por los hombres. Con todo, aquel territorio se nos muestra bello, de orografía perfilada para inspirar las mejores epopeyas no sólo en el periodo que vivió Gilles, sino a lo largo de toda la cronología franca. El mariscal de las tinieblas deambuló la mayor parte de su vida por los terrenos pertenecientes a las antiguas Poitou, Anjou, Normandía y Bretaña. En aquellos lares creció, guerreó y masacró a sus víctimas, regando con la sangre de éstas la tierra que le vio nacer. Acaso su predilección se fijó con más emotividad en Bretaña, esa maravillosa región preñada de misterios, situada en el noroeste francés, y que fue el lugar donde vino al mundo Gilles de Rais. Posiblemente, su influjo y enraizamiento en los enigmas más ancestrales de la humanidad no permanecieron ajenos para el futuro mariscal de Francia. Hoy en día sus más de 27 000 kilómetros cuadrados, con casi tres millones de habitantes, mantienen vivas las inquietantes historias que se originaron durante centurias en aquel enclave, refugio de los celtas britanos, emigrantes forzosos de su isla en el siglo V d. C, cuando las invasiones bárbaras de anglos, jutos y sajones les empujaron hacia el continente en busca de libertad y mejores oportunidades. Desde tiempo inmemorial la antigua Armórica, y posterior Bretaña francesa, fue hogar para el hombre. En la prehistoria, los primeros bretones cazaban mamuts y grandes ciervos rojos en una tierra fértil que besaba las aguas atlánticas así como majestuosos ríos, como el Loira, auténtica arteria vital de una zona dividida geográficamente en tierras del mar (Armor) y tierras del bosque (Argoat), paisajes en definitiva convertidos en primeras impresiones visuales que marcaron a nuestro personaje protagonista. Es más que probable que Gilles visitara durante su infancia el majestuoso recinto megalítico de Carnac, santuario único en su género y emparentado directamente con Stonehenge, en Gran Bretaña. Carnac se nos ofrece como una muestra viva de las inquietudes místicas del hombre antiguo. El gran menhir brisée, con más de veinte metros de altitud, cuatro de ellos incrustados en la madre tierra, y los innumerables monolitos alineados con perfecta marcialidad durante cientos de metros dan vivo testimonio acerca de lo que aquellas gentes rudas y supersticiosas debieron de pensar sobre el origen del universo y de ellos mismos. Bretaña es, por tanto, un lugar de poder en el que confluyen fuerzas cósmicas y telúricas, motivo por el cual fue elegido por los humanos en su lento transitar por este plano existencial. Antiguamente, la región formaba parte de Armórica (al noroeste de Francia), siendo centro de una confederación de tribus del pueblo cimbrio. Los romanos, bajo las órdenes de Julio César, invadieron la zona en el año 56 a. C., y a partir de entonces se convirtió en la provincia romana de la Galia Lugdunensis (Galia céltica), si bien la romanización nunca terminó de cuajar entre aquellas gentes aferradas a viejos ritos que conferían a los dioses de la naturaleza supremacía sobre todas las cosas. Buena prueba de ello es que la lengua bretona original pudo sobrevivir a pesar de los inconvenientes sufridos en aquellos tiempos de asimilación cultural. En los siglos V y VI d. C, tras la retirada de los romanos, muchos britanos —celtas de Britania—, al huir de su tierra natal a causa de las invasiones bárbaras, se refugiaron en la parte noroeste de Armórica. Ellos dieron a la región su nombre actual: Bretaña. Los britanos —más tarde llamados bretones— convirtieron gradualmente al cristianismo a los celtas armóricos, paganos en su mayoría. Tras la caída del Imperio Romano en Occidente y sus formas de gobierno a través de las instituciones creadas, el poder de los bárbaros germanos se extendió durante el siglo V por buena parte de los otrora territorios sometidos a la influencia romana. En el caso de las Galias, geografía perteneciente a la actual Francia, diversos pueblos, como visigodos y francos, se asentaron en aquella latitud dando origen a varios reinos, los cuales fueron a la postre la semilla fundadora del futuro Estado francés. La dinastía merovingia quedó instaurada a mediados de esa centuria con Meroveo, convertido en padre de esta saga tan peculiar como misteriosa, dado que ni siquiera los orígenes del fundador están claros, aunque sí su reinado, que parece haber tenido lugar entre los años 448 y 457-458 d.C. A él le cupo el honor de haber asistido a la trascendental derrota de Atila y los hunos, mientras que a sus sucesores hay que atribuirles otros méritos. Uno de los personajes más atractivos de este periodo es sin duda Genoveva de París. Una carismática mujer que supo estar al lado de los reyes merovingios en momentos decisivos. Nacida hacia 422 d.C., en Nanterre, una pequeña aldea cercana a París, era hija de Leoncia y Severo, un matrimonio de galorromanos que reconocieron muy pronto los dones y virtudes demostrados por su pequeña descendiente. La pequeña Genoveva vivió el desmembramiento del Imperio Romano en Occidente y con tan sólo seis años se consagró a Dios por mediación de san Germano de Auxerre, quien iba de paso hacia Britania. A los quince años ofreció, en compañía de otras dos amigas, su virginidad a la causa cristiana, si bien nunca llegó a profesar su vocación en un convento, siendo una comunidad seglar la morada elegida para sus acciones caritativas. Con el tiempo sus predicaciones y famosos ayunos la encumbraron como personaje relevante de la futura Ciudad Luz y algunos reyes del incipiente linaje merovingio, como Childerico [458-481], accedieron a liberar numerosos presos gracias a las peticiones de la religiosa, quien vio su fama incrementada cuando el feroz Atila amenazaba con devastar París. Fue entonces cuando con notable enardecimiento animó a los parisinos que huían de la ciudad presos del pánico a quedarse y orar con el fin de anteponer un escudo sobrenatural frente a los invasores bárbaros. Nunca sabremos si fueron los rezos o una decisión caprichosa de Atila, pero lo cierto es que los hunos sortearon incomprensiblemente París para dirigirse a Orleans, sufriendo al poco una terrible derrota en los Campos Cataláunicos a manos de los romanos y sus aliados visigodos. Más tarde, la futura santa trabó amistad con el influyente monarca Clodoveo I [481-511], vencedor de los poderosos alemanes, una tribu que amenazaba constantemente la frontera establecida por los francos en los territorios que hoy pertenecen al país germano. Su casi milagroso éxito sobre la confederación de tribus germánicas provocó su conversión al catolicismo, motivado, en buena parte, por la acción de su mujer cristiana, la burgundia Clotilde, quien hizo ver a su esposo que todas las victorias sobre sus enemigos venían dadas por la acción directa del Dios único y verdadero, y por Genoveva de París, quien gracias a sus conversaciones religiosas con el merovingio consiguió inculcarle un gran amor por la causa de la Cruz. Clodoveo se bautizó con absoluta devoción en 496 recibiendo bendiciones y parabienes del sumo pontífice romano, que desde entonces recibió el apoyo incondicional de su nuevo aliado franco. Por su parte, Genoveva prosiguió con una vida de entrega a los demás, consiguiendo trigo y otros alimentos en momentos de escasez, y obrando prodigios cuando la moral ciudadana andaba escasa de ánimo espiritual. Falleció en 502 d. C, rodeada por el cariño de todos aquellos que la habían conocido. Hoy en día es la santa patrona de París y, junto con Juana de Arco, uno de los personajes más queridos por la Francia católica.
En 507 d. C, Clodoveo I, ya convertido en uno de los principales representantes de una dinastía llamada a perdurar más de tres siglos, obtuvo otra importante victoria sobre los visigodos de Tolosa, pésimamente dirigidos por Alarico II, en la batalla de Vouille, que dio al traste con las aspiraciones godas en los territorios galos, dejándoles relegados en una pequeña franja mediterránea llamada Septimania y en la península Ibérica. Los territorios anexionados por Clodoveo en esta campaña son precisamente el lugar donde se ubica el enigma creado en torno a la supuesta descendencia carnal de Jesús de Nazaret, siendo los merovingios los principales depositarios de este secreto sagrado. Sin embargo, no podemos asegurar que mantuvieran esa misión en su tiempo de poder, lo que sí barajamos son determinados datos históricos que nos ponen en la pista de unas cabezas coronadas más pendientes de la holganza vacacional que de sus compromisos a la hora de dirigir el reino o reinos asignados a ellos. La unificación territorial bajo los cetros de Clodoveo I o Dagoberto I fue un mero destello, ya que la posterior disgregación en entidades independientes como Neustria, Austrasia o Borgoña fueron debilitando el poder real en beneficio de la emergente clase aristocrática representada fielmente por los mayordomos de palacio. Finalmente, la influencia, el dinero y el apoyo eclesiástico y político provocaron la caída de los merovingios en un golpe cuyos artífices fueron, como era de esperar, los mayordomos tutores del país, que crearían una nueva dinastía, la carolingia, con personajes relevantes para la historia europea como Carlos Martell, Pipino el Breve, Carlomán o Carlomagno, que daría título al nuevo linaje galo. En cuanto al último merovingio del que tanto se habla y del que tanto se hablará, sólo diremos que, lejos de cualquier especulación imaginativa por parte de autores arriesgados, el auténtico legitimado para decir que puso fin a esta saga es Childerico III, quien reinaría entre 742-751, año en el que Pipino el Breve, llamado así por su escasa estatura, le depuso con la aquiescencia del papa Bonifacio, acaso trémulo ante el revelador misterio que guardaban celosamente los merovingios. La verdad es que el último representante de esta casa real acabó sus días recluido en el convento de Saint Omer, que falleció en 756 llevándose el secreto familiar a la tumba, sin que sepamos con certeza si esa hipotética relación con los descendientes del Mesías salvador se mantuvo con otras sociedades y órdenes posteriores como cataros y templarios, o más bien se difuminó en los cielos del sur de Francia hasta ser resucitado a mediados del siglo XX, gracias a un extraño invento conocido como Priorato de Sión y que se arrogó el derecho de ser continuador de la estirpe merovingia.
Pero volviendo a nuestra historia franca y más en concreto a las zonas por las que se desenvolvió Gilles de Rais, diremos que en los siglos VII y VIII surgieron diversos principados en Bretaña. A principios del siglo IX, éstos cayeron bajo el dominio de Carlomagno, pero en 846 el jefe guerrero Nomenoe, quien había unido a los autóctonos frente a sus invasores, lideró a los bretones contra Carlos II, nieto de Carlomagno, consiguiendo la independencia. Durante la segunda mitad del siglo IX, los bretones reconocieron el gobierno de los duques normandos. En 922, Godofredo —conde de Rennes— se proclamó duque de Bretaña. En 1171 el ducado pasó, a través de una alianza matrimonial, a Geoffrey de Plantagenet, hijo de Enrique II de Inglaterra y de Leonor de Aquitania. A principios del siglo XIII volvió a manos del linaje de los duques franceses de Rennes. Y dos siglos más tarde, en tiempos de Gilles de Rais, era el duque Juan V de Bretaña quien gobernaba la región como señor feudal del propio Gilles.
Bretaña, en el siglo XV, constituía un importante epicentro católico de Francia. Las hambrunas, las constantes guerras y, sobre todo, la peste negra que había diezmado la población en el siglo anterior fueron poderosos argumentos para el afianzamiento de la fe religiosa y, en consecuencia, surgieron diferentes establecimientos eclesiásticos que gobernaban a su modo el ánimo y el sentir de unas gentes necesitadas de esperanza. No es de extrañar que, a lo largo de su historia, Bretaña haya recibido en más de 70 ocasiones la visita sobrenatural de la mismísima Virgen María, lo que originó otros tantos santuarios sagrados en los que se refugiaban todas aquellas almas ávidas de obtener algún signo confortador cara al incierto futuro. Aunque también convivían en perfecta armonía con la religión aceptada leyendas y tradición oral de tiempos remotos. Es en Bretaña donde numerosos investigadores y eruditos como Geoffrey de Monmouth, autor de Historia de los reyes de Bretaña, coinciden en afirmar que nació para la narrativa universal la imponente figura del valiente rey Arturo. Esta figura semilegendaria de nuestro acervo cultural europeo es difícil desligarla de su verdadera epopeya envuelta por cientos de libros, decenas de películas e incontables narraciones populares. Lo poco que sabemos de este rey, de forma fidedigna, es que sobre el siglo V o VI d.C. existió un carismático caudillo anglorromano llamado Owain Dantgwyn cuyo sobrenombre, «Art» (“Oso”), fue el que finalmente le proyectaría universalmente hasta nuestros días. El mito artúrico ha sido modelado a lo largo de los siglos, primero, por los clérigos amanuenses, luego, por los trovadores y juglares, y más tarde, por narradores románticos y guionistas cinematográficos. Según aparece en las crónicas elaboradas por el monje Gildas en el siglo VI, existió un jefe tribal que logró, tras muchos combates, unificar a las tribus celtas de Britania; eran los tiempos de la edad oscura y poco o nada de lo acontecido pasaba al papel. Es por tanto mérito de la tradición oral que este personaje haya llegado a tan digno puerto. En los siglos IX y X Arturo surgirá de nuevo como guía de los sajones en las eternas luchas de Albión. Libros de gran calado como la Historia Brittonum o Annales Cambriae reforzarán la idea de un pasado glorioso para los británicos.
En el siglo XII, la Historia Regnum Britanniae, de Geoffrey Monmouth, asentará la filosofía vital del universo artúrico para que años más tarde la mítica reina Leonor de Aquitania —madre de Ricardo Corazón de León— encargue a sus trovadores la recuperación total de esta tradición. Serán autores medievales, como Chrétien de Troyes o Robert de Boron, los que darán el impulso definitivo al rey Arturo y los suyos: el mago Merlín, Morgana, Ginebra, así como los caballeros puros de la Tabla Redonda, donde destacan Lancelot, Percival… Todos giran en torno a la magia de Excalibur, espada prodigiosa protegida por la Dama del Lago, quien, en el deseo de dar a Inglaterra el monarca más brillante, la incrustará en una roca a la espera de ser extraída por el joven Arturo, el elegido para regentar el destino escrito por los dioses celtas. Camelot es la ciudad donde coinciden los mejores sentimientos humanos, su defensa es vital para contener a las hordas malignas. Los caballeros buscan el Grial como signo de pureza ante los ojos del Creador. Y, por si todo falla, queda la enigmática isla de Avalon, la conexión perfecta con la ancestral religión pagana. Finalmente, en 1469, el escritor Thomas de Mallory dio el toque definitivo a la mitología artúrica imaginando un apasionado romance entre la reina Ginebra y el caballero sir Lancelot. Sea como fuere, ignoramos cuánto de mito o cuánto de realidad tiene esta sugerente historia universal que bien pudo originarse en la tierra natal de Gilles de Rais.
Según parece, en estas mismas leyendas artúricas se inscribe un hecho que más tarde cobrará sentido en la asombrosa Juana de Arco, una humilde muchacha nacida en la aldea de Domremy que consiguió, con apenas diecisiete años de edad y gracias a sus voces divinas, salvar a Francia de la amenaza británica. En las recopilaciones de viejas narraciones populares celtas nos encontramos con un mago Merlín anunciador de un vaticinio que siglos más tarde se convertiría en gozosa realidad. En la profecía el viejo druida pronosticaba que Francia sufriría un terrible peligro y que sólo una doncella surgida del bosque mágico de las hadas sería capaz de solventar semejante trance asegurando con ello el futuro del país galo. Como veremos en las páginas de este libro la revelación druídica tuvo para muchos un cierto fundamento y, en 1429, se pudo cumplir con total éxito. Gilles de Rais —como escolta y protector de Juana— fue testigo privilegiado del hecho; este asunto trazaría los caminos esenciales de su vida y obra. Por cierto, Leonor de Aquitania, debido a su fogosa actividad política y amatoria, procuró el escenario perfecto para que, en 1337, estallara el largo y extenuante conflicto entre Inglaterra y Francia, más conocido como guerra de los Cien Años. En esta contienda, Gilles obtuvo la distinción de mariscal de Francia, cuando apenas contaba veinticinco años, pudiendo desde entonces situar la flor de lis, símbolo de la monarquía francesa, en su escudo de armas. En resumen, son los actuales territorios de Bretaña y País del Loira los ámbitos por los que se movió el terrible Gilles de Rais. Asimismo debemos mencionar que, en los años por los que transcurre la acción de que trata este libro, la importante ciudad de Nantes era la capital del ducado de Bretaña. Sita en la estratégica desembocadura del río Loira, constituía una clara referencia comercial para las incesantes actividades mercantiles y sociales del momento. En la plaza se asentaban las sedes de los gobiernos civil y eclesiástico, siendo el lugar donde se juzgó y condenó a Gilles de Rais en el célebre proceso del que daremos cuenta en la tercera parte de esta obra. Ahora, una vez descrito el escenario geográfico por el que transitó nuestro mariscal, veamos cómo creció en aquellas tierras su influyente y poderoso linaje aristocrático.