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Gracias al Hombre Calendario, el tiempo no seguía su propio curso. Al Hombre Calendario, pues así era como llamaba Bryan para sus adentros al hombre que ocupaba la cama situada enfrente de la de James, en la misma hilera que Bryan. Él era quien había agitado sus piernas cortas sobre la camilla de Bryan durante el viaje en camión. Un hombrecito alegre que nunca abría la boca y que siempre se quedaba en cama y cuyo único quehacer y obligación diaria consistía en anotar la fecha en su expediente. Durante mucho tiempo, las enfermeras rabiaron contra su obsesión y solían castigarlo reduciendo sus raciones y contando mentiras sobre él durante las visitas médicas para que los médicos creyeran que era totalmente incontrolable y lo trataran con mayor dureza de la estrictamente necesaria. Por ello podía ocurrir de vez en cuando, después de haber recibido un electro-choque, que el hombrecillo se mantuviera tieso como un arco en la cama, echado hacia atrás y convulsionado por los calambres que recorrían su pequeño cuerpo.
Su salvación llegó con un nuevo cargamento de pacientes que de pronto un día apareció en el patio, de camino a uno de los bloques traseros. Este grupo de heridos iba acompañado por tres jóvenes enfermeras que más tarde reemplazarían a algunas de las que mayor empeño ponían en mortificar al Hombre Calendario. Transcurridos un par de días, la más delgada de las jóvenes, seguramente un poco menor que Bryan y James, le regaló un pequeño cuaderno de papel grisáceo y basto y clavó una pequeña tachuela sobre la cabecera de la cama para que sus apuntes diarios pudieran ser admirados por todo aquél que pasara por su lado.
Bryan no acababa de entender cómo el Hombre Calendario lograba distinguir un día del otro después de una tanda de electro-choques. Simplemente constataba que los días perdidos eran recuperados milagrosamente con una exactitud deslumbrante.
A pesar de que estaban en el mes de abril, la humedad seguía atenazando la sala y todavía permitían que los pacientes se cubrieran con dos mantas por la noche. Bryan nunca se quitaba los calcetines e intentaba protegerse lo mejor que podía de la corriente fría que se colaba a través de las contraventanas a prueba de bombas y se escurría por los cabezales de las camas. Últimamente, muchos se habían resfriado y no dejaban de temblar y de toser.
Por lo visto, el hombre de la cara picada de viruela apenas notaba el frío y se dirigió, por tercera vez aquella misma noche, a la cama de Bryan para estrujarlo entre las mantas. El viento se había serenado ligeramente y la sala estaba en silencio. Bryan cerró los ojos y notó cómo las dos enormes manos introducían cuidadosamente la manta por debajo de su cuerpo y le acariciaban la frente como si en vez de zarpas fueran patitas de gato. Entonces zarandeó a Bryan ligeramente y le pellizcó la mejilla como si fuera un bebé, hasta que éste abrió los ojos y le devolvió la sonrisa. De repente, el hombretón le susurró unas pocas palabras al oído y su cara se transformó por un instante; una mirada cautelosa y despierta que, como un rayo, abarcó cada una de las facciones de la cara de Bryan, que al instante volvió a relajarse y a debilitarse. Entonces se volvió hacia el vecino de Bryan, le acarició la mejilla y le dijo: «¡Gut, guuut!».
Finalmente se sentó en una de las sillas del pasillo y dirigió la mirada hacia la cama de James. Los dos pacientes que ocupaban las camas contiguas a la del hombretón alzaron la cabeza y sus siluetas se dibujaron nítidamente contra la luz de la luna que entraba por la ventana. También ellos observaban a James, que estaba tumbado en la cama.
Bryan miró de reojo por encima de la punta de la nariz y paseó la vista por la sala. Por lo que alcanzó a observar, el resto de los pacientes dormían. Le llegaron unos sonidos silbantes e intermitentes, acompañados por las sombras de los dos hombres que volvían a recostarse en sus camas. Volvieron a oírse unos sonidos silbantes y el malestar se apoderó de Bryan, disipando el sueño que había estado a punto de conciliar.
¿Eran unos débiles susurros o el viento y los cristales de las ventanas, que vibraban?
A la mañana siguiente, el hombretón seguía sentado en la silla. El paciente que los afeitaba cada dos días había entrado a gatas mientras aún dormían, y al ver a aquel individuo roncando con la cabeza apoyada en el pecho, había prorrumpido en una risa tan estrepitosa que la enfermera de guardia había acudido corriendo para llevárselo de vuelta a su sección a toda prisa. La enfermera le propinó un collazo al hombretón y sacudió la cabeza cuando, él intentó aplacarla precipitándose hacia el pasillo en busca de su delantal.
Entonces ella suspiró profundamente y se dispuso a realizar las tareas del día, ahora que, de todos modos, la habían despertado.
Algunos de los pacientes se estaban recuperando. El vecino de Bryan ya no yacía rígido en la cama con aquella mirada apática e inmutable, sino que parecía estar tranquilo y relajado. Recibía constantes golpecitos amables de los enfermeros, a los que de vez en cuando hablaba de forma entrecortada. Otros ya habían abandonado la cama definitivamente y pasaban la mayor parte del día sentados a la mesa que había en el otro extremo de la sala, hojeando las revistas de los camilleros, llenas de amor, romanticismo e idilio alpino. De vez en cuando, dos de los camilleros de mayor edad causaban revuelo a su alrededor cuando se ponían a jugar a las cartas.
A medida que fueron abundando las horas de sol, fue creciendo el número de pacientes que se acercaban a las ventanas para contemplar a los hombres de las demás secciones que jugaban y se reían en el patio. Eran soldados heridos de las SS con lesiones normales que jugaban a la pelota o saltaban al potro. Pronto les darían el alta.
Bryan podía seguir todo lo que pasaba en el patio si se sentaba con las piernas cruzadas en la cabecera de la cama y estiraba el cuello. Era capaz de permanecer en esa postura durante horas y horas, contemplando el cielo que se abría sobre las torres de vigilancia que flanqueaban la puerta de entrada y el paisaje quebrado y cubierto de bosque que se extendía detrás de ellas.
Era también cuando adoptaba aquella postura que podía alcanzar los extremos de las patas de la cama, sacar los tapones de madera y echar las pastillas en los tubos de hierro que conformaban la cabecera. Desde que habían cesado los electro-choques, había intentado evitar tragarse las pastillas cuando se las metían en la boca. De vez en cuando se tragaba alguna y otras veces ya estaban prácticamente disueltas cuando por fin tenía ocasión de escupirlas en la mano. Sin embargo, el efecto final fue el esperado. Cada vez se sentía más despejado. Las ansias de huir se iban imponiendo poco a poco.
Entre toda aquella congregación de locos desconcertados y despistados, tan sólo uno lo había visto echar las pastillas en el tubo de la pata de la cama. Era el que había permanecido con los ojos abiertos bajo la ducha el primer día. Al principio, aquel hombre se había infligido tantos castigos corporales que había pasado un buen tiempo con la camisa de fuerza puesta, tumbado en la cama y totalmente aletargado por la medicina. Ahora, tres meses más tarde, solía permanecer totalmente quieto, echado en la cama con la mano debajo de la mejilla y las piernas encogidas, mirando a los demás. Bryan había atrapado su mirada en el mismo segundo en que había dejado caer las pastillas, acción que fue correspondida con una sonrisa exagerada. Más tarde, Bryan abandonó su lecho y recorrió la hilera de camas hasta llegar a la de aquel hombre. Sus facciones estaban relajadas y los ojos no dieron muestras de reconocimiento cuando Bryan se inclinó sobre él.
Mientras la primavera intentaba infructuosamente derretir la nieve negruzca del patio y conferirles vida a las sombras, Bryan inspeccionaba palmo a palmo el paisaje que se abría ante sus ojos.
Su bloque se hallaba en el extremo del complejo, casi pegado a las rocas, y tenía ventanas que daban al oeste. El sol de la tarde se ponía directamente entre las torres de vigilancia, arrojando sus rayos rojos y mates sobre los edificios que había enfrente. A la izquierda, en dirección sur, estaba la cocina, que podía vigilar con mayor facilidad si se trasladaba a la ventana del pasillo que daba a la sala de baños. Hacia el suroeste habían construido unos barracones más pequeños que alojaban a los guardias y a los equipos de seguridad. Desde la ventana de Bryan se apreciaba el frontis del anexo del personal médico auxiliar. A menudo veía cómo algunos se detenían en la entrada y constataba los esforzados intentos de los médicos más jóvenes por llevarse a las enfermeras a la cama. Aparentemente no lo conseguían nunca, lo que hacía que estas escenas resultaran cómicas y sus protagonistas ridículos, aunque no por ello le parecieran a Bryan más humanos.
Hacia el norte, el edificio que habían construido a continuación y paralelamente al suyo ocultaba la sala de gimnasia y toda la zona que se extendía detrás de ésta. También algunas de las secciones que había más abajo quedaban casi ocultas detrás de la aguda esquina amarilla.
A lo largo de las veinticuatro horas del día se veían guardias y patrullas de perros en movimiento a lo largo de la alambrada que rodeaba el complejo. Tan sólo se les permitía el acceso al lazareto a unos cuantos civiles y siempre acompañados por personal de seguridad o soldados rasos de las SS.
Durante las primeras y largas semanas, el miedo a ser confrontado con los familiares del soldado cuya identidad había tomado a la fuerza lo había obsesionado. Pero aunque la sección estaba repleta de hombres para quienes una cara conocida habría contribuido a una mejora significativamente más rápida, nunca venía nadie. Estaban aislados y no querían que se conociera ni su existencia ni, por supuesto, su estado. De hecho, a Bryan le resultaba inexplicable que los mantuvieran con vida.
Bryan nunca vio a James mirar por las ventanas. Desde principios de abril apenas había salido de la cama, aparentemente debido al efecto que ejercían los medicamentos que le suministraban.
Entraron tres camiones por la puerta principal, que se volvió a cerrar inmediatamente. «¡Quién estuviera metido en uno de ésos y pudiera conducir sin parar hasta llegar a casa!», soñó Bryan. El ruido de los motores pronto se extinguió por detrás de las colinas y los vehículos desaparecieron en el valle. El vecino del hombretón de la cara picada se colocó al lado de la cama de Bryan y se puso a mirar a los guardias sin decir nada. Mientras tanto, sus piernas no dejaron de temblar y sus labios se movieron sin parar. Aquel hombre de rostro ancho había tenido esa conversación muda consigo mismo desde el primer día y, en más de una ocasión, Bryan había visto tanto al picado de viruela y a su otro vecino acercar la oreja a su boca con rostros llenos de expectación y paciencia. Luego solían sacudir la cabeza y reírse como si fueran dos niños deficientes mentales.
Bryan no pudo evitar reír al pensar en ello y fijó la mirada en los labios que trabajaban incesantemente. El hombre se dio la vuelta y lo miró con una expresión de locura que hacía que su rostro resultara aún más cómico. Bryan tuvo que llevarse la mano a la boca para ahogar la risa. El hombre detuvo los movimientos de la boca por un segundo y sonrió a Bryan; era la sonrisa más ancha que Bryan jamás había visto.