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En el mismo momento en que abandonaron la sala, el hombre de la butaca retomó lo que estaba haciendo antes de que lo interrumpieran. Primero empezó a menear los pies como de costumbre. Luego separó los dedos de los pies hasta que empezaron a dolerle, respiró profundamente y se relajó. Acto seguido tensó las pantorrillas, hasta que éstas también empezaron a dolerle y luego la parte delantera de las piernas y los muslos. Después de haber activado y relajado todos los grupos de músculos de su cuerpo, volvió a empezar desde el principio.

La pantalla de televisión de grano grueso cambiaba de color constantemente. Las siluetas que se movían en el televisor habían sudado y transmitido toda la excitación que tenían dentro durante un buen rato. Ya era la tercera vez que veía a los mismos velocistas preparándose para la misma carrera. Movían los brazos y las piernas en un extraño ejercicio de relajamiento. Algunas de las zapatillas tenían tres rayas, otras sólo una. En el disparo y el posterior impulso hacia adelante, todos movieron los brazos describiendo molinillos en el aire, en un principio, hacia adelante y hacia atrás, luego hacia arriba, al cruzar la línea de meta. Todos eran hombres musculosos, sobre todo, los hombres de color; por todo el cuerpo, de los pies a la cabeza.

El hombre se puso en pie cautelosamente y alzó los brazos. Ninguno de los demás pacientes apartó la mirada de la pantalla. Nadie le hacía caso. Entonces volvió a tensar los músculos, grupo por grupo. Su cuerpo era como el de los hombres de color, armonioso, de los pies a la cabeza.

Algunos de los corredores se tumbaron en el césped. Ninguno era de color, y todos llevaban pantalones claros. La mayoría eran claros; los pantalones, claros. Mientras alzaba los brazos en el aire por décima vez, contó a los oficiales que formaban una fila en la barrera, separando la pista de los espectadores. Por cada cambio de cámara volvía a contarlos. Había veintidós.

Y entonces volvió a sentarse y retomó su programa.

Los velocistas se pasearon un buen rato con los brazos en jarras. También había visto esta carrera antes. No se miraban. La mayoría llevaban zapatillas con tres rayas. Sólo uno de ellos se había conformado con una. Contó el número de oficiales de la barrera. En esta carrera sólo había unos cuantos; ocho. Volvió a contarlos.

En medio del rótulo que indicaba una pausa entre las retransmisiones, volvió a ponerse en pie. Se inclinó hacia adelante y se agarró los tobillos, acercando el torso a los muslos. Cerró los ojos y tomó nota de los sonidos de la sala. El zumbido de los espectadores era ahogado por el silencio que anunciaba la próxima carrera, la misma que había visto el día anterior.

Estiró con fuerza de sus piernas, golpeó la frente contra las rodillas y empezó a contar hacia atrás. ¡Cien, noventa y nueve, noventa y ocho, noventa y siete…! Volvió a oírse un disparo. Volvió la mirada y dejó que la imagen de la sala pasara volando patas arriba. Un rostro en la silla contigua a la suya se emborronó con sus movimientos intensos. Todos los rasgos se confundieron, los colores se mezclaron y volvió a oír los gritos de los espectadores; una amplia y profunda consonancia desarticulada. Se incorporó, echó un vistazo rápido a la pantalla y registró la imagen de la masa maciza de brazos y colores. Volvió a cerrar los ojos y empezó a contar las cabezas de aquella imagen evocada. El sonido de fondo se apagó. Llegado a este punto de sus ejercicios, el hombre solía marearse. Realizó las últimas treinta flexiones por reflejo. Inspiró un par de veces y volvió a incorporarse. Tras realizar un par de estiramientos de la musculatura del cuello, se estiró hacia el techo y se sentó en el sillón en cuanto los granos de la pantalla volvieron a confluir en una imagen.

Luego respiró profundamente varias veces y retuvo la respiración. Ésta era la recompensa que seguía a cada repetición. Una concentración y un sosiego absolutos. Todos los poros se abrían. En aquellos instantes, la sala se hacía real.

Entonces cerró los ojos y repasó la última repetición desde atrás, movimiento por movimiento. Al volver al inicio, percibió claramente cómo habían sonado los pasos del visitante a sus espaldas. Evocó todos los movimientos en la sala.

Los zapatos que había llevado el extraño estaban provistos de suelas duras. Los golpes contra el suelo habían sido cortos; los pasos, rápidos y cuantiosos, numerosos. Se había quedado quieto cuando la directora se había acercado al intercomunicador. Y luego habían vuelto a hablar.

El hombre de la butaca de orejas juntó las rodillas rápidamente y desenfocó la mirada. Después soltó el aire entre los dientes e inspiró repentina y profundamente, una vez más. Habían hablado. Ambos habían pronunciado sonidos que lo importunaban y lo corroían al evocarlos. Abrió los ojos y vio a un nuevo grupo de corredores que se preparaban para la próxima carrera. Cinco de ellos llevaban las zapatillas con las tres rayas. Dos sólo llevaban una. Luego contó a los oficiales en la barrera. Esta vez tan sólo eran cuatro. En el tercer recuento empezó a respirar con ansiedad y alzó la vista.

Algunas de las palabras se negaban a abandonarlo.

Volvió la mirada hacia la pantalla y empezó a mover las pantorrillas de nuevo. Esta vez se saltó la mitad del programa, tomó impulso, se puso en pie y se agarró los tobillos. Al oír pasos en el pasillo, los soltó y se incorporó. Hasta entonces, nadie lo había pillado realizando aquel ritual.

Cuando el hombre del rostro picado de viruela se sentó a su lado, volvió la cabeza. Dejó que su visita le acariciara el dorso de la mano y contó las veces que lo hizo, como de costumbre. Esta vez, su visita estuvo más suave que de costumbre.

—Ven, amiguito —se limitó a decirle—, vamos a ver a Hermann Müller.

Le apretó la mano y prosiguió:

—Ven, Gerhart, vamos a tomar el café de los sábados.

Fue la primera vez en años que aquel nombre se le hizo extraño a James.