59

Esta vez, Lankau no estaba dispuesto a dejarse sorprender. Tras haber abandonado a Petra en el cuarto de la prensa, se había pasado la mayor parte del tiempo sentado en una silla, explorando la oscuridad. Hubo un momento en que la mujer larguirucha se había puesto algo histérica. Se había despertado sobresaltada y había mirado a su alrededor, dando claras muestras de extravío. Cuando se dio cuenta de que estaba atada y sola, tiró de las cuerdas y profirió algunos sonidos guturales que la mordaza apenas dejaba salir. En el momento en que Lankau salió de su rincón, la mujer enmudeció como por arte de magia.

—Por lo visto, no eres tan muda como querías dar a entender —susurró Lankau, sonriente, y se acercó a ella.

Cuando le aflojó el pañuelo que hacía las veces de mordaza y que se le había hundido en las comisuras de la boca, Laureen echó la cabeza hacia atrás mostrando todo su odio reprimido.

—Me parece a mí que no eres muda del todo —volvió a intentarlo Lankau, esta vez en inglés—. Pues sí, estás sola —dijo alternando los dos idiomas—. ¡La pequeña Petra no está aquí! ¿La echas de menos?

Lankau se rió. Sin embargo, la mujer no reaccionó.

—Venga, deja que te oiga hablar una vez más, querida Laura, o como sea que te llames —dijo sentándose en cuclillas delante de ella—. ¿Qué te parece, por ejemplo, un pequeño grito?

Lankau levantó el puño y abrió la mano delante de su rostro. Luego lo agarró como si fuera una enorme piedra que quisiera lanzar muy lejos. Y al cerrar él la mano a su alrededor llegó el grito. Sin embargo, Lankau no consiguió sacarle ni una sola palabra.

El hombre del rostro ancho apretó el pañuelo y volvió a ocupar su silla delante de la ventana.

La primera vez que vio a Arno von der Leyen fue cuando éste salió del BMW aparcado en la carretera. La visión de la figura encogida lo llenó de alegría a la vez que lo excitó. Lankau deslizó la mano por el alféizar de la ventana sin perder de vista a su víctima. Cuando alcanzó el cuchillo que había dejado listo al lado de la manzana a medio comer, se volvió decidido hacia la mujer atada en la silla. Tras haberlo rumiado un segundo, decidió que, de momento, la dejaría vivir.

El golpe que le propinó en el cuello, justo por encima de la clavícula, la dejó inconsciente.

La silueta desapareció un tiempo, oculta detrás de las vides. Lankau intentó detectar algún movimiento en el terreno. Al no conseguirlo, volvió a la ventana.

Aunque no había humedad en el aire, el patio daba la sensación de estar resbaladizo. Bryan adelantó los pies sobre los adoquines con mucho cuidado y, aun así, estuvo a punto de resbalar varias veces sobre la capa de musgo. No le gustaba la idea de introducirse en la casa sin antes saber por qué no estaba encendida la luz del patio. Pese a la Shiki Kenju que sostenía en la mano, resultaba difícil sentirse totalmente seguro. La oscuridad había sido su compañera desde que se había escurrido al interior del piso de Stich.

Y ya no le hacía ninguna gracia.

Al dar el primer paso por el pasillo registró algo conocido. Incluso antes de que tuviera tiempo de reconocer lo que era, sintió un profundo pinchazo en el costado. Al caer hacia adelante por el efecto de shock que le produjo el pinchazo, volvió a notar lo que había notado antes. Viva y fervorosamente.

La pistola voló de su mano de un puntapié, y entonces se encendió la lámpara del techo.

Lo único que pudo ver Bryan fue a Lankau, que ocupaba todo su campo visual. La luz del techo lo rodeaba como una aura. La luz lo había cegado e, instintivamente, Bryan rodó hacia un lado y chocó con algo duro e irregular. Lo agarró inmediatamente y lo arrojó contra la cabeza de su contrincante con todas las fuerzas que pudo movilizar.

El resultado fue abrumador. La silueta cayó al suelo con un rugido.

Bryan se incorporó dolorido y se echó rápidamente a un lado buscando apoyo en la pared. Los contornos y la composición de la estancia se le revelaron de pronto. Delante de él yacía Lankau mirándolo con una expresión enfurecida. Todavía sostenía el cuchillo en la mano, pero aún no estaba listo para saltar sobre él. Era fácil ver por qué. Una brecha corta pero profunda recorría su nariz dejando entrever un pedazo de cartílago de color blanco azulado.

Bryan notó un dolor agudo en el costado y miró hacia abajo. Lankau le había clavado el cuchillo en el costado, debajo de la tercera costilla. De haberlo hundido cinco centímetros más, le habría perforado el pulmón. Y si hubieran sido diez, ya estaría muerto.

La sangre abandonaba su cuerpo muy lentamente, pero tenía el brazo izquierdo anquilosado.

En el momento en que lo descubrió, Lankau avanzó hacia él, arrastrándose por el suelo. Bryan buscó a tientas por el suelo y encontró un leño igual que el que había lanzado contra su agresor. Cuando Lankau se disponía a lanzarse contra él, Bryan lo golpeó en el brazo con tanta fuerza que tanto el leño como el cuchillo salieron despedidos por el aire.

—¡Cerdo! —rugió Lankau mientras luchaba por incorporarse.

Ambos respiraban con dificultad, aunque no perdían de vista al otro ni por un momento. Tan sólo los separaban un par de metros.

—¡No la encontrarás! —gruñó Lankau al ver que Bryan recorría el suelo de la estancia con la mirada.

Movió los ojos con mayor rapidez. Ni el cuchillo ni la Kenju podían estar muy lejos. Cuando su mirada alcanzó el encendedor que, hacía tan sólo un par de meses, le había regalado a su mujer, se le heló la sangre. De pronto fueron apareciendo las pequeñas pertenencias de Laureen diseminadas por la superficie ruda del suelo. Al volver la cabeza y ver unos pies atados a las patas de una silla le sobrevino el mayor susto de su vida. En ese mismo instante, reconoció la sensación que había tenido al entrar en la estancia: una impresión pesada e insistente que debería haberlo puesto sobre aviso; una insinuación ligera e incitante del perfume que Laureen había utilizado a diario durante los últimos diez años.

El perfume que, en su día, él mismo le había pedido que usara.

El jadeo que profirió al ver a su mujer atada a la silla, pálida y con la mirada embotada y soñolienta, se interrumpió de golpe.

Lankau aprovechó un momento de descuido, cuando Bryan había buscado los ojos de Laureen con la mirada, para abalanzarse sobre él con todo el peso de su cuerpo, y la herida del costado se volvió a abrir.

Lankau se había quedado con la boca abierta. El aliento fétido y la saliva viscosa le salía a borbotones. Estaba profundamente concentrado en las llaves de lucha libre que intentaba aplicar a su víctima. Toda su fisonomía parecía ávida de infligir dolor. Las manos de Bryan buscaban febrilmente atajar aquella coraza. Tuvo que atrapar puñetazos, interceptar golpes, detener puntapiés y rodillazos. Las bocas de ambos eran como tijeras cortantes que se abrían y cerraban sin cesar, buscando el cuello del otro.

La fuerza centrífuga arrojó los cuerpos sobre el contenido del bolso de Laureen: paquetes de tabaco, tampones, perfiladores de ojos, polvera, agenda, apuntes y otros objetos de carácter indefinido. Chocaron contra los muebles, arrancaron mantelillos de encaje de los aparadores, volcaron figuritas negras de Kenia y rompieron carcajes zulús como si de cáscaras de huevo se tratara.

En el preciso momento en que Bryan había conseguido liberar una mano con la que agarrar a Lankau por la entrepierna, el gigante se revolcó y alejó a Bryan de un empujón.

Separados por apenas un par de metros, los dos hombres intentaron formarse una idea general de la situación y de las posibilidades de cada uno mientras recuperaban el aliento. Un viejo que lo había aprendido todo acerca del arte de matar y un médico de mediana edad que sabía que la suerte no es un valor eterno. Sus ojos no buscaban lo mismo. Lankau buscaba cualquier objeto que pudiera usar como arma; Bryan sólo buscaba la Kenju.

Lankau fue el primero en encontrar lo que buscaba. A Bryan no le dio siquiera tiempo de verlo lanzar su pieza de artillería. El aparador lo alcanzó de lleno en la clavícula, cortándole la respiración. En ese mismo instante, el hombre corpulento saltó sobre Bryan como si de pronto tuviera alas.

Mientras su brazo derecho impactaba contra el diafragma, el otro se cerraba alrededor del cuello de Bryan, atrapando los pelos de la nuca que Laureen siempre había intentado que se afeitara. Aquel brazo, tan grueso como un poste, estuvo a punto de romperle el cuello. El nudo en la garganta creció de manera casi sobrenatural. Entonces Lankau volvió a ponerse en pie y, con una fuerza sobrehumana, lanzó a Bryan contra la pared en la que estaban colgadas las cornamentas. Uno de los trofeos de los últimos años colgaba a la altura del pecho. Los pequeños y afilados cuernos desgarraron la americana de Bryan con tanta facilidad que podría creerse que la tela de la que estaba hecha tenía varios cientos de años.

El grito de Laureen hizo que Bryan volviera la cabeza. Lo siguiente que notó fue la colisión con el cuerpo de Lankau. Uno de los cuernos rebotó en la columna vertebral de Bryan con un chasquido aterrador que hizo que Lankau soltara un rugido de alegría y se ensañara con Bryan con fuerzas renovadas.

Fuera el dolor o la intuición lo que lo llevó a hacerlo, el caso es que Bryan alzó los brazos, que fueron a dar contra la cornamenta de otro de los trofeos de caza de Lankau.

Cuando finalmente los dedos alcanzaron los cuernos del trofeo, la sangre salía a borbotones de su espalda. Aplicando el peso de su cuerpo, Bryan logró arrancar la cornamenta de la pared y continuó el movimiento descendiente con tal fuerza que los cuernos se clavaron en los recios músculos de la nuca de Lankau. El hombre de la cara ancha reculó de un salto con una expresión de sorpresa y el cráneo del ciervo sobresaliéndole de la cabeza.

Estaba visiblemente afectado y dio unos pasos titubeantes que suelen preceder al desplome. En el momento en que cayó sobre el cuerpo de Laureen, Bryan tuvo que reconocer que Lankau todavía guardaba un as en la manga.

Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, el hombre corpulento se había puesto en pie y había rodeado la silla. Desde aquella postura agarró el cuello de Laureen con su brazo derecho. La intención era clara: un solo tirón de aquel fornido brazo, y la vida de Laureen habría terminado.

Lankau no dijo nada. Se limitó a respirar pesadamente y miró a Bryan fijamente a los ojos mientras su mano izquierda buscaba la cornamenta que pendía de su carnosa nuca. Bryan se separó de la pared en el momento en que Lankau tiraba hacia arriba. Sus alaridos de dolor se fundieron en un largo grito aterrador.

—¡Tú te quedas dónde estás! —rugió Lankau inmediatamente al ver que Bryan daba un paso adelante—. ¡Un solo movimiento en falso, y le rompo el cuello!

—No me cabe la menor duda.

Bryan sabía que no se trataba de una amenaza vana.

—Coge esa cuerda de ahí. ¡Ya sabes perfectamente dónde encontrarla!

—Me desangraré si antes no encuentro algo con lo que cubrirme las heridas.

El ojo ciego de Lankau se entreabrió al fruncir el ceño. No había el menor rastro de misericordia en aquel hombre. Se quedaron inmóviles, midiéndose mutuamente.

La expresión en los ojos de Laureen era desgarradora. La presión del brazo tensaba los tendones de su cuello haciendo que parecieran cuerdas de una guitarra a punto de romperse. Si Lankau le rompía el cuello ahora, la lucha todavía no habría terminado. Ambos lo sabían y por eso Bryan podía permitirse desafiarlo y levantarse la camisa. La herida en el costado soltaba un constante y lento reguero de sangre. Se pasó la mano por la espalda con mucho cuidado. La piel alrededor de las profundas heridas provocadas por los cuernos estaba desgarrada. Bryan decidió arrancarse la camisa y la americana.

El vendaje era más que provisional, pues se caía a trozos. Lankau sonrió al ver cómo Bryan hacía tiras de la camisa y luego se vendaba las heridas con ellas. Una vez hubo terminado, Bryan fue a por la cuerda.

—¡Me temo que tu vendaje no te va a servir de gran cosa! —se rió Lankau llevándose la mano a la nuca.

Bryan lo ignoró.

—¡Y ahora supongo que pretenderás que me ate a la silla yo mismo!

—¡Empieza por los pies, cerdo!

Bryan se agachó con dificultad.

—Supongo que sabes que no vas a salir de ésta…

—¿Quién va a impedírmelo?

—¡Hay alguien que sabe que estoy aquí!

Lankau lo miró con conmiseración.

—¿Ah, sí? ¿De veras? ¡Y ahora me dirás que toda la caballería está esperando en el margen de Münstertal! —Lankau rió a carcajadas—. ¿A que también hay alguien a mis espaldas apuntándome con una pistola? ¿Es ahora cuando toca soltar esta mamarrachada?

—Le conté al conserje del hotel dónde estaría esta noche.

—¡Vaya! —Lankau torció la boca en una mueca—. Pues le agradezco que me lo haya contado, Herr Von der Leyen. Tendremos que buscar una explicación razonable a tu repentina sortie, ¿no te parece? Debería ser bastante fácil, ¿no?

—Métetelo en la cabeza de una vez: ¡no me llamo Von der Leyen!

—¡Átate los pies y no hables tanto!

—Sabes que es mi mujer, ¿no es cierto?

—¡Sé muchas cosas! ¡Vaya si las sé! Que está sorda. También sé que es incapaz de decir nada sin estar amordazada, pero, en cambio, con la mordaza todo va mucho mejor. ¡Y luego sé que se llama Laura y que es de Friburgo, pero que prefiere vivir en Canterbury! Tú seguramente también vives en Canterbury, ¿me equivoco?

—He vivido allí toda mi vida, salvo unos pocos meses durante la guerra, que pasé donde tú ya sabes.

—¿Y entonces fue cuando vosotros, mis tortolitos preferidos, decidisteis hacer un viaje turístico? ¡Fenomenal! —Su sonrisa irónica desapareció y respiró hondo—. ¿Has acabado de atarte? ¿Has tensado bien la cuerda?

—Sí.

—Levántate, recoge el resto de la cuerda y acércate a la mesa dando saltitos. Déjame ver si estás bien atado. ¡Pon las manos a la espalda!

Lankau comprobó de un tirón en la cuerda que estaba bien atado. Su respiración seguía denotando excitación.

—Inclínate sobre la mesa, ¿me has entendido?

Bryan apoyó la mejilla contra la encimera. El fuerte tirón del brazo estuvo a punto de rompérselo.

—No te muevas —le advirtió Lankau—. ¡Cómo te muevas, te rompo el brazo!

Dicho esto, enrolló la cuerda alrededor de la muñeca del brazo derecho de Bryan y luego alrededor del pulgar de la misma mano. Cuando finalmente estuvo fijado el brazo, pasó la cuerda por el cinturón de Bryan y tiró de ella. Bryan soltó un grito cuando el brazo derecho le quedó bloqueado detrás de la espalda.

—¡Vaya pareja que estáis hechos, vosotros dos! —prosiguió Lankau dándole la vuelta a Bryan, al que se le clavó el borde de la mesa en la herida del costado. Bryan soportó el dolor agudo sin rechistar—. ¡Sois casi como Peter y Andrea! ¡Un par de seductores redomados! ¡Tan simpáticos y dulces! —Lankau se rió—. ¿Los conoces?

—¡Stich ha muerto! —dijo Bryan en un tono de voz cavernoso cuando Lankau le ató el brazo izquierdo al cinturón, esta vez por delante.

Lankau se detuvo. Parecía que se disponía a pegarle.

—¡Ya estamos otra vez! ¡Siempre inventándote algo nuevo!

—Está muerto. Hará una hora que lo encontré a él y a una mujer en el piso de Luisenstrasse. ¡Sus cuerpos aún estaban calientes!

Bryan cerró los ojos al ver a Lankau alzar la mano. El golpe fue contundente y brutal. El hombre del rostro ancho lo arrastró hasta llevarlo delante de la mujer y lo dejó caer a sus pies.

—¡Deja que os vea!

Lankau se llevó la mano a la nuca, se la frotó ligeramente y luego se acercó a Laureen y le quitó la mordaza. Antes de que hubiera tenido tiempo de llevarse el pañuelo a la herida en la nuca, la mujer había roto a llorar.

—¡Bryan, perdóname! —dijo con la mandíbula colgando y dificultosamente mientras lo miraba con los ojos bañados en lágrimas—. ¡Lo siento mucho! ¡No sabes cómo lo siento!

—¿No lo decía yo? —La risa le procovó un acceso de tos—. ¡Habla muy bien el inglés para ser una sordomuda alemana!

La mujer siguió hablando y Lankau se dirigió al fondo de la estancia resoplando mientras oía sus voces cariñosas y desesperadas.

Bryan ladeó la cabeza e intentó acariciar sus rodillas con la mejilla. Laureen levantó las cejas en un intento de contenerse, susurró, pidió perdón, escuchó sus protestas. La respiración del gigante del rincón se volvió casi inaudible. La calma que precede a la tormenta, pensó Bryan haciendo un gesto con la cabeza en dirección a Laureen. No se hacía ilusiones. Ése era el acto en el que los delincuentes se despiden el uno del otro. La repentina dulzura y tranquilidad irracional de Laureen parecía confirmar que ella también lo sabía: iban a morir. Tampoco para su verdugo las últimas veinticuatro horas habían sido demasiado benévolas.

Pronto tendría que acabar todo aquello.

—Se acabó, queridos amigos —dijo finalmente, entrechocando las manos antes de ponerse en pie.

Bryan se volvió hacia él. Sus ojos estaban húmedos al igual que los de la mujer, que apenas osaba alzar la mirada.

—¡Todavía estás a tiempo de evitar cometer una equivocación! —pidió—. Mi mujer y yo no pretendemos haceros daño. Yo sólo quería encontrar a Gerhart Peuckert. Era mi amigo. También es inglés como nosotros. Y mi mujer me siguió a Friburgo. Te juro que no lo sabía. Ella no ha hecho nada malo. ¡Si dejas que nos vayamos, te ayudaremos!

—Tú sigues erre que erre, ¿eh? —Lankau sacudió la cabeza y descubrió sus dientes amarillentos de nicotina—. ¿Realmente crees que puedes ayudarme? ¿Con qué? ¿Sabes lo que eres? ¡Un desgraciado!

—Cuando encuentren a Stich, también encontrarán unas cuantas cosas que te vinculan a él. Te interrogarán. Lo revolverán todo. ¿Quién sabe lo que encontrarán? A lo mejor tú y tu familia necesitéis un lugar adonde ir. Muy lejos de aquí. Muy, pero que muy lejos de aquí. ¡Y a lo mejor podríamos ayudarte! —Bryan vio cómo la duda momentáneamente borraba la fea sonrisa de la cara de Lankau—. ¿Acaso puedes estar completamente seguro de que Stich no haya dejado algo que pueda comprometerte? —añadió.

—¡Cállate ya de una maldita vez! —rugió Lankau y saltó de la silla. Lanzó un puntapié con tal fuerza que el cuerpo de Bryan dio una vuelta sobre la mesa.

Los ojos desorbitados de Laureen lo miraron fijamente cuando rodó hacia ella. Laureen jadeó, ni siquiera lo miró, sino que mantuvo los ojos abiertos sin ver nada, aparentemente intentando controlar la respiración. Bryan supo inmediatamente que no se debía exclusivamente al miedo. De haber sido así, no se habría contenido.

Ella se debatía entre llorar y gritar.

Bryan intentó leer sus labios, que susurraban palabras inaudibles acompañadas de movimientos sutiles. No hubo manera de entenderla. De pronto Laureen se mordió el labio en una muestra de su desesperación. Ella lo miró resignada, guiñó los ojos en dirección a la ventana para luego bajar la mirada en un par de movimientos rápidos y repetidos.

Bryan percibió su desesperación cuando Lankau hizo ademán de acercarse a ellos.

—¡Lo siento, Laureen! —se apresuró a decir al ver que Lankau se había detenido—. Debería habértelo contado todo. Debería haberte hablado del lazareto en Friburgo, y de James y…

Los cabezazos de Laureen lo interrumpieron. No quería oírlo. Entonces cerró las piernas y Bryan siguió el movimiento con la mirada. Y de pronto cesó. La mirada de Bryan se detuvo en el suelo.

Detrás de sus pies estaba la Kenju, apenas a un metro de él.

Ella debió de notar lo que era.

Lankau estaba detrás de él. Bryan se volvió hacia Lankau, de pronto temerario y desafiante.

—Acabarás como Stich, cerdo inmundo. ¡Y qué más da, si no quieres entrar en razón!

El escupitajo jamás alcanzó su objetivo, sino que se deslizó por la barbilla de Bryan. La intención era clara. Lankau devolvió el saludo propinándole un puntapié y Bryan cayó al suelo, justo delante de las piernas de Laureen.

Tal como lo había planeado.

Imperceptiblemente, mientras todavía yacía en el suelo intentando recuperar el aliento contra las piernas de su esposa, Bryan logró sacar la pistola con el brazo derecho, que llevaba atado a la espalda. Tan sólo podía utilizar el dedo corazón y el anular. Se incorporó un poco y con la ayuda de Laureen, que empujó la pistola con la punta del pie hacia su lado izquierdo, consiguió colocarla cerca de la mano derecha. El sudor frío empezó a brotar en su frente extendiéndose por todo su cuerpo. Lankau volvía a respirar pesadamente.

—¿Crees que soy idiota, Von der Leyen? —dijo llevándose la mano a la nariz, donde la herida ya se había cerrado—. No me creo nada de lo que me estás contando. Es posible que la caña de bambú esa sea tu mujer y que ahora te hagas llamar Underwood Scott. Al fin y al cabo, somos muchos los que adquirimos una nueva identidad después de la guerra. Pero fuiste Arno von der Leyen entonces, y sigues siendo Von der Leyen ahora. La cuestión es, ¿qué hacer contigo?, porque no puedo hacerte desaparecer y ya está. ¿O sí puedo? Ya no soy un niño, ya no me mamo el dedo, ¿verdad? Yo no me expongo así como así, como haría un jovenzuelo. ¡Tenemos que hacerlo bien!

—¿Hacerlo? ¿No esperarás que te ayudemos?

Bryan se echó a un lado y volvió a jadear. Su rostro se contrajo de dolor cuando se echó al suelo sobre el costado izquierdo, sin fuerzas y resignado, de tal manera que la pistola quedó atrapada debajo del codo.

La expresión del rostro de Lankau era insondable, hosca y tranquila.

—Imagínate que realmente hay alguien que sabe dónde estás esta noche… Seguramente me has mentido como en todo lo demás, pero ¿y si resulta ser verdad? ¿Qué pasará? ¿Te desnuco o te ahogo en la piscina que hay detrás de la casa? ¿Y qué debo hacer con esa canija? ¿Me la llevo a la prensa con Petra? ¿Sabrá tu conserjito que está aquí con nosotros? ¡Lo dudo!

Bryan intentó reavivar su mano izquierda. De momento había perdido la sensibilidad. En cuanto tuviera la pistola en la mano, sólo contaría con una oportunidad; no podía dejarla pasar.

—¿Dónde está Petra? —preguntó Laureen, sorprendida. Parecía serena y miró por primera vez a Lankau a los ojos.

—¡Mire por donde, señora mía! ¡Pensé que nunca me lo preguntaría! Muy extraño, ¿no le parece, teniendo en cuenta que eran tan buenas amigas? Sí, desde la infancia, ¿no era así?

—No la había visto en mi vida, hasta esta mañana. ¿Dónde está?

—¿Sabe qué? Realmente creo que hay que recompensar tanta preocupación. Os voy a juntar, por así decirlo. En un sentido algo figurado, claro, ¡pero siempre será mejor que nada!

—¿De qué estás hablando?

Bryan tosió hasta temblarle el cuerpo. Movió los dedos cuanto pudo.

—En el lavadero hay un interruptor. Lo he desconectado. ¿A lo mejor te fijaste en que la luz del patio no estaba encendida, contrariamente a como la dejaste al marcharte?

Bryan lo miró fijamente a los ojos.

—¿Y…?

—Y ese interruptor es el interruptor principal del anexo, el garaje y la prensa de vino.

—¿La prensa? ¿A qué te refieres?

—Sí, seguramente la conocéis, pero a lo mejor no lo sabíais. Una prensa de ésas en las que se meten los racimos de uva… Las uvas van dando vueltas, suavemente, hasta que quedan aplastadas. ¡Un invento muy práctico, si se me permite decirlo!

—¡Animal! —gritó Laureen. Se echó hacia adelante en la silla, como si intentara agredir a Lankau. Sus ojos estaban húmedos de cólera—. ¿No pretenderás decirme que Petra…?

De pronto, los hombros de Laureen se relajaron y empezó a sollozar.

—No, no lo pretendo. Pero si se me ocurre accionar el interruptor, ya sería otra cosa. —Su rostro se ensombreció—. Sin embargo, vamos a esperar un poco más; no he acabado con ella todavía. Aunque probablemente no vaya a cambiar nada.

—¡Laureen, tranquila! —Bryan se echó hacia atrás e intentó acariciarla moviendo la cabeza de un lado a otro—. ¡No llegará tan lejos, Laureen! ¿Viniste hasta aquí con ella?

—Sí.

—¿No está compinchada con los demás?

—¡No!

Bryan alzó la mirada hacia Lankau. Parecía que poco a poco iba recuperando la sensibilidad en la mano. Pronto tendría que decidirse a hacer un primer intento; tendría que ganarse el tiempo que necesitaba.

—¿Qué os ha hecho Petra? —preguntó.

—Eso es algo a lo que no puedo contestar hasta que no hayas desaparecido tú, Herr Von der Leyen. ¡Nunca lo sabrás! Bad timing! —Lankau soltó una carcajada—. ¿No es así como lo llamáis vosotros? Pero, en el fondo, no importa lo que haya hecho o dejado de hacer, el resultado será el mismo. Ya te lo he dicho —Lankau se volvió—. ¿Sabes? Uno de mis amigos tiene una magnífica perrera cerca de Schwarzach. Allí tengo tres dóbermanes; pésimos perros de caza, es cierto, pero muy buenos vigilantes. En realidad es una pena que no me los haya quedado este fin de semana, así podríamos solucionarlo todo de golpe.

Laureen bajó la mirada. Bryan se había quedado inmóvil. Se esforzó en respirar sosegadamente. Todavía no había llegado el momento de ponerse a gritar.

—¡Tienen muy buen apetito, esos tres chuchos! —prosiguió Lankau volviendo a mostrar sus dientes manchados—. No tardarían más de dos días en acabarse a una mujer de la envergadura de nuestra pequeña Petra, por no hablar de ti, fideo. Y si resultara que tienen problemas en el primer intento, me sobra espacio en el congelador.