33
Aquella misma mañana, Bridget había estado imposible.
—Estás menopáusica, querida —intentó decirle Laureen con la mayor delicadeza posible, para que su cuñada se aviniese[24] a afrontar la realidad.
Ella tenía otras cosas en que pensar.
Los días en Canterbury, sin Bryan, habían sido críticos. No porque su ausencia, en sí, fuera insufrible; el hogar era su dominio y nada que le supusiera un esfuerzo desmesurado. Era Bridget la que tornaba la ausencia palpable. Bryan sólo tenía que mirar a la esposa de su cuñado una única vez y la cuñada se replegaba, adoptando una actitud recatada. Pero sin ese freno la esposa del hermano mayor de Laureen se volvía sencillamente insoportable.
—¡Tu miserable hermano es un pusilánime! —era capaz de decir inopinadamente, golpeando el borde del plato con el tenedor. Mientras Bridget estuviera de visita, Laureen sólo permitiría que se utilizara el servicio corriente.
—¡Tranquilízate!
Laureen no solía tener tiempo de añadir nada más, pues la cuñada siempre acababa rompiendo a llorar, sudaba, se le hinchaba la cara y no paraba de hablar. De todos modos, era difícil que sus lamentos por la infidelidad del marido y el malestar por los cambios que experimentaba su cuerpo no hicieran mella en Laureen.
—¡Ya verás, ya! —lloraba—. También puede pasarte a ti algún día.
Laureen asintió sin darle demasiada importancia a sus palabras.
Bryan y Laureen no eran tan exóticos, ambos lo sabían. Las ansias porque se obrara un cambio en sus vidas no formaban parte del día a día.
Sin embargo, la intuición le decía que algo iba mal.
A lo largo de los años, Laureen había aprendido que el primer paso que había que dar en cualquier proyecto de negocio era la recopilación de información sobre el mercado, la competencia, posibles socios, costes y necesidades. Ése también era el caso del asunto privado que ella y Bryan compartían.
Creía conocer las necesidades. Tendría que averiguar el resto con artimañas.
La secretaria de Bryan miró sorprendida a Laureen cuando ésta pasó por su lado y desapareció en el interior del edificio, en dirección al despacho de Ken Fowles. Hasta aquel día, la señora Scott jamás había visitado las oficinas de Lamberth en ausencia de su esposo.
—Por lo que sé, el señor Scott no tiene nada que hacer en Friburgo, señora Scott.
Ken Fowles la miró detenidamente y prosiguió:
—¿Qué le ha hecho pensar eso? Lo llamé el lunes, y seguía en Munich.
—¿Y desde entonces? ¿Cuándo hablaste con él por última vez, Ken?
—Bueno, desde entonces no he tenido necesidad de ponerme en contacto con él.
—¿Y quién es nuestro socio colaborador en Alemania? ¿Puedes decírmelo?
La pregunta hizo que Ken Fowles ladeara la cabeza. No entendía el repentino interés y el tono extrañamente amistoso de la esposa de su jefe.
—Es que no tenemos ningún socio en Alemania. Quiero decir… Todavía no. Porque sólo hace un par de semanas que iniciamos las negociaciones sobre el nuevo producto contra la úlcera de estómago. Hace unos días contratamos a un vendedor que se encargará de desarrollar la red de distribuidores en el norte de Europa.
—¿Y quién ha sido el afortunado?
—Pues Peter Manner, de Gesellschaft Heinz W. Binken & Hreumann, pero todavía no se han establecido en Alemania.
—¿Por qué?
—Sí, ¿por qué? Porque Binken & Breumann es una sociedad de Liechtenstein, y Peter Manner es tan inglés como usted o como yo, y ahora mismo se encuentra en Portsmouth.
—He venido a arreglarle un par de cosas a Bryan, Lizzie —dijo Laureen y volvió a pasar por el lado de la señora Shuster.
El aire en el despacho de Bryan era pesado y dulzón. El escritorio de Bryan era su archivo, y éste era muy extenso. Cada uno de los montones representaba un éxito. En ciertos montones aguardaba la investigación de toda una vida, lista para ser revelada. Era la mejor central de selección de equipos de investigación y de laboratorios. La señora Shuster la observaba con una mirada desaprobadora desde el antedespacho, medio echada sobre la mesa, en una postura de lo más incómoda.
Todos los cajones estaban cerrados con llave. Laureen no tenía por qué preocuparse de ellos. Ninguno de los montones contenía información acerca de Friburgo, y aún menos de Alemania. Desde las paredes, el conservadurismo de Bryan brillaba sobre los pesados muebles de su propietario. Ni siquiera había permitido que un calendario perturbara la elegancia de la sala. Muy pocos cuadros, ninguno que tuviera menos de doscientos años, unas cuantas lámparas de latón para iluminarlos y nada más. Ningún tablón de anuncios, ningún tablón donde anotar las reuniones, ninguna nota. Tan sólo un pequeño artefacto perturbaba aquel ambiente algo anticuado de jefe laborioso: un pequeño pincho, un clavo diminuto en el que clavar facturas impagadas; una pequeña herramienta asesina del calibre que Laureen le había prohibido a Bryan tener en el escritorio de casa despuntaba entre tres teléfonos con unas cuantas notas asaeteadas.
Laureen sabía que se trataba del banco de ideas de Bryan. Una idea suelta, la repentina obra maestra de un empleado avispado, una visión, todas eran anotadas inmediatamente en una hoja de papel con una letra esmerada y, luego, Bryan las enganchaba en el clavo. Por lo que veía, ahora mismo no parecía haber gran cosa sobre la que construir el futuro. Sólo había cinco notas, pero la última despertó su curiosidad: «Keith Welles. Transferir dos mil libras al Commerzbank de Hamburgo», había escrito Bryan apresuradamente. Laureen se quedó mirándola un rato y luego salió al antedespacho.
—Oh, Lizzie, ¿serías tan amable de explicarme de qué se trata?
Laureen depositó la nota delante de la secretaria, que entornó los ojos y miró de soslayo la nota arrugada.
—Es la letra del señor Scott.
—Sí, eso ya lo sé, Lizzie, pero ¿qué significa?
—Que le ha hecho una transferencia de dos mil libras a Keith Welles, supongo.
—¿Quién es ese tal Keith Welles, Lizzie?
—Creo que sería mejor que se lo preguntara a Ken Fowles, pero se acaba de ir.
—Entonces tendrás que esforzarte, estimada Lizzie. Cuéntame lo que sabes.
—Pero si sólo era uno entre tantos otros. Creo recordar que fue el último entre los solicitantes que el señor Scott y el señor Fowles entrevistaron hace más o menos un mes. Deje que consulte la agenda del señor Scott.
La señora Shuster tenía la mala costumbre de canturrear cuando se le encargaba cualquier tarea. Laureen no entendía cómo Bryan podía soportarlo, pero él ni siquiera lo oía, decía. «Sorprendente, teniendo en cuenta su escaso sentido del ritmo», pensó Laureen mientras sopesaba las demás virtudes de la secretaria.
—Sí, aquí lo tenemos. Semana 33. Efectivamente, el señor Welles fue el último de los entrevistados.
—¿Y cuál era el propósito de la entrevista?
—Encontrar nuevos representantes para la comercialización del nuevo producto. Pero no seleccionaron a Keith Welles.
—¿Por qué, entonces, había que darle dos mil libras?
—No lo sé. ¿Tal vez para cubrir los gastos de desplazamiento? Tomó un avión desde Alemania y pasó la noche en un hotel.
Lizzie Shuster no estaba acostumbrada a que la sometieran a ese tipo de interrogatorios. El bombardeo de preguntas la ponía nerviosa. Desde el primer día de trabajo, hacía ya más de siete años, su relación con Laureen había sido fría. Incluso en aquellos cortos espacios de tiempo en los que sólo tenía que pasar la llamada de Laureen, la línea telefónica se helaba. Hasta entonces, Laureen nunca se había molestado en sonreírle. Cuando finalmente la premió con una sonrisa, ésta resultó exageradamente amable.
—Oh, Lizzie. ¿Serías tan amable de darme el teléfono de Keith Welles?
—¿El número de teléfono de Keith Welles? No sé… Supongo que puedo buscarlo. ¿Pero no sería mejor que llamara a su esposo en Munich y se lo pidiera a él?
Laureen volvió a sonreír, pero en la profundidad de sus ojos apareció la mirada «soy-la-esposa-del-jefe», capaz incluso de poner en posición de firmes al mismísimo Ken Fowles.
Laureen no le dio las gracias a la señora Shuster por las molestias que le había causado cuando dobló la nota y abandonó el despacho sin volverse.
La hija de Keith Welles hablaba mejor el inglés que la señora cansada que había cogido el teléfono. La chica era espabilada. No, su padre no estaba en casa. Estaba en Munich, y parecía ser que ya ni siquiera estaba allí, o a lo mejor estaba a punto de abandonar la ciudad. No lo sabía con certeza. Aunque el teléfono no dejaba de emitir pitidos indicando la aplicación de la tasa internacional. Laureen esperó pacientemente a que la chica volviera con el número de teléfono del hotel en el que se hospedaba Welles.
Dos minutos más tarde, Laureen le había hecho la misma pregunta al recepcionista del hotel. Lo sentía mucho. Desgraciadamente, el señor Welles acababa de abandonar el mostrador. Desde allí podía ver el taxi en la puerta. Ahora se alejaba.
—Tengo un pequeño problema —le dijo Laureen—, tal vez usted pueda ayudarme. Keith Welles tiene el teléfono de mi esposo en Friburgo. Estoy segura de que ha llamado a mi esposo más de una vez desde su hotel. Mi marido se llama Bryan Underwood Scott. ¿Puede ayudarme? ¿No tendrá, por casualidad, un listado de las llamadas que se han hecho desde el hotel?
—¡Tenemos teléfonos de línea directa, señora! No llevamos el control de las llamadas. Pero es posible que el barman sepa algo. Me parece que el señor Welles habló con él en varias ocasiones. Nuestro barman también es canadiense, ¿sabe? Un momento, señora, que se lo pregunto.
Un zumbido de voces apenas audibles se introdujo en el oído de Laureen. Las voces se vieron interrumpidas más de una vez por un tintineo metálico y unos cortos avisos. Seguramente significaba que acababan de llegar nuevos huéspedes al hotel. El silencio sólo se vio interrumpido por el insistente tictac de la línea durante los siguientes dos o tres minutos. Bridget esperaba a su lado con el abrigo puesto, dándole golpecitos a su reloj de pulsera. Se oyó el claxon del taxi que esperaba en la calle.
Laureen le hizo un gesto impaciente con la mano que tenía libre e intentó concentrarse en lo que le estaban diciendo por teléfono.
—Muchísimas gracias, ha sido usted muy amable —dijo, sonriente.
Cuando, unas horas más tarde, el taxista dejó su equipaje en la acera delante del hotel Colombi de Rotteckring, un barrio exclusivo de Friburgo, Bridget se quedó boquiabierta contemplando la fachada blanca y las ventanas panorámicas. Luego se volvió y miró hacia el parque ajardinado. Las fatigas de la llegada al euroaeropuerto de Basilea-Mulhouse-Friburgo, desde donde habían tomado un bus directamente a la estación de trenes de Friburgo, donde finalmente les confirmaron la reserva de su hotel, habían quedado atrás. Se inclinó tranquilamente sobre una de las numerosas jardineras que el hotel había dispuesto en la entrada y pasó un dedo por el borde de la caja para, acto seguido, examinar la punta de su dedo. Una sencilla mujer galesa había entrado en acción.
—¿Crees que tendrán minas de carbón en la ciudad, Laureen? —exclamó.