Capítulo 1

 

Quedan diez minutos para las cinco y, como es habitual, Marla ya está en pie, haciéndonos señas para que vayamos acabando con lo que estemos haciendo. Es un pedazo de pan y es imposible no quererla, pero cuando digo que Marla nos hace señas me refiero a que se pone en pie y mueve los brazos como si fueran la trompa de un elefante desbocado, hasta que capta nuestra atención -cosa que logra en apenas tres segundos- y entonces acompaña sus movimientos con susurros casi a gritos, indicando la hora que, por supuesto, todas las demás ya sabemos que es. Es imposible no quererla, sí, pero es imposible también no pasar un poquito de vergüenza con sus cosas, todas llevadas al extremo.

Rosa me mira entornando los ojos, susurrando “ya estamos otra vez”, pero esboza una leve sonrisa que le quita importancia a las excentricidades de Marla. Comienza a recoger su escritorio, lleno hasta los topes de todas las cosas que ha ido sacando poco a poco de su enorme bolso desde que empezó la jornada laboral.

―No sé cómo puedes ir por ahí con tantas cosas en el bolso ―le dice Miriam desde su pulcra mesa en la que parece que nadie haya estado trabajando ocho horas―. Luego te quejas de que te duele la espalda.

Rosa ni la escucha. Ha oído mil veces los alegatos de todas en contra de cargarse como una mula con sus bolsos-maleta, pero es que no sabe vivir sin todo lo que mete dentro. Son bolsos gigantescos, con diseños florales o motivos geométricos de colores imposibles y dudoso gusto, pero es que Rosa sin ellos se siente desnuda, huérfana. Dice que se los hace ella misma y que los hace en proporción a las cosas que sabe que deben incluir en su interior: un paraguas, un pequeño botiquín de urgencias, una botella de agua, un libro o dos, una cartera, un monedero, algún juguete de su perro, una bolsa para hacer las compras en el supermercado, una carpeta con su documentación médica por si tiene una urgencia, un neceser con su maquillaje, alguna que otra barrita energética y hasta bocadillos alguna vez... en fin, que la lista es infinita y que Rosa sin su bolso no sabe vivir.

A mí hoy me toca aguantarme y esperar. En diez minutos las chicas saldrán por la puerta y yo tengo que acabar de cuadrar la agenda del señor Coleman para mañana, que debe acudir a la BookExpo America. Llevo esperando desde el mediodía la confirmación de un vuelo para Chicago, pero a las chicas de la agencia de viajes no les funcionan hoy muy bien los sistemas. Mira que es fácil reservar en cualquier agencia online, pero aquí, en Coleman and Asociated Publishing, hay que hacer las cosas según dice el protocolo, y el protocolo dice que los viajes aquí se tramitan por agencia de las de toda la vida.

Vuelvo a llamar con la esperanza de que todo les vuelva a funcionar perfectamente y yo pueda escaparme con las chicas para nuestro habitual ritual de los viernes por la tarde.

―Susan, soy Martina de nuevo... dime que está solucionado, por favooooorrr… ―digo con tono de súplica a la agente que me coge el teléfono en la agencia.

―Pues me temo que aún no. Al menos ya están aquí los de mantenimiento, que se han tomado su tiempo para dejarse ver. Lo siento, Martina... calculo que aún falta un rato. Te llamo en cuanto vuelva a funcionar todo por aquí. Te garantizo que vamos a meter a Saul Coleman en un avión rumbo a Chicago mañana a las siete en punto de la mañana.

Cuelgo desolada... mi parte favorita de la semana es sentarme en Antoine's y disfrutar de la compañía desenfadada de mis cuatro compañeras de trabajo, frente a algún cóctel exótico. Nos reímos con las excentricidades de Marla, consolamos a Rosa por alguna pequeña desgracia acaecida durante la última semana, animamos a Miriam a hacer aquello que desea y no se atreve, o garantizamos a Georgie que hay vida más allá de su trabajo, su marido depresivo y sus gemelos hiperactivos. Conmigo no hay mucho que hacer, soy más bien la pasajera silenciosa.

No llevo mucho aquí, así que no tengo muchas más amistades, si exceptúo a algunos de mis vecinos, al hijo de mi casera, Paul, y al vendedor de comida turca que se pone en la esquina de mi edificio y con el que mantengo charlas literarias profundas mientras me como sus exquisiteces caseras. Las chicas son, pues, como mi familia aquí, y nuestros ratos de los viernes, como nuestras comidas familiares de los domingos.

Yo no hablo mucho, pero escucharlas y participar de sus risas alocadas y contagiosas ya me hace sentir como en casa. Es como volver a estar en compañía de mi padre en su rinconcito de la costa vizcaína, o viajar hasta el destino que en cada momento se encuentre mi madre, Bombay o Tel Aviv, Kinsasa o Quito.

Giorgie es la primera en levantarse. Se coloca un poco el pelo y se pinta los labios aprovechando el reflejo de la pantalla de su ordenador. Es una presumida sin remedio. Marla la sigue, comenzando su efusiva despedida de todos los demás trabajadores que alargan su jornada en Coleman and Asociated Publishing por una razón o por otra. Yo soy una de ellos este viernes y le hago señas, mucho más discretas que las suyas, para indicarle que no me puedo ir.

Mi trabajo es, sobre el papel, simplemente de apoyo a la secretaria del señor Coleman. Pero en realidad llevo la agenda del director, recibo a las visitas, envío sus correos electrónicos, atiendo su teléfono y le gestiono los viajes y las reuniones. Sin embargo es Claire, la glamurosa y altiva Claire, la que es, de nombre, la Secretaria con mayúsculas del señor Coleman. Claire no hace mucho en su puesto, pero a lo largo de treinta y siete años ha sido la secretaria de tres generaciones de Coleman y eso ya, de por sí, le da una solera difícil de disputar.

Su trabajo principal es hacer de mi jefa y controlar que todo se haga como a ella le gusta que sea hecho. No deja que nada parta de mi iniciativa y está más pendiente de mis meteduras de pata que de hacer las cosas bien en provecho de nuestro superior, el señor Coleman. No es un secreto que le caigo realmente mal porque piensa que sólo valgo lo que un enchufe puede dar de sí. Porque sí, es verdad, soy una enchufada aquí en la editorial.

El padre del señor Coleman, Saul J. Coleman Senior, es muy amigo de mi madre y hasta se rumorea que tuvieron una aventura hace algunas décadas. De mi madre no me extrañaría. Creo que se conocieron en Tokio a comienzos de los años 80, cuando mi madre aún ni conocía a mi padre. Pero no tengo muchos detalles sobre la historia porque ella es muy hermética con respecto a sus contactos y relaciones. Sólo sé que tengo este trabajo gracias a una simple llamada efectuada a su buen amigo Saul (senior) y que a mí me salvó la vida justo cuando más lo necesitaba.

Las chicas pasan por mi mesa, compungidas, una a una, deseándome que se me haga corto lo que me queda de jornada, y asegurándome que esperarán lo que haga falta para tomarse el cóctel de la semana en Antoine's.

―Martina, cielo, hoy tomaremos daiquiri, que le toca escoger a Miriam ―me dice Marla con cara de pena pero voz alegre―. Espero que no se te haga muy larga la tarde aquí sentada junto al teléfono. Este señor no sabe la joya que tiene contigo, yo les diría a los de la agencia que me llamaran al móvil y adiós muy buenas.

―No puedo hacer eso. Si pasa algo se me cae el pelo. Tengo a Claire más encima de mí que nunca… ―respondo mientras pienso que tiene razón, pero que cualquiera se la juega con la jefa que tengo yo. Y además, por encima de todo, está esa obstinación enfermiza que me obliga a ser ejemplar en todos los aspectos con respecto a este trabajo. Sí, me han enchufado, pero eso no significa que no sea muy buena en lo que hago. Tengo más que demostrar por el hecho de no haber pasado una entrevista o haberme disputado la plaza con una veintena de rivales. Y por eso me quedo, lo que haga falta.

Veo desfilar a las chicas hasta el ascensor mientras me dicen adiós con la mano, y yo las envidio a morir. ¡Qué injusticia! ¡No podían haberse caído los sistemas de la agencia ayer o el martes, no!

La espera se me va a hacer eterna porque el resto de mis tareas profesionales están más que cumplidas.

Abro el correo electrónico corporativo y compruebo que no hay mensajes ni para el señor Coleman ni para mí, así que abro la cuenta personal y decido dedicar un rato a escribir a mi padre, al que tengo ganas de contar mis últimas novedades y, de paso, preguntarle si sabe algo de mamá.

 

Para: napoleonchef@napoleonrte.com

De: martinapeleona@mail.com

Asunto: De Bangladesh al Urdaibai

¡Mi chef favorito!

No creas que me he olvidado de ti, que tu pequeña te tiene siempre en sus pensamientos, pero es me gusta sacar momentos tranquilos para escribirte y, últimamente, tengo pocos. El blog ha alcanzado los cinco millones de visitas ¿te lo puedes creer? Y no paran de contactarme para temas publicitarios que yo, de momento, voy posponiendo. No sé si después de dar tantas largas luego pueda hacer algo, pero aún no he escuchado nada que me convenza.

La entrada en el blog sobre Bangaldesh está batiendo récord de visitas y comentarios. No puedo estar más contenta. Será un blog de viajes más, pero a mí me llena tanto escribir sobre esas ciudades y países que son mi patria... hablar de Bangladesh es hablar de mi adolescencia, de aquel verano que pasé con mamá después de acabar el duro curso en el internado... en fin, que me alegro mucho de compartir mi visión sobre esos países y que esté gustando tanto.

¿Tú qué tal estás? ¿Cómo va el Napoleón? ¿Sigues sin mesas hasta Navidad? El otro día leí un artículo sobre la gastronomía vasca y me ofendió que no te nombraran. “Mi padre es el mejor chef del mundo”, pensé con orgullo, “y es un insulto que no lo tengan en cuenta en esta publicación mediocre de Manhattan”. Bueno, no era tan mediocre, era el Times, pero la ofensa es igual, venga de donde venga ¿no?

Sé que estarás muy liado, siempre lo estás, pero ya sabes que las puertas de mi casa están abiertas para una visita siempre que necesites un descanso de tus fogones. Aquí estarás en la gloria. Ya conoces Nueva York de sobra, pero seguro que consigo descubrirte algunos rinconcitos que desconoces. Es algo que a mí me encanta, salir a explorar y encontrar oasis... sigo siendo una fan incondicional de Washington Square Park ya lo sabes, pero en ocasiones le soy infiel y busco otros tesoros escondidos aquí, en esta ciudad centro del universo.

Muchos de esos rincones me recuerdan a mamá. Son escurridizos y misteriosos, pero te acogen con calidez una vez decides quedarte un rato a su lado. La echo de menos. Hace más de un mes que no recibo una postal suya. No sé en qué rincón del mundo está y me estoy empezando a asustar. Tiene el móvil desconectado, como de costumbre, y no da señales de vida. Supongo que tú no sabrás nada ¿verdad?

La última noticia que tengo de ella es de su cumpleaños. Lo celebró en Bali con todo el boato que tal acontecimiento requería. Me envió una postal preciosa de un atardecer y me prometió que pronto nos veríamos. No sé por qué se niega a usar las nuevas tecnologías. A mí me bastaría un correo cortito en el que me diga que está bien. No sé ni siquiera para qué tiene un teléfono móvil si nunca está encendido.

Si sabes algo de ella, por favor, házmelo saber. No quiero llamar a los S.W.A.T., al FBI y a la Interpol por una de sus travesuras.

Cuídate mucho, papá. Cuídate como si estuviera yo a tu lado para hacerlo... y envíame fotos de mi Urbaibai precioso, que echo de menos las puestas de sol desde la terraza de tu casa. Y te echo de menos a ti. ¡Siempre!

                            ¡Te quiero!

Martina

 

*****

 

A las siete de la tarde, con toda la oficina ya vacía, aún no han llamado de la agencia así que, muerta de aburrimiento y enfadada como una mona por la tarde de viernes perdida, decido llamar yo a ver si queda mucho aún. Es eso, o acabarme mi libro de sudokus, consultar por enésima vez mi perfil de Facebook y volverme loca de preocupación por la falta de noticias de mi madre.

―Susan, soy Martina otra vez....

―¡Martina! ―exclama ella― ¡Bendita casualidad! Iba a llamarte yo justo ahora. Los sistemas vuelven a funcionar y el señor Coleman tiene plaza en el vuelo de mañana a primera hora para Chicago. Te confirmo el código de reserva por correo electrónico y te envío por mensajero el billete.

―¡Qué bien! ―no puedo evitar gritar un poco demasiado alto― ¡Qué bien, Susan! No sabes las ganas que tenía de escucharte decir eso. Te confirmo la recepción del código cuando me lo envíes, pero, por favor, envía el mensajero al domicilio particular del señor Coleman, que ya hace horas que se ha ido de la oficina.

―En realidad, vuelvo a estar aquí ―oigo una voz a mi espalda. La voz del director de Coleman and Asociated Publishing que, contra todo pronóstico, está de vuelta en la oficina a las siete de la tarde de un viernes.

―Disculpe, señor Coleman, no le he oído entrar ―digo tapando el auricular―. Ha habido un problema en la agencia con la reserva del vuelo de mañana y acaban de formalizarlo. ¿Le hago llegar aquí el billete o prefiere recibirlo en su domicilio?

Saul Coleman Junior me mira con una especie de sonrisa burlona en sus labios. No sé si me gusta que haga eso, no sé si se está riendo de mí o es que algo de esa situación le divierte.

Es un hombre que me impone desde el mismo día en que lo conocí, me intimida. Es alto, muy alto, y sus ojos te miran siempre como si pudieran leer en tu interior, como si te conocieran. Son azules pero su reflejo es frío, y su boca se tuerce en un rictus de amargura en algunas ocasiones. Pese a todo, no puede decirse que sea feo, en realidad, es bastante guapo. Tiene un espeso pelo cobrizo, manos enormes y masculinas, y una nariz de héroe griego.

―Pase a mi despacho, por favor, señorita Egia.

Vale... algo he debido de hacer mal. Me ha pedido que pase a su despacho sin abandonar esa sonrisa burlona, pero es el jefe y, éste, en concreto, no suele bromear. Me despido apresuradamente de Susan prometiéndole que la llamaré en cinco minutos (no quiero alargar más su jornada laboral, tan dilatada ya como la mía) y corro a la oficina del señor Coleman.

―¿Hay algún problema, señor Coleman?

Él se ha sentado detrás de su impresionante escritorio de estilo Luis XV y tiene el semblante serio mientras me indica que tome asiento. Su despacho es enorme y está coronado por unos larguísimos ventanales que dan a la Sexta y a la 42, y a donde, a esas horas en las que no tardará en anochecer, llegan los reflejos de las luces de Times Square, que no están demasiado lejos, mientras la hermosura de Bryant Park va quedando escondida tras la oscuridad. La decoración es exquisita y da hasta miedo entrar por temor a manchar o romper algo en su interior.

―¿Hace cuánto que está entre nosotros? ―pregunta tras escrutarme en silencio durante unos segundos eternos, que han hecho que mi corazón lata de incertidumbre hasta casi salirse de mi pecho.

―Siete meses, ya, señor Col...

Me corta con un además de su mano y vuelve a mirarme en silencio. Sus ojos se clavan fijamente en los míos y hacen que el rubor me llegue de la punta de mi pelo a los dedos de los pies.

―Es curioso. Apenas me había fijado en que usted estaba entre nosotros hasta que hoy mi padre me ha preguntado por sus progresos durante nuestro almuerzo ―dice con voz suave, como queriendo establecer algún tipo de confianza conmigo―. Le he dicho que estaba usted muy integrada y satisfecha con la compañía y, para subsanar mi mentira, me había propuesto preguntárselo de primera mano en cuanto surgiera la ocasión. Mire qué curioso... la ocasión acaba de surgir.

Vuelve a esbozar esa sonrisa burlona, de medio lado, un poco lobuna, que me pone tan nerviosa y yo no hago nada más que cruzar las manos una y otra vez, y poner cara de idiota. Estoy segura de que estoy roja como un tomate y que en mi semblante se puede leer claramente “Tierra, trágame” (por favorrrrrrr).

Está claro que sabe el poder de intimidación que ejerce sobre mí porque, después de una breve pausa, da por sentado que no voy a contestar y continúa, aunque sigo sin saber qué hago aquí.

―Sé que está con nosotros porque mi padre así lo dispuso, aunque no sabía el motivo que él se traía entre menos hasta hoy ―me mira sabedor de que ha despertado mi curiosidad―. Resulta que él creyó en un principio que usted era hija suya... ¡fíjese que novela tendríamos entre manos!

Si ya estaba incómoda antes de sus palabras, ahora sólo deseo correr a esconderme bajo mi mesa y dejar que este hombre se olvide de mi existencia. ¿Qué se ha creído? Mi padre es mi padre y de eso no le pienso permitir que me haga dudar ni un momento. Me revuelvo incómoda en la silla y noto que mi semblante ha pasado de sumiso y nervioso a claramente enfadado.

―Tranquilícese, señorita Egia ―tercia él ampliando su sonrisa de lobo― y no se enfade conmigo. Mi padre pronto se dio cuenta de que usted no podía ser una Coleman por fechas, aunque le confieso que consultó su ficha varias veces en busca de su fecha de nacimiento y hasta estuvo a punto de llamar a su madre para confirmarlo, así que la sangre no llegó al río. Pese a no llevar usted sus genes, mi padre siente un profundo cariño por su madre, de quien guarda el mejor de los recuerdos. Así que hoy ha querido interesarse por usted... dígame, ¿se encuentra usted a gusto entre nosotros?

―Muy bien, señor Coleman, estupendamente.

Soy seca y cortante a propósito, a sabiendas de que me puede costar una regañina de mi jefe o, incluso, algo peor. Pero él parece divertirse con todo esto y, claro, mi actitud a la defensiva es considerada la guinda del pastel.

―Me alegro mucho, señorita Egia. Detesto mentirle a mi padre.

―¿Desea usted algo más? Tengo a la chica de la agencia esperando por el envío de su billete de avión para mañana ―digo intentando poner fin a esa situación tan incómoda.

Él me da permiso para irme con un asentimiento de cabeza y yo me apresuro a irme de ese despacho que, de pronto, me parece el lugar más asfixiante del mundo.

Cuando ya estoy junto a la puerta y a punto de recobrar mi libertad, me doy cuenta de que mi primera pregunta ha quedado sin respuesta. Maldiciendo mi suerte, me giro sobre mis talones y me las veo de nuevo con él.

―Disculpe, señor Coleman, pero ¿le hago llegar el billete aquí o a su domicilio particular?

―Lo recibiré aquí, aún me quedaré un rato, pero, señorita Egia ―dice despacio, cuando yo casi ya me estoy volviendo para salir de allí de una vez― acabo de darme cuenta de que necesitaré algo de apoyo corporativo en la BookExpo America y no me parece bien molestar a estas horas a la señora Sontag, así que espero que no tenga planes para este fin de semana porque mucho me temo que la necesito en Chicago. Pida un billete para usted también y esté puntual mañana a las seis en la terminal del aeropuerto.

Me quedo paralizada y no soy capaz de mover ni un sólo músculo de mi cuerpo. ¿Qué? Perdona ¿QUÉ? ¿Billete? ¿Fin de semana? ¿Me necesita? Vamos, no fastidies. Este tipo de cosas no son habituales, pero desde luego, sería un trabajo para Claire, que para eso es su secretaria titular ¿qué es eso de que no le parece bien molestarla? ¡Moléstala, hombre, y a mí déjame tranquila que no me apetece nada meterme en líos!

Porque en esto hay gato encerrado. Primero me trae a su despacho para decirme ¿qué? ¡Nada! Y luego me pide (¡no! ¡Me ordena!) que vaya con él a Chicago por trabajo al día siguiente. ¡Por dios, si son casi las siete y media del viernes!

¿Por qué me pasan a mí estas cosas? ¿No podía ser que hoy todo hubiera ido como debería y haberme ido con las chicas a tomar ese daiquiri? ¡No! Tenía que quedarme en la oficina y encontrarme con el jefe que me exige, aun, más horas extras, con viaje a Chicago en fin de semana incluido.

El enfado que soporta mi cuerpo es de magnitud descomunal cuando por fin logro moverme de la puerta del despacho del señor Coleman y coger el auricular para hablar con Susan que, me imagino, estará con las mismas ganas de salir del trabajo que yo. Arreglo el tema de los billetes, confirmo el código de reserva y la dejo ir a descansar o lo que ella prefiera en una noche de viernes.

Recojo a toda prisa mis cosas y salgo pitando de la oficina, no quiero ni ver a mi jefe porque no respondo de mis actos. Soy muy temperamental, demasiado, y cuando algo me cabrea debo huir en retirada si no quiero acabar hablando de más. Y no quiero ni imaginarme lo que resultaría de una situación así con el señor Coleman: recogida de bártulos y a buscarse la vida lejos de aquí.

Ahora tengo que llegar a casa y prepararme para el viaje de mañana en lugar de relajarme. Ya nada podría salirme peor hoy.

Me acerco al ascensor y presiono el botón. Tarda una eternidad en llegar, lo que acrecienta mi enfado, así que, cuando las puertas se abren, ni siquiera miro en su interior. Sé qué alguien más lo ocupa, pero no me interesa nada ni nadie en esos momentos.

Coleman and Asociated Publishing está en el piso doce del edificio, así que me separan apenas 40 segundos de mi salida por la puerta de ese sitio para olvidar mi viernes de pesadilla.

O eso creo yo, porque cuando el ascensor se dirige al séptimo piso y aún no ha dejado del todo atrás el octavo.... ¡Se para! Sí, se para con un brusco tirón que hace que a punto esté de perder el equilibrio, a la vez que las luces parpadean y se apagan, y saltan las de emergencia, bastante tenues y hasta un poco tétricas. ¡Venga ya, hombre! ¡Lo que me faltaba para rematar la jornada, una avería en el ascensor a esas horas!

No puedo creer mi mala suerte. Qué mal karma habré estado cultivando yo por ahí para que se me devuelva en esa forma de viernes de pesadilla... aunque el caso es que tampoco me suena haber ido haciendo el mal. Si yo sólo quería acabar mi jornada a una hora normal y haberme ido con las chicas a tener un inicio de fin de semana habitual entre cócteles y risas.

Miro mi reflejo en el espejo del ascensor y me devuelve un rostro cansado por tantas horas en el trabajo y asustado por el parón. Mi pelo, que no es un pelo espectacular y peca de ser soso pese a su bonito color pelirrojo, está más lacio y mustio que nunca. Mis ojos color miel están rodeados de unas bolsas que esta mañana no tenían, y mi boca, pequeña pero carnosa, se tuerce en una horrible mueca de disgusto. Para completar el conjunto, soy bajita y delgada, “poca cosa” dice mi madre cuando intenta que quepa en uno de sus espectaculares vestidos y todos me vayan gigantes.

―No me hagas esto, bonito... ―suplico al ascensor sin recordar que no estoy sola en su interior. Y es que no razono muy bien en ese tipo de situaciones... no soy exactamente claustrofóbica, pero me ahogo en los lugares de los que no puedo salir si lo deseo. Me pasa, por ejemplo, en los trenes, de los que no puedes bajar a demanda, pero no en los autobuses, porque si necesitaras bajar aunque no haya parada, te vale con ponerte histérica para que te paren y de dejen bajar.

―No creo que funcione implorarle ―oigo una voz a mi espalda que me sobresalta.

Me doy la vuelta y por fin reparo en el otro ocupante de este ataúd de hierro sostenido a veinte metros sobre el suelo. Es un chico delgado y con el pelo muy corto que sostiene una especie de longaniza. Estupendo, al menos de hambre estamos seguros de que no moriremos.

Me mira con aire divertido pero, a diferencia del señor Coleman, no hay ironía ni superioridad en esa sonrisa. No se está riendo de mí, ni tampoco está jugando a meterme miedo, simplemente está intentando quitarle hierro al asunto. Y casi se lo agradezco, aunque mi nivel de ahogo vaya en aumento.

―No puedo estar aquí ―digo con un hilo de voz, mientras miro a mi alrededor en busca de una solución―. No puedo soportar esto.

Me acerco al cuadro de mandos del ascensor y presiono el botón de alarma y el de llamada de auxilio. Como una loca. Venga a aporrear ambos botones en busca de ayuda.

―Hola, disculpen el parón del ascensor ―contesta una voz por el altavoz al cabo de unos segundos―. Estaba a punto de ponerme en contacto con ustedes. Ha habido un pico de tensión y ciertos puntos del edificio se han quedado en standby, incluidos los ascensores. Acabamos de llamar al servicio técnico y no tardarán en arreglar el problema. Les rogamos que mantengan la calma, es una avería más común de lo que podría imaginarse y no corren el más mínimo peligro. Para mayor seguridad, hemos dado aviso a los bomberos y una unidad se dirige ahora mismo hacia aquí. Es sólo por precaución. De nuevo les pido, no se alarmen. Podemos verlos por la cámara del ascensor, así que sabremos en todo momento qué tal se encuentran. ¿Necesitan hacer alguna pregunta?

Mantener la calma. No corremos peligro. Voy a pensar que, si quisiera, podría salir de aquí pero no me apetece, así será más fácil. Me repito el mantra “mantener la calma. No corremos peligro. Puedo salir de aquí cuando quiera” una y otra vez, mentalmente, para intentar creérmelo un poquito.

―Gracias por la información. ¿Los de mantenimiento le han dicho cuánto tiempo podrían tardar en sacarnos de aquí, aproximadamente? ―pregunta mi compañero de encierro muy educadamente. Me asombro por la calma con la que habla, que parece real, como si hubiera creído a pies juntillas las palabras de nuestro interlocutor invisible y no tuviera que estar interiorizándolas como estoy haciendo yo.

―Siento no ser muy preciso, discúlpenme ―nos dice la voz en off―. Cuando lleguen al edificio los de mantenimiento, les daré más detalles. De momento, relájense, recuerden que no corren peligro.

La voz se desvanece en el aire y yo noto que me quedo desamparada y sola, sin conexión con el mundo exterior... espera... ¡mi móvil! Voy a llamar a alguna de las chicas para contárselo y así mantener un contacto con la realidad lejos de ese terrible ascensor hermético, aunque sea mínimo.

Rebusco como una loca en mi bolso y por fin lo encuentro. Marco el número de Miriam pero no da tono de llamada. No hay cobertura. ¡Vaya! Me lamento y, enfadada, a punto estoy de lanzar el móvil contra la puerta del ascensor.

―No hay cobertura. Rara vez la hay en un ascensor: es una perfecta jaula de Faraday ―me informa mi compañero de encierro, que ya se ha puesto cómodo sentado en una esquina del ascensor.

―¿Una jaula de Faraday? ¿Eso no es sólo para la electricidad? ¿No es eso de que a un avión es imposible que le afecte un rayo? ―no sé exactamente cómo funciona, pero no soy tan tonta como para no saber nada de Faraday y sus jaulas, cosa que deseo dejar absolutamente claro. Estoy bastante orgullosa de mi educación y de mi nivel cultural, aunque sobre todo es alto en temas de letras, idiomas, viajes y arte. Las ciencias son mi particular talón de Aquiles y Faraday y su jaula suenan, precisamente, a física pura.

―Sí es lo de los aviones ―dice tras unos segundos en los que la sonrisa ha vuelto y no ha dejado de mirarme curioso―, pero también afecta a las ondas, no sólo a la electricidad. Y este ascensor es como un avión, no le afectará un rayo, pero tampoco esperes tener mucha cobertura en tu teléfono.

Un listillo. Vaya, al menos no me aburriré aquí dentro.

―¿Eres científico o algo así? ―le pregunto, más que nada por seguir hablando y no pensar en el encierro.

  Se ríe abiertamente ahora, antes de contestar. Está claro que él relajado está.

―¡No, qué va! Sólo soy campeón de mi barrio de Trivial Pursuit ―me mira sin dejar de sonreír y yo me siento junto a él. Espero que se me pegue algo de su tranquilidad.

―¡Vaya! todo un campeón compartiendo ascensor conmigo… ―bromeo―. Estoy segura de que los de tu barrio tampoco tienen mucho nivel, yo podría con todos vosotros sin daros siquiera una oportunidad, soy buenísima al Trivial.

―En ciencias está claro que no ―se mofa, con razón.

―Soy Martina ―le digo tendiéndole mi mano―. Será mejor que nos presentemos porque si pasamos mucho tiempo aquí encerrados, seremos de todo menos desconocidos.

―Marie ―dice imitando mi gesto y estrechando mi mano. Su apretón es suave y, a la vez, enérgico, con personalidad. Me gusta de inmediato su forma de aceptar mi mano y sonreírme al mismo tiempo. ¡Este chico es todo sonrisas!

―¿Marie? ―pregunto extrañada. No es para nada un nombre para un tío, suena rarísimo si lo juntas con su cara y su cuerpo. No, no tiene cara de Marie.

―Es una larga historia.

―Pues da la casualidad de que ahora mismo tengo tiempo. De hecho, si no me cuentas esta historia, tendrás que contarme alguna otra si no quieres que me ponga a sudar como en una sauna y a gritar como una loca... no respondo de mí en situaciones de encierro como esta...

Está claro que el chico es risueño. De nuevo la sonrisa ensancha su rostro y yo no puedo estar más agradecida por estar aquí acompañada de alguien así. Me da por pensar en qué hubiera sido de mí si en lugar de con él, estuviera encerrada con el señor Coleman, y estoy segura de que, a estas alturas, ya sería chica despedida.

Lo vuelvo a mirar detenidamente. Es delgado y más alto que yo (aunque para eso tampoco hace falta mucho, que apenas alcanzo el 1,60). Tiene los ojos grandes y verdes y el pelo muy corto, de color negro, salpicado por algunas canas que le dan un toque original. Tiene un aspecto muy juvenil tanto por su rostro, siempre sonriente, como por su ropa informal, aunque supongo que tendrá alrededor de unos treinta y cinco años. Es, en conjunto, un chico normal, de esos que acaban por llamar tu atención si los estudias detenidamente.

―Está bien. Tendrás tu historia, aunque realmente no es tan larga, es cortísima, de hecho ―concede por fin, dejando su longaniza a un lado. Sí, la curiosidad me está matando también por el tema de la longaniza―. Me crió mi abuela porque mi padre trabajaba en Alaska ocho meses al año y mi madre se iba con él casi siempre. Me dejaban aquí, en Nueva York, por no exponerme a aquel clima, así que mi abuela Marie me crió prácticamente durante toda mi infancia. En el barrio era conocido como 'El chico de Marie', y poco a poco, acortándolo según pasaban los años, se quedó sólo en Marie, como mi abuela. A mí no me importa, todos los que conozco responden a nombres que no les pusieron al nacer y a mí, el de mi abuela, me gusta muchísimo.

―Pero es un nombre de chica ―objeto yo, incapaz de entender que un hombre se sienta cómodo con un nombre de mujer. Pocos, muy pocos ejemplos deben de contarse por el mundo.

―Es el nombre de la persona más importante del mundo para mí y con eso me basta.

Se queda callado y me mira por espacio de unos segundos, como retándome a decirle que no me gusta. Sonrío por su absoluta confianza en sí mismo y hasta lo envidio. ¿Qué se sentirá yendo por la vida con esa sensación de creer tanto en ti que, siendo un hombre, puedes llevar tan orgullosa y virilmente un nombre de mujer? Me gusta, me gusta muchísimo. Su historia y... él.

―Además, a las chicas nunca les ha importado. De hecho, a mi prometida le gusta muchísimo.

Prometida. Claro. No podía ser tan bonito... el primer chico que me gusta un poquito desde que estoy en la Gran Manzana no podía ser simpático, guapo y soltero. No, tenía que saltarse el atributo de disponible...

Intento que no se me note la decepción, pero el incómodo silencio que sigue a su declaración, supongo que no ayuda mucho. Busco desesperadamente en mi mente algo que decir para salir del paso y ahí es donde la longaniza me echa una mano.

―¿Me puedes explicar qué es exactamente eso? ―digo señalando el embutido, o lo que sea aquello con lo que ha subido al ascensor y que tan fascinada me tiene.

Mira la longaniza y la coge de donde la ha dejado. Sonríe ligeramente sin quitarle ojo de encima y hasta noto cómo se estremece de placer al contemplarla.

―Esto, querida mía, es el inicio de algo grande ―susurra como en trance. Da un poco de miedo todo, aunque quiero pensar que tiene una explicación lógica.

―No entiendo.

Por fin desvía su mirada de la longaniza y la posa en mí, supongo que dándose cuenta de que no he comprendido nada de lo que trata de decirme y de que el misterio de la longaniza sigue sin resolverse para mí.

―Esto es mi primera lección del curso 'Cocinas del mundo'. Longaniza calabresa, una delicia italiana que me ha quedado preciosa, ¿no crees? ―hombre, no le ha quedado mal. Es como un chorizo de los de toda la vida, pero más clarito y largo.

Asiento sin abrir la boca, no quiero chafarle la ilusión al chico con algún comentario que él pudiera entender como desafortunado.

―¿Te gusta la cocina? ¿Eres cocinero? ―le pregunto para desviar el tema del embutido que sigue sosteniendo entre sus manos.

―¡No! ¡Qué va! ―exclama divertido, como si le hubiera preguntado algo disparatado― pero algún día quiero serlo. No aspiro a ser un chef reconocido, pero sí a ser alguien que pueda vivir de esto y disfrutar cocinando para los demás.

Me recuerda inmediatamente a mi padre, creo que sus ojos han brillado del mismo modo que los de mi padre cuando habla de sus fogones, de su Napoleón, de sus platos... entiendo esas pasiones que suscita la cocina, aunque yo no logre sentirlas.

―¿Y estás yendo a clases de cocina? ―pregunto de manera retórica.

―Son unas clases especiales de cocina de todos los rincones del mundo, aunque a mí lo que más me interesa es la cocina del Mediterráneo. Estas clases son una especialización, por así decirlo. Me hubiera gustado ser más valiente y haber ido a aprender esas habilidades a los lugares en sí, en lugar de en una cocina de un edificio en Manhattan, pero nunca di el paso. Nunca fui a la Provenza, al País Vasco o a la Toscana a aprender a cocinar. Y ya, probablemente, nunca lo haga. En ocho semanas estaré casado, y no me quiero ni imaginar a Priscilla si le digo que quiero pasarme un año en Europa estudiando cocina.

Su semblante se queda triste y apagado por unos momentos, como lamentando su suerte y su posible oportunidad perdida. Pero no dura mucho, la sonrisa vuelve a dibujarse en su rostro, y es como si volviera a la vida, con una alegría renovada.

―Pero nada de lamentaciones, ¿eh? ―se responde él mismo― que algo bueno pasará, quizá aunque no aprenda en esas cocinas, logre comer en sus restaurantes al menos. Y con estas clases algo de todo eso tendré ganado, ¿verdad?

Me gusta este chico, de verdad que sí. Es sincero, apasionado y tiene claras algunas cosas de su vida. Quizá le ha faltado un poco de decisión antes, pero admiro mucho a la gente que le pone remedio a sus limitaciones.

Pasamos los siguientes cincuenta minutos hablando de lo especial que es la longaniza calabresa, de un hipotético torneo de Trivial en su barrio y hasta de la BookExpo America a la que tendré que volar en menos de doce horas. Mi miedo a los espacios cerrados ha estado todo el rato bajo control gracias a la charla y a su sonrisa dulce, y cuando, finalmente el ascensor vuelve de nuevo a la vida, yo hasta lamento que me arranquen de allí y de la compañía de ese chico y su longaniza.

―Me llamo Will, por cierto. Ese es mi nombre real ―dice mientras se abren las puertas y me mira de una forma que me hace estremecer.

Antes de que sea capaz de recuperar mi capacidad de habla después de esa mirada tan intensa, noto cómo el jefe de seguridad viene hacia nosotros. Nos pregunta si estamos bien y si hay algo que pueda hacer por nosotros.

Pero no puedo dejar de mirarle, y sus ojos, enormes, preciosos, limpios, tampoco se van de los míos. Algo nos tiene enredados y nos impide dejarnos ir. Algo que es más intenso que las palabras y la presencia de otros a nuestro alrededor.

Hasta que oigo que me llaman por mi nombre y se rompe el hechizo.

―Señorita Egia, ¿está usted bien? Tengo aquí mismo su billete para mañana. No olvide que hemos quedado en la puerta de embarque a las seis en punto. Sea puntual. Y ahora, salga de ahí y vaya a casa, que necesita descansar.

Marie se levanta y me da la mano para hacer yo lo mismo. Mi jefe se acerca a darme el billete y, como haciéndose cargo de la situación, me sujeta de la cintura y me saca de allí.

Él se va, no mira atrás. No me da su número y yo tampoco se lo pido.