Capítulo 17
No es que me arrepienta de nada, pero desde que me acosté con Marie me inundan una serie de sensaciones encontradas. Y vale, yo me lo he buscado por dejar que se meta en mi cama un hombre prácticamente casado, pero es que a veces la mente se queda de auténtica actriz secundaria cuando el corazón hace su aparición en escena.
Llevo una semana sin apenas dormir, machacando mi cabeza con opciones, posibilidades y mil variables que podrían hacer que mi vida se decidiera en uno u otro sentido. Porque siento que estoy ante un momento decisivo, y no sólo en lo que se refiere al terreno afectivo.
No dejo de darle vueltas y más vueltas a las palabras de Marie sobre lo que me hace feliz en esta vida y sobre mi sitio, mi búsqueda del sitio que debo ocupar. Y no hay nada claro, nada se define en mi interior como la opción más acertada. ¿Cuándo me volví tan insegura? ¿Cuándo me aficioné a darle tantas vueltas a las cosas? Antes no era así, antes era más decidida y directa, antes sabía que estaba de paso… ¿Y ahora? Ni eso sé, más perdida no se puede estar.
Hoy es viernes por la mañana y tengo una reunión con Saul en su despacho a las 11,30. No sé exactamente para qué me ha citado, porque no ha incluido ningún orden del día de la reunión en su agenda. No sé si es personal o laboral. No sé si debo ponerme nerviosa por demás, o entrar tranquilamente en su despacho, tal y como sería lo habitual.
Su cita para esta mañana me llegó anoche, mediante un mensaje de texto, y eso, quizá, incline la balanza más por el lado de lo personal, pero con Saul, nunca se sabe. Es extraño, no obstante, y me tiene más intrigada de lo habitual.
Él aún no ha llegado, tenía una reunión con dos agentes literarios en Madison Garden, así que no puedo ir deduciendo nada de nuestra cita de las 11,30 si no puedo ver la forma en que me recibe, me habla y me trata.
Tengo algunas cosas que hacer antes de la reunión, así que me pongo manos a la obra para que mi cabecita deje de dar vueltas y más vueltas, y evitar así el mareo y el vértigo que últimamente me acompañan tan a menudo.
Pero una cosa es decirlo y otra hacerlo. Porque mi mente, alentada por un corazón atolondrado y sin ningún control, me lleva de nuevo a la noche del viernes y los momentos tan perfectos que pasé en brazos de Marie. Su tacto, sus besos, su presencia en mi cama después de hacer el amor… todo me hace pintar una sonrisa bobalicona en mis labios sin que pueda evitarlo.
Las chicas ya me han pillado en esta tesitura un par de veces esta semana y, aunque he sido prudente y me he callado la boca, supongo que, en algún momento algo les tendré que contar. Esta tarde en Antoine's sé que voy a ser sometida al tercer grado, y me muero de ganas por contarles todo, a la vez que me aterra lo que puedan pensar de mí.
Y es que estamos ante una historia que se ha quedado sin final. Y si alguien me pregunta sobre cómo estamos ahora Marie y yo, sólo puedo encogerme de hombros y morderme el labio para evitar que hasta las lágrimas me visiten.
La mañana del sábado, cuando yo ya me imaginaba un bonito despertar acompañada, me di cuenta de que estaba sola, y que en la casa ya no quedaba ni rastro de la presencia de Marie. Me hizo hasta dudar de que hubiera sucedido lo que había pasado entre los dos la noche anterior. Pero el sabor de sus labios aún me quemaba por dentro, así que deseché pronto esa estúpida idea.
Miré mi teléfono para ver la hora que era, y descubrí con una alegría infantil y desproporcionada, que tenía un whatsapp de él esperando a ser leído:
“Perdona que me vaya así, como si recorriera el camino de la vergüenza y no quisiera que nos volviéramos a ver despiertos. Entro a trabajar a las 8, tengo turno, así que me he ido pitando y en silencio, porque ayer tuviste un día duro y no quería despertarte. ¿Hablamos después?” (06:55)
No supe qué pensar en ese momento. Estaba como atontada aún, sin espabilar del todo tras abrir los ojos. Me levanté despacio, me di una ducha, me calenté un café, y volví a leer el mensaje.
Me quedé con ese “¿Hablamos después?” como hilo de esperanza al que acogerme, aunque tenía claro que lo de tener esperanzas con un chico que va a casarse, quizá no fuera la mejor idea del mundo.
Me quedé esperando su llamada todo el sábado y, con enorme tristeza, comprobé que no iba a producirse ese día. Quizá él esperaba que yo diera el paso, pero dado que el que tenía novia era él y quien se había ido de mi cama sin avisarme, también era él, estaba en su tejado la pelota y la llamada: Sí o sí, debía partir del propio Marie, ¿no?
El domingo aún esperaba su llamada, al menos hasta la noche, cuando bastante cabreada conmigo misma por haber caído en ese juego tan peligroso y que tanto daño hace a los corazones de quienes se exponen a él, acabé por tomar una decisión que podría ahorrarme bastante sufrimiento futuro: dejar de tener esperanzas.
Como si el destino siguiera burlándose de nosotros y nos hubiera puesto en el centro de su macabro pasatiempo, justo cuando tomaba esa decisión, mi teléfono me indicaba que estaba entrando una llamada. De Marie, por supuesto.
―Hola ―saludó con su habitual voz dulce―. Sé que ayer tenía que haberte llamado, pero no pude…
―Claro, esto de acostarte con otra teniendo novia, complica las conversaciones telefónicas si no estás solo.
Lo pilló al vuelo. Estaba enfadada. Y me reprendí por hacérselo notar. Quería parecer madura y racional, que no se me notara que estaba resentida por haber llegado, por fin, al convencimiento de que era 'La Otra', lo que nunca había querido ser, lo que siempre había repudiado.
―No me has entendido ―intentó aclarar, claramente confundido―. Nadie me lo ha impedido. Era yo, que no podía coger el teléfono y llamarte porque estaba hecho una mierda. Me lo he buscado sólo, lo sé, pero tus palabras, primero, y lo que pasó entre nosotros, después… no sabes el tsunami que me recorre entero desde que salí de tu casa.
Me quedé callada. No sabía qué decir. No podía estar enfadada con él por tener dudas, por analizar lo que había pasado, porque le estaba afectando… si me afectaba a mí de este modo, ¿qué le estaría pasando por la cabeza a él que era el que más tenía que perder en todo eso?
Lo justo hubiera sido dejarlo ir, dejar que él mismo encontrara su norte primero. Y luego, después de saber su respuesta, tomar yo la decisión correcta. Es lo mismo que me había pasado con Saul al pedirle tiempo. En este caso, era Marie quien lo necesitaba y quien, probablemente, no me lo pediría nunca por temor a perder algo. Creí que debía echarle una mano y, así, de golpe, supe lo que tenía que hacer, también en mi propio beneficio, y en el de mi salud mental.
―Will…
―Nunca me llamas Will. No lo hagas, no me gusta cómo suena ahora mismo, sé que precede a malas noticias.
―Will ―repetí― necesitas tiempo. Necesitas no verme, no hablar conmigo. Necesitas saber qué es lo que quieres y te quedan menos de dos semanas para averiguarlo. Es una carrera contrarreloj y el único que va a perder si no te decides, eres tú mismo.
Más silencio. Sabía que había entendido que tenía razón, que no podíamos seguir así. Que no debíamos vernos o hablar hasta que tuviéramos las cosas claras. Porque se lo había pintado de color gris a él, como si sólo él debiera tomar una decisión al respecto. Pero yo también tenía mucho en qué pensar. Porque en mi cabeza había otros jugadores, sobre todo Saúl y mi futuro que, desde el viernes por la noche, era más incierto que nunca.
―¿No quieres que te llame?
―Claro que quiero que me llames… pero creo que no debes hacerlo. Yo también tengo que pensar. Necesito saber qué es lo que deseo. Necesito alejarme, ver la foto completa de mi vida ahora mismo, y volver a hacer zoom en la parte apropiada. Es la única manera de hacer bien las cosas. Es el único modo para conseguir la claridad mental que ahora, los dos, necesitamos.
Sé que no le gustó del todo mi decisión, pero también sé, que en el fondo, era lo que más le beneficiaba para resolver su vida. Desde el domingo por la noche no sé nada de él y, aunque me muero de ganas por conocer cómo va su peregrinaje por el interior de sus emociones, aún tengo que resolver yo mi propio puzle emocional si no quiero morir en el intento de descubrirme a mí misma. Queda una semana para la boda, a veces me da por pensarlo y el corazón se me encoge lleno de dolor.
Apenas quedan tres minutos para las 11,30 y no se ve a Saul por ningún lado. Suena el teléfono de mi escritorio, sacándome de mi ensoñación con Marie y nuestra actual situación de incomunicación. Veo en la pantalla que se trata del propio Saul y cojo sin pensármelo mucho.
―Martina, lo siento, me ha surgido algo y no podré ir a la oficina hasta la tarde. Es una comida con la CEO de TrendingBooks, quizá consigamos llegar a un acuerdo para no sacar los dos toda la artillería que manejamos a la vez.
―Eso es estupendo, Saul. No te preocupes por mí, tengo tarea hasta la tarde. Te esperaré.
Me parece una muy buena idea que ambos peces gordos se sienten a hablar civilizadamente de los pasos a seguir para no pisarse el terreno o, al menos, evaluar por dónde irán los tiros de sus respectivas nuevas líneas de negocio. Creo que Saul necesita cerrar ese capítulo para volver a creer en sí mismo y en su capacidad para gestionar la compañía de su abuelo y de su padre.
Las horas parecen no correr y yo, mientras tanto, sigo dándole al coco. Sí, podría presentarme a las olimpiadas en la categoría de darle vueltas a las cosas si algún día un lumbrera decidiera crearla. Ganaría sin complicaciones a quien osara competir contra mí y mi gran capacidad de no dejar quietas a mis neuronas. Lo peor de todo, es que me da la sensación de hallarme en una encrucijada perpetua, con tres caminos a elegir: Saul, Marie y estar sola. Y de los tres hay cosas que me gustan y que me echan para atrás.
Además, por si no fuera poco, a esos enrevesados y nada fructíferos pensamientos, se une una muy poco sana afición recién adquirida por pensar en mi futuro que, como ya he dicho, han surgido tras las palabras de Marie.
Después de horas y horas pensando, llego a un acuerdo conmigo misma y me alío a la religión apócrifa de Dennis Kunnis y me prometo que la decisión que tome será la guiada por una señal, sea la que sea. Aunque yo no tenga ni idea de interpretar señales ni nada parecido.
Saul aparece por fin en la oficina. Son las cinco menos cuarto, casi me hace esperarle más allá del horario laboral y, lo que es peor, del platón a las chicas. Ahora espero que no me líe mucho.
Me hace pasar de inmediato a su despacho, pero no lo veo acomodado detrás de su impresionante escritorio Louis XV. Ha dejado su portafolios y se ha deshecho de su americana, y está sentado con cara de agotado en uno de los sillones de piel color tabaco que se encuentran en uno de los laterales de la estancia.
Se le ve realmente cansado, como si llevara todo el día de aquí para allá, cosa que probablemente haya sido así. Creo que necesita unas vacaciones y, si ha logrado finiquitar su discordia con TrendingBooks Publishing, este podría ser un buen momento para cogerse unos días libres y olvidarse de todo.
―¿Qué tal ha ido? ―le pregunto mientras tomo asiento enfrente de él haciendo caso a su invitación muda― ¿Habéis conseguido llegar a alguna clase de acuerdo?
―Hemos llegado a algunos pequeños acuerdos, sí ―dice masajeándose el puente de la nariz―, pero antes de contarte nada de la comida con los de la otra editorial, creo que debería empezar contándote algo más importante. De hecho, es el motivo por el que te he citado.
Se me pone una especie de nudo en la garganta. Me siento sumamente insegura cuando se me cita en un despacho para tratar un tema del que lo desconozco todo. Mis pies inician un ligero traqueteo que muestra, a las claras, que no estoy nada tranquila.
―Ya sé quién filtró a los de TrendingBooks nuestras intenciones. Y no, si vas a preguntarme por Virginia Olsen, no fue ella. Tuviste razón en todo el tiempo.
Me alegro de no haberme equivocado, aunque con ella el mal ya está hecho.
―¿Quién fue entonces?
―No te lo vas a creer, a mí me cuesta y eso que lo he escuchado de su propia boca.
Me mantiene en ascuas y yo quiero gritarle para que lo suelte ya. Saul sí que sabe cómo mantener el suspense en sus relatos.
―Anoche estuve en los Hamptons. Les han dado el alta a Fanny y a la pequeña, y quería ver cómo estaban. Tuvimos una cena muy agradable y, tras ella, mi padre me pidió que charláramos un rato. Lo vi cambiado, como más relajado, más centrado. No probó ni una sola gota de alcohol en toda la noche, ¿te lo puedes creer? Pues estábamos los dos tan a gusto en el salón cuando me soltó la bomba. Él fue quien les contó a TrendingBooks nuestras ideas.
―¡No! ¿Te estás quedando conmigo? ―pregunto sin darme cuenta de que, quizá, mi tono y el contenido de mis palabras suena un poco menos elegante de lo que me hubiera gustado.
―No bromeo. Ojalá lo hiciera, pero no… al parecer, durante los días que celebramos el Consejo de Administración en Los Ángeles, en el hotel en el que él se alojaba los de TrendingBooks celebraban su convención anual… ¿no es casualidad? Ni siquiera le hicieron caer en una trampa. Estaba bebiendo en el bar y se puso a hablar de forma casual con un tipo, que resultó ser uno de los comerciales de la otra editorial y al que le soltó, casi palabra por palabra, lo contento que estaba de que su querido hijo, o sea yo, les hubiera dado en las narices a todos los del consejo con todas esas fabulosas nuevas ideas.
No puede ser. ¡Qué mala suerte irte de la lengua en plena borrachera con un tipo de una editorial de la competencia sentado justo al lado! Y no sólo eso, Saul J. Coleman Senior… ¡era nada más y nada menos que Saul J. Coleman Senior! Esas cosas no les pasan a los dioses de las publicaciones ¿o sí?
Saul está claramente afectado, pero sé que en el fondo, se siente aliviado por haber desvelado el gran misterio en que vivía envuelto desde el fatídico día en el que me presenté, en ese mismo lugar, con un correo electrónico con una oferta imposible.
―Lo peor de todo es la forma en la que he tratado a Virginia ―se lamenta―. He sido un miserable con ella. Me da rabia haberla perdido.
―Pues recupérala. Es una zorra y una bruja, pero es buena en su trabajo, y ha demostrado que es leal. Al menos mientras aguantó tus desaires… otra lo hubiera dejado mucho antes.
Asiente en silencio. No sé cómo lo hará, pero sé que va a conseguir que Virginia Olsen vuelva a entrar por esa puerta y que lo haga, además, con buen talante y una amplia sonrisa.
―Bueno, el caso es que solucionado el misterio, y más aún después de hablar con la CEO de TrendingBooks, quería que retomáramos nuestra conversación sobre tu ascenso. Voy a crear un nuevo departamento para localizar nuevos autores entre los creadores independientes y los blogueros, y te quiero a ti al frente.
De pronto, mi mente se despeja como por arte de magia y veo claro mi futuro. Me veo los siguientes años, y veo que tengo algo por lo que merece la pena luchar. Tengo que contener las lágrimas de la emoción por haber desenredado ese ovillo y haber encontrado el inicio de la madeja. Sí, ahora ya lo sé.
―Saul, gracias por confiar en mí de ese modo. Sé que me lo ofreces porque me crees capaz de llevarlo a cabo y no porque pienses que me lo debes por darte la idea o por lo que ha pasado después ―él me mira satisfecho, dándome la razón―, pero tengo que rechazarlo y me duele hacerlo, porque no quiero traicionar tu confianza.
Su sonrisa no muere en los labios según me está escuchando, y sé que tiene preparado otro cartucho porque preveía que me iba a negar en su primera tentativa.
―Hace semanas que no hay rumores sobre nosotros. No puedes negarte a ascender por el qué dirán. Yo sé que este puesto es para ti, me da igual lo que los demás piensen.
―No lo entiendes, Saul. No deseo el puesto porque no quiero trabajar aquí, no en este lugar ―se ha quedado blanco de repente y sé que se imagina que me largo con la competencia― y no, no es lo que piensas. No he aceptado otras ofertas. Pero sí escucharía otra que venga de ti… quiero que me ofrezcas que me quede en Coleman and Asociated Publishing como autora. Quiero que mi blog se quede con vosotros, no quiero estar con nadie más.
Está desconcertado y se le nota. Pero es que así es cómo me siento. Tengo que salir de esta oficina como trabajadora y volver al mundo, ese mundo que no ha dejado de llamarme, aunque durante casi nueve meses haya decidido no escucharle. Por más que me he repetido lo contrario, soy hija de mi madre y necesito irme a vivir mis aventuras, a seguir poniendo mi alma en mi blog, a querer descubrir cada rincón de este precioso planeta.
Porque sí, soy digna hija de la mayor trotamundos que he conocido y, pese a habérmelo negado durante mucho tiempo, sé que para ser feliz debo ser como ella. Vale, no al nivel de sofisticación y glamour que ella maneja -no me veo frecuentando a amigos jeques o tomando el té con condesas y marqueses- pero sí con las ganas de no dejar nada por pisar, esas que la empujaron a hacer del mundo su hogar y de sus andanzas, su propia biografía.
―Esto no me lo esperaba… pensaba que deseabas quedarte en Nueva York y hacer carrera en el mundo editorial ―dice con la voz preñada de desilusión―, supongo que la nómada que vive en ti, ha acabado por ganar la partida.
Eso es, exactamente eso es lo que ha pasado. Y no puedo estar más feliz de haberlo descubierto. Aunque me haya llevado tiempo, al menos ahora lo tengo claro.
―¿Y qué hacemos con tu puesto?
Por segunda vez esa tarde, un rayo de luz ilumina mi cerebro para darme la respuesta adecuada a una pregunta de Saul. Tengo a la persona ideal para ese puesto, y espero que él, pese a mi negativa, sepa apreciar mi criterio.
―Tengo al candidato ideal. Es licenciado en Literatura, pero el título debería importante poco. Es la persona más inteligente que he conocido en mi vida, tiene un don especial para captar el talento y es sumamente minucioso con su trabajo, al que se entrega en cuerpo y alma. Se llama Onur Kaya, es turco, y ahora mismo empuja un carrito de comida por el Greenwich Village por falta de oportunidad para demostrar lo que vale.
―¿Un carrito de comida? ¿Estás segura de que estará a la altura?
―No lo veas por lo que hace, sino por lo que tiene en la cabeza. Es una joya, no lo dejes escapar, Saul.
Me mira y sopesa mis palabras. Sé que cree en mí. Cree en mí desde que le conté mis ideas y vio que tenía capacidad para ver más allá. Él también la tiene, y espero que lo sepa aprovechar.
―Entonces… ¿te vas?
Su voz suena apenada. Supongo que piensa que una trotamundos no puede encajar con él. Igual piensa en su padre y en mi madre, hace casi cuarenta años, y se imagina a sí mismo, añorándome como el señor Coleman añora a veces a mi madre. Me parte el corazón pensar que lo que pudimos tener no pueda realizarse por mi elección de vida, al fin y al cabo, en cuarenta años el mundo ha cambiado y las distancias son mucho más cortas.
―¿Sabes lo que decía mi abuelo? Que un hilo invisible conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar tiempo, lugar o circunstancias. El hilo se puede estirar o contraer, pero nunca romper. Entiendo que tu destino es el mundo, y a él estás unida aunque lo hayas dejado de lado unos meses. Me alegro por ti, Martina, quiero que seas feliz, de corazón.
Y ahí está, la señal que esperaba. Saul me deja ir, sabe que no es nuestro destino. Pero como ese destino es juguetón, la señal está apuntando directamente hacia quien ha estado siempre colocado por él en mi camino. Sí, mi deseo es recorrer el mundo, pero el destino no quiere que lo haga sola.
De pronto, siento una enorme urgencia por salir de allí e ir a jugar mi última carta en este pasatiempo de los hados en el que me he visto envuelta. Le doy un beso apresurado a Saul en la mejilla, le prometo que luego hablaremos y me despido a todo correr. Tengo muchas cosas que hacer para cumplir mi destino y no tengo mucho tiempo.
Lo primero de todo es llamar a las chicas y disculparme con ellas por perderme la tarde en Antoine's. Ya era tarde al entrar al despacho de Saul y tarde he salido, así que en la oficina no queda ni un alma. Lo siguiente es llamar a mi padre, contarle lo que me pasa y pedirle su participación en mi loco plan de conquista de un hombre que se casa en ocho días.
Cojo un taxi que justo pasa vacío por mi lado (¿ves? El destino está de acuerdo conmigo) y le doy al conductor una vaga dirección, al sur, mientras busco en mi navegador del teléfono el sitio exacto que busco. Localizo mi objetivo, le pido al taxista que me lleve a él y que me espere mientras hago una compra urgente.
Después, con mi munición secreta cargada, a salvo en mi bolso, le pido al conductor que deshaga nuestros pasos y que me lleve de nuevo al lugar donde me recogió. No es tan sencillo, al parecer, un atasco en la Quinta ha relentizado todo el tráfico de manera drástica y apenas nos movemos ¿destino? ¿Estás ahí? ¡Por favor, que no llego!).
Cuando llevamos más de veinte minutos parados, tengo que reunir todo el valor que recorre mi cuerpo y salir del taxi. Sólo hay una solución. Coger el metro, por mucho terror que eso me produzca.
Corro hasta la primera boca de metro que me encuentro, y me cuelo enseguida en su interior. Debo adquirir la tarjeta de viajero, cargarla y pasarla por los tornos. Espero en el andén, muy quieta, preguntándome qué querrá decir esto. ¿Que no vaya? ¿Que supere los miedos? ¿Que el destino no lo controla todo y, a veces, una trama secundaria lo complica todo?
Cuando llega el metro, entro con cierta angustia. Pero es cierto que tengo más ansiedad por la posibilidad de llegar tarde y estropear todos los planes que he ido tejiendo en la mente de manera vertiginosa, en apenas unos minutos, que por estar ahí encerrada. Y poco a poco, como por arte de magia, mi mente se libera y dejo de ver el vagón del metro como una caja hermética que me impide moverme con libertad.
Y vuelvo a escuchar en mi mente las palabras que Marie me susurró en el Tram, cuando volvíamos de Roosevelt Island. “Abre los ojos, te estás perdiendo las vistas de la mejor ciudad del mundo por las propias limitaciones que le pones a tu mente”. Sonrío y sé que estoy venciendo esas limitaciones sólo con usar mi fuerza de voluntad y el amor propio. Porque si voy a volver a la carretera, necesito no tener dudas, no ponerme trabas, no paralizarme por el miedo. Soy valiente, puedo con todo.
Llego a mi parada sorprendida por lo bien que he llevado ese viaje en metro, y me felicito por empezar a poner las baldosas amarillas que vayan construyendo ese camino para mis pies, para mis ilusiones.
Miro el reloj y veo alarmada que sólo quedan tres minutos para las siete y media de la tarde. Necesito correr si quiero llegar a tiempo. No estoy lejos del edificio de la Editorial, pero decido correr por si acaso. Llego con la lengua fuera y me acerco al mostrador de los chicos de seguridad.
―¿En qué piso se imparten las clases de cocina? ―les pregunto jadeando.
Me conocen de sobra, no sólo porque me vean todos los días entrar y salir, sino también porque desde el incidente del ascensor me saludan con mucha más efusividad que antes. Son un chico muy joven y otro que rondará ya los cincuenta. Ambos muy amables y siempre sonrientes, la verdad es que como vigilantes, imponen poco.
―Piso veintiuno ―me dice el mayor de los dos.
Salgo corriendo hacia el ascensor (veintiún pisos, otra prueba de fuego) y le doy al botón correspondiente. Mientras subo, voy pensando en mi discurso, en mis posibilidades, en el miedo y el vértigo que produce estar a punto de abrirle tu corazón a alguien.
Cuando llego al piso correspondiente, veo que la clase acaba de terminar porque algunos alumnos están saliendo por la puerta. Escruto con avidez los rostros que pasan cerca de mí, pero ninguno es el de Marie. ¿Y si hoy no ha venido? ¿Y si todo este correr loco por el centro de Manhattan no ha servido de nada?
Cuando todos han salido, mis esperanzas están por los suelos. Han cogido todos el ascensor y Marie no ha aparecido. Me dispongo a llamar yo también al ascensor para bajar y rumiar mis penas. No ha servido de nada. El destino me la ha jugado.
El ascensor llega y me meto dentro de él. Le doy al botón del piso de la entrada y las puertas comienzan a cerrarse. Tengo ganas de llorar. No sé qué hacer a continuación.
Una mano se cuela entre los dos bordes de la puerta cuando ésta está ya casi cerrada completamente. Un gesto arriesgado. Las puertas vuelven a abrirse y veo frente a mí a Marie. Con un tupper… hoy no trae longaniza.
Me mira tan sorprendido como yo a él. El destino, después de todo, sigue estando de nuestro lado, y yo no puedo evitar esbozar una sonrisilla traviesa mientras le doy las gracias mentalmente.
―Hola ―dice cuando consigue dominar la sorpresa de verme ahí.
―Hola ―le digo, con la emoción traspasando claramente mi voz.
Está terriblemente guapo esta tarde. Lleva unos pantalones negros y una camisa azul arremangada. Está moreno y sus ojos brillan de una forma especial. Sé que le ha alegrado verme, que no se lo esperaba pero no le disgusta que haya ido a verlo. Algo es algo… puedo empezar por aquí.
―¿Otra vez te ha liado el jefe hasta tarde? ―bromea.
Sé que él sabe que no, que estoy aquí por él. Tomo aire y me lanzo al mayor precipicio por el que me he tirado en mi vida. El vértigo me tapona los oídos. Tengo que hacerlo, tengo que decirlo.
―Marie… Te quiero.
Me mira sin reaccionar. No sé qué pensar, me tiembla todo el cuerpo y hasta se me nubla la visión. Pero soy valiente, si he conseguido venir en metro sin morir de miedo, puedo hacer esto.
―Te quiero y deseo que estés conmigo. Es egoísta e inapropiado a una semana de tu boda. Pero creo que en este ascensor nos juntó el destino, como tú siempre has dicho, y por algo tendrá que ser. Digo yo que por un polvo de una noche no se habría molestado tanto, ¿no?
Estamos a punto de llegar al piso de abajo y mi tiempo con él puede acabarse. Cuando estamos entre el piso uno y el cero, le doy al botón de stop. No quiero distracciones en medio de mi discurso emocional.
―Sé que no son las mejores circunstancias y sé que estás confuso, pero te ofrezco vivir la vida que mereces vivir. Quiero que descubras el mundo de la cocina en esos sitios donde de verdad quieres cocinar; quiero que vivas tu sueño sin miedo a fracasar, y si fracasas, yo te ayudaré a levantarte y a volverlo a intentar.
Sigue mudo, ni pestañea. Y yo comienzo a perder la confianza en mi precioso discurso ensayado mil veces en el taxi y en el metro.
―¿Te acuerdas de la tarjeta del Napoleón Etxea que te regalé por tu cumpleaños? Te aceptan allí para recibir clases. Para aprender. Dijiste que ese sitio era una motivación para ti. Andoni Egia te quiere con él, ¿no es genial?
Ahora sí reacciona. Abre sus ojos como platos, como si no se creyera ni una palabra de mi proposición, y me mira con un anhelo distinto.
―¿Lavaste allí platos una temporada y eres capaz de hacer que Andoni Egia desee que yo vaya a aprender de pinche a su restaurante de tres estrellas Michelin?
―Marie… Andoni Egia es mi padre.
El nivel de sorpresa sube y sube y sube.
―No te lo dije antes para que no me vieras como un medio para un fin. Quería que me conocieras como soy y no como la hija de una de las personas que desearías tener como maestro. Espero que lo entiendas, quería protegerme.
―Sin embargo, para no querer que te utilizara para un fin, tú sí estás usando a tu padre para tu propio beneficio.
―No, Marie, la uso para el tuyo. No te pido que te quedes conmigo, aunque me encantaría que me eligieras y me quisieras como yo te quiero. Puedes no estar conmigo, pero sí debes ir a ver a mi padre y aprender de él. Hasta ese punto te quiero que puedo renunciar a tenerte para que vivas tu sueño. Te conozco y sé que esto es lo que te hará feliz, y no una vida anodina y rutinaria con una mujer que ha demostrado no conocerte y a la que usas como escudo para no lanzarte a la piscina.
Hala, ya lo he dicho. Ya le he dejado claro que pienso que es un cobarde. O al menos, que lo ha sido hasta ahora. En su mano está cambiar de vida y vivir realmente la que desea.
―Yo me voy de Nueva York. Ya he presentado mi renuncia. Tenías razón sobre mí y sobre lo poco que una chica como yo está hecha para una oficina. Vuelvo al mundo… vuelvo a trotar. Así que, como ves, yo sí he decidido ser valiente. Ojalá lo decidas tú también.
No dice nada, no se mueve siquiera. Así que me acerco a él y le pongo en la mano una bolsita de papel de la que sale un delicioso olor a frambuesa. Son sus gominolas de la infancia en forma de corazón, las que he ido corriendo a buscar a Nolita para entregárselas y hacerle un poquito más feliz.
Desbloqueo el ascensor y salgo de allí, dejándole solo con los dulces y sus pensamientos. No ha querido reaccionar, no ha dicho nada. Siento que he perdido la partida.