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A lo largo del camino público que bordeaba el rancho Valle del Sol, se extendía una espesa cortina de matorrales y arboleda tan sólo interrumpida por el trecho de entrada a las propiedades y por una carretera más angosta para uso particular de los moradores de aquellos terrenos. Frente a la verja principal un letrero en el que se leía:

 

Rancho Valle del Sol
Afiliado a la A.S.A. y a la W.S.A.
Bienvenidos los visitantes
(Se ruega utilicen la cabina del teléfono)

 

Aunque la carretera pública no era más que un camino secundario, pavimentado en macadam, su escaso tráfico habitual se multiplicaba de manera sorprendente con un gran número de vehículos a finales del largo verano californiano. La carretera avanzaba por espacio de algunas millas a lo largo del pie de las colinas, iniciando luego el ascenso por las montañas hasta la zona en que se unía a las carreteras de primer orden que iban al lago Big Bear y a los parajes en que se practicaba el esquí de invierno. Tomando un atajo, el conductor experto podía llegar al paso habitual a través del desierto, desde Los Angeles a Las Vegas.
De la totalidad de coches que viajaban por aquel atajo, relativamente ignorado, que pasaba por el rancho, pocos eran los que penetraban en las propiedades. La mayoría de los conductores que leían el letrero ignoraban incluso que las iniciales se referían a la American Sunbathing Association y a su subdivisión regional, la Western Sunbathing Association.
Linda Nunn conocía todos los rincones de las tierras del rancho y el principio de cada uno de los senderos que utilizaban los excursionistas, pues vivía allí desde que cumpliera los diez años. Tan pronto como vio que su padre marchaba hacia la arboleda que ocultaba la piscina, corrió a su habitación, preguntándose cómo algún forastero, ni vivo ni muerto, podía haber llegado a aquella área de recreo, tan bien protegida, sin haber sido visto desde la casa. Enterrado en la entrada del camino de coches había un interruptor que hacia sonar un timbre, tanto en la cocina como en el despacho, cada vez que llegaba un coche; y aquel sistema de aviso no había sonado la pasada noche.
Abriendo la puerta de su armario ropero, Linda escogió un vestido, lo quitó del colgador y se lo puso sin pérdida de tiempo. No se molestó en buscar prendas interiores. No pensaba salir de sus tierras y contaba con quedar libre de ropas muy pronto, tal vez dentro de una hora. Aunque el armario y el tocador estaban llenos de esas cosas que acostumbran encontrarse en todo guardarropa de una joven damita, en el rancho resultaba absurdo llevar algo más que lo absolutamente imprescindible.
El vestido que había elegido era de corte clásico y le sentaba muy bien.
Linda se detuvo un instante ante el espejo y se arregló el cabello con las manos antes de salir apresuradamente de la habitación. Sus pies, calzados con buenas y atractivas sandalias, se hundían en la muelle y espesa hierba mientras avanzaba a buen paso por el prado delantero, siguiendo el camino más corto hacia la entrada de los socios. Llegó algo jadeante, y sujetó la cadena que había sido colocada allí en previsión de cualquier circunstancia que pudiera exigir que los terrenos del rancho quedasen temporalmente cerrados. Hecho esto la joven se detuvo para recobrar aliento y pensar en lo que probablemente habría de suceder muy pronto.
Ocho minutos más tarde oía el distante y estridente aullido de una sirena. No era un sonido continuo, sino que se producía tan sólo a intervalos, cada vez que el vehículo se acercaba a las curvas cerradas de la carretera, donde era preciso emitir una señal de aviso. Linda había oído ese mismo alarido muchas veces, a pesar de ser aquella una tranquila zona rural. Pero en esta ocasión sabía que el equipo de urgencias se dirigía a su casa, y eso le produjo una extraña y molesta sensación.
El sonido fue tornándose progresivamente más audible, hasta que Linda pudo distinguir que se trataba de dos vehículos avanzando uno tras otro. Con un último resonar de las sirenas, los coches aparecieron ante el rancho; se trataba de un coche patrulla seguido muy de cerca por una ambulancia policial, en cuyos dos laterales se leía:

 

«Servicio de Socorro»

 

El conductor del primer vehículo, que sin duda conocía la situación del camino de coches de la propiedad, frenó y se detuvo. Cuando asomó la cabeza para hablar, su voz sonó algo cortante, pero afable, a pesar de todo.
—¿Hay por aquí algún camino que lleve hasta la piscina?
Linda titubeó un momento antes de responder:
—Lo hay, pero no suele ser usado y está lleno de baches.
—Bien. Entonces, ¿por dónde vamos?
—Tendrán que pasar por el otro camino de coches. ¿Quieren que yo les guíe?
—Sí. Haga el favor.
Como había dos hombres ocupando el asiento delantero, Linda abrió la portezuela de detrás y se instaló en aquella parte del coche. Sentada en el borde del asiento, la joven dio instrucciones al conductor para que se dirigiese hacia el otro camino de coches que se encontraba, pasado el edificio de lo que en otros tiempos fuera granja, en la polvorienta carretera que bordeaba el seto de árboles. Durante un centenar de metros el coche del sheriff sufrió violentas sacudidas al pasar sobre las raíces que emergían de la tierra y sobre las hondonadas arenosas; luego inició el ascenso junto a un complicado sistema de filtro que llevaba el agua a la ornamental piscina de dimensiones olímpicas.
Cuando fue a abrir la portezuela del coche, Linda se apercibió de que no tenía manecilla. El hombre que iba junto al conductor acudió a abrir y echó a andar tras la muchacha, que inició la marcha hacia un terraplén que ascendía hasta el nivel de la explanada de la piscina. La lisa superficie del agua reflejaba el profundo azul del cielo, creando una falsa sensación de calma y serenidad. En el centro de la explanada de cemento se encontraba George Nunn, tendido boca abajo sobre un hombre de considerables dimensiones colocado boca arriba, cuya desnudez resplandecía serenamente a la luz del sol. George, con los dedos colocados alrededor de los labios, hacia lo imposible por conseguir que llegase aire a los pulmones del hombre inerte.
Forrest se encontraba arrodillado junto a su hijo, observando atentamente por si advertía algún indicio de que el hombre volviera a la vida.
Tras echar una rápida ojeada a la escena, el comisario del sheriff, más próximo a Linda, cogió a la joven por un brazo para obligarla a volverse.
—Será mejor que ahora nos deje, señorita —aconsejó.
—He visto antes personas muertas —contestó ella al momento—. Eso suponiendo que esté muerto.
Mirando hacia atrás, Linda vio otros dos hombres que salían de la ambulancia que llegara tras el coche patrulla.
El comisario adoptó un tono más firme para replicar:
—Es que ese hombre está completamente desnudo, señorita.
Linda miró fijamente al representante de la Ley.
—No soy ningún conejillo melindroso —protestó—. Y podría conocerle. Conozco a todos los que vienen por aquí y a muchos de los otros socios.
Mientras ellos hablaban, un hombre de sorprendente atractivo, provisto del habitual maletín negro de los médicos, pasó junto al grupo para ir a arrodillarse al lado del hombre tendido en la explanada. Tras indicar a George que se apartase, apoyó el oído en el pecho del hombre. Un momento después le levantaba el párpado y luego escuchaba atentamente con el estetoscopio apoyado en la parte del pecho más próxima al brazo izquierdo.
Finalmente sacudió la cabeza con aire de negativa, pero aún empleó un momento en flexionar un brazo del hombre, antes de ponerse en pie.
—Ha muerto —anunció entonces—. Y probablemente hace varias horas.
Luego, mirando a George, añadió:
—Ha hecho usted lo más oportuno para intentar reanimarle. De haber llegado a tiempo, podría haberle salvado. —El médico se volvió entonces a los otros hombres para ordenar—: Llévense de aquí a esta muchacha.
—Es mi hija —dijo Forrest suavemente—. Ha visto muertos antes de ahora.
El joven médico abrió la boca, pero al recordar dónde estaba volvió a cerrarla sin haber pronunciado palabra.
—Al menos cubran al hombre —rogó, pasados unos momentos.
El conductor de la ambulancia llevó una manta y la extendió sobre el cadáver.
El comisario jefe era un hombre de edad; su cuerpo resultaba muy ancho en la parte de la cintura, donde el exceso de grasa acumulado le hacia parecer más bajo de lo que en realidad era. Aparentaba unos cincuenta años, pero esta edad se aumentó en cinco, como mínimo, cuando se quitó la gorra de uniforme para enjugarse el sudor de la frente.
Su cabello, ya casi totalmente blanco, presentaba grandes claros en la región en donde descansara la gorra.
Una vez se hubo secado el sudor volvió a encajarse la gorra, sacó un pequeño bloc de notas y preguntó calmosamente:
—¿Qué ha sucedido?
George repuso:
—Vine aquí hace poco más de media hora, para limpiar las baldosas y los filtros; es una cosa que hacemos cada dos días. Cuando atravesé la arboleda... —El joven hizo una pausa, señaló el cadáver y añadió—: Le vi flotando en la piscina. Estaba tendido con la cara sobre el agua. Me sorprendió verle porque no había oído llegar a ningún visitante temprano, y los martes, a primera hora de la mañana, no son los días más oportunos para venir a la piscina. Cuando pasó más de medio minuto sin que el hombre sacara el rostro del agua comprendí que algo anormal ocurría. Eché a correr hacia aquí y me zambullí en el agua. En seguida saqué al hombre y le coloqué en la explanada, donde está ahora. Tuve la certeza de que estaba muerto. Le noté tan helado... En seguida corrí en busca de mi padre.
—Si se zambulló usted para sacar a este hombre, ¿cómo no tiene usted húmedos los calzones?
—Es que entonces no los llevaba.
—¿Conoce usted a este hombre?
George movió negativamente la cabeza al responder:
—Yo no, y mi padre tampoco. No es ningún socio de aquí. De eso estoy seguro.
—No creo que sea socio de los nuestros en ninguna otra parte —declaró Linda, interviniendo por propia iniciativa—. Puede que fuera un visitante ocasional, o alguien que se dirigía a alguno de los clubs septentrionales, pero nada más.
El comisario se volvió a mirar a la joven y dijo:
—Estoy convencido de que tendrá usted algún motivo para hablar así. ¿Le importa decírmelo?
—Este hombre era un conejo vergonzoso —hizo notar Linda—. No está curtido en todo el contorno de las caderas. Eso se ve claramente. No podía ser un nudista y tener partes tan blancas en algunos trechos de su cuerpo.
El comisario tomó unas notas en su bloc antes de mirar al médico, que ya había reanudado el examen del cadáver.
—¿Qué opina usted? —preguntó.
El doctor se puso en pie, después de extender nuevamente la manta y dijo:
—No creo que se haya ahogado. Pudo ser un accidente, pero creo más probable un asesinato.
El comisario asintió.
—Eso es lo que yo me figuraba. Este hombre no parece ser de aquí. Y si hubiera venido a darse un baño a medianoche, sin permiso del propietario de estas tierras, es de suponer que habría traído un vehículo de alguna clase. También pudo venir caminando, pero, en ese caso, ¿dónde está la ropa?
Volviéndose al conductor, que le había acompañado, indicó:
—Llama y cuenta lo que hay. Pregunta si Virgil continúa allí. En caso afirmativo, sería muy oportuno que se diera una vuelta por aquí.
El otro volvió al coche-patrulla. Transcurrido poco más de un minuto, regresaba para notificar:
—Virgil iba ya camino de la puerta, pero le han alcanzado. Dice que pasará por aquí, a echar un vistazo, según va de camino a Pasadena. Los muchachos van a llamar al jefe Addis para preguntarle si podemos retenerle en caso de que nos haga falta. Virgil ha pedido que dejemos el cadáver en donde esté hasta que él llegue.
—¿Tardará mucho? —preguntó Forrest.
—No creo —respondió el comisario jefe—. Aunque no conoce esta región tan bien como nosotros, llegará aquí en cosa de media hora.
—Pues entretanto pueden venir ustedes a casa a tomar café. Está preparado. Siempre tenemos café preparado.
Forrest señalaba ya el sendero que llevaba a la casa, pero el comisario objetó:
—Alguien tiene que quedarse con el cadáver.
El conductor de la ambulancia, que había permanecido silencioso en un rincón, levantó la mano derecha para ofrecerse voluntario y fue a sentarse en una de las sillas metálicas de la explanada. Forrest condujo al pequeño grupo formado por los otros hombres, hacia su residencia.
Linda fue a colocarse al lado del comisario jefe, en cuyo uniforme empezaban a surgir manchas de sudor en las axilas.
—¿Quién es Virgil? —preguntó la joven.
El comisario se quedó mirándola un momento antes de responder:
—Tratándose de Virgil, es preferible que espere usted a conocerle. Entonces lo sabrá.