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Durante las siguientes veinticuatro horas,
Virgil Tibbs vivió en un mundo de esperanzas. Mantuvo una estrecha
y continua vigilancia sobre todas las fuentes de información
concernientes a personas desaparecidas y revisó informes de
crímenes en la confianza de encontrar alguna ligera conexión con el
hombre de la piscina. Se puso, asimismo, en contacto con otros
centros policiales de California, Nevada y Arizona. Al final de
otro día de esfuerzos y concentración, Tibbs se encontró
completamente en blanco.
Mientras, en el depósito de cadáveres de San
Bernardino, sobre una losa, seguía tendido el cuerpo de un
desconocido al que nadie reclamaba y del que nadie daba la menor
pista para su identificación. Lo más frustratorio de todo era el
hecho de que nadie pareciese preocuparse por el muerto. No
telefoneaba ninguna esposa desesperada cuyo marido, hubiera
desparecido; ni se supo de que ningún socio comercial hiciese
averiguaciones sobre un compañero del que no sabía nada
últimamente. El hombre, quienquiera que fuese, parecía haber vivido
en el vacío.
La verdad era, se dijo Tibbs, que la gente
no suele preocuparse por los demás. Los caseros no piensan para
nada en sus arrendatarios mientras éstos pagan sus alquileres. En
la actualidad, los vecinos no se sienten inclinados a mostrar
interés los unos por los otros. La mayoría de los conductores
experimentan antipatía por los otros conductores con quienes se
cruzan en las carreteras. Y, con frecuencia, cuando se ha cometido
un crimen, escasean los dispuestos a prestar ayuda a la policía,
por temor a verse complicados en el asunto.
Tibbs alejó de su mente tales ideas. Cuando
las cosas se ponían contra él, su mente parecía deleitarse
presentándole cada torpeza e incidente desagradable que había
conocido en su vida. Ante él desfilaban los espíritus de cosas
muertas hacia largo tiempo. Las equivocaciones cometidas, los
hechos que se habían puesto en contra, las incontables veces en que
se viera obligado a aceptar una humillación no merecida por el
simple detalle de ser un negro.
La inacción le agobiaba; tenía necesidad de
hacer algo. Cuanto más tiempo permanecía sentado en su oficina,
mayores eran las probabilidades de que el capitán Lindholm se
presentase de golpe ante él para preguntarle cuándo quedaría
concluido el caso. Al fin, sin una idea muy clara de lo que iba a
hacer, salió y montó en su coche; se detuvo una vez a repostar
gasolina y acabó tomando la dirección este, por la carretera
principal 66. Dejó atrás las afueras de Pasadena, cruzó la pista de
carrera de Santa Anita y atravesó Azusa. Luego, y a mayor
velocidad, avanzó a lo largo de la base de las montañas. El sol,
que había estado oscurecido por unas nubes bajas, volvió a
resplandecer mientras el detective pasaba por Claremont, y el
espíritu del viajero también se iluminó notablemente.
Enfiló una carretera de segundo orden,
recorrió diez millas de mala pavimentación, y llegó ante la entrada
del rancho «Valle del Sol». Esta vez la cadena no estaba echada, y
Tibbs efectuó el doble viraje a través de los arbustos, para llegar
al terreno de aparcamiento. Allí vio, en esta ocasión, otros varios
vehículos. Cuando desconectó el motor pudo oír, procedentes de la
zona de la piscina, los gritos inconfundibles de niños que
jugaban.
Mientras salía del coche, Tibbs se preguntó
por qué había acudido a aquel lugar. En apariencia conocía la
respuesta: necesitaba encontrar una nueva pista. Pero hubo de
confesarse a sí mismo que no tenía en dónde buscar. Estaba
convencido de que los Nunn eran honrados y no le ocultaban nada. No
era, pues, oportuno efectuar un registro formal, al menos en su
residencia particular. Por tanto, todo lo que podía hacer, de
momento, era preguntar si había sucedido o se había descubierto
algo nuevo. Una vez le hubieran respondido negativamente, volvería
a echar un vistazo por los alrededores, por si en la primera
ocasión se le hubiera pasado por alto algún detalle.
No había recorrido más que unos pasos del
sendero que llevaba a la casa, cuando Forrest salió a su encuentro.
Tibbs advirtió al momento que la bienvenida que le dedicaba era
sincera.
—Hola, Virgil —dijo el director del centro—.
Perdone que le trate por su nombre, pero es la costumbre universal
de los parques nudistas.
—Me parece muy bien —repuso Tibbs.
El detective hizo la observación de que su
anfitrión volvía a ir cubierto con los deslucidos calzones color
caqui que sin duda venía a ser como su uniforme para salir a
recibir a los visitantes en la zona de aparcamiento. Forrest
condujo al recién llegado hasta la gran cocina donde Emily se
encontraba preparando una gran fuente de ensalada en la que
abundaba el tomate.
—¡Caramba, Virgil! —exclamó ella—. Nos
complace verle de nuevo. Se quedará a comer con nosotros,
¿verdad?
—Sí. Claro que se quedará —repuso Forrest,
sin dar tiempo a que Tibbs pudiera hablar, al tiempo que sacaba dos
tazas de café y las colocaba sobre la mesa.
Tibbs se dispuso a explicar que la suya no
era una visita social, sino oficial, y abrió la boca, pero tuvo el
acierto de cerrarla sin pronunciar una sola palabra. Aquellas
gentes sabían de sobra cuál era el carácter de su visita, pero
tenían la amabilidad de tratarle como a un invitado. Le
consideraban una persona igual a ellos, con derecho a ir a
cualquier parte y hacer cualquier cosa que desease, lo mismo que
cualquier otro ser humano. Aquello era para Tibbs como haber
traspasado las puertas del Paraíso.
Al bajar la vista hacia sus manos, Virgil
sintió odio hacia aquella piel suya de color de ébano.
En aquel momento entró en la cocina Carole,
con un color tan tostado en toda su personita que, exceptuando los
ojos azules, podía haber sido una pariente lejana del detective
negro.
La niña saludó con pueril entusiasmo a
Tibbs, quien la miró largamente con oscuros ojos, notando que el
corazón se le henchía de contento.
Forrest le prestó una valiosa ayuda al
decir:
—Sé que desea usted hablar con nosotros,
Virgil, y ya sabe que nos tiene a su disposición. Pero si puede
usted esperar hasta después de la comida será mucho mejor. Hoy
tenemos visitantes.
Tibbs accedió, aunque un poco desazonado al
pensar que, de una manera inconsciente, había ido a inmiscuirse en
la hora de la comida de aquella familia. Debería haber dicho que ya
había comido, pero cualquiera habría considerado un tanto
improbable tal cosa, ya que eran entonces las once y media de la
mañana, y semejante pretexto podía haber resultado ofensivo para
sus anfitriones. Y entonces se le ocurrió reflexionar sobre el
hecho de que aquella gente, por ser nudistas, también debían
conocer el doloroso aguijón de los prejuicios. Aunque su posición
era voluntaria, más de una vez se debían de ver expuestos al
escarnio y la burla públicas. En realidad se les acusaba del mismo
pecado que a él: el hecho de ser diferentes. En una civilización en
que, a veces, las gentes distintas a los demás levantan templos a
orillas del Potomac, lo más corriente es, no obstante, que se
desprecie a quienes no son iguales a la generalidad.
¿Por qué, se preguntaba Tibbs, el ser
exactos los unos a los otros se ha de considerar tan a menudo una
gran virtud? La existencia del mundo se basa en el hecho de que las
gentes sean distintas; de otro modo pronto llegaría el fin. Tienen
que haber patronos y obreros. Son necesarios los negociantes,
artistas, ingenieros, policías, arquitectos y matarifes. Tienen que
existir granjeros, y probablemente también son necesarios los
políticos. Unas gentes para realizar los trabajos agradables y
elevados; otras para encargarse de las tareas sucias y molestas; y
los que hacen unas y otras cosas no pueden ser iguales.
Los pensamientos del negro se vieron
interrumpidos por la llegada de George. Por un momento, consideró
que el muchacho debería llevar pantalones cortos en presencia de su
madre. Poniéndose en pie, el detective saludó a George con cierta
torpeza; su reciente «errabundeo» mental le había desequilibrado
momentáneamente.
—¡Pero, por favor, quítese esa chaqueta,
Virgil! —le apremió George—. Hace un día muy caluroso y no tiene
usted por qué ir con tanta ropa encima.
Tibbs comprendió entonces que allí él era un
extraño, no sólo por su color, sino también porque iba totalmente
vestido con ropas de ciudad, en un lugar en el que lo máximo a que
se recurría era a un atuendo funcional.
—Con gusto me libraré de la chaqueta
—admitió, mientras se quitaba dicha prenda y la colocaba en el
respaldo de la silla.
—Somos treinta y cuatro ahora —informó el
muchacho a su madre, que iba cubierta únicamente con un delantal—.
Se incluyen Abe y Sarah, y también Don y Pam.
Emily asintió con un cabeceo. Entretanto,
Forrest explicaba:
—Solemos preparar aquí la comida, y, en los
días laborables, nos la llevamos al comedor, cuando no merece la
pena abrir la cocina grande.
Tibbs observó a Emily, que abría el horno
para sacar varias bandejas de gran tamaño que despedían un grato
olorcillo. George las llevó hasta el umbral de la puerta, para
colocarlas sobre una especie de mesa de servicio con ruedas. Cuando
todo estuvo colocado sobre ella, George la empujó hacia el terreno
cubierto de césped. En aquel momento en que, viendo concluido uno
de sus quehaceres, muchas amas de casa se detienen a enjugarse el
sudor de la frente, Emily no hizo más que sonreír cordialmente,
diciendo a su huésped:
—Comeremos en seguida. Linda y George se
ocuparán de los socios y acabarán en un momento. El pan y otras
cosas las tenemos guardadas en las alacenas del comedor.
Tibbs consideró llegado el momento de dar
una explicación y dijo:
—Cuando vine no me di cuenta de lo
intempestivo de la hora. Estaba pensando en otras cosas... Será
mejor que vuelva más tarde, cuando no estén ustedes tan
atareados.
—¡Qué tontería! —protestó Emily—. Podemos
sentarnos todos a la mesa y hablar. Como mi padre solía decir: «La
buena comida proporciona buenas ideas.»
Todavía sintiéndose desplazado, pero muy
agradecido por el buen recibimiento de que se le había hecho
objeto, Tibbs quedó observando la sencillez y eficacia con que
Emily preparaba la mesa para la comida familiar. Parecía hacerlo
todo con suma facilidad y sin un solo movimiento innecesario.
Estaba ella casi acabando cuando Tibbs miró por la ventana y quedó
como paralizado.
George y Linda se acercaban a la casa. Era
obvio que ella sabía que el detective estaba allí; George se lo
habría dicho. Sin embargo, la joven caminaba despreocupadamente al
lado de su hermano, desnuda por completo; sólo unas sandalias
protegían sus pies.
Se aproximaba a la cocina, y pasados unos
segundos estaría en la estancia.
Tibbs se ensimismó en un recuerdo relativo a
sus antepasados. La esclavitud a que en un tiempo se viera sometido
su pueblo por la raza blanca había seguido tan latente para él
durante su juventud en el Sur, que la vista de una mujer blanca
desnuda le producía un verdadero «choc». En el Mississippi, el
simple hecho de que se estuviera hablando con una mujer blanca
podía servir de acusación contra un negro.
Linda tenía dieciocho años y, como ya Tibbs
advirtiera anteriormente, estaba bien formada. El detective había
llegado incluso a pensar en ella como posible motivo de un
asesinato; tales cosas habían sucedido otras veces. La muchacha
prometía ser una mujer espléndida y, técnicamente hablando, podía
decirse que estaba ya en edad de «merecer».
—Ahí vienen —anunció Forrest.
Tibbs se aferró con desespero a la
posibilidad de que la joven se deslizase por alguna puerta cercana
para ponerse un vestido antes de presentarse a comer. Pero, al
mismo tiempo tenía el convencimiento de que no iba a ser así; Linda
se presentaría en la cocina tal como estaba en el prado.
George sostuvo la puerta abierta mientras su
hermana entraba. Ella penetró en la gran estancia con andares tan
naturales y graciosos que, por alguna inexplicable razón, Tibbs
recordó al momento la Sexta Sinfonía de Beethoven.
El día era hermoso y deslumbrador, y la
muchacha que acababa de aparecer en la cocina era tan bella como el
día mismo. No había en ella artificios de maquillaje, ni
complicados peinados, ajustados al estilo del traje salido de una
gran modista; en Linda rebosaba la belleza natural de una mujer
joven del tipo que eligiera Praxíteles y otros muchos artistas a lo
largo de los veinticuatro siglos transcurridos desde la época del
famoso escultor.
Como Tibbs se puso en pie automáticamente,
Linda se acercó a saludarle.
—Bien venido, señor Tibbs. Diga, ¿le importa
que le llame Virgil?
El se atrevió a sonreír.
—Puede hacerlo, si le gusta —dijo—. Resulta
un poco difícil andar con ceremonias bajo las actuales
circunstancias..., ¿no es cierto?
Ella le correspondió con una sonrisa
radiante, y repuso:
—Es cierto. ¿Ha venido usted a decirnos que
ya han detenido al asesino?
Tibbs negó con la cabeza.
—No. He venido porque necesito nuevamente su
ayuda.
Aquel «su» que él pronunció con la idea de
pluralidad, ella lo interpretó como singular.
—Estupendo. Me encantará ayudarle. En
seguida que acabemos de comer, si a usted le parece.
Cuando la muchacha se volvió, para ayudar a
su madre, Tibbs no pudo evitar el observarla con fijeza. La
simetría de su cuerpo era perfecta, y al contemplar la curva de la
parte inferior de la espalda de ella, Tibbs lamentó de todo corazón
no ser un pintor.
Emily Nunn sirvió los alimentos y todos se
sentaron. Mientras se instalaba en su puesto, Tibbs se sintió más
desplazado que nunca. Cogió la servilleta y la extendió sobre sus
piernas con movimientos reposados. No era frecuente que se le
invitase a comer en casas de familias blancas; pocas, por no decir
ninguna vez, se le hizo tal honor mientras estaba ocupándose de un
caso policial, y jamás bajo las singulares circunstancias del
momento. Por otra parte, su comida del mediodía solía limitarse a
un bocadillo y un vaso de leche, y temía no ser capaz en esta
ocasión de apreciar los guisos, mucho más nutritivos, que habían
colocado ante él.
Pero, con gran sorpresa, Tibbs comprobó que
estaba hambriento y que aquella comida casera a la que raramente
tenía acceso, contribuía a abrir el apetito. Linda, sentada frente
a él, mantenía una conversación bastante continuada relativa al
trabajo de la policía. Fuera o no intencionado el detalle por parte
de ella, el caso fue que Tibbs empezó a sentirse algo más a sus
anchas al poder tratar del tema que mejor conocía. Fue contestando
con franqueza a las preguntas de la joven, y pronto todos se
mostraron interesados.
Al cabo de un rato, Tibbs decidió hacer
ciertas confidencias a los Nunn.
—En este caso me encuentro con un serio
problema —dijo—. No quisiera que esto salga de esta estancia, pero
la verdad es que hasta la fecha no he podido identificar el
cadáver.
—¿Quiere usted decir que no ha acudido nadie
a denunciar la desaparición de un hombre? —preguntó Emily.
—Exactamente. Nadie ha hecho denuncias ni
averiguaciones de ningún tipo que puedan tener relación con el
caso, en esta área de tres Estados. Ahora ya puedo decirles que,
cuando fue encontrado, el cadáver llevaba lentes de contacto casi
invisibles. Seguí la pista de esas lentillas, pero no me ha llevado
a ninguna parte y sigo encontrándome como al principio.
—¡Lentillas! —exclamó Linda—. Ese era el
detalle que usted me ocultó...
—Sí. Uno de ellos.
—¿Ha sido hecha ya la autopsia? —quiso saber
Forrest.
—Sí, pero es muy poca la información nueva
que nos ha aportado. Nada de importancia. No vamos a tratar de los
detalles aquí, en la mesa, pero, en términos generales, no se han
hecho más que las averiguaciones rutinarias.
Aquello era todo cuanto podía decir, ya que
no quería entrar en detalles sobre las causas de la muerte.
Emily cogió una fuente y, sin preguntar,
sirvió otra porción de salmón ahumado en el plato del detective.
Tibbs protestó cortésmente, pero acabó dando las gracias porque
aquel pescado era algo exquisito.
—¿Cómo podemos nosotros ayudarle? —preguntó
Forrest.
Después de partir un trozo de salmón con el
tenedor, Tibbs levantó la vista para responder:
—En realidad, no estoy seguro de que puedan
ayudarme. Siempre queda el recurso de empezar a hacerles una
infinidad de preguntas, pero la verdad es que sólo había venido a
ver si lograba encontrar alguna pista..., algo que se me hubiera
pasado por alto la otra vez.
Hizo una pausa para saborear un bocado, y
luego añadió:
—Una cosa puedo decirles: si existe alguna
pista, no será nada palpable, o que salte a la vista, sino más bien
algo minúsculo, algo tan simple que nadie se aperciba apenas de
ello.
—Quisiera preguntarle algo —dijo George—.
Supongamos que no aparece esa pista que usted desea y el cadáver
sigue sin identificar. ¿Qué ocurre entonces?
Tibbs vació la mitad del contenido de un
delicioso té helado y de un solo trago; le producía un efecto tan
agradable y refrescante en la garganta que no habría querido
interrumpirlo ni para respirar.
—Por tratarse de un asesinato, puedo
decirles que el caso seguirá en pie. Todos los casos de asesinato
siguen abiertos, prácticamente, hasta que se resuelven. Pero si, a
la larga, no se resuelve nada, tendría que encargarme de otra cosa.
En el trabajo policial siempre surgen nuevos problemas. Entretanto,
de aquí a varias semanas, o tal vez a fin de año, puede suceder
algo que nos dé la solución.
—Pero, ¿y si eso no ocurre? —insistió
George.
—Entonces el asesino habrá salido airoso y
conservará su libertad. Eso sucede a veces. No me gusta admitirlo,
pero es la verdad.
—Yo deseo que detengan al asesino que mató
al hombre que apareció en nuestra piscina —dijo Linda—. No me
avengo a la idea que hiciera una cosa así y no pague por su
crimen.
—Si hemos de detenerle, necesitaré toda la
ayuda que ustedes pueden prestarme.
—Entonces creo que lo que a nosotros nos
corresponde hacer es pensar detenidamente sobre cada detalle y
averiguar hasta el hecho más minúsculo, por remoto que parezca
—opinó Forrest—. Incluso aunque no estemos muy seguros de que pueda
ser útil.
Virgil apuró el resto de té helado, gozando
con el contacto de los cubitos de hielo en sus labios. Linda se
levantó, para servirle más, y él se reclinó en la silla, totalmente
consciente de la desnudez de ella.
—No será fácil —dijo, cuando Linda acabó de
servirle y volvió a su asiento—. Pero tenemos que intentarlo.
—¿Por dónde empezaremos? —inquirió
Emily.
Otra vez dueño absoluto de su voluntad,
Tibbs revolvió el té, al que había añadido una cucharada de azúcar
y una rodajita de limón.
—Empecemos por lo que ustedes conocen mejor
—propuso—. Yo doy por hecho que no hay aspecto nudista que
considerar en este caso, y que el cadáver fue encontrado en la
piscina de ustedes más bien por casualidad.
Hizo una pausa para buscar las palabras más
oportunas.
—Acepté esa idea porque, si puedo evitarlo,
no quiero perjudicarles a ustedes, ni en su negocio ni en su
bienestar. Me imagino que debe ser difícil crearse una clientela
para este tipo de... local, y conseguir la aceptación del
vecindario.
Forrest cruzó sus largas piernas y se
recostó en la silla.
—Eso es verdad, hasta cierto punto. Aunque
no resulta tan difícil como puede usted suponer. Tenemos bastantes
solicitudes. Por ejemplo, la gente empieza a comprender que los
niños criados con la idea del nudismo tienen una actitud consciente
y saludable hacia sus cuerpos. No se ocultan para entregarse a
juegos prohibidos en el garaje, por ejemplo.
Forrest miró a su esposa y sonrió antes de
añadir:
—Aún puedo decirle más. Entre los nudistas
hay un porcentaje mucho más bajo de divorcios que entre el resto de
la población. Pero no es eso lo que ahora le interesa a usted. Si
existe el más mínimo detalle nudista en el caso, cuente usted con
nosotros para proporcionarle cuanta ayuda esté a nuestro alcance.
Concretar una cosa u otra será infinitamente mejor que tener el
problema siempre pendiente sobre nuestras cabezas.
Por el tono de voz, Tibbs adivinó que el
hombre hablaba con toda franqueza. Y parecía lo más razonable
admitir que ninguno de la familia intentase ocultar alguna
información, a menos que se tratase de un conocimiento punible. Era
esa una posibilidad que Tibbs no se había decidido a abandonar por
completo.
—Está bien —dijo—. Empecemos por la aserción
de que el muerto no era un nudista practicante, puesto que llevaba
muy marcada la señal de un bañador. —Tibbs miró a Linda y volvió su
seriedad en el momento de añadir—: Es decir, que se trataba de un
conejo tímido.
Linda hizo mover aprobatoriamente su cabeza.
La joven apoyaba ahora el mentón en sus manos, y los codos sobre la
mesa. En aquella postura, sus senos quedaban parcialmente cubiertos
y Tibbs advirtió, con embarazo, que aquel inconsciente ocultamiento
parcial invitaba de manera automática a dedicar más atención a
aquella parte del cuerpo de ella. A toda prisa volvió a enfrascarse
en los detalles de la conversación.
—¿No es cierto que todo nudista tiene que
empezar en un momento u otro a serlo? —preguntó—. Sin duda no todos
los que acuden aquí iniciaron el nudismo desde la infancia.
—Es cierto —admitió Emily—, Sólo un pequeño
porcentaje de los nudistas de hoy crecieron ya en esa idea.
—¿Y no es posible que nuestro desconocido
estuviera a punto de hacerse nudista, o lo fuera ya, desde hacía
acaso uno o dos días?
Linda se apresuró a intervenir,
diciendo:
—A la segunda parte de la pregunta yo puedo
contestar. Ese hombre no había sido nudista ni un momento, al menos
este verano. De lo contrario, algo se le notaría. Claro que podría
haber pasado un rato en un parque nudista, pero tendría que haber
sido en un día nublado y sombrío, y me parece muy improbable. Y de
estar al sol, incluso con un solo día se habría curtido un poco.
Pero ese hombre estaba demasiado blanco.
—Siempre cabe la posibilidad de que
estuviera desnudo en un día sin sol, aunque de temperatura
agradable. Hay muchos días así —apuntó Tibbs, que, mirándose sus
negros dedos, confesó—: En todo esto yo estoy en situación de
desventaja.
Forrest comprendió en seguida, e intervino
para decir:
—Una persona con la piel muy clara, como era
la del muerto, puede sufrir serias quemaduras solares, incluso en
un día nublado. Todo nudista experto lo sabe. Los nuevos sufren con
frecuencia quemaduras, a pesar de que les avisamos.
—Papá tiene razón —concordó George.
—Entonces, no era un nudista; al menos no lo
había sido recientemente —prosiguió Tibbs—. Pero, ¿existe alguna
razón para creer que no hubiera planeado convertirse en uno de los
suyos? No cabe duda de que le gustaba la vida al aire libre, o no
habría estado tan tostado.
—Es muy posible —asintió George—. Por
desgracia hasta la fecha, es muy reducido el número de personas que
se deciden a practicar el nudismo, pero va aumentando
progresivamente. Era un hombre de buen aspecto; eso incrementa las
posibilidades de que perteneciera al tipo que nosotros solemos
atraer más.
Tibbs miró inquisitivamente a Forrest, quien
afirmó con la cabeza, mientras decía:
—Es una realidad, aunque muchas personas
puedan ponerlo en duda.
—Entonces, puede que se dirigiese aquí
cuando le mataron. Incluso es probable que hubiera llegado y le
tendieran una trampa antes de que el hombre pudiera
anunciarse.
—No lo creo —hizo saber Carole,
gravemente.
Emily se volvió, sonriente, hacia su hija
menor y se llevó un dedo a los labios, dándole a entender que debía
guardar silencio.
Pero Tibbs miró a la niñita, que estaba
sentada a su izquierda, y preguntó:
—¿Y por qué no, Carole?
—Porque no nos había pedido reserva ni hora.
Si era un hombre listo, habría llamado por teléfono para que
supiéramos que venía.
La pequeña concluyó sus explicaciones con
aire de justa indignación; no le gustaba que se la ignorase cuando
tenía una buena idea.
Tibbs se llevó una mano a la frente,
declarando:
—Estoy avergonzado. No había pensado en eso.
Por lo bronceado de su piel y la carencia de huellas digitales de
ese hombre tomadas en este país, di por seguro que había venido del
extranjero, pero no me ha sido posible hacer indagaciones en los
registros de las líneas aéreas porque no tenía ningún detalle en
qué apoyarme. No había pensado para nada en la cuestión de las
reservas.
—Entonces, ¿le he ayudado en algo? —quiso
saber Carole.
—Ya lo creo. Eres magnífica. ¿Qué puedo
hacer por ti, muchacha?
Como había estado pensando sin cesar en el
detective negro desde que le vio por primera vez, Carole estaba
preparada para contestar inmediatamente.
—Quiero pasear en un coche de la policía
—anunció—. Pero con la sirena funcionando.
Tibbs sonrió, apresurándose a ponerse en
pie.
—Te has ganado ese premio. Gracias al cielo,
hay bastante quehacer —declaró—. Muchas gracias por la invitación.
En contadas ocasiones como tan bien. Y gracias por su cooperación,
especialmente la de Carole. No olvidaré tu deseo.
—Estoy celosa —murmuró Linda, sonriendo para
demostrar que bromeaba.
Algo más acostumbrado ya a la desnudez de
ella, Tibbs miró a la muchacha, replicando con toda
sinceridad:
—Usted nunca tendrá por qué sentir celos de
nadie.
Sin más, Tibbs se echó la chaqueta al brazo
y salió de la cocina. Linda quedó observándole desde la ventana,
mientras él cruzaba el jardín, en dirección a su coche.
—Es todo un hombre —afirmó la joven.
—Me gusta —añadió Forrest—, Es un verdadero
caballero, y muy inteligente.
—La mujer que se case con él será muy
afortunada —murmuró Linda.
Su madre le dirigió una rápida y sorprendida
mirada, no carente de inquietud. Aunque no estaba mirando a Emily,
Linda imaginó la reacción de su madre y, comprendiendo,
añadió:
—Supongo que él preferirá buscar una
muchacha negra y, después de todo, también ellas se merecen
encontrar hombres buenos.
En el rostro de Emily Nunn se suavizó la
tensión que contrajera momentáneamente sus músculos.
—Lo mismo creo —afirmó.