6

Durante las siguientes veinticuatro horas, Virgil Tibbs vivió en un mundo de esperanzas. Mantuvo una estrecha y continua vigilancia sobre todas las fuentes de información concernientes a personas desaparecidas y revisó informes de crímenes en la confianza de encontrar alguna ligera conexión con el hombre de la piscina. Se puso, asimismo, en contacto con otros centros policiales de California, Nevada y Arizona. Al final de otro día de esfuerzos y concentración, Tibbs se encontró completamente en blanco.
Mientras, en el depósito de cadáveres de San Bernardino, sobre una losa, seguía tendido el cuerpo de un desconocido al que nadie reclamaba y del que nadie daba la menor pista para su identificación. Lo más frustratorio de todo era el hecho de que nadie pareciese preocuparse por el muerto. No telefoneaba ninguna esposa desesperada cuyo marido, hubiera desparecido; ni se supo de que ningún socio comercial hiciese averiguaciones sobre un compañero del que no sabía nada últimamente. El hombre, quienquiera que fuese, parecía haber vivido en el vacío.
La verdad era, se dijo Tibbs, que la gente no suele preocuparse por los demás. Los caseros no piensan para nada en sus arrendatarios mientras éstos pagan sus alquileres. En la actualidad, los vecinos no se sienten inclinados a mostrar interés los unos por los otros. La mayoría de los conductores experimentan antipatía por los otros conductores con quienes se cruzan en las carreteras. Y, con frecuencia, cuando se ha cometido un crimen, escasean los dispuestos a prestar ayuda a la policía, por temor a verse complicados en el asunto.
Tibbs alejó de su mente tales ideas. Cuando las cosas se ponían contra él, su mente parecía deleitarse presentándole cada torpeza e incidente desagradable que había conocido en su vida. Ante él desfilaban los espíritus de cosas muertas hacia largo tiempo. Las equivocaciones cometidas, los hechos que se habían puesto en contra, las incontables veces en que se viera obligado a aceptar una humillación no merecida por el simple detalle de ser un negro.
La inacción le agobiaba; tenía necesidad de hacer algo. Cuanto más tiempo permanecía sentado en su oficina, mayores eran las probabilidades de que el capitán Lindholm se presentase de golpe ante él para preguntarle cuándo quedaría concluido el caso. Al fin, sin una idea muy clara de lo que iba a hacer, salió y montó en su coche; se detuvo una vez a repostar gasolina y acabó tomando la dirección este, por la carretera principal 66. Dejó atrás las afueras de Pasadena, cruzó la pista de carrera de Santa Anita y atravesó Azusa. Luego, y a mayor velocidad, avanzó a lo largo de la base de las montañas. El sol, que había estado oscurecido por unas nubes bajas, volvió a resplandecer mientras el detective pasaba por Claremont, y el espíritu del viajero también se iluminó notablemente.
Enfiló una carretera de segundo orden, recorrió diez millas de mala pavimentación, y llegó ante la entrada del rancho «Valle del Sol». Esta vez la cadena no estaba echada, y Tibbs efectuó el doble viraje a través de los arbustos, para llegar al terreno de aparcamiento. Allí vio, en esta ocasión, otros varios vehículos. Cuando desconectó el motor pudo oír, procedentes de la zona de la piscina, los gritos inconfundibles de niños que jugaban.
Mientras salía del coche, Tibbs se preguntó por qué había acudido a aquel lugar. En apariencia conocía la respuesta: necesitaba encontrar una nueva pista. Pero hubo de confesarse a sí mismo que no tenía en dónde buscar. Estaba convencido de que los Nunn eran honrados y no le ocultaban nada. No era, pues, oportuno efectuar un registro formal, al menos en su residencia particular. Por tanto, todo lo que podía hacer, de momento, era preguntar si había sucedido o se había descubierto algo nuevo. Una vez le hubieran respondido negativamente, volvería a echar un vistazo por los alrededores, por si en la primera ocasión se le hubiera pasado por alto algún detalle.
No había recorrido más que unos pasos del sendero que llevaba a la casa, cuando Forrest salió a su encuentro. Tibbs advirtió al momento que la bienvenida que le dedicaba era sincera.
—Hola, Virgil —dijo el director del centro—. Perdone que le trate por su nombre, pero es la costumbre universal de los parques nudistas.
—Me parece muy bien —repuso Tibbs.
El detective hizo la observación de que su anfitrión volvía a ir cubierto con los deslucidos calzones color caqui que sin duda venía a ser como su uniforme para salir a recibir a los visitantes en la zona de aparcamiento. Forrest condujo al recién llegado hasta la gran cocina donde Emily se encontraba preparando una gran fuente de ensalada en la que abundaba el tomate.
—¡Caramba, Virgil! —exclamó ella—. Nos complace verle de nuevo. Se quedará a comer con nosotros, ¿verdad?
—Sí. Claro que se quedará —repuso Forrest, sin dar tiempo a que Tibbs pudiera hablar, al tiempo que sacaba dos tazas de café y las colocaba sobre la mesa.
Tibbs se dispuso a explicar que la suya no era una visita social, sino oficial, y abrió la boca, pero tuvo el acierto de cerrarla sin pronunciar una sola palabra. Aquellas gentes sabían de sobra cuál era el carácter de su visita, pero tenían la amabilidad de tratarle como a un invitado. Le consideraban una persona igual a ellos, con derecho a ir a cualquier parte y hacer cualquier cosa que desease, lo mismo que cualquier otro ser humano. Aquello era para Tibbs como haber traspasado las puertas del Paraíso.
Al bajar la vista hacia sus manos, Virgil sintió odio hacia aquella piel suya de color de ébano.
En aquel momento entró en la cocina Carole, con un color tan tostado en toda su personita que, exceptuando los ojos azules, podía haber sido una pariente lejana del detective negro.
La niña saludó con pueril entusiasmo a Tibbs, quien la miró largamente con oscuros ojos, notando que el corazón se le henchía de contento.
Forrest le prestó una valiosa ayuda al decir:
—Sé que desea usted hablar con nosotros, Virgil, y ya sabe que nos tiene a su disposición. Pero si puede usted esperar hasta después de la comida será mucho mejor. Hoy tenemos visitantes.
Tibbs accedió, aunque un poco desazonado al pensar que, de una manera inconsciente, había ido a inmiscuirse en la hora de la comida de aquella familia. Debería haber dicho que ya había comido, pero cualquiera habría considerado un tanto improbable tal cosa, ya que eran entonces las once y media de la mañana, y semejante pretexto podía haber resultado ofensivo para sus anfitriones. Y entonces se le ocurrió reflexionar sobre el hecho de que aquella gente, por ser nudistas, también debían conocer el doloroso aguijón de los prejuicios. Aunque su posición era voluntaria, más de una vez se debían de ver expuestos al escarnio y la burla públicas. En realidad se les acusaba del mismo pecado que a él: el hecho de ser diferentes. En una civilización en que, a veces, las gentes distintas a los demás levantan templos a orillas del Potomac, lo más corriente es, no obstante, que se desprecie a quienes no son iguales a la generalidad.
¿Por qué, se preguntaba Tibbs, el ser exactos los unos a los otros se ha de considerar tan a menudo una gran virtud? La existencia del mundo se basa en el hecho de que las gentes sean distintas; de otro modo pronto llegaría el fin. Tienen que haber patronos y obreros. Son necesarios los negociantes, artistas, ingenieros, policías, arquitectos y matarifes. Tienen que existir granjeros, y probablemente también son necesarios los políticos. Unas gentes para realizar los trabajos agradables y elevados; otras para encargarse de las tareas sucias y molestas; y los que hacen unas y otras cosas no pueden ser iguales.
Los pensamientos del negro se vieron interrumpidos por la llegada de George. Por un momento, consideró que el muchacho debería llevar pantalones cortos en presencia de su madre. Poniéndose en pie, el detective saludó a George con cierta torpeza; su reciente «errabundeo» mental le había desequilibrado momentáneamente.
—¡Pero, por favor, quítese esa chaqueta, Virgil! —le apremió George—. Hace un día muy caluroso y no tiene usted por qué ir con tanta ropa encima.
Tibbs comprendió entonces que allí él era un extraño, no sólo por su color, sino también porque iba totalmente vestido con ropas de ciudad, en un lugar en el que lo máximo a que se recurría era a un atuendo funcional.
—Con gusto me libraré de la chaqueta —admitió, mientras se quitaba dicha prenda y la colocaba en el respaldo de la silla.
—Somos treinta y cuatro ahora —informó el muchacho a su madre, que iba cubierta únicamente con un delantal—. Se incluyen Abe y Sarah, y también Don y Pam.
Emily asintió con un cabeceo. Entretanto, Forrest explicaba:
—Solemos preparar aquí la comida, y, en los días laborables, nos la llevamos al comedor, cuando no merece la pena abrir la cocina grande.
Tibbs observó a Emily, que abría el horno para sacar varias bandejas de gran tamaño que despedían un grato olorcillo. George las llevó hasta el umbral de la puerta, para colocarlas sobre una especie de mesa de servicio con ruedas. Cuando todo estuvo colocado sobre ella, George la empujó hacia el terreno cubierto de césped. En aquel momento en que, viendo concluido uno de sus quehaceres, muchas amas de casa se detienen a enjugarse el sudor de la frente, Emily no hizo más que sonreír cordialmente, diciendo a su huésped:
—Comeremos en seguida. Linda y George se ocuparán de los socios y acabarán en un momento. El pan y otras cosas las tenemos guardadas en las alacenas del comedor.
Tibbs consideró llegado el momento de dar una explicación y dijo:
—Cuando vine no me di cuenta de lo intempestivo de la hora. Estaba pensando en otras cosas... Será mejor que vuelva más tarde, cuando no estén ustedes tan atareados.
—¡Qué tontería! —protestó Emily—. Podemos sentarnos todos a la mesa y hablar. Como mi padre solía decir: «La buena comida proporciona buenas ideas.»
Todavía sintiéndose desplazado, pero muy agradecido por el buen recibimiento de que se le había hecho objeto, Tibbs quedó observando la sencillez y eficacia con que Emily preparaba la mesa para la comida familiar. Parecía hacerlo todo con suma facilidad y sin un solo movimiento innecesario. Estaba ella casi acabando cuando Tibbs miró por la ventana y quedó como paralizado.
George y Linda se acercaban a la casa. Era obvio que ella sabía que el detective estaba allí; George se lo habría dicho. Sin embargo, la joven caminaba despreocupadamente al lado de su hermano, desnuda por completo; sólo unas sandalias protegían sus pies.
Se aproximaba a la cocina, y pasados unos segundos estaría en la estancia.
Tibbs se ensimismó en un recuerdo relativo a sus antepasados. La esclavitud a que en un tiempo se viera sometido su pueblo por la raza blanca había seguido tan latente para él durante su juventud en el Sur, que la vista de una mujer blanca desnuda le producía un verdadero «choc». En el Mississippi, el simple hecho de que se estuviera hablando con una mujer blanca podía servir de acusación contra un negro.
Linda tenía dieciocho años y, como ya Tibbs advirtiera anteriormente, estaba bien formada. El detective había llegado incluso a pensar en ella como posible motivo de un asesinato; tales cosas habían sucedido otras veces. La muchacha prometía ser una mujer espléndida y, técnicamente hablando, podía decirse que estaba ya en edad de «merecer».
—Ahí vienen —anunció Forrest.
Tibbs se aferró con desespero a la posibilidad de que la joven se deslizase por alguna puerta cercana para ponerse un vestido antes de presentarse a comer. Pero, al mismo tiempo tenía el convencimiento de que no iba a ser así; Linda se presentaría en la cocina tal como estaba en el prado.
George sostuvo la puerta abierta mientras su hermana entraba. Ella penetró en la gran estancia con andares tan naturales y graciosos que, por alguna inexplicable razón, Tibbs recordó al momento la Sexta Sinfonía de Beethoven.
El día era hermoso y deslumbrador, y la muchacha que acababa de aparecer en la cocina era tan bella como el día mismo. No había en ella artificios de maquillaje, ni complicados peinados, ajustados al estilo del traje salido de una gran modista; en Linda rebosaba la belleza natural de una mujer joven del tipo que eligiera Praxíteles y otros muchos artistas a lo largo de los veinticuatro siglos transcurridos desde la época del famoso escultor.
Como Tibbs se puso en pie automáticamente, Linda se acercó a saludarle.
—Bien venido, señor Tibbs. Diga, ¿le importa que le llame Virgil?
El se atrevió a sonreír.
—Puede hacerlo, si le gusta —dijo—. Resulta un poco difícil andar con ceremonias bajo las actuales circunstancias..., ¿no es cierto?
Ella le correspondió con una sonrisa radiante, y repuso:
—Es cierto. ¿Ha venido usted a decirnos que ya han detenido al asesino?
Tibbs negó con la cabeza.
—No. He venido porque necesito nuevamente su ayuda.
Aquel «su» que él pronunció con la idea de pluralidad, ella lo interpretó como singular.
—Estupendo. Me encantará ayudarle. En seguida que acabemos de comer, si a usted le parece.
Cuando la muchacha se volvió, para ayudar a su madre, Tibbs no pudo evitar el observarla con fijeza. La simetría de su cuerpo era perfecta, y al contemplar la curva de la parte inferior de la espalda de ella, Tibbs lamentó de todo corazón no ser un pintor.
Emily Nunn sirvió los alimentos y todos se sentaron. Mientras se instalaba en su puesto, Tibbs se sintió más desplazado que nunca. Cogió la servilleta y la extendió sobre sus piernas con movimientos reposados. No era frecuente que se le invitase a comer en casas de familias blancas; pocas, por no decir ninguna vez, se le hizo tal honor mientras estaba ocupándose de un caso policial, y jamás bajo las singulares circunstancias del momento. Por otra parte, su comida del mediodía solía limitarse a un bocadillo y un vaso de leche, y temía no ser capaz en esta ocasión de apreciar los guisos, mucho más nutritivos, que habían colocado ante él.
Pero, con gran sorpresa, Tibbs comprobó que estaba hambriento y que aquella comida casera a la que raramente tenía acceso, contribuía a abrir el apetito. Linda, sentada frente a él, mantenía una conversación bastante continuada relativa al trabajo de la policía. Fuera o no intencionado el detalle por parte de ella, el caso fue que Tibbs empezó a sentirse algo más a sus anchas al poder tratar del tema que mejor conocía. Fue contestando con franqueza a las preguntas de la joven, y pronto todos se mostraron interesados.
Al cabo de un rato, Tibbs decidió hacer ciertas confidencias a los Nunn.
—En este caso me encuentro con un serio problema —dijo—. No quisiera que esto salga de esta estancia, pero la verdad es que hasta la fecha no he podido identificar el cadáver.
—¿Quiere usted decir que no ha acudido nadie a denunciar la desaparición de un hombre? —preguntó Emily.
—Exactamente. Nadie ha hecho denuncias ni averiguaciones de ningún tipo que puedan tener relación con el caso, en esta área de tres Estados. Ahora ya puedo decirles que, cuando fue encontrado, el cadáver llevaba lentes de contacto casi invisibles. Seguí la pista de esas lentillas, pero no me ha llevado a ninguna parte y sigo encontrándome como al principio.
—¡Lentillas! —exclamó Linda—. Ese era el detalle que usted me ocultó...
—Sí. Uno de ellos.
—¿Ha sido hecha ya la autopsia? —quiso saber Forrest.
—Sí, pero es muy poca la información nueva que nos ha aportado. Nada de importancia. No vamos a tratar de los detalles aquí, en la mesa, pero, en términos generales, no se han hecho más que las averiguaciones rutinarias.
Aquello era todo cuanto podía decir, ya que no quería entrar en detalles sobre las causas de la muerte.
Emily cogió una fuente y, sin preguntar, sirvió otra porción de salmón ahumado en el plato del detective. Tibbs protestó cortésmente, pero acabó dando las gracias porque aquel pescado era algo exquisito.
—¿Cómo podemos nosotros ayudarle? —preguntó Forrest.
Después de partir un trozo de salmón con el tenedor, Tibbs levantó la vista para responder:
—En realidad, no estoy seguro de que puedan ayudarme. Siempre queda el recurso de empezar a hacerles una infinidad de preguntas, pero la verdad es que sólo había venido a ver si lograba encontrar alguna pista..., algo que se me hubiera pasado por alto la otra vez.
Hizo una pausa para saborear un bocado, y luego añadió:
—Una cosa puedo decirles: si existe alguna pista, no será nada palpable, o que salte a la vista, sino más bien algo minúsculo, algo tan simple que nadie se aperciba apenas de ello.
—Quisiera preguntarle algo —dijo George—. Supongamos que no aparece esa pista que usted desea y el cadáver sigue sin identificar. ¿Qué ocurre entonces?
Tibbs vació la mitad del contenido de un delicioso té helado y de un solo trago; le producía un efecto tan agradable y refrescante en la garganta que no habría querido interrumpirlo ni para respirar.
—Por tratarse de un asesinato, puedo decirles que el caso seguirá en pie. Todos los casos de asesinato siguen abiertos, prácticamente, hasta que se resuelven. Pero si, a la larga, no se resuelve nada, tendría que encargarme de otra cosa. En el trabajo policial siempre surgen nuevos problemas. Entretanto, de aquí a varias semanas, o tal vez a fin de año, puede suceder algo que nos dé la solución.
—Pero, ¿y si eso no ocurre? —insistió George.
—Entonces el asesino habrá salido airoso y conservará su libertad. Eso sucede a veces. No me gusta admitirlo, pero es la verdad.
—Yo deseo que detengan al asesino que mató al hombre que apareció en nuestra piscina —dijo Linda—. No me avengo a la idea que hiciera una cosa así y no pague por su crimen.
—Si hemos de detenerle, necesitaré toda la ayuda que ustedes pueden prestarme.
—Entonces creo que lo que a nosotros nos corresponde hacer es pensar detenidamente sobre cada detalle y averiguar hasta el hecho más minúsculo, por remoto que parezca —opinó Forrest—. Incluso aunque no estemos muy seguros de que pueda ser útil.
Virgil apuró el resto de té helado, gozando con el contacto de los cubitos de hielo en sus labios. Linda se levantó, para servirle más, y él se reclinó en la silla, totalmente consciente de la desnudez de ella.
—No será fácil —dijo, cuando Linda acabó de servirle y volvió a su asiento—. Pero tenemos que intentarlo.
—¿Por dónde empezaremos? —inquirió Emily.
Otra vez dueño absoluto de su voluntad, Tibbs revolvió el té, al que había añadido una cucharada de azúcar y una rodajita de limón.
—Empecemos por lo que ustedes conocen mejor —propuso—. Yo doy por hecho que no hay aspecto nudista que considerar en este caso, y que el cadáver fue encontrado en la piscina de ustedes más bien por casualidad.
Hizo una pausa para buscar las palabras más oportunas.
—Acepté esa idea porque, si puedo evitarlo, no quiero perjudicarles a ustedes, ni en su negocio ni en su bienestar. Me imagino que debe ser difícil crearse una clientela para este tipo de... local, y conseguir la aceptación del vecindario.
Forrest cruzó sus largas piernas y se recostó en la silla.
—Eso es verdad, hasta cierto punto. Aunque no resulta tan difícil como puede usted suponer. Tenemos bastantes solicitudes. Por ejemplo, la gente empieza a comprender que los niños criados con la idea del nudismo tienen una actitud consciente y saludable hacia sus cuerpos. No se ocultan para entregarse a juegos prohibidos en el garaje, por ejemplo.
Forrest miró a su esposa y sonrió antes de añadir:
—Aún puedo decirle más. Entre los nudistas hay un porcentaje mucho más bajo de divorcios que entre el resto de la población. Pero no es eso lo que ahora le interesa a usted. Si existe el más mínimo detalle nudista en el caso, cuente usted con nosotros para proporcionarle cuanta ayuda esté a nuestro alcance. Concretar una cosa u otra será infinitamente mejor que tener el problema siempre pendiente sobre nuestras cabezas.
Por el tono de voz, Tibbs adivinó que el hombre hablaba con toda franqueza. Y parecía lo más razonable admitir que ninguno de la familia intentase ocultar alguna información, a menos que se tratase de un conocimiento punible. Era esa una posibilidad que Tibbs no se había decidido a abandonar por completo.
—Está bien —dijo—. Empecemos por la aserción de que el muerto no era un nudista practicante, puesto que llevaba muy marcada la señal de un bañador. —Tibbs miró a Linda y volvió su seriedad en el momento de añadir—: Es decir, que se trataba de un conejo tímido.
Linda hizo mover aprobatoriamente su cabeza. La joven apoyaba ahora el mentón en sus manos, y los codos sobre la mesa. En aquella postura, sus senos quedaban parcialmente cubiertos y Tibbs advirtió, con embarazo, que aquel inconsciente ocultamiento parcial invitaba de manera automática a dedicar más atención a aquella parte del cuerpo de ella. A toda prisa volvió a enfrascarse en los detalles de la conversación.
—¿No es cierto que todo nudista tiene que empezar en un momento u otro a serlo? —preguntó—. Sin duda no todos los que acuden aquí iniciaron el nudismo desde la infancia.
—Es cierto —admitió Emily—, Sólo un pequeño porcentaje de los nudistas de hoy crecieron ya en esa idea.
—¿Y no es posible que nuestro desconocido estuviera a punto de hacerse nudista, o lo fuera ya, desde hacía acaso uno o dos días?
Linda se apresuró a intervenir, diciendo:
—A la segunda parte de la pregunta yo puedo contestar. Ese hombre no había sido nudista ni un momento, al menos este verano. De lo contrario, algo se le notaría. Claro que podría haber pasado un rato en un parque nudista, pero tendría que haber sido en un día nublado y sombrío, y me parece muy improbable. Y de estar al sol, incluso con un solo día se habría curtido un poco. Pero ese hombre estaba demasiado blanco.
—Siempre cabe la posibilidad de que estuviera desnudo en un día sin sol, aunque de temperatura agradable. Hay muchos días así —apuntó Tibbs, que, mirándose sus negros dedos, confesó—: En todo esto yo estoy en situación de desventaja.
Forrest comprendió en seguida, e intervino para decir:
—Una persona con la piel muy clara, como era la del muerto, puede sufrir serias quemaduras solares, incluso en un día nublado. Todo nudista experto lo sabe. Los nuevos sufren con frecuencia quemaduras, a pesar de que les avisamos.
—Papá tiene razón —concordó George.
—Entonces, no era un nudista; al menos no lo había sido recientemente —prosiguió Tibbs—. Pero, ¿existe alguna razón para creer que no hubiera planeado convertirse en uno de los suyos? No cabe duda de que le gustaba la vida al aire libre, o no habría estado tan tostado.
—Es muy posible —asintió George—. Por desgracia hasta la fecha, es muy reducido el número de personas que se deciden a practicar el nudismo, pero va aumentando progresivamente. Era un hombre de buen aspecto; eso incrementa las posibilidades de que perteneciera al tipo que nosotros solemos atraer más.
Tibbs miró inquisitivamente a Forrest, quien afirmó con la cabeza, mientras decía:
—Es una realidad, aunque muchas personas puedan ponerlo en duda.
—Entonces, puede que se dirigiese aquí cuando le mataron. Incluso es probable que hubiera llegado y le tendieran una trampa antes de que el hombre pudiera anunciarse.
—No lo creo —hizo saber Carole, gravemente.
Emily se volvió, sonriente, hacia su hija menor y se llevó un dedo a los labios, dándole a entender que debía guardar silencio.
Pero Tibbs miró a la niñita, que estaba sentada a su izquierda, y preguntó:
—¿Y por qué no, Carole?
—Porque no nos había pedido reserva ni hora. Si era un hombre listo, habría llamado por teléfono para que supiéramos que venía.
La pequeña concluyó sus explicaciones con aire de justa indignación; no le gustaba que se la ignorase cuando tenía una buena idea.
Tibbs se llevó una mano a la frente, declarando:
—Estoy avergonzado. No había pensado en eso. Por lo bronceado de su piel y la carencia de huellas digitales de ese hombre tomadas en este país, di por seguro que había venido del extranjero, pero no me ha sido posible hacer indagaciones en los registros de las líneas aéreas porque no tenía ningún detalle en qué apoyarme. No había pensado para nada en la cuestión de las reservas.
—Entonces, ¿le he ayudado en algo? —quiso saber Carole.
—Ya lo creo. Eres magnífica. ¿Qué puedo hacer por ti, muchacha?
Como había estado pensando sin cesar en el detective negro desde que le vio por primera vez, Carole estaba preparada para contestar inmediatamente.
—Quiero pasear en un coche de la policía —anunció—. Pero con la sirena funcionando.
Tibbs sonrió, apresurándose a ponerse en pie.
—Te has ganado ese premio. Gracias al cielo, hay bastante quehacer —declaró—. Muchas gracias por la invitación. En contadas ocasiones como tan bien. Y gracias por su cooperación, especialmente la de Carole. No olvidaré tu deseo.
—Estoy celosa —murmuró Linda, sonriendo para demostrar que bromeaba.
Algo más acostumbrado ya a la desnudez de ella, Tibbs miró a la muchacha, replicando con toda sinceridad:
—Usted nunca tendrá por qué sentir celos de nadie.
Sin más, Tibbs se echó la chaqueta al brazo y salió de la cocina. Linda quedó observándole desde la ventana, mientras él cruzaba el jardín, en dirección a su coche.
—Es todo un hombre —afirmó la joven.
—Me gusta —añadió Forrest—, Es un verdadero caballero, y muy inteligente.
—La mujer que se case con él será muy afortunada —murmuró Linda.
Su madre le dirigió una rápida y sorprendida mirada, no carente de inquietud. Aunque no estaba mirando a Emily, Linda imaginó la reacción de su madre y, comprendiendo, añadió:
—Supongo que él preferirá buscar una muchacha negra y, después de todo, también ellas se merecen encontrar hombres buenos.
En el rostro de Emily Nunn se suavizó la tensión que contrajera momentáneamente sus músculos.
—Lo mismo creo —afirmó.