13
A la mañana siguiente, un sábado, poco
después de las nueve, Walter McCormack celebró personalmente una
conferencia. Poco después, su Cadillac negro, que estaba provisto
de toda clase de comodidades, incluido aire acondicionado, dejaba
atrás el camino particular, cruzaba la verja y tomaba la dirección
este. Casi dos horas después, gracias a las expertas manos de Brown
el chófer, se detenía suavemente en el camino de entrada al
albergue La Sombra de los Pinos. El chófer sostuvo abierta la
portezuela posterior mientras su señor salía. Durante más de hora y
media el financiero estuvo conferenciando con Ellen Boardman y sus
padres.
Concluida la conferencia, Ellen dejó a
McCormack hablando con sus padres y, empujando la puerta principal
de la casa, salió para detenerse a la sombra de los grandes
árboles. Sacudió la cabeza y, automáticamente, se alisó el cabello
con las manos. Parecía casi inconsciente de cuanto le rodeaba. Se
daba cuenta de que el ser rica no encajaba en absoluto con la idea
que ella se había formado de la vida.
Pero había sido señalada para hacerse cargo
de aquella responsabilidad y no podía negarse; tenía que asumirla.
Walter McCormack se había ofrecido a guiarla y ayudarla; no
obstante, ella seguía considerándose poco preparada para el papel
de rica heredera.
En el camino, casi como un símbolo de su
nueva posición, se encontraba el impresionante sedán negro, y al
volante aguardaba el chófer.
Ellen estuvo mirando al hombre y al
vehículo, mientras se esforzaba por aclarar su mente y ordenar sus
pensamientos.
Y entonces se apercibió de que el hombre que
aguardaba pacientemente en el coche era un negro; eso le trajo
instantáneamente a la memoria el recuerdo de Virgil Tibbs, aquel
hombre notable, cuyas habilidades había podido ya apreciar. Ellen
dio unos pasos en dirección al coche y, cuando el chófer levantó la
vista, ella le dio los buenos días.
—Buenos días, señora —repuso Brown.
Ellen advirtió en el hombre un acento que
Virgil no tenía.
—¿Quiere entrar? —invitó la joven—. Le
serviré algo fresco, si tiene usted sed.
—No, gracias, señora. Estoy bien. De todos
modos se lo agradezco.
El negro esbozó una sonrisa mientras
hablaba, pero en su actitud se advertía reticencia.
Decididamente, pensó Ellen, lamentándolo,
aquel hombre no era otro Virgil Tibbs.
Y entonces, como si súbitamente se diera
cuenta de que sólo ella se había mostrado cortés, Brown hizo un
esfuerzo por ser amable.
—Es muy bonito este lugar —dijo.
—A nosotros nos gusta —admitió Ellen—. Y
parece que a nuestros huéspedes también.
—Comprendo perfectamente por qué —comentó
Brown—. A mí siempre me ha gustado ver árboles y plantas.
Eso mismo le ocurría a Ellen.
—Pues podrá usted contemplar la mejor
perspectiva de estos alrededores cuando Vuelva, montaña abajo —dijo
la joven—. No tiene más que girar al pie de la primera colina. Allí
hay un área de aparcamiento. La vista resulta espectacular. Yo
suelo detenerme allí.
—Me gustaría hacerlo, señora —respondió
Brown—. Pero será mejor que hable usted de ello con el señor
McCormack. Si él quiere que nos detengamos, nos detendremos. Si no
quiere, no lo haremos.
Aquella respuesta dejó helada a Ellen, que
lamentó haber iniciado la conversación. Su deseo había sido
mostrarse amigable, y no había conseguido más que hacer resaltar la
posición de inferioridad del chófer.
No había podido continuar sus reflexiones:
la puerta se abrió y McCormack apareció tras ella. El anciano se
dirigió a Brown, diciendo:
—Nos vamos ya. —Y volviéndose hacia Ellen,
añadió—: Creo que hemos hablado bastante por hoy sobre el asunto y
comprendo cómo se debe usted sentir. Yo mismo he pasado por esa
situación, aunque bajo distintas circunstancias. No se preocupe por
ello. Recuerde sólo lo que la he dicho. Y si sucede algo sobre lo
que tenga usted duda, no tiene más que llamarme. Ya tiene mi
número.
Mientras Brown sujetaba la portezuela,
McCormack subió a la parte posterior del coche, sin ayuda alguna, y
se instaló sobre los cojines de cuero. El polvo levantado por los
neumáticos aún no se había posado cuando en el interior del
edificio sonó el teléfono. Acudió a contestar Ellen, quien
reconoció en seguida la voz de George Nunn al otro extremo de la
línea.
—Me gustaría mucho verte esta noche —dijo
él—. ¿Estás libre?
Teniendo en cuenta lo que acababa de saber,
Ellen tuvo el momentáneo pensamiento de que él pudiera mostrarse
tan interesado por el repentino cambio de posición de ella. Luego
comprendió que George no había tenido posibilidad de enterarse y,
por otra parte, tampoco tenía el aspecto de ninguno de esos
«cazafortunas» habituales.
—¿Qué piensas hacer?
—Tenemos baile en nuestro albergue esta
noche.,. Me gustaría mucho que vinieras. Con ropa sencilla; no es
nada de etiqueta —aclaró.
Ellen titubeó, pero acabó decidiéndose a ir.
Deseaba ver de nuevo a George y en su propio elemento; siempre que
todo el mundo se presentase vestido, aquélla iba a ser una buena
oportunidad. Aunque había estado en el centro nudista un breve
espacio de tiempo, Ellen seguía sintiendo gran curiosidad por aquel
lugar.
Así pues, aceptó la invitación y acordaron
una hora para reunirse.
Mientras planeaba qué ropa debía ponerse
para el baile, Ellen se encontró preguntándose mentalmente si
Virgil Tibbs habría hecho algún progreso en la investigación sobre
la muerte de su tío. Seguía en pie la descorazonadora posibilidad
de que George, o alguno de su familia, estuviera complicado en el
crimen, si no directamente, a través de algún detalle del que
estuvieran enterados. Dirigió la mirada al calendario para
asegurarse de que era sábado.
Estaba convencida de que aquel trabajo de
averiguar quién había cometido tan repulsivo crimen debía
interrumpirse los fines de semana.
Pero Ellen se equivocaba. Hacía más de dos
horas que Virgil Tibbs estaba en su oficina, seleccionando las
notas que había estado tomando, y encajando entre sí ciertas piezas
informativas que había logrado captar. Sobre su escritorio tenía un
periódico. En la primera página se notificaba la sentencia de
culpabilidad del hombre contra quien Tibbs estuviera declarando a
principios de semana. Así quedaba cancelado el asunto, de no ser
que aquel hombre fuese puesto en libertad bajo fianza demasiado
pronto, y todo el abrumador trabajo tuviese que iniciarse otra vez
desde el principio. El delito era el único oficio, el único medio
de vida que aquel hombre conocía.
Llegó el correo y Virgil le echó una ojeada.
Un sobre azul y blanco con el remite del rancho Valle del Sol llamó
su atención. Antes de abrirlo comprobó si sobre la mesa de Nakamura
había otro similar. Lo había.
Rasgó el sobre y de su interior extrajo lo
que era una combinación de folleto y formulario de solicitud para
hacerse socio. Se veían atractivos dibujos de la piscina, el campo
de tenis, los campos de balonvolea y otros esparcimientos.
Un párrafo del texto impreso había sido
medio tachado con tinta y en el margen del papel se había añadido
una nota manuscrita. El texto borrado decía:
«Personas solas: bajo ninguna circunstancia
personas solas, que estén casadas, serán admitidas como miembros
del centro; esta cláusula se refiere a aquellas personas casadas
que presenten solicitud de admisión sin incluir a su marido, o
mujer. Los solteros y solteras adultos serán admitidos como
miembros sólo en número reducido, con objeto de conservar la
atmósfera familiar del parque. La decisión sobre quién debe o no
ser admitido dependerá de cada solicitud individual, y la opinión
del comité de miembros será definitiva.»
Inmediato a esto, con rasgos visiblemente
femeninos, se había escrito a mano:
«Debido a su cargo policial, tiene usted la admisión asegurada. No deje de venir.»Linda.»
Aunque no tenía la más mínima intención de
entrar a formar parte de aquel centro, Virgil se sintió muy
complacido de que ella se lo pidiera. Aquello elevó su moral y,
súbitamente, el monótono trabajo que estaba haciendo le pareció más
interesante. Estaba todavía dominado por aquella cálida sensación
cuando entró Bob Nakamura, acompañado de una atractiva muchacha de
cabello castaño y unos niños.
Tibbs se puso en pie.
—Hola, Amiko —saludó—. Bien venida a la
noria. Por cierto, Bob, tu solicitud para el parque nudista acaba
de llegar. Está en tu correo.
—¿Parque nudista? No me habías dicho nada
—protestó Amiko, atónita.
Bob rasgó el sobre y hojeó el folleto que
contenía. Luego, con toda calma, se lo entregó a su esposa.
Seguidamente, los dos hombres esperaron en
silencio, mientras ella lo miraba, contemplaba los dibujos e
incluso leía el texto de solicitud impreso en la parte
posterior.
—No creo que estemos en condiciones de
permitirnos ese lujo —opinó finalmente—. Aunque sería bueno para
los niños.
Tibbs, después de consultar su reloj,
sugirió:
—¿Por qué no vamos juntos a comer?
Estaba todavía hablando cuando sonó el
teléfono. Virgil contestó a la llamada y estuvo escuchando durante
cerca de dos minutos. Tan pronto como colgó, oprimió los labios,
miró el reloj y escribió una nota; luego dejó el papel escrito
sobre su despacho, mirando significativamente á Bob, que asintió
sin pronunciar palabra. Hecho esto, Virgil se dirigió al menor de
los hermanos Nakamura, diciendo:
—Salgamos a comer, ¿te parece bien?
Mientras Virgil salía al pasillo con los
niños y Amiko, Bob cruzó la oficina y leyó la nota escrita por su
compañero:
«A las 12.46 horas ha telefoneado Walter
McCormack para decir que esta mañana ha visitado a Ellen Boardman
para informarla sobre la herencia. Ha estado hablando con ella
bastante rato. De ella depende ahora el que la compañía venda o no.
McC. le ha aconsejado que no venda, pero espera que la joven haya
de sufrir ciertas presiones.»
Bajo el mensaje, Virgil había trazado tres
líneas horizontales en rojo.
Poco después de las cuatro de aquella tarde,
Joyce Pratt llamó por conferencia a Ellen Boardman.
—Queridita, habría deseado hablar con usted
antes, pero en vista de las circunstancias creí que preferiría
usted un poco de soledad.
—Muy amable por su parte —agradeció
Ellen.
—Como usted sabe, su tío y yo fuimos muy
buenos amigos durante muchos años; él hablaba tanto de usted que a
mí me hace el efecto de que la conozco perfectamente. Creo que
ahora deberíamos vernos y tener la oportunidad de conocernos de
verdad, personalmente.
—Por mi parte, encantada.
La respuesta tenía más de cortés que de
sincera. También Ellen estaba al corriente de que la señora Pratt
había organizado la compañía Roussel, de la que era accionista,
circunstancia que haría necesaria una entrevista con ella.
—Venga mañana a cenar conmigo —invitó
Joyce—. Tengo entradas para el Hollywood Bowl. ¿Le gusta la
música?
Ellen reflexionó rápidamente. Sus padres
habían regresado con el coche, de modo que ella podía ir con toda
comodidad, si lo deseaba. Y puesto que tenía que enfrentarse con
sus nuevas responsabilidades, cuanto antes empezase, mejor.
Determinada a no dejarse amedrentar por nada, aceptó la invitación.
Si las cosas iban bien, tanto mejor; en caso contrario, podría
recurrir a Walter McCormack, por quien ya sentía confianza, o tal
vez a Virgil Tibbs.
Luego, al recordar que Tibbs era un policía,
se dijo que no podía acudir a él para que le solventase problemas
personales, y aquél era un problema personal.
En aquel momento volvió a sonar el teléfono.
Ellen se retiró el cabello de la cara para acercar el auricular a
su oído.
—Aquí el albergue La Sombra de los
Pinos.
—Soy Virgil Tibbs, señorita Boardman. ¿Qué
tal está?
—Muy bien, gracias.
¿También el detective querría invitarla?, se
preguntó Ellen.
—La llamo para decirle que el señor
McCormack me ha informado de la visita que le ha hecho esta mañana
y de los motivos de la misma.
—Ya...
—Yo deseo pedirle su estrecha colaboración,
porque es muy importante. Le repito, muy importante.
—Lo comprendo.
—Muy bien. ¿Querrá usted llamarme
inmediatamente si se produce algo relacionado con su nueva
posición? Por ejemplo, me conviene estar enterado de si alguien
acude a verla, o la llama por teléfono... Alguien que pueda tener
conexión con el asunto a que los dos nos interesa. No me importa
que me llame usted una docena de veces por día. Es necesario que yo
sepa al momento todo, todo lo que suceda. ¿Está bien claro?
—Lo está. Y ahora mismo puedo darle
información, si lo desea.
—Diga, diga.
—Esta mañana me telefoneó George Nunn para
invitarme a un baile que celebran en su casa esta noche. He
aceptado. —Repentinamente, a su imaginación acudió una idea que la
obligó a añadir con toda premura—: Todos irán vestidos,
naturalmente.
—Muy lógico. No veo motivos para que no
hubiera usted de aceptar. ¿Eso ha sido todo?
—No. También me ha llamado la señora Pratt.
¿La conoce usted?
—Sí. Continúe.
—Telefoneó hace unos momentos. Ha dicho que,
en vista de las circunstancias, debemos vernos. Me ha pedido que
vaya a cenar con ella mañana. Dice que tiene entradas para el
Hollywood Bowl.
—¿Va usted a ir?
—Sí, iré. —Ellen vaciló unos instantes antes
de añadir—: ¿Puedo preguntarle algo?
—¿Qué desea saber?
—Tal vez mi pregunta no sea oportuna y, en
tal caso, le ruego que me perdone, pero quisiera saber si se ha
hecho algún progreso en el... asunto que nos interesa a los
dos.
Se hizo el silencio por unos instantes.
Luego llegó la respuesta:
—Sí, señorita Boardman, se han hecho
progresos. Si confío en usted, ¿respetará mis confidencias?
—Naturalmente.
—Muy bien. Pues, a condición de que no se lo
diga a nadie, le hago saber que tengo la creencia de que ya sé lo
que sucedió, por qué sucedió y quién es el responsable.
—¿Sabe usted quién fue? —preguntó Ellen con
voz tensa.
—Sí, lo sé. Pero saber y demostrar son dos
cosas enteramente distintas. Todavía estoy reuniendo pruebas. Si
dice usted una sola palabra a alguien, puede dificultar
infinitamente mi trabajo.
—Puede usted confiar en mí. ¿Ha pasado ya
todo el peligro?
Tras otra corta pausa, Virgil
contestó:
—No, señorita Boardman, no creo que sea así.
Por eso necesito que me tenga usted continuamente informado de sus
movimientos.
Durante las horas siguientes, Ellen Boardman
vivió en una atmósfera de tensión. La mano del asesino que había
acabado con su tío parecía ahora extenderse sobre ella. Ellen creía
volver a ver el rostro inanimado que yaciera sobre una losa en San
Bernardino, y sintió el repentino apremio de huir a esconderse a
alguna parte. No era una muchacha cobarde, pero toda su vida había
evitado las complicaciones de una manera instintiva. Ahora los
problemas se cernían sobre ella de manera ineludible, y Ellen se
veía impotente e indefensa. Pensó en cancelar su compromiso para
aquella noche, pero recordó al momento que Virgil Tibbs había
opinado que no existía razón para que no acudiera al baile.
Pero, ¿hasta qué punto podía confiar en las
seguridades que el detective le diera? Sin embargo, al recordar con
qué acierto se había anticipado a sus deseos de visitar a los
padres de George, se sintió tranquilizada. Debía confiar en aquel
hombre. Si no fuera competente, sus superiores no le habrían
encargado del caso.
Cuando George acudió a buscarla, Ellen
estaba preparada. Mientras su coche descendía por la montaña bajo
la moribunda luz del día, Ellen no podía dominar el torrente de
inquietantes pensamientos que la asaltaban; pero por encima de todo
había una idea que brotaba con claridad, y ello era que el
responsable no podía serlo George Nunn, pues en tal caso Virgil
Tibbs no habría aprobado el que Ellen saliera con él. Por otra
parte, ella no quería bajo ningún pretexto que el responsable del
crimen fuese George. A pesar de sus singulares ideas nudistas,
sabía que agradaba a aquel muchacho que a ella le resultaba una
compañía muy deseable.
Cuando llegaron, el Rancho Valle del Sol
tenía el mismo aspecto que cualquier otro lugar en donde se pudiera
celebrar un baile. En la zona que George calificó de «club» había
un buen número de personas, una orquesta con seis músicos y unas
decoraciones de papel que ayudaban a crear una atmósfera festiva.
Cuando Linda acudió a recibirlos, sonriente y atractiva con su
traje de baile azul claro, Ellen decidió olvidarse de todas sus
ideas sombrías y divertirse cuanto pudiera.
—Ellen, te presento a Amiko y a Bob —dijo
Linda.
Unos minutos más tarde, Ellen bailaba por
primera vez en su vida, con un americano de padres japoneses, un
Nisci. Simpatizó en seguida con aquel hombre, al que sonrió
mientras bailaban.
—Me alegra verla tranquila y feliz, señorita
Boardman —dijo él, correspondiendo a su sonrisa.
Al instante, todos los músculos del cuerpo
de Ellen quedaron en tensión; nunca hasta entonces había visto a
aquel hombre a quien acababa de ser presentada simplemente como
Ellen. Sus pies siguieron moviéndose de manera mecánica, pero el
ritmo se esfumó por completo. Notando aquel brusco cambio, su
compañero le dio una explicación:
—Soy Bob Nakamura, de la policía de
Pasadena. Soy compañero de Virgil Tibbs.
Ellen se tranquilizó un tanto.
—¿Le ha enviado él? —preguntó.
Bob asintió.
—La familia Nunn está enterada de todo. Para
el resto de los presentes, somos socios en perspectiva. Por favor,
no se alarme, pero debo advertirla que pienso observarla
estrechamente durante unos días. Sólo hasta que se celebre la
reunión de socios.
—Pero si eso será dentro de dos semanas —le
recordó Ellen.
—Tal vez no. Virgil tiene que ver esta noche
a McCormack para intentar que se adelante..., con objeto de forzar
la actuación de alguien. No sé si me comprende.
Ellen experimentó una extraña sensación de
angustia en la boca del estómago.
—¿Voy a servir de conejillo de Indias?
—preguntó.
—No será así... si podemos impedirlo, sea
cual sea el precio. Virgil tiene algo entre manos y quiere ver si
hace perder el control a cierta persona.
—Comprendo —asintió Ellen.
—Magnífico. Pues siga divirtiéndose. Es una
simpática fiesta.
Sin seguir tal consejo, para hacerse oír por
encima de la música sin levantar la voz, Ellen apoyó la cabeza en
el hombro del policía, y preguntó:
—¿Puedo confiar en George Nunn?
Bob la miró y dio unos pasos, siguiendo el
ritmo, antes de contestar:
—Que yo sepa, puede usted confiar. Virgil no
ha dicho lo contrario.
Ellen frunció el entrecejo. Si George era
totalmente digno de confianza, ¿por qué Virgil Tibbs había enviado
a su compañero para que la vigilase durante aquel baile? La verdad
era que la respuesta de Bob había sido evasiva. Justamente en lo
que más interesada estaba era en lo que no recibía una sólida
seguridad.
Aunque pasó bien el resto de la velada,
siguió sintiéndose demasiado inquieta para poder recobrar su
alegría de un principio. Por ello, en cuanto le pareció que su
petición no había de resultar prematura e intempestiva, solicitó de
George que la llevase a casa.
Tan pronto como el coche inició su avance
por la carretera que llevaba a la gran meseta en donde se
encontraba el Big Bear, George se encargó de interrumpir el que
había sido un largo y pesado silencio, diciendo:
—Ellen, perdóname por sacar a relucir este
tema, pero, ¿te ha dado Virgil alguna indicación de cómo van las
cosas?
Ellen luchó para que no aumentara la tensión
que la dominaba; temía traicionarse.
—No lo he visto recientemente —repuso, sin
faltar a la verdad.
George embocó una curva, mientras buscaba
las palabras más adecuadas.
—No sé cómo decirlo —murmuró al fin,
titubeando—. No quisiera hablarte de cosas desagradables, pero
hasta que haya respuesta a toda una serie de preguntas no me
sentiré tranquilo.
—Lo comprendo.
—Te diré a qué me refiero. Tú me gustas...,
ya lo sabes. Y tengo gran confianza en Virgil... He visto algo de
lo que es capaz de hacer. Pero hasta que él encuentre la solución,
si en algún momento tienes necesidad de...
George se interrumpió súbitamente para
dirigir el coche por una de las cerradas curvas.
—Lo siento. Veré si puedo explicarme mejor.
¿Todas las habitaciones las tenéis alquiladas?
—No.
—En ese caso, quisiera que en cualquier
momento en que estés preocupada, me avises. Lo mismo da que sea de
día como de noche. No es que yo sea lo más grande del mundo, ya lo
sé, pero me puedo comportar razonablemente... y quisiera...
ayudarte.
Ellen volvió la cabeza para mirarle.
—¿Hablas en serio? —preguntó.
—Sí —repuso George, sin dejar de mirar al
camino—. Muy en serio. Si encontrase a alguien queriendo hacerte
algún daño, creo que le mataría con mis propias manos.
No bien acabó de hablar cuando se preguntó
si no se habría mostrado demasiado teatral. No había sido su
intención adoptar aquella actitud.
Ellen no respondió con palabras, pero cambió
de postura sobre su asiento para quedar más cerca de él. El, por su
parte, le pasó el brazo por los hombros; pero un momento después
tuvo que retirarlo, pues llegaron a otra peligrosa curva.
Cuando alcanzaron el albergue, George llevó
el coche al abrigo de los árboles y puso el freno. No tenia el
menor deseo de separarse de su compañera, y era obvio que ella
pensaba permitirle que siguiese a su lado, al menos unos momentos.
Los dos jóvenes permanecieron silenciosos, escuchando los rumores
de la noche y contemplando el mortecino resplandor de la luna que
llegaba al suelo filtrándose entre el arbolado. De pronto, durante
un aterrador momento, George quedó paralizado por la idea de que
alguien pudiera estar empuñando un instrumento con el que se
dispusiera a atacar amparado en las sombras. Deliberadamente,
apartó el joven aquella idea de su imaginación. Se había mostrado
en exceso teatral, y no quería repetir aquella actitud, ni siquiera
ante sí mismo.
Volviéndose de cara a Ellen, quedó
contemplándola. Ella le devolvió la mirada con tal firmeza que, aun
en la oscuridad de la noche, el intenso brillo de las pupilas de
ella le hizo sentir un agradable estremecimiento en la espalda.
George alargó su brazo derecho con el que rodeó a Ellen,
atrayéndola junto a él para besarla larga y tiernamente. Luego
abrió la portezuela, salió del coche y fue a ayudar a Ellen a
bajar.
Viéndola desaparecer tras la puerta
principal, George se dijo que había hablado con toda sinceridad al
decir que sería capaz de matar con sus propias manos para
protegerla.
Ya en su habitación, Ellen cerró los ojos
por un momento, como queriendo alejar sus pensamientos; luego
sacudió lentamente la cabeza y empezó a desvestirse. George la
había besado y ella deseó que él lo hiciera...
Con calma se quitó la ropa y, por un
instante, antes de ponerse el camisón, se detuvo ante el espejo.
Ciertamente, su silueta no tenía nada de espectacular, pero
resultaba presentable. Qué palabra tan especial aquella de
«presentable», reflexionó la joven. Y eso de ser nudista..., ¿qué
tal resultaría? No pudo dar respuesta a su interrogación, que quedó
pendiendo en el aire, mientras ella se ponía el camisón y se metía
en la cama.
El lunes fue un día excepcionalmente
atareado para Virgil Tibbs. Visitó varios bancos y habló con los
empleados antiguos respecto a las cuentas de ciertas personas por
quienes estaba interesado. En uno de ellos se enteró de que el
cliente estaba en descubierto, y debido a su posición de oficial de
policía y a la importancia del caso, se le puso al corriente de que
existían una serie de talones liquidados que todavía no habían sido
devueltos al cliente. Uno de aquellos talones interesó mucho al
detective, que consiguió se le hiciera una reproducción fotográfica
de ambas caras del documento, que pudo llevarse al abandonar el
banco.
Su próximo objetivo fue la oficina de
registros de la propiedad en Los Angeles, donde se puso al
corriente de ciertos detalles. Desde allí marchó a pie al edificio
del Times, llegando a tiempo para la entrevista que concertara con
el crítico de arte, con quien sostuvo una larga conversación. Desde
el mismo edificio del Times telefoneó al Retail Credit Bureau para
obtener más información.
Hecho todo esto volvió a su coche y enfiló
la carretera hasta Pasadena, en donde encontró a Bob Nakamura
esperándole. También Bob había hecho su trabajo, y había redactado
un informe bastante completo de las actividades y vida privada de
Oswald Peterson, el corredor de Bolsa.
Como tenía por costumbre, Virgil tomó nota
por separado de cada detalle informativo que consiguiera y colocó
los pedazos de papel en forma geométrica sobre el escritorio. Con
aquéllas y otras notas que hiciera previamente, se entretuvo en
hacer combinaciones como si se tratase de una nueva forma de
solitario. De este modo pudo agrupar hechos relacionados entre sí,
y decidir en qué puntos había que rellenar algunos huecos.
Al poco notó un vacío en la serie de fechas
que tenía ante sí, y sin pérdida de tiempo descolgó el teléfono; a
los pocos momentos estaba en comunicación con la sección de
archivos del Departamento de Policía de Los Angeles. Virgil dio su
identidad e hizo una pregunta, aguardó el tiempo necesario para que
se hiciese la comprobación, y por fin recibió una respuesta
negativa. Esto encajaba perfectamente con los cálculos que ya Tibbs
había hecho. Hizo otra selección de los papeles con anotaciones y
situó uno de ellos en el lugar que le correspondía. Cuando desde el
primer piso llegó un teletipo relativo a huellas digitales de las
licencias de conducción, Virgil pudo añadir una «carta» más a su
bien seleccionado solitario.
El teléfono le interrumpió. Le llamaban
desde la Asociación de Jardineros Americano-Japoneses, en respuesta
a una anterior llamada del detective. Una breve conversación aclaró
otro punto y le permitió llenar nuevos huecos en el
solitario.
Llegado a este punto, Virgil descolgó el
teléfono, pidió comunicación y dio el número de la señorita Ellen
Boardman en el albergue La Sombra de los Pinos.
—¿Qué tal le fue la velada con la señora
Pratt? —preguntó el detective cuando la joven estuvo al otro
extremo de la línea.
—Muy bien. Después de la cena ella habló
mucho de su experiencia en los negocios y de la evidencia de su
éxito.
—Lo mismo hizo conmigo —repuso Virgil.
—Después quiso convertirse en mi protectora.
Me estuvo tratando como a un ser dulce e incauto que todavía no ha
abierto los ojos al mundo. Se ofreció a convertirse en mi guía y a
aclararme cuantos puntos me resultasen dudosos.
—¿Le mencionó las acciones de que ahora es
dueña?
—Sólo indirectamente. Desde luego está
enterada. Me preguntó si era mi intención acudir a la reunión de
accionistas, y me dijo que más tarde hablaría conmigo sobre ello.
Claro que para eso faltan todavía casi dos semanas.
—Ya no es así —le anunció Tibbs—, El señor
McCormack ha adelantado esa reunión para este fin de semana.
—¡Ah! Recuerdo haber oído algo de eso. ¿Y
por qué tal adelanto?
—Porque yo se lo pedí. ¿Qué le pareció el
concierto?
—Muy bien. Me gusta el Bowl, aunque no voy
allí con frecuencia. Después estuvimos tomando café.
—Sí, ya lo sé.
—¿Lo sabe? ¿Cómo es posible? —se asombró
Ellen.
—Tuve a un oficial de policía cerca de usted
casi toda la noche.
—¡Santo cielo...! ¿Me siguió hasta casa? Me
pareció notar que detrás del mío iba otro coche casi
constantemente.
—Fue durante una buena parte del trayecto.
Luego, alguien le sustituyó. Lo que me recuerda que debo
preguntarle algo: ¿puede usted dar alojamiento a un matrimonio
durante dos días a partir de mañana?
—Sí. ¿Por qué? ¿Es que son amigos de
usted?
—Lo son, en cierto modo. El señor y la
señora Mooney llegarán mañana para pasar una semana en su albergue.
El señor Mooney es el, oficial que estuvo hablando con usted hace
unos días para averiguar si alguien que tuviera habitación
reservada no se había presentado.
—¡Ah! Ya recuerdo.
—Bien. Pues no divulgue usted que es oficial
de policía, pero si alguien le hace preguntas sobre ello, no lo
niegue. En tal caso hágaselo saber a él inmediatamente.
—Lo haré.
Cuando colgó, Ellen se sentía ligeramente
confusa. Era obvio que le estaban proporcionando un guardaespaldas,
lo cual era una experiencia nueva para ella. En cierta manera,
aquella novedad la tranquilizaba, y por otra parte le producía una
cierta desazón.
A la mañana siguiente se presentaron en La
Sombra de los Pinos Dick y Elaine Mooney, que resultaron ser
personas muy agradables. Ellen encontró un notable alivio al tener
cerca al oficial, una persona en quien podía confiar plenamente y a
la que podía recurrir en el momento que le fuera necesario. Pero
aún estaba desorientada cuando George Nunn la llamó, proponiéndole
una cita para el miércoles; en lugar de dar una respuesta
definitiva, la joven le pidió que telefonease en otro
momento.
A última hora de aquella tarde, Virgil Tibbs
celebró una conferencia con el capitán Lindholm e hizo un bosquejo
de su plan de acción, pidiendo la aprobación de su superior. Cuando
concluyó la charla, el detective marchó a su apartamento, se duchó
e hizo una cena ligera, preparándose para los planes de aquella
noche. Una hora más tarde, vestido con el blanco «gi» de
entrenamiento que ajustaba con él negro cinturón que tanto le
costara merecerse, dio principio a una sesión de dos horas de
entrenamiento en el «dojo» de karate con unos cuantos miembros que
eran iguales a él, y con dos que le superaban.
Transcurridas las dos horas se duchó de
nuevo y fue a pesarse; la saeta de la balanza señaló setenta y dos
kilos y medio, unos tres kilos más que cuando ingresara en la
policía. Por entonces apenas si alcanzaba los setenta kilos
exigidos como peso mínimo. Virgil tenía todavía el estómago fuerte
y hundido y, aunque era de constitución enjuta, sus músculos se
habían desarrollado bajo su oscura piel gracias al constante
entrenamiento.
Virgil Tibbs se vistió y regresó a su
apartamento con una sensación de bienestar, y estaba totalmente
relajado cuando puso en marcha el estéreo, preparándolo para
escuchar Introducción y Allegro de Ravel, Noches en los Jardines de
España de Falla y una actuación de Duke Ellington en Newport.
Después se preparó un combinado y se sentó.
Necesitaba esa atmósfera que proporciona la
música, con lo cual tenia la oportunidad de dejar libre su mente de
las duras realidades con que a la mañana siguiente habría de
enfrentarse.
El siguiente día sería miércoles; sólo
faltarían dos días para que se celebrase la reunión de los
accionistas. Y aún había más; iba a ser el día en que sería tomada
una decisión. El momento de la verdad se estaba aproximando.