4

Forrest Nunn emergió al claro desde la arboleda, con aire de preocupación en su semblante. Cuando al aproximarse a la piscina vio por primera vez a Tibbs, su rostro delató una sombra de sorpresa, pero se dominó perfectamente.
—¿Es usted el señor Tibbs?
—Sí. Yo soy.
Al responder, el detective negro le ofreció la mano, pero no extendiéndola con franqueza, sino limitándose a hacer el gesto de una manera rápida. Forrest la aceptó sin vacilación alguna.
—Lamento no haber podido venir antes; estaba en el teléfono —explicó—. Llamaron del periódico. Tenemos en la redacción algunos buenos amigos y no podía dejarles con la palabra en la boca, aunque sé muy poco sobre lo que ha ocurrido.
Forrest se volvió a su hija para decir:
—Linda, me temo que estés estorbando aquí. Y tal vez también yo estorbe —añadió mirando a Tibbs.
—Usted debe de ser el señor Nunn —dijo el detective—. Y supongo que la joven es su hija. Ella y yo hemos estado discutiendo sobre el caso.
—Perdone —se disculpó Forrest, que se apresuró a presentarse a sí mismo y a Linda, enviando luego a la joven a la casa—. Espero que Linda no le haya molestado mucho. Está en esa edad de la curiosidad en que quiere saberlo todo y se considera completamente adulta. En ciertas cosas lo es, pero en otros muchos aspectos es todavía una chiquilla.
Tibbs expresó su asentimiento con una inclinación de cabeza y explicó:
—Quisiera estar mirando por aquí durante una hora, más o menos, si a usted no le importa. Luego puede que necesite hacerle algunas preguntas.
—Tómese el tiempo que necesite —repuso Forrest—, Mantendré esto despejado todo el tiempo que usted desee. Cuando haya concluido, venga a la casa y hablaremos.
—Magnífico —aprobó Tibbs.
Durante casi una hora y media el detective hizo un detallado examen de todos los rincones lindantes con la piscina, la explanada y el camino de acceso hasta allí. Cuando al fin volvió al lugar en donde había dejado la chaqueta y la corbata, le cerró el paso una niñita muy bronceada que apareció por el camino de la arboleda.
—Usted es el señor Tibbs —anunció la pequeña muy convencida—. ¿Sabe usted quién soy yo?
—Tú eres un granjo —repuso Tibbs.
—No. Yo soy Carole. Mi papá me envía para que le dé a usted un recado. El señor Addis le ha llamado.
—¿El jefe Addis? —preguntó inmediatamente Tibbs.
—No... No ha sido eso —repuso la niña, consultando un papel que llevaba en la mano—. Ha llamado el señor Harnois. ¿Le conoce usted?
—¿A Larry Harnois? Claro que le conozco. Es oficial de policía de Pasadena. Y yo también lo soy. ¿Qué ha dicho el señor Harnois?
Carole respiró profundamente, aceptando por unos instantes la importancia que su papel de intermediaria le confería.
—Ha mandado que le digamos que el jefe Addis necesita que usted ayude aquí a averiguar quién mató al señor muerto de nuestra piscina. ¿Dónde está? —quiso saber la pequeña, dirigiendo una rápida ojeada a su alrededor.
—Unos amigos míos se lo llevaron en una ambulancia.
—Oh —murmuró la pequeña con desencanto.
Con todo esmero deslizó Tibbs la corbata bajo el desabrochado cuello de la camisa, que luego abotonó.
—¿Por qué hace eso? —inquirió Carole.
—Para estar presentable. O al menos todo lo presentable posible.
—Estaba más guapo antes —afirmó Carole.
El se echó a reír y, mirando a la pequeña, preguntó:
—¿Linda es tu hermana?
—Sí.
—¿Tenéis otras hermanas?
—No.
—Menos mal —dijo Tibbs, burlón.
Carole le observó durante un largo momento y luego informó:
—Pero tenemos una mamá muy guapa.
—No lo pongo en duda. Ahora quisiera hablar con tu padre. ¿Puedes enseñarme por qué camino debo ir?
Emily Nunn, que esperaba tener en la casa un diluvio de agentes de la policía la mayor parte del día, se había puesto un vestido sin mangas, de un color amarillo Capri. Siempre que en el recinto se esperaban visitantes no nudistas, Emily se vestía por simple motivo de principios, aunque, si la gente llegaba de improviso, ella consideraba que, puesto que su casa era conocida como un centro nudista, nadie tenía derecho a escandalizarse.
La primera impresión que Tibbs tuvo de ella, cuando siguió a Carole al interior de la cocina, fue que se trataba de una mujer de mediana estatura, de aspecto asombrosamente joven y con un total dominio de sí misma.
—Buenos días, señor Tibbs —le saludó ella—. Confío en que Linda no le haya molestado mucho. Me preocupó el enterarme de que había insistido en quedarse allí con usted.
—No me ha molestado en absoluto —declaró cortésmente Tibbs—. Es una jovencita muy interesante. Desde luego, Carole también lo es.
—Es usted muy amable —replicó Emily que, sin previo aviso, preparó sitio en la mesa para el detective y le sirvió café—. Ya sé que desea usted hablar con Forrest. El bajará en seguida.
Aún no había acabado de hablar cuando su marido apareció en el umbral.
Durante cerca de una hora, Tibbs les estuvo interrogando sobre lo que habían hecho la noche anterior, sobre el procedimiento normal para llegar a los terrenos de la residencia, sobre otros medios de entrada y sobre la actitud de la comunidad circundante hacia el centro nudista, La sugerencia de Linda de que el cadáver había sido dejado en la piscina, bien para gastarles una lúgubre broma, bien para desacreditar al centro, también a él se le había ocurrido, y estuvo reflexionando largamente sobre ello. Mucho dudaba de la posibilidad de tal cosa, pero no desechó por completo la idea.
—Desde luego hay mucha gente que en realidad es muy buena y a quien no le gusta la idea del nudismo, simplemente porque se trata de algo distinto —declaró Forrest con candidez—. Pero no nos molestan gran cosa. Nuestras relaciones de vecindad son muy buenas, y me encontraría perdido si tuviese que citar a alguien a quien considerase capaz de hacernos semejante cosa. Se me hace muy duro imaginar que alguien haya buscado la manera de hacerse con un cadáver sólo para venir a dejarlo en nuestras propiedades.
—Con franqueza, a mí también me resulta difícil creerlo. De momento, lo que creo es que el cadáver fue dejado en la piscina por un motivo del todo distinto.
—Espero sinceramente que sea así —repuso Forrest.
Ningún habitante de los alrededores pudo dar el menor detalle de identificación sobre el muerto. Emily no fue a ver el cadáver, pero Forrest, Linda y George juraron no haber visto jamás, hasta entonces, a aquel hombre al que estaban seguros haber recordado en caso contrario. No pudieron dar la menor sugerencia sobre quién podía ser.
Finalmente, Tibbs cerró su cuaderno de notas y dijo:
—Tengo entendido que se me va a encargar del caso. Eso quiere decir que me veré obligado a molestarles alguna otra vez antes de encontrar la solución. De momento no se me ocurre que exista ningún motivo para venir, pero por lo general siempre surge algo nuevo.
Forrest asintió, diciendo:
—Nos hacemos cargo. Venga siempre que lo desee, y traiga consigo a quien le haga falta. Nosotros estamos aquí casi siempre.
Ya puesto en pie, Tibbs repuso:
—Entonces, creo que esto es todo, por el momento. Pero permita que le haga una advertencia: si encuentran algo, cualquier cosa que no sea propia de aquí, o que pueda representar una pista, les ruego que me avisen inmediatamente.
El detective dejó una tarjeta de visita sobre la mesa. En aquel mismo momento sonó el timbre, indicando que .acababa de entrar un coche por el camino del prado. Tibbs consultó el reloj; eran las once menos diez.
Linda se puso en pie rápidamente.
—Hay que quitar la cadena de la entrada —fue todo cuanto dijo, antes de desaparecer por la puerta.
—Si usted no tiene nada que objetar, iremos a limpiar la piscina. Ya sé que el cadáver no ha contaminado el agua, pero a alguno de nuestros socios puede desagradarle la idea de meterse en la piscina si no ha sido limpiada. Voy a vaciarla; luego fregaremos el fondo y la explanada.
Forrest acompañó a la salida al detective, que repuso:
—Haga usted lo que considere necesario.
Mientras los dos hombres se dirigían lentamente a la zona de aparcamiento, la belleza esplendorosa del día parecía constituir una negativa a cuanto había sucedido aquella mañana. Avanzaban sobre la hierba bañada de sol cuando se encontraron con Linda que acompañaba a un matrimonio de mediana edad, con un hijo de quince o dieciséis años y dos hijas menores. Tibbs se apartó lo suficiente para evitar presentaciones. Cuando Tibbs hubo pasado, el hombre que iba en el grupo de Linda se detuvo y se volvió a mirar.
—Veo que aquí no tienen miramientos con respecto a la clase de gente que dejan entrar —dijo en voz sonora y con tono ofensivo.
—Lo siento —murmuró Forrest.
—Me temo que le voy a impedir hacer algún negocio —fue la respuesta de Tibbs—. Cuando vuelva adentro tenga la bondad de explicarles que yo no soy miembro de este club. Dígales que me han enviado del Ayuntamiento para inspeccionar la piscina.
Forrest movió negativamente la cabeza, diciendo:
—Creo que no haré eso. Evitamos entrar en tratos amistosos no sólo con los comunistas declarados, sino con gentes de ideas anormales sobre el sexo, y con todas aquellas personas que pueden perturbar nuestra tranquilidad. Muchos de nuestros miembros son judíos o americanos de padres japoneses.
Llegaron al aparcamiento y Tibbs se instaló tras el volante de su coche.
—Le tendré lo mejor informado posible de las novedades que se produzcan. Pero usted no deje de avisarme inmediatamente si hay algo nuevo por aquí —pidió.
—Lo haré —prometió Forrest.
Tibbs condujo su coche por el camino del prado y tomó la dirección de San Bernardino. Se presentó en la oficina del sheriff, atendió a algunos detalles preliminares y luego pasó aj. depósito de cadáveres. Intercambió unas palabras con el ayudante de turno, que se mostró algo sorprendido y desapareció por espacio de unos minutos. Al regresar entregó a Tibbs una cajita de las usadas normalmente para despachar píldoras. Después de dejar el encargo de que se hiciesen dos o tres preguntas al forense, el detective de Pasadena regresó a su coche, y eligiendo la carretera 66 de peaje, en lugar de la libre autopista, se dispuso a recorrer las setenta millas que le separaban de su oficina.
Al llegar aparcó su coche en el trecho reservado y se encaminó a su modesta oficina. Se trataba de una estancia de tipo funcional que compartía con otro investigador pero que no obstante, había tenido que ganársela a pulso. Tibbs se sentó tras su desconchado escritorio, sobre el que colocó, al alcance de la vista, el diminuto estuche, y se reclinó en su silla para meditar.
Cuando por primera vez se inscribiera en el cuerpo de policía de Pasadena y completó los cursillos de entrenamiento, se ganó el uniforme y la categoría de policía y un trabajo que le obligaba a pasarse la mayor parte del día abrasándose bajo el sol mientras dirigía el tráfico. Más tarde se le dio un vehículo de tres ruedas con el encargo de que fuera día tras día, mes tras mes, de una calle a otra para comprobar qué coches llevaban demasiado tiempo aparcados en un lugar determinado. Había vigilado las zonas de aparcamiento durante el partido Rose Bowl y todavía recordaba los alaridos de la multitud que, para quienes se encontraban en el exterior, indicaban cada momento en que se iniciaba una acción importante.
Durante seis años cumplió Tibbs pacientemente sus tareas elementales de policía, al tiempo que dedicaba casi todo su tiempo libre a otra actividad. Mientras estuvo en la Universidad se había sentido muy interesado por las artes bélicas básicas en Oriente: el judo, el kendo, el aikido y el karate. El kendo, que proporciona tan gran pericia con la espada, aunque le atraía, no despertó su inmediata afición, muy al contrario de lo que ocurría con las otras artes que consideraba de gran utilidad en el trabajo que esperaba llegar a conseguir.
Gradualmente, su interés se fue concentrando en el sutil poder del aikido y, en contraste, se entusiasmó también con la letal y espartana disciplina del karate.
En las dos escuelas que escogiera para estudiar estas artes aprendió a sentarse con la espalda erguida y los pies desnudos sobre el suelo y a llamar sensei al instructor. Con el «dojo» del aikidio, practicado sobre colchones de «tatami» que ofrecían muy poca comodidad, había aprendido a caer, a rodar y a hacer frente a sus adversarios con movimientos de caderas y muñecas. En la escuela de karate, donde cada sesión era una dura prueba para su vigor y control muscular, aprendió a concentrar toda la energía de su cuerpo en una fuerza semejante a la de un látigo. Se adiestró en dar puñetazos, puntapiés, directos a la mandíbula y brutales embestidas, todo ello con rapidez vertiginosa y absoluta precisión. Aprendió a usar los cantos de sus manos, sus codos, sus rodillas y varias partes de sus pies como armas eficacísimas, y a protegerse de ataques similares procedentes de posibles futuros adversarios.
En aquellas escuelas nadie parecía apercibirse de que Tibbs fuese negro. El mismo dejó muy pronto de prestar atención alguna al hecho de que entre sus maestros y compañeros unos eran japoneses y otros no. Particularmente en la lucha del karate no quedaba tiempo para tales consideraciones. Un oponente no era más que un hombre de una determinada habilidad y estructura física; vencerle —cuando ello era posible— exigía una total concentración, una dedicación absoluta hacia el arte del karate, que no daba cabida a ulteriores pensamientos.
En aikido, en cuya práctica se había iniciado relativamente tarde, ostentaba el cinturón marrón de los nikyu.
Era policía desde hacía seis años, y venía dedicándose a un concienzudo estudio de karate desde hacía ocho, cuando los examinadores de karate, de insondables rostros, tomaron una decisión. Le habían evaluado cientos de veces, cuando al fin convinieron en que aquel alumno era uno de esos casos especiales que sólo se dan de tarde en tarde. El momento de mayor orgullo y también de mayor confusión en la vida de Tibbs fue aquel en que el jurado le llamó a su presencia, le hizo jurar obediencia y le entregó el galardón máximo: el cinturón negro. Así quedó convertido en un «shodan», la categoría más ínfima de cinturón negro, pero que le convertía en miembro de la élite de ese arte japonés.
Cuatro días más tarde un ladrón armado disparó en plena noche contra el empleado de una gasolinera, y al emprender la huida se encontró frente a un negro delgado y desarmado, vestido de paisano. El ladrón alargó el brazo para apartar de su paso a aquel hombre de inofensivo aspecto y recibió la mayor sorpresa de su vida, pues súbitamente perdió el conocimiento. Despertó mucho más tarde, en la sala destinada a detenidos, del Hospital General de Los Angeles, con un brazo roto, ya enyesado, y la seguridad de que de allí habría de pasar a la cárcel para una larga permanencia.
Aquel incidente había marcado el principio de la carrera de Tibbs como investigador, cargo con que honraba el Departamento de Policía de Pasadena a algunos de sus detectives. En uno de los primeros casos que se le asignó, Tibbs estuvo trabajando como limpiabotas durante cerca de tres semanas, en espera de que llegasen dos hombres que se sabía solían reunirse en el lugar elegido por él. Se presentaron al fin, y ninguno de los dos pensó siquiera en que el pobre negro que manipulaba los cepillos y la crema pudiera sentir el menor interés por sus asuntos. Al concluir de abrillantarles los zapatos, Tibbs extendió una mano, no en espera del pago, sino para mostrar una insignia. En un principio, los delincuentes no podían creer lo que estaban viendo; más tarde tuvieron que aceptarlo como un hecho, y durante un corto tiempo, al menos, quedó paralizado uno de los más importantes ramales del tráfico de narcóticos.
Tibbs, el ahora experto profesional, seguía sentado ante su escritorio, revisando un gran archivo acerca de personas desaparecidas. Cuatro de ellas podían ofrecer algún interés. Pero aún no había, encontrado nada importante cuando sonó el teléfono para decirle que el capitán Lindhom le llamaba para que le diera un informe personalmente. Tibbs acudió de buen grado, aunque poco tenía que contar, exceptuando los detalles ya archivados.
—Según tengo entendido, Virgil —dijo el capitán—, el cadáver estaba completamente desnudo, sin ropas puestas ni dejadas cerca del lugar donde fue hallado.
—Así es, señor —repuso Tibbs.
—¿Ha encontrado algo útil en lo que se refiere a huellas en el suelo?
Tibbs negó con la cabeza.
—El terreno es muy duro por allí, señor. He efectuado una atenta inspección, pero no he encontrado nada.
—Entonces doy por hecho que no había mucho que encontrar. ¿Ve usted alguna relación entre el cadáver desnudo y el que fuese hallado en el lugar en donde se encontró?
—No, señor, al menos de momento. Los propietarios de ese lugar parecen personas responsables. Tienen buena reputación. En la oficina del sheriff me han dicho que nunca han recibido quejas relativas al centro nudista, exceptuando naturalmente, las llamadas de algunos maniáticos.
—¿Tiene usted alguna idea ya sobre lo ocurrido?
Tibbs titubeó antes de responder:
—Sólo a medias. Parece muy claro el hecho de que el cadáver fue despojado de ropa y dentadura para entorpecernos el trabajo de identificación.
—Una cosa muy lógica y que, aparte de las investigaciones rutinarias, no le deja a usted mucho terreno en dónde poder indagar.
—Hay una cosa, señor. —Tibbs dejó una cajita sobre la mesa del capitán y añadió—: El asesino, si es que se trata de un crimen, olvidó algo. No lo comenté antes porque no quería poner a todos sobre aviso.
—¿Qué es lo que ha encontrado, Virgil? Tibbs señaló la cajita, diciendo:
—Lentillas de contacto.