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Forrest Nunn emergió al claro desde la
arboleda, con aire de preocupación en su semblante. Cuando al
aproximarse a la piscina vio por primera vez a Tibbs, su rostro
delató una sombra de sorpresa, pero se dominó perfectamente.
—¿Es usted el señor Tibbs?
—Sí. Yo soy.
Al responder, el detective negro le ofreció
la mano, pero no extendiéndola con franqueza, sino limitándose a
hacer el gesto de una manera rápida. Forrest la aceptó sin
vacilación alguna.
—Lamento no haber podido venir antes; estaba
en el teléfono —explicó—. Llamaron del periódico. Tenemos en la
redacción algunos buenos amigos y no podía dejarles con la palabra
en la boca, aunque sé muy poco sobre lo que ha ocurrido.
Forrest se volvió a su hija para
decir:
—Linda, me temo que estés estorbando aquí. Y
tal vez también yo estorbe —añadió mirando a Tibbs.
—Usted debe de ser el señor Nunn —dijo el
detective—. Y supongo que la joven es su hija. Ella y yo hemos
estado discutiendo sobre el caso.
—Perdone —se disculpó Forrest, que se
apresuró a presentarse a sí mismo y a Linda, enviando luego a la
joven a la casa—. Espero que Linda no le haya molestado mucho. Está
en esa edad de la curiosidad en que quiere saberlo todo y se
considera completamente adulta. En ciertas cosas lo es, pero en
otros muchos aspectos es todavía una chiquilla.
Tibbs expresó su asentimiento con una
inclinación de cabeza y explicó:
—Quisiera estar mirando por aquí durante una
hora, más o menos, si a usted no le importa. Luego puede que
necesite hacerle algunas preguntas.
—Tómese el tiempo que necesite —repuso
Forrest—, Mantendré esto despejado todo el tiempo que usted desee.
Cuando haya concluido, venga a la casa y hablaremos.
—Magnífico —aprobó Tibbs.
Durante casi una hora y media el detective
hizo un detallado examen de todos los rincones lindantes con la
piscina, la explanada y el camino de acceso hasta allí. Cuando al
fin volvió al lugar en donde había dejado la chaqueta y la corbata,
le cerró el paso una niñita muy bronceada que apareció por el
camino de la arboleda.
—Usted es el señor Tibbs —anunció la pequeña
muy convencida—. ¿Sabe usted quién soy yo?
—Tú eres un granjo —repuso Tibbs.
—No. Yo soy Carole. Mi papá me envía para
que le dé a usted un recado. El señor Addis le ha llamado.
—¿El jefe Addis? —preguntó inmediatamente
Tibbs.
—No... No ha sido eso —repuso la niña,
consultando un papel que llevaba en la mano—. Ha llamado el señor
Harnois. ¿Le conoce usted?
—¿A Larry Harnois? Claro que le conozco. Es
oficial de policía de Pasadena. Y yo también lo soy. ¿Qué ha dicho
el señor Harnois?
Carole respiró profundamente, aceptando por
unos instantes la importancia que su papel de intermediaria le
confería.
—Ha mandado que le digamos que el jefe Addis
necesita que usted ayude aquí a averiguar quién mató al señor
muerto de nuestra piscina. ¿Dónde está? —quiso saber la pequeña,
dirigiendo una rápida ojeada a su alrededor.
—Unos amigos míos se lo llevaron en una
ambulancia.
—Oh —murmuró la pequeña con
desencanto.
Con todo esmero deslizó Tibbs la corbata
bajo el desabrochado cuello de la camisa, que luego abotonó.
—¿Por qué hace eso? —inquirió Carole.
—Para estar presentable. O al menos todo lo
presentable posible.
—Estaba más guapo antes —afirmó
Carole.
El se echó a reír y, mirando a la pequeña,
preguntó:
—¿Linda es tu hermana?
—Sí.
—¿Tenéis otras hermanas?
—No.
—Menos mal —dijo Tibbs, burlón.
Carole le observó durante un largo momento y
luego informó:
—Pero tenemos una mamá muy guapa.
—No lo pongo en duda. Ahora quisiera hablar
con tu padre. ¿Puedes enseñarme por qué camino debo ir?
Emily Nunn, que esperaba tener en la casa un
diluvio de agentes de la policía la mayor parte del día, se había
puesto un vestido sin mangas, de un color amarillo Capri. Siempre
que en el recinto se esperaban visitantes no nudistas, Emily se
vestía por simple motivo de principios, aunque, si la gente llegaba
de improviso, ella consideraba que, puesto que su casa era conocida
como un centro nudista, nadie tenía derecho a escandalizarse.
La primera impresión que Tibbs tuvo de ella,
cuando siguió a Carole al interior de la cocina, fue que se trataba
de una mujer de mediana estatura, de aspecto asombrosamente joven y
con un total dominio de sí misma.
—Buenos días, señor Tibbs —le saludó ella—.
Confío en que Linda no le haya molestado mucho. Me preocupó el
enterarme de que había insistido en quedarse allí con usted.
—No me ha molestado en absoluto —declaró
cortésmente Tibbs—. Es una jovencita muy interesante. Desde luego,
Carole también lo es.
—Es usted muy amable —replicó Emily que, sin
previo aviso, preparó sitio en la mesa para el detective y le
sirvió café—. Ya sé que desea usted hablar con Forrest. El bajará
en seguida.
Aún no había acabado de hablar cuando su
marido apareció en el umbral.
Durante cerca de una hora, Tibbs les estuvo
interrogando sobre lo que habían hecho la noche anterior, sobre el
procedimiento normal para llegar a los terrenos de la residencia,
sobre otros medios de entrada y sobre la actitud de la comunidad
circundante hacia el centro nudista, La sugerencia de Linda de que
el cadáver había sido dejado en la piscina, bien para gastarles una
lúgubre broma, bien para desacreditar al centro, también a él se le
había ocurrido, y estuvo reflexionando largamente sobre ello. Mucho
dudaba de la posibilidad de tal cosa, pero no desechó por completo
la idea.
—Desde luego hay mucha gente que en realidad
es muy buena y a quien no le gusta la idea del nudismo, simplemente
porque se trata de algo distinto —declaró Forrest con candidez—.
Pero no nos molestan gran cosa. Nuestras relaciones de vecindad son
muy buenas, y me encontraría perdido si tuviese que citar a alguien
a quien considerase capaz de hacernos semejante cosa. Se me hace
muy duro imaginar que alguien haya buscado la manera de hacerse con
un cadáver sólo para venir a dejarlo en nuestras propiedades.
—Con franqueza, a mí también me resulta
difícil creerlo. De momento, lo que creo es que el cadáver fue
dejado en la piscina por un motivo del todo distinto.
—Espero sinceramente que sea así —repuso
Forrest.
Ningún habitante de los alrededores pudo dar
el menor detalle de identificación sobre el muerto. Emily no fue a
ver el cadáver, pero Forrest, Linda y George juraron no haber visto
jamás, hasta entonces, a aquel hombre al que estaban seguros haber
recordado en caso contrario. No pudieron dar la menor sugerencia
sobre quién podía ser.
Finalmente, Tibbs cerró su cuaderno de notas
y dijo:
—Tengo entendido que se me va a encargar del
caso. Eso quiere decir que me veré obligado a molestarles alguna
otra vez antes de encontrar la solución. De momento no se me ocurre
que exista ningún motivo para venir, pero por lo general siempre
surge algo nuevo.
Forrest asintió, diciendo:
—Nos hacemos cargo. Venga siempre que lo
desee, y traiga consigo a quien le haga falta. Nosotros estamos
aquí casi siempre.
Ya puesto en pie, Tibbs repuso:
—Entonces, creo que esto es todo, por el
momento. Pero permita que le haga una advertencia: si encuentran
algo, cualquier cosa que no sea propia de aquí, o que pueda
representar una pista, les ruego que me avisen
inmediatamente.
El detective dejó una tarjeta de visita
sobre la mesa. En aquel mismo momento sonó el timbre, indicando que
.acababa de entrar un coche por el camino del prado. Tibbs consultó
el reloj; eran las once menos diez.
Linda se puso en pie rápidamente.
—Hay que quitar la cadena de la entrada —fue
todo cuanto dijo, antes de desaparecer por la puerta.
—Si usted no tiene nada que objetar, iremos
a limpiar la piscina. Ya sé que el cadáver no ha contaminado el
agua, pero a alguno de nuestros socios puede desagradarle la idea
de meterse en la piscina si no ha sido limpiada. Voy a vaciarla;
luego fregaremos el fondo y la explanada.
Forrest acompañó a la salida al detective,
que repuso:
—Haga usted lo que considere
necesario.
Mientras los dos hombres se dirigían
lentamente a la zona de aparcamiento, la belleza esplendorosa del
día parecía constituir una negativa a cuanto había sucedido aquella
mañana. Avanzaban sobre la hierba bañada de sol cuando se
encontraron con Linda que acompañaba a un matrimonio de mediana
edad, con un hijo de quince o dieciséis años y dos hijas menores.
Tibbs se apartó lo suficiente para evitar presentaciones. Cuando
Tibbs hubo pasado, el hombre que iba en el grupo de Linda se detuvo
y se volvió a mirar.
—Veo que aquí no tienen miramientos con
respecto a la clase de gente que dejan entrar —dijo en voz sonora y
con tono ofensivo.
—Lo siento —murmuró Forrest.
—Me temo que le voy a impedir hacer algún
negocio —fue la respuesta de Tibbs—. Cuando vuelva adentro tenga la
bondad de explicarles que yo no soy miembro de este club. Dígales
que me han enviado del Ayuntamiento para inspeccionar la
piscina.
Forrest movió negativamente la cabeza,
diciendo:
—Creo que no haré eso. Evitamos entrar en
tratos amistosos no sólo con los comunistas declarados, sino con
gentes de ideas anormales sobre el sexo, y con todas aquellas
personas que pueden perturbar nuestra tranquilidad. Muchos de
nuestros miembros son judíos o americanos de padres
japoneses.
Llegaron al aparcamiento y Tibbs se instaló
tras el volante de su coche.
—Le tendré lo mejor informado posible de las
novedades que se produzcan. Pero usted no deje de avisarme
inmediatamente si hay algo nuevo por aquí —pidió.
—Lo haré —prometió Forrest.
Tibbs condujo su coche por el camino del
prado y tomó la dirección de San Bernardino. Se presentó en la
oficina del sheriff, atendió a algunos detalles preliminares y
luego pasó aj. depósito de cadáveres. Intercambió unas palabras con
el ayudante de turno, que se mostró algo sorprendido y desapareció
por espacio de unos minutos. Al regresar entregó a Tibbs una cajita
de las usadas normalmente para despachar píldoras. Después de dejar
el encargo de que se hiciesen dos o tres preguntas al forense, el
detective de Pasadena regresó a su coche, y eligiendo la carretera
66 de peaje, en lugar de la libre autopista, se dispuso a recorrer
las setenta millas que le separaban de su oficina.
Al llegar aparcó su coche en el trecho
reservado y se encaminó a su modesta oficina. Se trataba de una
estancia de tipo funcional que compartía con otro investigador pero
que no obstante, había tenido que ganársela a pulso. Tibbs se sentó
tras su desconchado escritorio, sobre el que colocó, al alcance de
la vista, el diminuto estuche, y se reclinó en su silla para
meditar.
Cuando por primera vez se inscribiera en el
cuerpo de policía de Pasadena y completó los cursillos de
entrenamiento, se ganó el uniforme y la categoría de policía y un
trabajo que le obligaba a pasarse la mayor parte del día
abrasándose bajo el sol mientras dirigía el tráfico. Más tarde se
le dio un vehículo de tres ruedas con el encargo de que fuera día
tras día, mes tras mes, de una calle a otra para comprobar qué
coches llevaban demasiado tiempo aparcados en un lugar determinado.
Había vigilado las zonas de aparcamiento durante el partido Rose
Bowl y todavía recordaba los alaridos de la multitud que, para
quienes se encontraban en el exterior, indicaban cada momento en
que se iniciaba una acción importante.
Durante seis años cumplió Tibbs
pacientemente sus tareas elementales de policía, al tiempo que
dedicaba casi todo su tiempo libre a otra actividad. Mientras
estuvo en la Universidad se había sentido muy interesado por las
artes bélicas básicas en Oriente: el judo, el kendo, el aikido y el
karate. El kendo, que proporciona tan gran pericia con la espada,
aunque le atraía, no despertó su inmediata afición, muy al
contrario de lo que ocurría con las otras artes que consideraba de
gran utilidad en el trabajo que esperaba llegar a conseguir.
Gradualmente, su interés se fue concentrando
en el sutil poder del aikido y, en contraste, se entusiasmó también
con la letal y espartana disciplina del karate.
En las dos escuelas que escogiera para
estudiar estas artes aprendió a sentarse con la espalda erguida y
los pies desnudos sobre el suelo y a llamar sensei al instructor.
Con el «dojo» del aikidio, practicado sobre colchones de «tatami»
que ofrecían muy poca comodidad, había aprendido a caer, a rodar y
a hacer frente a sus adversarios con movimientos de caderas y
muñecas. En la escuela de karate, donde cada sesión era una dura
prueba para su vigor y control muscular, aprendió a concentrar toda
la energía de su cuerpo en una fuerza semejante a la de un látigo.
Se adiestró en dar puñetazos, puntapiés, directos a la mandíbula y
brutales embestidas, todo ello con rapidez vertiginosa y absoluta
precisión. Aprendió a usar los cantos de sus manos, sus codos, sus
rodillas y varias partes de sus pies como armas eficacísimas, y a
protegerse de ataques similares procedentes de posibles futuros
adversarios.
En aquellas escuelas nadie parecía
apercibirse de que Tibbs fuese negro. El mismo dejó muy pronto de
prestar atención alguna al hecho de que entre sus maestros y
compañeros unos eran japoneses y otros no. Particularmente en la
lucha del karate no quedaba tiempo para tales consideraciones. Un
oponente no era más que un hombre de una determinada habilidad y
estructura física; vencerle —cuando ello era posible— exigía una
total concentración, una dedicación absoluta hacia el arte del
karate, que no daba cabida a ulteriores pensamientos.
En aikido, en cuya práctica se había
iniciado relativamente tarde, ostentaba el cinturón marrón de los
nikyu.
Era policía desde hacía seis años, y venía
dedicándose a un concienzudo estudio de karate desde hacía ocho,
cuando los examinadores de karate, de insondables rostros, tomaron
una decisión. Le habían evaluado cientos de veces, cuando al fin
convinieron en que aquel alumno era uno de esos casos especiales
que sólo se dan de tarde en tarde. El momento de mayor orgullo y
también de mayor confusión en la vida de Tibbs fue aquel en que el
jurado le llamó a su presencia, le hizo jurar obediencia y le
entregó el galardón máximo: el cinturón negro. Así quedó convertido
en un «shodan», la categoría más ínfima de cinturón negro, pero que
le convertía en miembro de la élite de ese arte japonés.
Cuatro días más tarde un ladrón armado
disparó en plena noche contra el empleado de una gasolinera, y al
emprender la huida se encontró frente a un negro delgado y
desarmado, vestido de paisano. El ladrón alargó el brazo para
apartar de su paso a aquel hombre de inofensivo aspecto y recibió
la mayor sorpresa de su vida, pues súbitamente perdió el
conocimiento. Despertó mucho más tarde, en la sala destinada a
detenidos, del Hospital General de Los Angeles, con un brazo roto,
ya enyesado, y la seguridad de que de allí habría de pasar a la
cárcel para una larga permanencia.
Aquel incidente había marcado el principio
de la carrera de Tibbs como investigador, cargo con que honraba el
Departamento de Policía de Pasadena a algunos de sus detectives. En
uno de los primeros casos que se le asignó, Tibbs estuvo trabajando
como limpiabotas durante cerca de tres semanas, en espera de que
llegasen dos hombres que se sabía solían reunirse en el lugar
elegido por él. Se presentaron al fin, y ninguno de los dos pensó
siquiera en que el pobre negro que manipulaba los cepillos y la
crema pudiera sentir el menor interés por sus asuntos. Al concluir
de abrillantarles los zapatos, Tibbs extendió una mano, no en
espera del pago, sino para mostrar una insignia. En un principio,
los delincuentes no podían creer lo que estaban viendo; más tarde
tuvieron que aceptarlo como un hecho, y durante un corto tiempo, al
menos, quedó paralizado uno de los más importantes ramales del
tráfico de narcóticos.
Tibbs, el ahora experto profesional, seguía
sentado ante su escritorio, revisando un gran archivo acerca de
personas desaparecidas. Cuatro de ellas podían ofrecer algún
interés. Pero aún no había, encontrado nada importante cuando sonó
el teléfono para decirle que el capitán Lindhom le llamaba para que
le diera un informe personalmente. Tibbs acudió de buen grado,
aunque poco tenía que contar, exceptuando los detalles ya
archivados.
—Según tengo entendido, Virgil —dijo el
capitán—, el cadáver estaba completamente desnudo, sin ropas
puestas ni dejadas cerca del lugar donde fue hallado.
—Así es, señor —repuso Tibbs.
—¿Ha encontrado algo útil en lo que se
refiere a huellas en el suelo?
Tibbs negó con la cabeza.
—El terreno es muy duro por allí, señor. He
efectuado una atenta inspección, pero no he encontrado nada.
—Entonces doy por hecho que no había mucho
que encontrar. ¿Ve usted alguna relación entre el cadáver desnudo y
el que fuese hallado en el lugar en donde se encontró?
—No, señor, al menos de momento. Los
propietarios de ese lugar parecen personas responsables. Tienen
buena reputación. En la oficina del sheriff me han dicho que nunca
han recibido quejas relativas al centro nudista, exceptuando
naturalmente, las llamadas de algunos maniáticos.
—¿Tiene usted alguna idea ya sobre lo
ocurrido?
Tibbs titubeó antes de responder:
—Sólo a medias. Parece muy claro el hecho de
que el cadáver fue despojado de ropa y dentadura para entorpecernos
el trabajo de identificación.
—Una cosa muy lógica y que, aparte de las
investigaciones rutinarias, no le deja a usted mucho terreno en
dónde poder indagar.
—Hay una cosa, señor. —Tibbs dejó una cajita
sobre la mesa del capitán y añadió—: El asesino, si es que se trata
de un crimen, olvidó algo. No lo comenté antes porque no quería
poner a todos sobre aviso.
—¿Qué es lo que ha encontrado, Virgil? Tibbs
señaló la cajita, diciendo:
—Lentillas de contacto.