3
Forrest Nunn sostuvo abierta la puerta que
daba paso a la luminosa y gran cocina donde su esposa, que les
había visto aproximarse, estaba ya colocando tazas de café. Era
típico en ella agasajar ante todo a sus visitantes y luego
interesarse por el motivo de su presencia en la casa.
—Tengan la bondad de sentarse, caballeros
—invitó—. El café está a punto y en seguida podré servirles unos
bollos.
El comisario-jefe, que se dio cuenta
instantáneamente de que aquella mujer llevaba por toda vestimenta
un mandilón de cocina, consideró aquello como una curiosidad más de
las que se presentaban de continuo en su oficio, y actuó con la
máxima naturalidad.
—Soy Bill Morrissey, señora —dijo,
presentándose.
Con cierta timidez pasó junto a ella para ir
a detenerse ante la mesa. El otro comisario, que era mucho más
joven y poseía mucho menos autodominio, masculló su nombre y corrió
a situarse junto a su jefe, manteniendo la vista baja. Se le había
puesto el cogote completamente rojo y balanceaba el peso de su
cuerpo, sosteniéndose alternativamente ora en el pie derecho, ora
en el izquierdo.
El joven doctor parecía muy inclinado a
mostrarse rudo. Dijo su nombre y se mantuvo a un lado, muy
envarado. Emily Nunn comprendió al momento que aquel hombre deseaba
hacerle ver su desaprobación y decidió permitirle desahogarse en la
primera oportunidad que se presentara. Era de dudar que aquel
muchacho hubiera cumplido los treinta años. Emily lo advirtió, y se
dijo que aquel hombre tenía aún mucho que aprender sobre las
personas antes de llegar a triunfar en su profesión.
—Tengan la bondad de sentarse —indicó Emily,
señalando la mesa—. Linda, ¿quieres servir los bollos mientras yo
pongo el café?
Forrest ocupó la presidencia de la mesa y
dijo a Morrissey que se colocase a su lado. El comisario se
aposentó en una silla lentamente, con el aire de quien puede
acomodarse en cualquier rincón y, por hacer algo, miró atentamente
su vacía taza, como queriendo asegurarse de que estaba bien limpia.
Efectivamente, lo estaba.
Emily cogió una gigantesca cafetera
eléctrica y, empezando por la del comisario-jefe, fue llenando
todas las tazas. Sirvió una taza más en un puesto vacante y,
volviéndose con la máxima afabilidad hacia el doctor,
preguntó:
—¿Usted qué toma, azúcar, nata, o ambas
cosas?
—Solo —repuso ásperamente el médico.
Un momento después comprendió que estaba
atrapado; por haber especificado su preferencia por el café ya no
tendría más remedio que tomárselo. Tensando las comisuras de los
labios, se acercó a la mesa y se sentó de mala gana. Linda no se
molestó en preguntarle si quería o no un bollo recién cocido;
simplemente le sirvió uno en un plato.
Cuando Emily volvió a colocar la cafetera en
el centro de la mesa para que quedase al alcance de todos, Bill
Morrissey acabó de convencerse de que el delantal que llevaba no le
cubría por completo el contorno del cuerpo. Con toda calma, el
comisario cogió una cucharilla y empezó a revolver el café.
Forrest abrió su bollo por la mitad y pidió
a Morrissey que le acercase la mantequilla.
—Durante el verano hemos perdido a mucha de
nuestra gente —comentó—. Joe Thompson, Mike Marino, Ed Meyers...
Pero creo que ésta es la primera vez que acude usted aquí.
—Es cierto —admitió Morrissey—. Yo
acostumbro a estar en el cuartelillo y atiendo a las demandas
judiciales. Desde luego, he oído hablar mucho de este lugar. —El
comisario tomó un sorbo de café como para tomar una decisión y
añadió—: Es casi el único lugar de estos alrededores del que no se
han recibido quejas.
—Resulta agradable oírle decir eso —declaró
Forrest, agradecido—. Desde luego, aquí no tenemos bar, y eso nos
reporta no pocos beneficios. Además, seleccionamos meticulosamente
a nuestros socios.
Una vez servidos los huéspedes, Emily se
sentó en un extremo de la mesa e indicó a su hija que fuese a
colocarse a su lado.
—¿Había estado usted antes en una población
nudista, doctor? —preguntó amablemente.
—No, no había estado.
Sus palabras cortantes perdieron toda noción
de cortesía.
—Muchas de las personas que tenemos aquí han
acudido por consejo médico, ¿sabe usted? Es una lástima que no sea
usted casado. De lo contrario nos agradaría tenerles a usted y a su
esposa como invitados en los fines de semana.
El médico miró a Emily con un interés
profesional y preguntó:
—¿Qué es lo que sabe usted de mí?
Emily sonrió al responder:
—Los hombres solteros son fáciles de
detectar, al menos para nosotros. Permita que le caliente el
café.
El doctor respiraba profundamente, dispuesto
a dar una respuesta negativa, cuando sonó el teléfono.
Linda corrió a atender la llamada.
—Al aparato el señor Tibbs —dijeron desde el
otro extremo de la línea—. Me he tomado la libertad de pasar por
debajo de la cadena para usar el teléfono. Este es el campo
nudista, supongo...
—Es el centro nudista, sí —le rectificó
Linda—, ¿Es usted miembro de alguna otra organización nudista, de
aquí o del extranjero?
—No. No lo soy.
—¿Es usted casado, señor?
—No, todavía no. Pero conservo
esperanzas.
—En seguida soy con usted —repuso Linda,
colgando el auricular.
Acercándose a su padre, le informó:
—Otro soltero. ¡Está muy anticuado! Ha
llamado a esto un «campo» nudista.
—Por lo menos no lo ha llamado una colonia
—dijo Emily, condescendiente.
—Bueno. De todos modos no es más que un
pobre conejo. Te lo atenderé.
—¿Ha dado su nombre? —preguntó el comisario
Morrissey.
—Se llama Tibbs —repuso Linda.
—Ahora que entiendo lo que quieren ustedes
decir con esa palabra, puedo asegurar que ese hombre no es ningún
conejo tímido.
Linda quedó mirando al comisario unos
momentos, en espera de que él siguiese hablando. Pero en vista de
que el otro no tenía intención de decir nada más, la joven se
encogió ligeramente de hombros y marchó resueltamente hacia la
puerta. Mientras cruzaba el extenso prado, por segunda vez en
aquella mañana, pensó en los muchos solteros que se habían detenido
ante aquella verja, algunos muy atractivos, otros todo lo
contrario. Lo peor de todo eran los coches que llegaban en
ocasiones cargados con cuatro o cinco hombres, todos llenos de
curiosidad, provistos de cámaras fotográficas, y cuyas familias
habían tenido la precaución de dejar atrás. Pero Linda había
tratado ya con muchos «mirones» y no la asustaban. Cuando iba a
recibir a alguna persona a la verja sabía que si no reaparecía o
telefoneaba pasados cinco minutos, su padre se presentaba
inmediatamente para hacerse cargo de la situación, si ello era
necesario.
Cuando llegó a la entrada vio un sencillo
«Ford» negro, modelo sedan, detenido ante la cadena; en pie junto
al vehículo se hallaba un hombre.
Linda vio muchas cosas a un tiempo. Se dio
cuenta de que el recién llegado no tenía mucho más de treinta años,
que era de estatura media, más bien enjuto y ataviado con un
sencillo traje de calle. Pero todas éstas fueron impresiones
secundarias, pues lo primero que vio y que sirvió para ensombrecer
todo lo demás, fue que aquel hombre era un negro.
Por un instante, toda su confianza en sí
misma se evaporó; Linda no había encontrado nunca un solicitante
negro ante aquella verja, ni tenía ningún amigo negro. Como regla
general, si un hombre soltero se presentaba allí sin haber sido
recomendado por alguien, ella, automáticamente y cortésmente, debia
rechazarle; era la norma que se seguía en la residencia. Pero si
Linda obraba así en la actual ocasión, el hombre pensaría que la
negativa se debía a la circunstancia de su raza, cosa que no habría
sido cierta.
Sin saber cómo, ella se apercibió de que el
hombre se daba cuenta de su aturdimiento, pues se adelantó unos
pasos y dijo:
—Me llamo Virgil Tibbs. En la oficina del
sheriff me pidieron que pasase por aquí. Soy oficial de
policía.
La primera sensación de Linda ahora fue de
alivio; no se veía obligada a rechazar a aquel hombre. ¡De modo que
aquél era Virgil...! En aquel momento recordó lo que el comisario
Morrissey había dicho relativo a que Tibbs no era ningún conejillo.
El viejo la había embromado, y mientras desenganchaba la cadena,
Linda se dijo que, de un modo suave, debía tomarse la revancha
sobre aquel Morrissey. Bien podía haberle dicho cómo era la persona
que tenía que llegar...
—Entre, señor Tibbs —invitó—. Ya sabe usted
que éste es un centro nudista. La zona de aparcamiento para
visitantes está enfrente, a mano derecha. Suba a su coche y siga
este camino hasta la casa. Yo le esperaré allí.
—Gracias —repuso Tibbs.
Sin más comentarios, subió al coche y lo
puso en marcha.
Mientras volvía a enganchar la cadena, Linda
se dijo que la voz de aquel hombre era agradable, de tono moderado,
sin el menor vestigio de acento. Una vez más, la joven tomó el
camino más corto sobre hierba y esperó a unos cien metros del
edificio principal. Deseaba ver cómo caminaba Tibbs. Ella podía
averiguar muchas cosas sobre las personas viendo su manera de
actuar y moverse, especialmente cuando entraban por primera vez en
un centro nudista. Mientras aguardaba allí, Linda oía el canto de
los pájaros y percibía en el aire una sensación de vida y de
desarrollo. Era difícil recordar que en medio de todo aquello yacía
un hombre muerto, tendido en la explanada de la piscina y cubierto
por una manta. Aquel hombre podía haber sido asesinado...
Cuando Virgil Tibbs se reunió con ella,
Linda aprobó el modo de andar del hombre. Se dio cuenta de que era
una persona con confianza en sí misma, no una confianza agresiva,
sino la propia del hombre que sabe cómo debe obrar. Era, al mismo
tiempo, una confianza sin estridencias que sólo algunos sabían
detectar.
Los pájaros seguían entonando alabanzas a
Dios, Rey de los cielos, y recordando a todos que en la tierra todo
iba bien.
—Los demás están en la cocina tomando café
—informó Linda—. ¿Quiere reunirse con ellos?
—Tal vez sea mejor que me muestre usted el
lugar en donde... se ha producido la novedad.
—Es por aquí.
A Linda le agradó comprobar que aquel hombre
daba primacía al trabajo; su padre siempre le había hecho
comprender la importancia de tal cosa.
Cuando salieron del arbolado, Linda pudo ver
que su padre, los comisarios y el médico habían vuelto a la zona de
la piscina. Y la muchacha tuvo la extraña sensación de que habían
obrado así con el deseo de que Tibbs les encontrase entregados al
trabajo. Eso indicaba, seguramente, que el negro era algo más que
un simple policía.
—¿Es usted detective? —preguntó.
—La policía de Pasadena me llama
investigador.
—Pero un investigador es un detective,
¿no?
Tibbs miró a la joven y esbozó una sonrisa
un tanto opaca.
—Conviene que lo sea, si quiere conservar su
empleo —repuso ambiguamente.
Avanzaron unos pocos pasos más y se
encontraron en la explanada de la piscina. Después de dirigir un
breve saludo a los hombres del sheriff, Tibbs levantó una punta de
la manta, echó un vistazo al cadáver y retrocedió en seguida unos
pasos hasta donde estaba Linda, para decirle:
—Gracias por haberme acompañado hasta
aquí.
No añadió nada más, dando por seguro que
ella comprendería su insinuación de que se marchase. Pero la joven
le miró cara a cara y repuso:
—El cadáver está desnudo. Ya lo he visto. Y
no voy a desmayarme ni a hacer remilgos sólo por ver un
muerto.
Tibbs sostuvo firme la mirada de ella y
preguntó:
—Si fuera usted un hombre, ¿qué
experimentaría al tener que descubrir el cadáver desnudo de un
hombre, delante de una hermosa señorita?
Sin necesidad de volverse a mirar, Linda
sabía que Bill Morrissey se encontraba a corta distancia,
observando y escuchando.
—Eso dependería de quién fuese la señorita
—repuso ella—. Tratándose de una joven corriente, desde luego no le
destaparía. Pero tenga en cuenta que la joven a quien se refiere
lleva ocho años viviendo en un centro nudista y contempla las
anatomías humanas como usted pueda contemplar un par de zapatos. Y
suponga que esa joven ha pensado acudir a la Facultad de Medicina y
que desea aprender de antemano todo lo que pueda. ¿Qué dice a
eso?
Tibbs apretó los labios, y las comisuras se
curvaron en una mueca burlona. Entonces Linda fue tras él cuando
Tibbs regresó junto al cadáver, y quedó a menos de dos metros de
distancia mientras él levantaba la manta. A pesar de sus confiadas
palabras, Linda se preguntó qué experimentaría, ya que ignoraba lo
que iban a hacer con el muerto. Y acabó resolviendo mantener su
interés fijo en la investigación y la mente libre de cualquier otra
idea. Sería interesante comprobar cuánto iba a ser capaz de
advertir y detectar por su cuenta.
Calculó en uno cincuenta años la edad del
hombre. Su cabello estaba bien y recientemente cortado; eso,
probablemente, indicaba que el hombre no había estado viviendo en
los bosques. Su rostro era amplio, bien afeitado, y a pesar de
haber perdido la vivacidad del ser animado, Linda se dijo que debió
tratarse de una persona de agradable aspecto. Si aquel hombre
hubiera llegado a la verja con su familia, Linda le habría hecho
pasar hasta la zona de aparcamiento y luego habría llamado a su
padre. La joven echó una rápida mirada a las uñas. Estaban limpias
y recortadas con esmero; no eran propias de un obrero, sino más
bien de un ejecutivo o algo similar.
Luego estudió las marcas blancas de la zona
en que el cuerpo acostumbraba ir cubierto por calzones de baño.
Debieron ser de dimensiones muy reducidas, y para los ojos avezados
de ella resultaba clarísimo que aquel hombre casi nunca, si es que
lo hizo alguna vez, había salido ni a la puerta sin llevar, como
mínimo, esa prenda. En su cuerpo se veía una cicatriz en la región
en que le había sido extirpado el apéndice. Además, Linda tomó
buena nota de un detalle adicional.
El detective negro estaba de rodillas junto
al muerto y sus dedos palpaban la helada piel por uno y otro lado,
y una vez separaron las mandíbulas y miraron al interior de la boca
del muerto. Linda hubo de admitir para sí que no le habría gustado
tener que hacer aquello. La idea de acudir a la Facultad de
Medicina/que al fin y al cabo siempre había sido muy nebulosa,
retrocedió a los más remotos confines de su mente.
Tibbs se puso en pie.
—Ya se lo pueden llevar —dijo al conductor
de la ambulancia—. Aún no sé si se me va a encargar oficialmente
del caso. De ser así, necesitaré informes del laboratorio y de la
policía.
El conductor retrocedió hasta donde tenía
aparcado su vehículo y volvió con una camilla de mimbre. Mientras
Linda se apartaba para dejar sitio, el conductor y el comisario más
joven colocaron el cadáver en la camilla. El muerto era pesado y
Tibbs les echó una mano.
—¿Nos necesita usted para algo más?
—preguntó Morrissey.
—No. Pueden irse —repuso Tibbs—, Yo me
quedaré para echar una mirada por aquí y esperar órdenes. Diga que
me llamen a la oficina de esta residencia. ¿Está incluido en el
listín el teléfono de ustedes? —preguntó el negro, dirigiéndose a
Linda.
—Desde luego... Tenemos anuncio en las
páginas amarillas.
Y a continuación Linda dio el número del
teléfono.
Cuando los vehículos de la policía y del
hospital se hubieron marchado, la joven recordó hacer uso de su
habitual hospitalidad.
—Venga a tomar una taza de café —propuso—.
Así conocerá al resto de la familia.
—Me gustaría, pero antes quiero echar una
ojeada por aquí. ¿Esperan ustedes visitas hoy?
—No tenemos hechas reservas concretas, pero
seguramente vendrá alguien. Tal vez varios.
Tibbs levantó la vista al cielo, en la
dirección al sol.
—¿Le importa que me quite la chaqueta?
—preguntó.
—¿Aquí? ¡Vaya! ¿Usted qué cree? Claro que no
me importa. Deje sus ropas en una silla y póngase cómodo. Y utilice
la piscina, si no le importa pensar que ha habido un cadáver
dentro. Las duchas están allí —añadió, señalando el lugar en
cuestión.
Linda advirtió entonces la turbación de él,
e interpretándolo equivocadamente, empezó a decir:
—No irá a poner objeciones a que esté yo
aquí...
Tibbs osó interrumpirla, pronunciando con
claridad:
—He dicho «chaqueta». Tenemos nuestras
reglas en el Departamento de policía.
—También tenemos reglas aquí —le informó
Linda, algo agresiva—. Usted es una excepción porque ha venido en
plan de trabajo.
Tibbs se quitó la americana y la colocó en
el respaldo de una silla.
—Ahora la corbata. Quítese eso, al
menos.
—¿Me promete conformarse con eso?
Linda ahogó una risita al responder:
—Lo prometo.
Tibbs se deshizo el nudo de su corbata y
dejó ésta sobre la chaqueta. Llevaba una camisa blanca, de manga
corta, y cuando se desabrochó el botón del cuello, Linda opinó que
el negro resultaba muy atractivo.
—¿No se siente ahora más cómodo?
—preguntó.
—Sin duda alguna —admitió Tibbs.
—¿Lo ve?
Sonriendo, Tibbs aconsejó:
—No pierda usted el tiempo en la Facultad de
Medicina. Estudie leyes y desarrolle su talento natural.
—¿Qué le parece si me convierto en una
mujer-policía?
Tibbs miró largamente a la muchacha antes de
responder:
—Muy bien. Supongamos que es usted una
mujer-policía. Conoce usted estos alrededores y, en contra de mi
voluntad, ha visto el cadáver. Dígame, ¿qué deducciones ha
sacado?
Linda respiró profundamente, mientras
ordenaba sus pensamientos. Al hablar lo hizo gravemente, como si
estuviera dando un informe oficial:
—La víctima era un hombre de unos cincuenta
años, aproximadamente. No se trata de un obrero manual, sino
probablemente de un ejecutivo. Presumía de su físico, o al menos
trataba de ello. Yo diría que era un hombre pulcro en sus
costumbres. No se trata de un nudista. En conjunto, me parece que
debía de ser un hombre agradable. —Linda hizo una pausa, miró al
negro y preguntó—: ¿Cómo lo he hecho?
—No está mal —admitió él—. Ha advertido
usted bastantes cosas. Yo he mirado el cadáver más de cerca, y
además tengo más experiencia...
—¿Cuánta experiencia? ¿Ha trabajado antes en
casos de asesinato?
Tibbs se armó de gran paciencia y
repuso:
—Soy policía desde hace más de diez años. Y,
desde luego, he trabajado en otros casos de asesinato. Soy algo así
como un especialista en crímenes del tipo de asesinato, concusión,
asalto a mano armada, atraco...
—Y, naturalmente, estupro —puntualizó
Linda.
—Jovencita... —protestó Tibbs.
—¿Qué se me ha pasado por alto? —preguntó
Linda—. Me refiero al cuerpo del muerto.
Tibbs se sentó en un banco de piedra y
entrelazó los dedos de sus manos. Entonces empezó a hablar.
—Muy bien. Usted se ha fijado en el cabello
cortado, las uñas cuidadas y las señales dejadas por los calzones
de baño. Para ser la primera vez que se interesa por este tipo de
investigación, lo ha hecho muy bien.
—Además, he visto que había sido operado de
apendicitis —añadió Linda, muy orgullosa.
—Muy bien. Esa es una importante
información. Ahora, haciendo uso del arte de la adivinación, yo
añadiría estos detalles: la víctima, como llama usted al muerto,
probablemente había estado viviendo en el extranjero y hacía poco
que vino a este país. Es posible que tuviera algo de acento
extranjero. No me sorprendería que fuese un excelente nadador. No
estoy de acuerdo con usted en eso de que fuera ejecutivo. Me parece
más probable que tuviese medios de vida particulares o trabajase
sólo ocasionalmente. Teniendo en cuenta su edad, cabe suponer que
estuviera retirado. Y, puestos a adivinar, incluso se puede suponer
su profesión. Yo diría que era un técnico extraordinariamente
bueno; tal vez un ingeniero.
—Estoy impresionada —dijo Linda, mirando a
Tibbs fijamente.
—No debiera estarlo. Vuelva a sus libros de
Sherlock Holmes y lea nuevamente «A Study in
Scarlet». Verá que el asunto empieza con una estancia vacía en
una casa desierta y con parte de una palabra escrita en la pared.
Mejor dicho, es una palabra completa —rectificó.
—Sigo impresionada. Ya veo por qué es usted
detective.
Tibbs movió la cabeza, y luego continuó
diciendo:
—La verdad es que ha visto usted muchos
detalles interesantes, pero se le ha pasado por alto uno de gran
importancia.
—Es que he confiado un poco en usted
—confesó Linda—. A usted no le conozco muy bien, todavía, pero sí
sé algo sobre la religión del hombre. Estoy segura de que era
gentil; al menos no era practicante de ninguna creencia.
—Es usted una jovencita muy notable —declaró
Tibbs, mirando a Linda atentamente—, También yo había confiado en
usted, y me alegro de haberlo hecho.
—Dígame lo que sepa —pidió Linda con
interés—. Yo se lo he dicho todo.
Con un cabeceo de negación, Tibbs
repuso:
—Lo siento, pero yo no puedo hacerlo. Lo que
sí puede usted hacer es recopilar los datos de que ahora dispone y
ver si puede añadir algún detalle nuevo.
Después de reflexionar unos instantes, Linda
sugirió:
—El motivo del asesinato pudo ser el robo.
Le quitaron todo lo que tenia encima, incluso la ropa.
Tibbs oprimió con fuerza las yemas de los
dedos de una mano sobre la palma de la otra.
—Ese ha sido un delito menor. Lo grave es
que le quitaron la vida. Esa es una de las peores cosas que se
pueden hacer en este mundo.
—¿Qué cosa hay peor?
—La traición. Pero todavía sigue usted
pasando por alto un detalle primordial.
—Le ruego que me lo diga.
—Reúna usted los hechos básicos. Ha sido
encontrado aquí un cadáver sin nada encima, ni ropa, ni joyas,
dando por hecho que ustedes están acostumbrados a estas cosas. Me
refiero al desnudismo. Sin embargo, usted misma ha dicho que no se
trataba de un nudista. Tenía dentadura postiza para ambas
mandíbulas y también se la quitaron. Fue traído aquí durante la
noche, evitando despertarles a ustedes, y le arrojaron a la
piscina. ¿Por qué?
—Para perjudicarnos, para ensombrecer la
idea nudista.
—Me resulta difícil creer que se trate de
eso. ¿No ve usted, jovencita, que se le dejó en estas condiciones y
en un lugar extraño, al que sin duda no pertenecía, después de
despojarle incluso de la ‘dentadura?
Linda abrió la boca de par en par y respiró
profundamente.
—¡Para que nadie pudiera saber quién es ese
hombre! —exclamó, contemplando las explicaciones de Tibbs.
—De todos modos podremos identificarle, pero
eso nos llevará un tiempo muy valioso.
—¿Puedo preguntarle algo?
—Adelante.
—Si el asesino deseaba que la identificación
resultase difícil, o incluso imposible, ¿por qué dejó el cadáver en
un lugar donde era seguro que se iba a encontrar inmediatamente?
Hay cientos de lugares por aquí cerca donde pudo dejarlo caer desde
un peñasco y nadie lo habría encontrado en varias semanas. Algunos
caminos de camión llevan a trechos muy agrestes.
Tibbs miró primero sus dedos entrelazados y
luego a la muchacha.
—Ahora empieza usted a seguir una dirección
concreta. De momento no conozco la respuesta a esa pregunta. Por de
pronto ése es el enigma principal del problema.