2
Que no quepa duda: la matriarca conocía bien a su auditorio. Por lo general las Ashanti se pasaban un promedio de dieciocho horas al día buscando comida en las copas de los árboles o pastando en el suelo. El resto del tiempo descansaban en uno de los pocos lugares codiciados por su sombra, o cubriéndose a sí mismas con polvo, o preferentemente con barro, siempre que lo tuvieran a su alcance: cualquier cosa que les sirviera para protegerse del sol abrasador.
Sin embargo, la hora nocturna señalada para la asamblea familiar evidentemente tenía un motivo. Si bien los elefantes africanos suelen estar activos tanto de día como de noche, la última comida diaria es habitualmente entre las nueve y las once de la noche, mientras que el sueño más reparador se produce normalmente entre las tres y las siete de la madrugada. Eso suponía que a la hora en que se había convocado la reunión el apetito de todas ya estaría placenteramente saciado y de momento nadie tendría ganas de irse a dormir.
A eso de las diez y media la actividad febril por la comida empezó a disminuir. Pronto llegó a un punto en el que apenas quedaban ecos de sonido alguno, alguna elefanta que comía despreocupadamente por allí y otra que seguía masticando ruidosamente por allá. El calor opresivo de la tarde seguía latente en el aire nocturno, incitando a muchas a batir sus orejas cual enormes abanicos mientras se dirigían tranquilamente al claro que desde hacía largo tiempo había sido designado como lugar habitual de reunión.
Siempre atentas a la seguridad de su prole, las madres y sus crías formaron los primeros círculos interiores de la asamblea. A Jayla Nandi no se le pasó por alto que su hermana Litsemba, exhibiendo una presumida sonrisa paquidérmica, nada menos, se las había ingeniado para hacerse un hueco entre ellas, aunque todavía no fuese lo que se dice una madre. Todas las demás —hermanas, primas, tías y ancianas— se desplegaron para formar un enorme círculo protector alrededor de la zona.
Una vez que todas terminaron de barritar y de saludarse, algunas entrelazando afectuosamente sus trompas, la manada se aquietó. Sólo entonces, en el más absoluto silencio de la sabana iluminada por la luna, la majestuosa Ashanti, con toda parsimonia, ocupó su regio lugar en el centro de la asamblea.
—Buenas noches a todas —saludó al grupo, y por primera vez Jayla Nandi advirtió que los antiguos colmillos imponentes de Ashanti ya casi no existían: el principal de la derecha era apenas una pequeña protuberancia que surgía del labio superior, mientras que el menos usado de la izquierda era sólo un vestigio estructural de lo que alguna vez había sido. En una inspección más de cerca se apreciaba con dolor que la sexta y última dentadura de la matriarca estaba resquebrajada y que de ella sólo quedaban algunos restos redondos de marfil, augurando que en poco tiempo sólo podría alimentarse de la blanda vegetación acuática. Jayla Nandi recordó haber oído que esa era la razón de que muchos esqueletos de elefantes fueran hallados junto a los abrevaderos. El legendario «cementerio de elefantes», tal como se lo conoce, es el lugar donde la mayoría de los elefantes ancianos, cansados y sin dientes, acuden instintivamente para morir.
Parece que aquella noche Ashanti había decidido empezar con un chiste:
—Ha llegado a mis oídos —dijo con sus modales inconfundibles y solemnes, aunque también directos— que quizá sea el momento de… hummm… esto… de coger el elefante por los colmillos.
La manada fue desbordada por una risa nerviosa que enseguida se apagó.
—En otras palabras —prosiguió—, creo que es el momento de… hummm… de volver a recordar las reglas sagradas de la familia.
El sentimentalismo de Jayla Nandi se evaporó de inmediato y al oír eso se le cayó el alma a los pies. Iba a ser exactamente lo que ella había sospechado; un recordatorio de la importancia de los roles y las reglas dentro de la manada, junto con una severa advertencia sobre la necesidad de «permanecer unidas». Lo mejor que podía esperar era que no la hicieran pasar delante de todas para señalarla como la última infractora. Pero aquella noche su deseo no estaba garantizado.
—Jayla Nandi, por favor, acércate —ordenó Ashanti sin el menor indicio de vejez o debilidad en su voz sonora.
Sintiéndose avergonzada y cohibida, la adolescente se encogió por completo.
—No seas tímida —la animó Ashanti, en cuyas palabras no faltaba amabilidad—. Estamos aquí para ayudarte, cariño. Sólo queremos lo mejor para ti, ¿no es así, chicas?
Un coro estridente de bramidos simultáneos atravesó el aire caluroso de la noche, y Jayla Nandi supo que no tenía otra opción que pasar delante. Con la cabeza gacha, arrastrando la trompa y percibiendo de reojo las miradas de reproche a ambos lados, recorrió el largo y penoso tramo hasta pararse delante de Ashanti.
Justo antes de alcanzar el centro de la escena, la matriarca la rodeó por los hombros con su enorme trompa, estrechando a su tataranieta en un abrazo cálido y afectuoso a la vista de todos.
—Lo último que quiero es que tengas miedo, chiquita —le aseguró Ashanti—, pero a veces el miedo es la única manera efectiva que una tiene de imponerse para garantizar la obediencia.
—Pero si nunca has explorado lo desconocido —protestó Jayla Nandi, defendiéndose incluso antes de ser acusada—, ¿cómo puedes estar segura de que ahí afuera hay realmente algo que temer? ¡Todo lo que hice fue pensar en alejarme unos pasitos del camino marcado!
—¡Cállate! —gruñó alguien desde el círculo exterior—. Una elefanta de tu edad no es quién para interrumpir a la matriarca.
—Tal vez esa sea la primera regla sagrada que debamos repasar —sugirió una que estaba en el primer círculo, y su voz se parecía sospechosamente a la de Litsemba.
—Vale, ya está bien —murmuró Ashanti en un intento por apaciguar los ánimos—. No nos entretengamos con detalles superfluos, menos ahora que tenemos un asunto serio que discutir.
Por segunda vez Jayla Nandi no pudo contenerse:
—En realidad yo no he abandonado la manada —volvió a interrumpir.
La asamblea volvió a mandarla callar con un aviso abochornante que recibió la aprobación de Ashanti. El repentino silencio subrayó la necesidad de que la elefanta deambulante controlara sus impulsos, mucho más que cualquier palabra que la matriarca pudiera haber dicho.
Como por efecto, una abultada luna ámbar asomó sigilosamente en el cielo de la sabana, destacando la silueta retorcida de un baobab anciano, con sus flores nocturnas que se abrían suavemente. A lo lejos se oían las cigarras. Y la inconfundible risa loca de las hienas en plena cacería rasgó el silencio.
Tras esos momentos de expectación, Ashanti continuó hablando:
—Como iba diciendo —empezó después de aclararse la garganta—, al expresar ese deseo natural de aventurarse a ir sola, Jayla Nandi ha arrojado luz sobre un peligro real que existe para todas y cada una de nosotras. Por supuesto que hubiera preferido no tener que agobiar a toda la familia con esto que os voy a decir —prosiguió severamente—, pero al parecer desde hace tiempo corremos un serio peligro sin saberlo.
Un paquidérmico jadeo colectivo se extendió por la manada. Ahora el auditorio estaba absorto. Se murmuraba acerca de ruidosos y extraños armatostes que habían aparecido en el cielo últimamente. Supuestamente, esas máquinas estaban ocupadas por miembros de una nueva especie muy peculiar, que caminaban sobre dos patas y pesaban incluso menos que una cría recién nacida. Se había advertido que, por alguna razón, estaban especialmente interesados en perseguir a los dóciles elefantes herbívoros con artefactos llamados rifles y escopetas, hiriéndolos y matándolos sólo para robarles sus colmillos de marfil, y dejando luego que sus enormes cadáveres se pudrieran bajo el inclemente sol de África. Hasta la noche anterior esas historias habían sido consideradas sólo rumores, pero ahora Ashanti aseguraba que eran ciertas y, pese al calor sofocante, un súbito escalofrío invadió a toda la manada.
—Como sabéis —continuó casi imperturbable—, cualquier forma de amenaza debe recibir un nombre a fin de poder hacerle frente efectivamente. Por eso, de aquí en adelante, nos referiremos a estos invasores violentos como «cazadores furtivos». Repetidlo conmigo —indicó al grupo.
—CA-ZA-DO-RES FUR-TI-VOS —repitieron obedientemente al unísono.
—Y a esos horribles armatostes que aparecen en el cielo los llamaremos «helicópteros».
—HE-LI-CÓ P-TE-ROS —repitieron a la perfección.
—Muy bien. —Ashanti sonrió, genuinamente impresionada. Y de repente sus ojos se llenaron de enormes y extrañas lágrimas de elefanta—. Oh, queridas, ojalá no tuviera que contaros el resto —se lamentó—, pero somos una familia… y yo soy la líder en la que confiáis… y, aunque sólo sea por eso, debo deciros la verdad. Así que ahí va. Estas… hummm… estas criaturas bípedas, en fin, son conocidas porque disfrutan de la práctica de algo llamado «matanza selectiva», por la cual coleccionan los restos de nuestros sagrados elefantes y luego los estudian… con un propósito que nadie en realidad conoce… y no es que pudiera existir una razón justificable para matar brutalmente a los miembros de nuestra pacífica comunidad.
Otro jadeo se alzó sobre la multitud.
—Así que como podéis ver, queridas mías —concluyó Ashanti tratando de recomponerse—, todo cuidado es poco para mantenernos a salvo como grupo. —Se secó un lagrimón rebelde con la punta de su trompa grisácea y rugosa—. Y si bien a veces la curiosidad de Jayla Nandi saca lo mejor de ella —la matriarca dirigió una mirada tierna a su afligida tataranieta—, este es el momento en que todas debemos recordar en primer lugar por qué nuestras reglas sagradas fueron creadas y, lamentablemente, hoy más que nunca, tenemos razones de mucho peso para que todas y cada una de nosotras las respete.
El suelo de la sabana tembló bajo el peso de las pisadas de docenas de patas de elefante, al tiempo que las inmensas cabezas asentían en conformidad.
—Jayla Nandi, a todas se nos rompería el corazón si algo malo llegara a ocurrirte —expresó Ashanti para finalizar—. ¿Nos das tu palabra de que no volverás a apartarte sola de la manada?
—Lo… lo… lo intentaré —prometió Jayla Nandi sumisamente.
—¡Eso no me basta! —En los ojos de Ashanti ya no había lágrimas, y su tono era tan firme y resuelto como su legendaria voluntad de hierro—. En la lucha por la supervivencia no hay lugar para blanduras del tipo «lo intentaré» —la regañó—. Tú, Jayla Nandi, y cada una de vosotras debéis comprometeros con lo que sea lo mejor para la manada. Tenemos que cuidar siempre las unas de las otras y hemos de seguir procreando para que nuestras crías se multipliquen en el futuro… a pesar de todos los esfuerzos de esos que quieren llevarnos a la extinción.
Entonces Ashanti dirigió al auditorio una mirada expectante. No se decepcionó.
Al instante estalló un clamor de aprobación entre las elefantas, que destrozó el aire sereno de la noche. El alboroto sobresaltó a las hienas y suricatas de los alrededores, despertó a los antílopes y a los ñus, y hasta alarmó a las imperturbables cobras africanas y a las serpientes de los árboles.
Ashanti había hablado. Y de algún modo, más allá de la lógica, toda África se había enterado.