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En las semanas siguientes Jayla Nandi hizo caso a su tatarabuela, y se tomó en serio la gravedad de lo que la matriarca había revelado aquella noche.
La elefanta adolescente intentó portarse bien. En realidad, así lo hizo.
En una muestra de buena voluntad, Jayla Nandi se preocupaba por mantener la formación en fila india mientras la manada avanzaba, en lugar de cambiar de sitio permanentemente, charlar con sus compañeras y gastarle bromas a las crías, como solía hacer. Desde la espeluznante asamblea de la familia, se había esmerado por no separarse mucho de Ayesha, su madre, y ya no ponía pegas cuando las elefantas de pronto se amontonaban en cualquier sombra que encontraran, apoyándose unas en otras para descansar durante las horas más calurosas del día. Se esforzaba como nunca para hacerlo todo en sincronía con el resto de la manada. Cuando comían, ella comía. Cuando dormían, ella dormía. Y cuando se duchaban con las trompas en el abrevadero más próximo después de haberse bebido gran parte del agua, ella hacía lo mismo, resistiendo el impulso apabullante de echar a nadar libremente.
Si bien nunca se le había pedido expresamente que lo hiciera, Jayla Nandi también vigilaba a los tres miembros más jóvenes de la familia, y en ocasiones hasta se ofrecía a bañarlos. De vez en cuando tenía que admitir, en su fuero interno y a regañadientes, que la crianza de los hijos podía ser realmente gratificante.
Su prima de quince años, Dafina, acababa de dar a luz por primera vez, y Jayla Nandi se quedaba fascinada cuando observaba de lejos a la madre primeriza que mimaba y guiaba a sus crías como si lo hubiera hecho antes por lo menos unas cien veces, y, en cierto modo, así era. Las hembras jóvenes practicaban para la maternidad casi desde su nacimiento, y era en momentos como ese —cuando sorprendida, por no decir confundida— en los que Jayla Nandi percibía una sensación extraña y vibrante que emanaba desde lo más profundo de sus entrañas. Inevitablemente, a la sensación le seguía un deseo irresistible de acercarse al nuevo crío de la familia, tan pequeño y despistado que a veces intentaba mamar de las tetas vacías de Jayla Nandi, consiguiendo que ella se echara a reír avergonzada, aunque también con un sentimiento nuevo de placer.
A veces Jayla Nandi veía al bebé tropezar con su propia trompa, y enseguida corría a levantarlo, comprendiendo que él todavía no tenía control sobre lo que, de momento, parecía ser sólo un apéndice largo y molesto. Una tarde lo vio echarse sobre su pequeña barriga redonda a la orilla del agua, e intentar beber con sus labios en lugar de hacerlo con su trompa de múltiples usos.
En lugar de reírse de él o de tomarle el pelo, como sin duda lo hubiera hecho en el pasado, Jayla Nandi volvió a experimentar esa sensación en sus entrañas, y acarició al cachorro con el hocico, y le enseñó el fino arte de absorber el agua con la punta de la trompa para luego liberarla en un chorro refrescante dentro de la boca. El bebé era muy listo, así que ella sólo tuvo que enseñárselo dos o tres veces antes de que él aprendiera la técnica por sí mismo, colmando a Jayla Nandi de un irrefrenable orgullo paquidérmico.
Después de observarla con detenimiento, Dafina, la madre del bebé, se acercó a los dos.
—Gracias por ayudar tanto últimamente, Jayla Nandi —dijo con sinceridad—. Nunca te había visto tan interesada en las crías. Algo ha cambiado en ti, ¿no es así?
—No lo sé. Un poco, quizás —admitió Jayla Nandi—. Supongo que la advertencia de Ashanti la otra noche me asustó. Hizo que pensara en el bienestar de todos y no sólo en mí misma. —Miró al bebé de Dafina, justo para verlo absorber hábilmente un considerable trago de agua con la trompa—. Estos pequeños —dijo suspirando— son tan vulnerables. Creo que hasta ahora no me había dado cuenta.
Los labios de Dafina se relajaron en una sonrisa encubierta de elefanta.
—Creo que hay algo más —murmuró a sabiendas.
—¿Te parece? ¿Algo… como qué?
Dafina respiró hondo y observó a su joven prima como si la estuviera viendo bajo una luz completamente nueva.
—¿Qué edad tienes, Jayla Nandi? —le preguntó—. ¿Once, quizás?
—Once y medio —la corrigió su prima algo irritada.
—Eso lo explica todo —concluyó Dafina con una risita molesta.
—¿Qué es lo que explica? —La paciencia de Jayla Nandi empezaba a mermar.
—Oh, muchas cosas —reveló tímidamente la elefanta mayor—. Dime, ¿tú y tu madre habéis tenido últimamente una conversación… digamos… íntima?
—¿Sobre qué?
Ahora Dafina parecía un poco incómoda.
—Ya sabes —barboteó—. Sobre si tu cuerpo está cambiando… sobre si estás creciendo para ser madre pronto.
—Uy, no, yo no —refutó Jayla Nandi dando un paso atrás—. Al menos no de momento. Todavía quiero divertirme y… explorar y… ver qué más hay ahí fuera que me gustaría hacer. Definitivamente no quiero quedar atada para tener que cuidar de un bebé antes de tener la oportunidad de probar un montón de otras cosas.
Dafina frunció el entrecejo, e instintivamente alcanzó a su crío con la trompa para acercarlo a ella. Se oyó un susurro de hojas justo detrás de ellas y apareció Ayesha, como si hubiera sido mágicamente transportada hasta allí.
—¡Mamá! —exclamó Jayla Nandi con estupor.
Las dos hembras adultas intercambiaron sagaces miradas maternales antes de que Ayesha se pronunciara:
—Mi querida hija —empezó en un tono amable—, no tienes ni idea de cuán orgullosa me has hecho sentir en las últimas semanas. No creas que no hemos notado lo bien que te portas, y lo atenta que eres ahora con los más pequeños.
—Gracias, mamá.
—Pero cuando te oigo desestimar la importancia de la maternidad como acabas de hacerlo, en fin, realmente me rompes el corazón.
—Lo siento, mamá —dijo Jayla Nandi—. Esa nunca sería mi intención.
—Lo sé, cariño —reconoció Ayesha con la dulzura de las millones de madres que la habían precedido—. Pero ¿por qué, Jayla, por qué? ¿Por qué es tan difícil para ti ser como las demás? ¿Por qué no puedes ser feliz quedándote con nosotras y olvidándote de la aventura y el placer por el riesgo que sienten los machos? Ellos al menos son más grandes y fuertes que tú, y tienen más posibilidades de sobrevivir en la selva. —El rostro de Ayesha se enterneció, y se tomó un instante para examinar a esa hija encantadoramente rebelde—. ¿Y por qué no comes más, criatura? Estás muy delgada, eres puras orejas y trompa. ¡Estás en los huesos, por el amor de Dios!
—Explorar es mucho más divertido que comer —replicó seriamente Jayla Nandi—. Piénsalo, mamá. Es irónico que siendo la especie de mamíferos más grande sobre la Tierra tengamos un sistema digestivo tan débil que nos vemos obligados a comer casi permanentemente para mantener los nutrientes que nos permiten seguir en movimiento. ¿No crees que la vida debería consistir en algo más que tragar? ¿No crees que debería haber un objetivo más importante que ese, mamá? —dijo en tono suplicante.
—¿Como qué? —preguntó Ayesha con una exasperación impropia de ella.
Jayla Nandi desvió la mirada hacia Dafina y su crío indefenso, y luego volvió a fijarla en su madre.
—Como encontrar la manera de acabar con la caza furtiva a la que Ashanti se refirió en la última asamblea familiar —contestó sin titubeos—. Puede… puede que a mí me interese algo más que buscar comida y educar bebés para que hagan exactamente lo mismo. Puede que haya otra razón para existir, mamá. Tiene que haberla, ¿no lo crees?
En ese instante las otras hembras se acercaron, sus rostros por lo general afectuosos se habían transformado en máscaras de piedra.
—¿Cómo puede haber un propósito más noble que perpetuar nuestra casta alumbrando a una generación futura? —atronó una tía anciana llamada Jasiri.
Pero antes de que Jayla Nandi pudiera responder, su tía Layla se sumó a la conversación.
—¿Y cómo puedes comparar el valor de dar a luz con la satisfacción superficial de eso que llamas aventura? —intervino.
Y esa era la pregunta a la que Jayla Nandi nunca podía contestar. Sencillamente no sabía la respuesta, pero por otro lado nadie más la sabía, ¿verdad que no? Entonces ¿por qué era tan terrible tratar de averiguar si realmente había otra opción para una elefanta, además de dedicar su vida entera a criar elefantitos, mientras que sus destinos dependían de las decisiones de una matriarca solitaria? Tal vez Jayla Nandi fuera capaz de tomar sus propias decisiones y de cuidar de sí misma. ¡Tal vez todas lo fueran! Pero ¿cómo iban a saberlo si no dejaban la manada ni por un instante para poner a prueba su propio talento fuera de la seguridad que otorgaba el grupo? La verdadera pregunta, pensaba ella, era por qué todas se sentían ofendidas y se ponían a la defensiva cada vez que esa posibilidad era tan sólo sugerida.
Imposible no reconocer la siguiente voz que llegó a las orejotas de Jayla Nandi.
—Sé que ahora no lo ves así —murmuró Ashanti serenamente—, pero dar a luz una vida es más hermoso y reconfortante que cualquier otra cosa que puedas vivir… o imaginar.
La matriarca hizo una pausa, pero Jayla Nandi sabía que no había acabado, y esta vez no se atrevió a interrumpirla.
—La felicidad y la belleza de la unión entre una madre y un hijo… en especial entre una elefanta y su cría, en fin, eso es algo que no queremos que tú te pierdas, cariño.
Ashanti sonrió afectuosamente, retrocedió un paso, y luego alzó su vozarrón para que todas oyeran lo que iba a decir:
—Tienes que confiar en que los adultos sabemos de qué estamos hablando. ¿Confías en nosotras, Jayla Nandi?
—¡Claro que confío! —bramó Jayla Nandi—. ¿Qué clase de pregunta es esa?
—Pues eso es todo lo que te pedimos —concluyó Ashanti con firmeza, dando por terminada la discusión.