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Por primera vez desde que había dejado a las Ashanti, Jayla Nandi volvió a sentirse descansada, con energías y quizás hasta con un poquito de esperanza. Advirtió que el amanecer en aquella zona que rodeaba la cascada era súbito y espectacular. Primero el cielo era una tela suavemente iluminada a contraluz, con algunos tonos pasteles, y de repente se incendiaba en una danza de vetas, remolinos y salpicaduras de colores azafrán, magenta y ámbar.

Su pulso se aceleró mientras se incorporaba ágilmente sobre sus cuatro patas, y entonces caminó una distancia corta hasta que se encontró mirando fijamente los exuberantes valles verdes y los campos fértiles de manzanos y cañas de azúcar que crecían hasta la altura de un elefante. Más allá había higueras con orquídeas blancas que colgaban de sus ramas y un enredo de maleza subtropical que cubría el suelo como un exquisito paño de encaje.

En aquel lugar encantado hasta los insectos estaban veteados de llamativos colores y volaban trazando órbitas artísticas y geométricas. Y, por si eso no fuera poco, pájaros de reluciente plumaje posaban sobre ramas frondosas y cantaban melodías que, aunque desconocidas, resultaban deliciosas. Jayla Nandi pensó que todas y cada una de las especies vivientes coloridas y fascinantes que brincaban, volaban, reptaban y merodeaban por el continente africano habrían construido su hogar en aquel paraje abundante y asombrosamente precioso.

A un costado de su limitado campo de visión, los ojos de Jayla Nandi se toparon con algo que le hizo preguntarse si no habría llegado al mismísimo paraíso. Más allá de una capa de arena blanca alcanzó a distinguir el contorno sombrío y definido de unas serpenteantes dunas anaranjadas, con palmeras y plantas de flores exóticas y el reflejo plateado de un manglar sereno. El paisaje, increíblemente majestuoso, estaba enmarcado por arrecifes de coral y por lo que parecía un trémulo espejo color turquesa y que, sin que ella lo supiera, resultaría ser el cálido y atractivo océano Índico.

En lo más profundo de su ser supo que había hecho bien en dejar la manada. ¿Cómo si no habría podido llegar a este lugar idílico? Seguramente las manadas más tradicionales de elefantas nunca considerarían la posibilidad de desviarse de su habitual ruta migratoria. Ellas nunca tendrían un premio como este, pero Jayla Nandi, por ser soltera, depender de sí misma y no tener hijos a su cargo, había tenido la oportunidad de cosechar los frutos y obtener la excitante libertad a la que sólo tienen derecho las almas más solitarias que habitan entre nosotros.

Pensando en todo esto, recogió una piña carnosa y madura que estaba en el suelo. Hambrienta, le arrancó el tronco cubierto de hojas con la trompa y le quitó la corteza de un tirón suave con el colmillo, liberando un bocado dulce y jugoso que llegó directamente por el conducto de la trompa hasta su lengua seca. Arrojó la cáscara como quien se deshace de un vaso de papel usado, y recogió otro objeto atractivo del suelo. Esta vez resultó ser un coco, del que extrajo la leche dulce, para luego hacer lo mismo con otros cuatro. «Ah, saben a gloria», pensó. Tras calmar momentáneamente su sed, atravesó un campo de caña de azúcar mientras mordía, masticaba y sorbía. Al sentirse más fuerte, aunque de ningún modo saciada, ya no pudo resistir la magnética atracción del océano cristalino y turquesa que se avistaba a la distancia.

Reanimada por la enorme dosis de azúcar, atravesó de inmediato el frondoso paraje en dirección al glorioso refrigerio que la esperaba bajo la forma de una gigantesca masa de agua con olas blancas y espumosas que se deslizaban sobre la arena satinada que la bordeaba. Claro que podría haber llegado, si no fuera por su prisa ciega, y por la alambrada apenas visible que se levantaba entre ella y un bosquecillo de naranjos.

Bastante atónita por el choque contra la alambrada, Jayla Nandi retrocedió un paso y se sacudió la sorpresa batiendo las orejas y agitando la trompa en el aire de aroma dulce. Ya recuperada su orientación, le pareció oír risas que llegaban desde algún lado; de hecho eran risas guturales y profundas, como de elefante. Cediendo a un instinto prehistórico se quedó quieta, tratando de oír algo más, girando las orejas en todas las direcciones como dos radares enormes. Entonces volvió a oírlas. Concluyó en que el sonido era similar, aunque no idéntico, a las risas alegres de sus amigos de la manada de solteros. Estas risas eran más graves y resonantes, y mucho, muchísimo más estridentes que las de sus amigos.

Fue entonces cuando algo que ella antes había percibido de reojo como un montículo redondeado y cubierto de lodo cobró vida. De repente le crecieron piernas y echó a andar hacia ella, y antes de que pudiera saber qué ocurría Jayla Nandi se encontró cara a cara con un elefantón macho de tamaño colosal que no podía pesar menos de seis toneladas. Tenía unos colmillos largos y ligeramente curvados, el derecho visiblemente más largo que el izquierdo. Su piel húmeda y fangosa desprendía oleadas de vapor en la abrasadora atmósfera del mediodía, y sus pómulos hundidos eran los de un macho adulto que está en la flor de la vida.

—No habrás pensado que podías tirar la valla tú solita, ¿verdad? —se mofó con voz de barítono.

—¿Pe… perdón? —tartamudeó, con la esperanza de que no se acercara más, pero naturalmente él lo hizo.

El enorme macho mantenía la cabeza levantada, y los gruesos músculos de su tremenda garganta formaban ondas y brillaban bajo la favorecedora luz del sol africano. Y allí estaba otra vez; ese olor rancio aunque no desagradable que parecía emanar de todos los machos de la especie que Jayla Nandi había conocido hasta el momento. Aunque esta vez el olor parecía provenir de la copiosa cantidad de fluido oscuro que manaba de las glándulas situadas detrás de las orejas y le caía por el cuello, por no mencionar otras secreciones visibles que chorreaban de sus genitales. El olor era fuertemente impactante comparado con el de sus amigos solteros, aunque a su vez extraño, pensó ella, sintiéndose a su vez repelida y atraída.

La adolescente Jayla Nandi no tenía ni idea de que estaba aspirando el olor característico de la testosterona, ni de lo que eso implicaba. Tampoco sabía que este macho elefantón estaba claramente en ese estado reproductivo y agresivo conocido como «celo». No tenía ningún marco de referencia de la dura y dolorosa lección que estaba a punto de recibir.

Entonces aparecieron dos machos más, uno a cada lado del gigante, y uno de ellos goteando. Eran un poco más pequeños, pero no mucho.

—¿Qué… qué queréis de mí? —quiso saber Jayla Nandi, los ojos bien abiertos mientras retrocedía un paso y las campanas de alarma sonaban en sus orejas.

—Todavía no lo sé —se burló el gigante, indicándoles por señas a los otros dos que se colocaran delante de la temblorosa Jayla Nandi mientras él daba la vuelta para inspeccionarla por detrás.

Arremetiendo con su poderosa trompa, el macho presuntuoso tanteó y olfateó entre las patas traseras de la elefanta. Al instante gruñó y lanzó un pestañeo a sus compañeros que estaban obedientemente plantados a ambos lados de la cabeza de Jayla Nandi.

—Todavía no está a punto, muchachos —anunció sacudiendo su enorme cráneo.

Entonces volvió a olerla, sólo para asegurarse, y los tres machos compartieron una sonrisa cómplice y condescendiente.

—¿Que no estoy a punto para qué? —insistió Jayla Nandi, realmente confundida—. ¿De qué habláis? ¡Y PARA DE HACER ESO! —ordenó, azotando bruscamente con la cola la cara del arrogante elefantón.

Los tres machos la ignoraron como si fuera una abeja solitaria que había aparecido para molestarlos.

—En fin, no queríamos molestarnos en echar abajo la alambrada —dijo uno de los otros dos machos—. Y ahora se me ocurre que esta hembra tiene el tamaño ideal para usarla como ariete, ¿no creéis? —sugirió maliciosamente.

Sólo entonces el macho gigante pareció perder el interés por lo que Jayla Nandi tenía entre sus patas traseras. Regresó al frente de ella pavoneándose y la examinó desdeñosamente.

—Puede que tengáis razón —asintió, y los dos elefantes más pequeños intercambiaron miradas de alivio. Entonces se volvió hacia Jayla Nandi y se lo explicó despacio, como si le estuviera hablando a una cría—. Verás, normalmente usamos a los machos más pequeños y jóvenes para estos propósitos. Ya sabes, es como un derecho de paso. Y así se hacen más fuertes para enfrentarse a cualquier cosa.

—¿Después de ser usados como ariete? —dijo Jayla Nandi boquiabierta—. ¿Pero para qué diablos necesitáis vosotros un ariete? ¡Mirad el tamaño que tenéis!

Los machos volvieron a compartir una sonrisa cómplice, y el elefantón retomó la palabra.

—Al parecer no sabes mucho de los bípedos —dijo resoplando.

—¿Los cazadores? —replicó sorprendida—. Sé mucho más de lo que tú piensas —añadió con aire satisfecho.

—Entonces deberías saber que construyen estas vallas afiladas para mantenernos alejados de sus cosechas —se la devolvió el gigante.

—Y que no son vallas ordinarias —siguió uno de los más pequeños—. Son macizas y resistentes y mucho más difíciles de tumbar que cualquier árbol.

—¿De verdad? —preguntó Jayla Nandi con asombro.

Y antes de que ella se diera cuenta, una trompa con el diámetro de un árbol milenario la levantó del suelo. Era la primera vez en la vida que sus cuatro patas estaban en el aire, y sintió cómo su torso golpeaba fuertemente contra el implacable acero de la valla con púas, y su piel hasta entonces intacta se cubría ahora con un sinfín de cortes profundos, irregulares y sangrantes.

—Te estoy dando una valiosa lección que la mayoría de las hembras no tienen la oportunidad de aprender —escuchó que le decía el gigante, con su respiración devenida en cortos jadeos por el esfuerzo de levantarla y estrellarla contra la valla una y otra vez—. Esto… requiere… de una técnica… especial… como puedes ver. —Paró un instante para tomar aire—. Nunca habrías podido tirarla tú sola. Agradece que te estemos enseñando cómo se hace.

—Qué afortunada soy —alcanzó a rezongar ella con sarcasmo.

Los otros dos machos se reían con disimulo, hasta que se acercaron para ayudar al gigante a cambiar a Jayla Nandi de posición, de modo que pudieran hacerla chocar contra la valla desde un ángulo diferente.

Acto seguido volvieron a arremeter. Y lo hicieron otra vez. Y otra vez más.

Jayla Nandi no quería contar los impactos que su cuerpo había soportado, ni los desgarros de su piel en carne viva producidos por los bordes afilados de la valla. Después de lo que pareció durar una eternidad, la barrera de acero cedió a duras penas ante la masa paquidérmica y la fuerza hercúlea que la impulsaba. De repente la barrera estaba derribada casi por completo, lo bastante cerca del suelo como para que los tres machos pasaran por encima con cuidado y empezaran a servirse de la abundancia de frutas y vegetales exóticos que crecían al otro lado.

Lo último que Jayla Nandi alcanzó a percibir antes de perder el conocimiento fue el cielo de color frambuesa, increíblemente bello, la dulce fragancia de los mangos y los plátanos flotando en la suave brisa, y el sonido relajante y tentador de las olas que rompían en la costa a la distancia.

Real o imaginaria, mágica o terrible, toda la experiencia empezaba a parecerse cada vez más a un sueño extraño.