Epílogo
Si bien sabía que era ridículamente joven, y, lo que es peor, con una inexperiencia irrisoria como para suceder a una matriarca legendaria, Jayla Nandi juró que aceptaría el desafío. Después de todo, ¿quién era ella para no cumplir con el último deseo de su querida y noble tatarabuela? Estaba obligada a creer que el inusual requerimiento de Ashanti se basaba en lo que ella consideraba lo mejor para su manada, y si Jayla Nandi podía contribuir a la causa, entonces daría lo mejor de sí. Era lo menos que podía hacer por Ashanti.
Y sin embargo ahora a Jayla Nandi le preocupaba cada vez más que su reciente expedición al este del continente hubiese provocado en ella un cambio profundo. Ahora ella era diferente, así lo presentía, aunque no podía precisar exactamente qué era lo que se había alterado. De repente parecía saber, en fin, algunas cosas. Cosas en las que antes ni siquiera había pensado.
Por ejemplo, algo en su interior le decía que antes de emprender el largo y peligroso viaje de regreso hacia la manada era necesario limpiar sus heridas en el océano salado, y recobrar las fuerzas con los nutrientes curativos de la exuberante vegetación de la zona. Después de todo, una líder tenía que estar fuerte y sana si quería desempeñar su función con eficiencia. Ahora sabía que cuidarse no era sólo una obligación consigo misma, sino con toda la manada, e incluso con la especie. De ahora en adelante otros dependerían de ella, y no podía defraudarlos.
Apenas vio el sol de color coral asomando en el horizonte al otro lado del océano, Jayla Nandi se puso de pie con decisión y se sumergió cojeando en las aguas profundas y tranquilas. Lo próximo que supo fue que estaba volando. Así es. ¡Volando!
Nunca había estado en agua salada, mucho menos en un océano de agua salada, y no tenía la menor idea de cuán increíblemente ligero podía volverse el más pesado de los cuerpos. Al instante sus articulaciones se libraron de toda rigidez, y las heridas que clamaban en su piel fueron silenciadas, y cada indicio de dolor o impedimento pareció evaporarse. Usando la trompa como un enorme tubo de respiración, Jayla Nandi se sumergió por completo en el agua fresca y reconfortante, y, moviendo sus cuatro patas como columnas con sorprendente gracia, se dio impulso con la agilidad de un leopardo marino. ¡Era celestial!
Al regresar por fin a la costa, gratamente agotada y empapada, fue directamente a alimentarse de un surtido de comida dulce y deliciosa, comparable incluso con las hojas más tiernas y verdes de un árbol de acacia en la temporada de lluvias.
Para cuando ya se había dado un banquete descomunal, dilatando el estómago hasta el límite de su capacidad, el sol candente estaba en lo más alto y no corría la menor brisa. Con la barriga llena de cañas de azúcar, espárragos y piñas, Jayla Nandi emprendió el camino a casa.
Enseguida el viaje de regreso le resultó más fácil de lo que había sido el de ida. Casi de inmediato Jayla Nandi se alegró y se sorprendió al descubrir que parecía haber aprovechado una profunda mina de memoria que, hasta entonces, había permanecido inactiva en su vasta psiquis de elefante.
Por primera vez en su vida Jayla Nandi sabía de manera instintiva en qué dirección encaminarse. Sin vacilación se vio tomando atajos que ni siquiera se había dado cuenta que ya conocía, y no era un déjà vu. Era definitivamente otra cosa. Se preguntó si podía ser eso llamado «memoria ancestral», algo de lo que siempre había oído hablar con temor y respeto. Era de conocimiento público que algunos elefantes, y quizá todos, eran capaces de recordar incluso hechos sucedidos antes de su nacimiento. También solían saber la ubicación exacta de puntos de referencia en los que nunca antes habían estado.
¿Tenía algo que ver la reciente designación como matriarca con que estas dotes sutiles pero poderosas estuvieran de repente al alcance de Jayla Nandi? Ella no podía dejar de preguntárselo.
Armada de una nueva confianza empezó a recorrer el camino de regreso a la manada en un tiempo récord. Atravesó a paso enérgico la franja costera, dejando atrás palmeras, higueras y manglares. Sólo miró hacia atrás una vez, demorándose lo justo para avistar el reluciente océano azul que espejeaba orgulloso mientras la joven elefanta seguía encontrando el camino a casa.
Al caer la noche Jayla Nandi había atravesado los enormes campos de flores, se había duchado en la majestuosa cascada y ya iba por la mitad de la cadena de montañas donde crecían los árboles de hoja perenne. Se detuvo un instante, y echó un vistazo breve al campo de batalla. Los cuerpos de los cazadores furtivos ya habían desaparecido en los estómagos de los voraces leones, buitres y hienas. Con el estómago suficientemente lleno, la boca de momento húmeda y sin necesidad urgente de sueño, echó a andar hacia el oeste. La siguiente puesta de sol la encontró avanzando pesadamente por el terreno áspero y seco que bordeaba la sabana de su tierra natal. Fue entonces cuando alcanzó a ver un abrevadero donde varios elefantes jóvenes se divertían, armando jaleo y lanzándose al agua por una rampa improvisada.
Pese a la distancia, el grupo pareció reconocerla, y enseguida la saludaron levantando y agitando las trompas.
—¡Ven a jugar con nosotros! —gritó el más joven.
—¡Por favor, Jayla Nandi, quédate y haznos compañía un rato! —le propuso otro.
Ella declinó la invitación con una triste sonrisa.
—No puedo, chicos. Tengo una misión —respondió.
—¿Qué misión? —le preguntó el más joven.
—Se trata de un «propósito» —respondió afectuosamente—. ¿Os acordáis? «Propósito». —Entonces hizo lo que haría toda buena líder: aprovechó la ocasión para transmitir un mensaje de buena voluntad a las masas—. Quiero daros las gracias, chicos, por todas las cosas geniales que me habéis enseñado —señaló sonrojándose—. En especial, ¡por haberme enseñado a divertirme! Gracias.
—¡De nada, Jayla Nandi! —respondió el grupo al unísono—. ¡Suerte en tu misión!
Era media tarde cuando por fin Jayla Nandi divisó a su antigua manada, y mientras se acercaba advirtió que estaban formando un círculo ceremonial. Pensó que probablemente estaban lamentando el fallecimiento de Ashanti.
La prima Dafina fue la primera en reconocerla. Espontáneamente abandonó la formación y corrió al encuentro de la prima pródiga, mientras un bebé joven y hermoso la seguía tratando de igualar las zancadas de su madre.
—¡Has vuelto! —gritó Dafina entrelazando su trompa con la de Jayla Nandi en un gesto paquidérmico de cariño familiar—. ¡Ashanti nos prometió que volverías para guiarnos! —dijo sollozando, los ojos flotando en lágrimas—. ¡Pero casi temíamos que no fuera así!
—O sea… ¿o sea que ya no estás enfadada conmigo por… porque los cazadores hirieron a tu cría?
—¿Acaso parezco enfadada? —Dafina se echó a reír. Se volvió hacia el pequeño y sonriendo orgullosa añadió—: ¿Acaso no está mucho mejor? ¡Si es que, míralo! Mi corazón sólo puede sentir gratitud. De verdad, Jayla Nandi.
Y la joven y nueva matriarca le creyó.
—¡Ven! ¡Únete al círculo! —la apremió Dafina, llevándose a ella y a la cría con el resto de la manada.
Las demás elefantas se apartaron respetuosamente, permitiendo a la nueva líder ocupar el centro del círculo. Y allí, justo en el medio de la asamblea, ella se sorprendió al encontrarse cara a cara con su hermana mayor.
Ahora Litsemba estaba mucho más ancha de lo que Jayla Nandi la recordaba, y estaba realizando un movimiento oscilante utilizando las cuatro patas, típico… de… una madre… a punto… de… ¡parir!
—¡Litsemba! —dijo Jayla Nandi boquiabierta—. ¡No tenía ni idea! ¡Oh, Dios, debo de haber estado muy ensimismada!
Litsemba esbozó una mueca, o bien una sonrisa. Jayla Nandi no podía adivinarlo.
—¿Por qué creías que en las últimas asambleas se me permitía sentarme delante con las madres y las crías? —dijo con sarcasmo, y esta vez, definitivamente, esbozó una mueca.
—¿Estás… estás bien? —preguntó Jayla Nandi, notando una visible contracción en el voluminoso abdomen de su hermana.
—Sí, eso creo —graznó Litsemba—. Sólo que todavía no es la hora —dijo gimiendo—. Si no me equivoco —continuó—, juraría que esta cría quiere nacer ahora mismo… a media tarde. Nunca he oído de un caso así. ¿Y tú?
Entonces, algo cambió. Los ojos de Litsemba se volvieron vidriosos y la manada entera contuvo el aliento mientras presenciaba la aparición de una cría marrón rojiza que luchaba por salir de la vagina de su madre. La cría cayó al suelo sobre un charco de fluidos corporales y rayos solares.
Mientras miraba pasmada a su sobrina recién nacida, la sonrisa de Jayla Nandi se encendió como el deslumbrante sol de África. Los bramidos de las elefantas exultantes retumbaron en toda la sabana, y Jayla Nandi supo que con ésta tendría mucho trabajo por delante…