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Más tarde, mientras la manada buscaba una sombra para el descanso vespertino, Jayla Nandi la seguía de mala gana. Esta vez era la última de la fila. Estaba perpleja y se sentía frustrada, así que necesitaba algo de tiempo y espacio para aclararse.
Arrastraba la trompa por el suelo mientras pensaba en la última conversación, y andaba con pesadez como si estuviera atravesando el fango espeso en plena temporada de lluvias. Los juegos de las crías que iban delante ya no le llamaban la atención, y tampoco un termitero a la vista, grande y robusto, de los que normalmente se servía para rascarse el lomo.
De vez en cuando, Ayesha se daba la vuelta y lanzaba una mirada a su contrariada hija, que parecía estar rezagándose más de lo normal. Pero estaba claro que Jayla Nandi necesitaba estar sola un rato, y el instinto maternal de Ayesha le dijo que probablemente estaba bien permitirle a su hija joven y malhumorada que se separase un poquito del resto de la manada.
Fue entonces cuando una forma de comunicación muy antigua de los elefantes interrumpió todos los pensamientos. De súbito una corriente subterránea vibró bajo las patas de todos y cada uno de los miembros de la manada Ashanti. Inmediatamente las gigantescas orejas se desplegaron, las trompas se elevaron y empezaron a girar en distintas direcciones a modo de periscopios para detectar nuevos olores en el aire, y cada movimiento extraño se detuvo en seco.
Sobrevino una pausa breve y silenciosa, hasta que finalmente la matriarca se volvió hacia sus seguidoras.
—No hay por qué alarmarse, queridas —anunció con tranquilidad—. Es sólo otra manada que ha pasado cerca, y además una de las pequeñas. Posiblemente sean las Impunga, o quizá las Umngani. Me alegra saber que están bien. Ahora podemos continuar, es seguro para todas. Seguidme.
Las Ashanti siguieron obedientemente a su matriarca hacia el árbol que tenían delante.
Pero Jayla Nandi no estaba del todo convencida de lo que había intuido su tatarabuela.
A ella le parecía que la vibración que todas habían percibido tenía una extraña cadencia. Aparcando su malhumor por un instante, Jayla Nandi se apresuró a lanzar su mirada lo más lejos posible a través de la sabana africana. Pero los elefantes no tenían precisamente una vista prodigiosa, y entonces, una vez más, su trompa se elevó en el aire abrasador en busca de más pistas. Enseguida detectó un olor extraño, aunque no del todo desagradable, que la atrajo irresistiblemente.
Si llegó a sentir la menor turbación, no le duró mucho. Se preguntó qué pasaría si ella seguía aquel intrigante olor durante un ratillo. Después de todo, ¿no se había portado lo mejor posible últimamente? Y ni siquiera así había conseguido ganarse la aprobación de la manada. Si tarde o temprano iba a meterse en líos, dedujo, lo mejor sería que al menos disfrutara de la parte divertida.
Antes de darse cuenta, Jayla Nandi había perdido todo contacto con la manada, y se encontró a sí misma vagando por un territorio desconocido, escabroso y extraño. Tanto el miedo como la excitación corrían por su sangre, librando una batalla por imponerse, en la que al final venció la excitación, y la elefanta aventurera se fue alejando cada vez más de las Ashanti, como si sus patas actuaran por sí solas.
Al cabo de un rato oyó un sonido peculiar. Un chapoteo de agua alegre y cercano, y de fondo risas y gruñidos. Dedujo que eran voces del todo paquidérmicas, aunque más graves y ásperas que la suya. Subrepticiamente se fue acercando más y más a los ruidos, hasta que al final se encontró con un grupo de extraños de su mismo tamaño.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que, ¡por supuesto!, eran los legendarios elefantes machos. Había cuatro, y a tres de ellos que parecían bastante jóvenes, todavía les faltaba pegar un estirón considerable. Ahora todo estaba claro.
Aparentemente se había topado con una de las muchas manadas de solteros que eran conocidas por vagar sin rumbo fijo, siempre en busca de diversión… o de pelea.
Para mantenerse a resguardo, Jayla Nandi se colocó detrás de unos hierbajos del desierto, y observó la escena escudada en el anonimato. Estaba fascinada por la absoluta espontaneidad y la alegría palpable que emanaba de cada uno de los despreocupados machos.
En sus once años y medio de vida ella nunca había visto un abrevadero como el que ahora estaba contemplando. Sin embargo, cuanto más se acercaba más notaba que aquello no era una parte natural del paisaje, sino que había sido excavado y construido a lo bruto, muy probablemente por los bulliciosos machos que tenía ante sus ojos.
Jayla Nandi no podía evitar estar impresionada. «Qué atrevido, qué inteligente, qué imaginativo —pensaba— construir lo que ellos necesitan cuando la madre naturaleza no quiere o no puede proveérselos». Estaba intrigada, y una cosa era segura: definitivamente quería aprender más de esas criaturas, extrañas pero ingeniosas.
A hurtadillas, Jayla Nandi se acercó un poco más al grupo de machos, y, sorprendentemente, ninguno pareció notarlo. Es probable que los elefantes no hubieran advertido en absoluto su presencia… si no fuera por el grito ahogado de asombro que se le escapó al ver lo siguiente: una rampa gigante hecha con ramas de árbol y atada con enredaderas, que se sostenía apoyada sobre una roca enorme y daba sombra a dos machos adultos que estaban debajo, muy relajados.
En ese instante vio cómo uno de los elefantes jóvenes, que estaba encaramado precariamente en lo alto de la roca, se asustaba y se convertía en una bola gris y compacta que echó a rodar por el empinado tobogán, salpicando como un géiser de agua cristalina tras su caída.
En respuesta al grito ahogado de asombro que Jayla Nandi había dejado escapar, todos los machos se volvieron hacia ella al mismo tiempo.
—Bueno, bueno, bueno, ¿qué tenemos aquí? —murmuró uno de los machos adultos situados debajo del improvisado tobogán.
—¿Tú quién eres? —la inquirió el clavadista acrobático, su cabeza asomando del agua en el centro del abrevadero—. ¡Está claro que no eres de los nuestros!
—¿Yo? Bueno, yo… esto…
—Seguramente tienes una razón lógica y aceptable para estar aquí —atronó otro barítono desde detrás de la roca.
Jayla Nandi levantó la trompa para proteger sus débiles ojos del sol, y se encontró con un enorme macho en su campo de visión. Estaba más que sorprendida, y convencida de que nunca había visto a un miembro de su especie tan corpulento.
—Mi… mi nombre es Jayla Nandi —respondió amablemente, avergonzada por su indisimulable tartamudeo—. Yo… hummm… soy de la manada de las Ashanti —proclamó orgullosa.
—Ooohhh, la manada de las Ashanti —dijo el macho mastodóntico imitándola, y enseguida los demás reprimieron la risa—. ¿Quiénes diablos son las Ashanti? —barritó el gigantón con una sonrisa burlona.
A Jayla Nandi se le aflojaron las rodillas.
—Bueno… nosotras, en fin, somos una de las manadas más antiguas… y más nobles de Botswana —intentó decir.
Lo que provocó una carcajada irrefrenable en todo el grupo.
—¿Qué demonios es Botswana? —se mofó el macho dominante.
—Bueno… es una tierra histórica… y sagrada —explicó ella rápidamente—. Es un territorio que comprende parte del desierto de Kalahari. Seguramente habéis oído hablar del desierto de Kalahari, ¿verdad?
—Pues no —fue la réplica arrogante del paquidermo.
«¿Qué clase de elefante no conoce el desierto de Kalahari?», se preguntó ella. Pero sabiamente decidió guardarse la pregunta.
—Bueno… y entonces cómo… ¿cómo llamáis vosotros a este sitio? —preguntó afablemente.
—Lo llamamos «mundo», por supuesto —respondió el joven clavadista desde el agua, y su voz era bastante amable—. ¿Por qué deberíamos ponerle un nombre? —insistió con sus grandes ojos jóvenes y francos—. ¿Por qué no podemos simplemente usarlo, apreciarlo, disfrutarlo?
—Sí, entiendo lo que dices —coincidió Jayla, aunque no le veía ninguna lógica—, pero, en fin, lo cierto es que es un lugar precioso. ¿No creéis que merece un nombre apropiado? Aunque sólo sirva para la posteridad.
Por razones que ella probablemente nunca entendería, la vaga alusión de Jayla Nandi a las generaciones futuras detonó otra carcajada en el grupo.
—Vale. Vale, ahora lo entiendo —anunció el macho descomunal desde detrás de la roca, luchando por respirar y sacudiendo su cabeza colosal mientras se reía—. Caballeros, si me permiten, quiero destacar que estamos en compañía de… esto… ejem… el sexo débil, ¿lo he dicho bien?
—¿Perdón? —intervino Jayla Nandi, más incómoda aún—. ¿Qué tiene que ver mi género con nada? ¿Y por qué, si se me permite la pregunta, os causa tanta gracia el nombre de mi familia y del lugar donde nací?
—Oh, venga —dijo dulcemente el macho adulto que estaba descansando debajo del tobogán—. No te pongas susceptible con nosotros.
—Para que lo sepa, señorita —dijo otro alzando la voz—. Ni siquiera nos hemos puesto un nombre a nosotros, ¿así que por qué habríamos de ponérselo a nuestro lugar favorito?
Esto cogió a Jayla Nandi desprevenida.
—¿Que no tenéis un nombre? —preguntó incrédula—. Pero ¿por qué?
Intercambiaron muchas miradas desdeñosas entre ellos, si bien ninguno se atrevió a compensar la ignorancia de ella con una explicación.
—Disculpadme, si me lo permitís —siguió divagando ella en su defensa—, os diré que en las sociedades paquidérmicas está muy mal visto no dar un nombre apropiado a las cosas que se aprecian y se honran.
—¿Eso no es típico de las hembras? —gritó una voz anónima—. Ellas nunca están contentas hasta que les ponen etiquetas a las cosas como el hábitat o las crías, y que no se nos olvide, ¡a los sentimientos!
Una risa ruidosa y burlona se propagó por el grupo, y Jayla Nandi ya estaba a punto de darse la vuelta y marcharse cuando una voz masculina, dulce y cándida, volvió a dirigirse a ella desde el agua:
—Jayla Nandi, no es que no tengas razón —alegó la voz con sinceridad—, es sólo que estamos tan ocupados pasándolo bien que no nos molestamos en ponerle nombres o límites a las cosas maravillosas que tenemos la oportunidad de disfrutar. Por favor, no nos juzgues ni te enfades con nosotros por eso.
Las palabras del joven macho hicieron que ella se detuviera y quedaron resonando en su interior. «Tal vez estas criaturas hedonistas tengan razón», pensó. Sin duda parecían bastante felices, ¿verdad que sí? No podía pasarle nada malo si se quedaba con ellos, aunque sólo fuera para averiguar qué era exactamente lo que les hacía ser tan despreocupados, espontáneos y, en fin, impulsivos. También quería averiguar por qué todos ellos parecían conservar un brillo alegre en los ojos, al contrario de la pena ancestral reflejada en los ojos de la mayoría de las elefantas.
—Yo… yo no estoy acostumbrada a divertirme —confesó Jayla Nandi al grupo—. ¿Creéis… creéis que quizá podría aprender con vosotros?
Un silencio perplejo fue la única respuesta que la manada fue capaz de proferir, y de pronto Jayla Nandi se arrepintió de haberse puesto al descubierto de ese modo.
—Tendrás que disculparnos, Jayla Nandi —se pronunció el más viejo de los elefantes, con algo más que un deje de compasión en su voz—. No tenemos la intención de incomodarte. Verás, es sólo que a ninguno de nosotros nadie nos enseñó a disfrutar. Eso es para nosotros algo instintivo, y damos por hecho que es lo mismo para todo el mundo. Quiero decir que es como si cada uno de nosotros ya hubiera nacido sabiendo cómo pasárselo bomba. Al menos la experiencia nos dice que no podría haber nada más natural que eso. Pero si tú estás decidida a aprender, en fin, supongo que podríamos enseñarte lo básico del jolgorio, la diversión y el cachondeo. En realidad, no creo que sea muy difícil, ¿verdad, chicos?
Un coro ensordecedor de bramidos alimentados con testosterona se oyó en toda la sabana, y por un instante fugaz Jayla Nandi tuvo la agradable sensación de pertenecer a esa colonia desde siempre.
Realmente le gustaba esa panda impresentable de nuevos amigos que había encontrado; esos seres extraños que, al parecer, no creían en nombres ni en reglas ni en responsabilidades, y cuyo único objetivo en la vida era… no tener un objetivo.
—¿Crees que podríamos empezar saltando al agua desde esa rampa? —se rio nerviosa, secándose una ridícula lágrima de paquidermo que insistía en rodar por su joven mejilla grisácea.
El elefante más viejo se tomó su tiempo para observarla. La miró de arriba abajo, claramente alerta ante su rara petición.
—De acuerdo, Jayla Nandi —aceptó a regañadientes—, pero espero que sepas que te queda muchísimo para ponerte al día.
Jayla Nandi estaba que no cabía en sí de la alegría.
—¡Gracias! ¡Gracias! —dijo sollozando—. Ya veréis. Aprenderé rápido.
—Ahora ve —fue todo lo que dijo el macho, señalando en dirección al agua fresca y cristalina.