Granjero de verano
The Summer Farmer
(The New Yorker, 7-agosto-1948)
El Nororiental es un tren que la compañía de ferrocarril bautizó en un momento en que sus directivos creían en el misterio de viajar. Los recuerdos tienen con frecuencia más capacidad de sugestión que los hechos, y determinados pasajeros, a pesar de haberlo usado muchas veces, aún eran capaces de olvidarse de su ruido y de su suciedad cada vez que entraban en la estación Grand Central y veían allí el nombre de un tren que hacía un recorrido hacia el norte de tres días de duración. Ése, al menos, era el caso de Paul Hollis, que utilizaba el Nororiental casi todos los jueves o los viernes por la noche durante el verano. Era un hombre corpulento, que sufría en todos los coches cama, pero nunca tanto como en aquel trayecto. Por regla general, se quedaba en el coche club hasta las diez, bebiendo whisky. De ordinario, el whisky lo mantenía dormido hasta que llegaban a Springfield, con sus tumultuosas demoras, después de medianoche. Al norte de Springfield, el tren adoptaba el paso cauteloso y como a regañadientes de un correo, y Paul yacía en su litera entre la vigilia y el sueño, como un enfermo parcialmente anestesiado. La pesadilla terminaba cuando, después del desayuno, abandonaba el Nororiental, en Meridian Junction, donde iba a recogerlo su dulce esposa. Había al menos una cosa que decir en favor del viaje: servía para que uno tomara plena conciencia de la distancia terrestre que separaba la ciudad calurosa de las inocentes y sombreadas calles del pueblo donde se hallaba el pequeño nudo ferroviario.
La conversación entre Paul y Virginia Hollis durante el trayecto desde Meridian Junction hasta su granja, al norte de Hiems, quedaba reducida a las modestas propiedades y los afectos que compartían; parecía incluso orientarse hacia una deliberada intrascendencia, como si hablar del saldo de una cuenta corriente o de las guerras pudiera destruir el encanto de una tibia mañana y de un vehículo descapotable. La tubería de desagüe de la ducha de la planta baja se salía; Ellen —la hermana de Paul— bebía demasiado; los Marston habían almorzado en su casa, y había llegado el momento de que sus hijos tuvieran una mascota. Este último era un tema que Virginia había estado considerando con cierto detenimiento. Ningún perro criado en el campo duraría en un apartamento neoyorquino cuando regresaran en otoño, dijo; en cuanto a los gatos, resultaban muy molestos, y había llegado a la conclusión de que lo más adecuado era comprar unos conejos. En la carretera había una casa con una conejera en el patio, y podían pararse aquella misma mañana y comprar un par. Serían un regalo de Paul a los niños, cosa muy conveniente. La compra convertiría aquel fin de semana en el fin de semana en que compraron los conejos, y lo distinguiría de aquel en que trasplantaron el árbol de Navidad o del otro en que retiraron el enebro muerto.
Instalarían los conejos en el antiguo corral de los patos, dijo Virginia, y cuando volvieran a la ciudad en otoño, Kasiak podría comérselos. Kasiak era un trabajador asalariado.
La carretera ascendía. Desde Meridian Junction hacia el norte nunca se perdía por completo la sensación de una subida gradual. Las colinas ocultaban el delicado y al mismo tiempo viciado paisaje de New Hampshire, con la omnipresencia de sus casas medio en ruinas, pero cada pocos kilómetros, un afluente del Merrimack abría un amplio valle, con olmos, granjas y muros de piedra.
—Es por esta zona —dijo Virginia. Paul no sabía de qué estaba hablando hasta que su mujer le recordó los conejos—. Si vas un poco más despacio... Aquí, Paul, aquí.
Paul detuvo el coche al borde de la carretera. Sobre el césped, delante de una casa blanca y pulcra, sombreada por un grupo de arces, había una conejera.
—Oiga —gritó Paul—. ¿Hay alguien?
Un hombre vestido con un mono salió por una puerta lateral, masticando algo, como si hubiera tenido que interrumpir una comida. Dijo que los conejos blancos costaban dos dólares; los marrones y los grises, dólar y medio. Tragó, y se limpió la boca con la mano. Hablaba con desasosiego, como si no quisiera que nadie más se enterara de aquella simple transacción, y después de que Paul hubo elegido un conejo marrón y otro gris, se dirigió corriendo hacia el granero en busca de una caja. En el momento en que Paul giraba el volante para volver a la carretera, oyeron a sus espaldas un grito de congoja. Un niño salió corriendo de la casa en dirección a la conejera, y comprendieron el origen de la inquietud del granjero.
El mercado de verduras y la tienda de antigüedades, el cañón de la Guerra Civil y la oficina de Correos de Riems quedaron atrás, y Paul pisó el acelerador con alegría cuando escaparon de las estrechas calles del pueblo y se encontraron con la refrescante brisa del lago. La carretera los llevó primero junto al extremo del lago menos elegante, donde la gente vivía apiñada; luego las casas se fueron distanciando y dieron paso a bosques de pinos y a campos vacíos a medida que se dirigían más al norte. La sensación de vuelta a casa —de volver a un sitio donde había pasado todos los veranos de su vida— llegó a ser tan intensa para Paul que la diferencia entre la rapidez de su imaginación y la velocidad del coche logró impacientarlo hasta que abandonaron la carretera para internarse por unas rodadas cubiertas de hierba y vieron su granja al final del camino.
La suave sombra de una nube atravesaba la fachada de la casa de los Hollis. En el sitio donde terminaba el césped, cabeza abajo, había un mueble de jardín abandonado durante una tormenta y que parecía haber estado secándose desde la adolescencia de Paul. La luz y el calor aumentaron, y los contrastes se hicieron más pronunciados a medida que la sombra en movimiento de la nube oscurecía primero el granero y luego el tendedero, para perderse finalmente en el bosque.
—Hola, hermano. —Era Ellen, la hermana de Paul, que lo llamaba desde una de las ventanas abiertas.
Su traje de ciudad le molestó en los hombros al salir del coche, como si hubiera aumentado en estatura, porque aquel lugar lo hacía sentirse con diez años menos, y los arces, la casa y las simples montañas eran de la misma opinión. Sus dos hijos todavía pequeños salieron corriendo desde detrás del granero hasta estrellarse contra sus piernas. Más altos, más morenos, más saludables, más guapos, más inteligentes: ésa era la impresión que le causaban todos los fines de semana cuando se reunía con ellos. La rama marchita de un arce atrajo su atención. Habría que cortarla. Se agachó para coger a su hijito y a su hijita, dominado por una ardiente oleada de amor frente a la que se encontraba indefenso y, al parecer, desprevenido.
El corral de los patos, donde pusieron los conejos aquella mañana, llevaba años vacío, pero había una jaula y un refugio, y serviría de momento.
—Ahora ya son vuestros, son vuestros conejos —les dijo Paul a sus hijos. Su severidad los sobrecogió, y el niño empezó a chuparse el dedo gordo—. Ahora la responsabilidad es vuestra, y si los cuidáis bien, quizá podáis tener un perro cuando volvamos a Nueva York. Tendréis que darles de comer y limpiarles la casa. —Su amor por los niños y su deseo de delinear para ellos, aunque fuese de manera muy vaga, las misteriosas formas de la responsabilidad lo llevaban a adoptar una actitud presuntuosa de la que él mismo era consciente—. No quiero que penséis que alguien va a venir a ayudaros —les dijo—. Tendréis que darles agua dos veces al día. Según parece, les gusta la lechuga y las zanahorias. Ahora podéis llevarlos vosotros mismos al corral. Papá tiene cosas que hacer.
Paul Hollis era un granjero de verano. Segaba, cultivaba, y se enfurecía ante el precio del pienso para las gallinas, pero tan pronto como empezaban a resonar los quejumbrosos vientos del Día del Trabajo, Paul colgaba su embotada guadaña para que se oxidara en el zaguán de atrás, donde se guardaba también la lámpara de queroseno, y alegremente trasladaba su interés al cálido apartamento de Nueva York. Aquel día —el día que compró los conejos— fue a su dormitorio después de adoctrinar a los niños, y se puso un mono del ejército en el que aún se leían con dificultad, escritos con lápiz graso, su nombre, su graduación y su número de identificación. Virginia estuvo sentada en el borde de la cama mientras él se vestía, y habló de su hermana Ellen, que pasaba un mes con ellos. Ellen necesitaba descansar; Ellen bebía demasiado. Pero no había la menor sugerencia de censura o cambio en lo que Virginia decía sobre ella, y cuando Paul miró a su mujer, pensó en lo comprensiva y en lo bonita que era. El cuarto era antiguo y agradable —había sido el de los padres de Paul— y la luz que recibía le llegaba a través de las hojas de los árboles. Se entretuvieron allí hablando de Ellen, de los niños, saboreando la austeridad de su contento y su valía moral, pero no tanto como para dar una impresión de indolencia. Paul iba a ayudar a Kasiak a segar el campo más alto, y Virginia quería coger algunas flores.
La propiedad de los Hollis estaba en una zona elevada, y fue el padre de Paul —muerto hacía muchos años— quien llamó Elíseo al pastizal más alto, debido a su extraordinaria quietud. Aquella dehesa se segaba en años alternos para impedir que las malezas se agarraran a la tierra. Cuando Paul llegó allí aquella mañana, encontró a Kasiak, y juzgó que debía de llevar unas tres horas faenando; a Kasiak se le pagaba por horas. Los dos hombres hablaron brevemente —el jornalero y el veraneante—, y en seguida restablecieron la tácita alianza de las personas que por alguna razón trabajan juntas. Paul segaba más abajo y un poco a la derecha de Kasiak. Usaba bien la guadaña, pero resultaba imposible confundir, incluso desde lejos, la diligente figura de Kasiak con la de Paul.
Kasiak había nacido en Rusia. Esto y todo lo que Paul sabía de él se lo había contado el ruso mientras trabajaban. Kasiak había desembarcado en Boston, trabajó luego en una fábrica de zapatos, estudió inglés por la noche, y alquiló primero, y posteriormente adquirió, la granja que quedaba más abajo de la finca de los Hollis. Habían sido vecinos durante veinte años. Aquel año, Kasiak trabajaba por vez primera para los Hollis. Hasta entonces no había pasado de ser una perseverante y pintoresca figura en su paisaje habitual. Kasiak vestía a su mujer sorda con la tela de las bolsas de sal y de los sacos de patatas. Era muy tacaño, y estaba amargado. Incluso en aquella mañana de verano, tenía un aire de disgusto y descontento. Cuidaba de sus árboles y almacenaba el heno exactamente en el momento adecuado, y sus campos, sus huertos, su montón de estiércol y el agrio olor de la leche en su cocina inmaculada transmitían un sentimiento de seguridad basado en la fuerza de una agricultura inteligente. Kasiak segaba y andaba como un preso por el patio de su cárcel. Desde el momento en que se dirigía al granero, una hora antes del alba, no mostró vacilación en su determinación ni en su paso y aquella impecable cadena de tareas era parte de un conjunto más amplio de responsabilidades y aspiraciones que habían empezado con su juventud en Rusia y que terminarían, creía él, con el nacimiento de un mundo de justicia y de paz, rescatado mediante incendios y derramamiento de sangre.
Cuando Paul le dijo a su mujer que Kasiak era comunista, Virginia lo encontró divertido. Kasiak se lo había dicho personalmente a Paul. Dos semanas después de que empezó a trabajar para ellos, cogió la costumbre de recortar editoriales de un periódico comunista y pasárselos a Paul o introducirlos por debajo de la puerta de la cocina. Moderación era el lema de Paul en sus relaciones con Kasiak: al menos, eso era lo que le gustaba pensar. Dos veces, en el almacén de piensos, cuando se habían discutido las ideas políticas del ruso, Paul había defendido el derecho de Kasiak a sacar sus propias conclusiones sobre el futuro, y al hablar con él siempre le preguntaba en tono de broma cuándo iban a hacer la revolución los suyos.
Aquel día señaló el final de la época adecuada para recolectar el heno. Al avanzar la mañana, empezaron a oír el sordo retumbar de los truenos. Se alzó algo de viento en los alrededores, pero no podía decirse lo mismo del campo donde trabajaban. Kasiak dejaba tras de sí un intenso olor a esencia de limón mezclada con vinagre, y los dos hombres se veían acosados por las moscas. No permitieron que la posibilidad de una tormenta modificara el ritmo de su trabajo; era como si para ellos hubiera algún significado oculto en terminar de segar aquel campo. Luego, el viento húmedo subió tras ellos por la colina, y Paul, retirando una mano del mango de la guadaña, enderezó la espalda. Mientras ellos trabajaban, las nubes habían oscurecido el cielo desde el horizonte hasta por encima de su cabeza, así que recibió la engañosa impresión de un país dividido equitativamente entre las luces de la catástrofe y el reposo. La sombra de la tormenta ascendía por el campo con la misma rapidez que camina un hombre, pero el heno que no había tocado seguía siendo amarillo, y no había augurios de tormenta ni en el delicado cielo de él ni en las nubes ni en nada de lo que veía excepto en el bosque verde, cuyo color había empezado a oscurecerse. Luego, Paul sintió un frío en la piel ajeno a las características del día, y oyó a sus espaldas las gotas de lluvia que empezaban a caer entre los árboles.
Paul corrió hacia el bosque. Kasiak lo siguió lentamente, con la tormenta pisándole los talones. Se sentaron el uno junto al otro sobre unas piedras bajo la protección del denso follaje, contemplando la cortina de lluvia en movimiento. Kasiak se quitó el sombrero: por primera vez en todo el verano, según recordaba Paul. Tenía el cabello y la frente de color gris. La piel rojiza comenzaba en los pómulos —muy altos— y se iba debilitando hasta convertirse en un castaño oscuro que se extendía desde la mandíbula hasta el cuello.
—¿Cuánto me cobraría por utilizar su caballo para arar la huerta? —preguntó Paul.
—Cuatro dólares —Kasiak no alzó la voz, y el ruido de la lluvia cayendo con violencia sobre el campo hizo que Paul no lo oyera.
—¿Cuánto?
—Cuatro dólares.
—Podemos intentarlo mañana por la mañana si hace buen día, ¿qué le parece?
—Tendrá que ser a primera hora. Por la tarde hace demasiado calor para la yegua.
—A las seis, entonces.
—¿Quiere usted levantarse tan temprano? —Kasiak sonrió ante su propia burla de la familia Hollis y de sus desordenadas costumbres.
Un relámpago tocó el bosque, tan cerca de ellos que les llegó el olor de la descarga galvánica, y un segundo después se produjo la explosión de un trueno que dio la impresión de haber destruido el condado. Luego pasó el frente de la tormenta, cesó el viento, y las gotas cayeron a su alrededor con la perseverante melancolía de una lluvia otoñal.
—¿Ha sabido usted algo de su familia recientemente, Kasiak? —preguntó Paul.
—Dos años..., hace dos años que no sé nada.
—¿Le gustaría volver?
—Sí, claro. —Surgió en su rostro un destello de interés—. En la granja de mi padre hay algunos campos de grandes dimensiones. Mis hermanos siguen allí. Me gustaría ir en avión. Aterrizaría en esos grandes campos, y todos vendrían corriendo a ver quién era, y descubrirían que era yo.
—No le gusta esto, ¿verdad?
—Es un país capitalista.
—Entonces, ¿por qué vino?
—No lo sé. Creo que allí me hacían trabajar demasiado. En nuestra tierra cortamos el centeno de noche, cuando hay algo de humedad en el aire. Me pusieron a trabajar en los campos cuando tenía doce años. Nos levantábamos a las tres para cortar el centeno. Tenía las manos llenas de sangre y tan hinchadas que no podía dormir. Mi padre me pegaba como a un preso; en Rusia pegaban a los presos. Me golpeó con un látigo para los caballos hasta sangrar por la espalda. —Kasiak se palpó la espalda como si todavía sintiera los latigazos—. Después de aquello, decidí marcharme. Esperé seis años. Ésa es la razón de que viniera, creo... me pusieron demasiado pronto a trabajar en los campos.
—¿Cuándo harán ustedes la revolución, Kasiak?
—Cuando los capitalistas empiecen otra guerra.
—¿Y a mí qué me pasará, Kasiak? ¿Que sucederá con la gente como yo?
—Depende. Si uno trabaja en una granja o en una fábrica, imagino que no le pasará nada. Sólo eliminarán a los tipos inútiles.
—De acuerdo, Kasiak —dijo Paul con entonación sincera—. Trabajaré para usted —y dio unas palmadas al granjero en la espalda. Luego miró la lluvia con gesto desaprobador—. Creo que voy a bajar a comer algo. Hoy no vamos a poder segar más, ¿no es cierto?
Cruzó corriendo el campo húmedo hasta llegar al granero. Kasiak lo siguió unos minutos después, pero sin correr. Entró en el granero y se puso a reparar una cajonera para proteger las plantas nuevas, como si la tormenta encajase con toda exactitud en su horario.
Aquella noche, antes de la cena, Ellen, la hermana de Paul, bebió demasiado. Se retrasó a la hora de sentarse a la mesa, y cuando Paul fue a la antecocina a por una cuchara, se la encontró allí, bebiendo directamente de la coctelera de plata. Una vez en la mesa, muy alta en su firmamento de ginebra, miró críticamente a su hermano y a su mujer, recordando alguna injusticia real o imaginaria de su juventud, porque al aproximarse, por poco que sea, las constelaciones de algunas familias generan entre sí asperezas que nada logra suavizar. Ellen era una mujer de facciones muy marcadas y de intensos ojos azules algo estrábicos. Se había divorciado por segunda vez aquella primavera. Para cenar se cubrió la cabeza con un pañuelo de brillantes colores y se puso un antiguo vestido que había encontrado en uno de los baúles del desván, y como aquella ropa descolorida le trajo el recuerdo de una época más simple de la vida, habló ininterrumpidamente del pasado y, particularmente, de su padre... (Padre hizo esto y lo de más allá.) El vestido viejo y su actitud de nostalgia del pasado lograron impacientar a Paul, y tuvo la impresión de que una enorme hendidura había aparecido mágicamente en el corazón de Ellen la noche en que padre murió.
Un viento del noroeste había alejado del condado la tormenta, dejando en el aire un frío penetrante, y cuando salieron al porche después de la cena para ver la puesta de sol, había un centenar de nubes en el oeste: nubes de oro, nubes de plata, nubes color de hueso y de yesca, y de la pelusa que se acumula debajo de la cama.
—Me sienta muy bien estar aquí arriba —comentó Ellen—. Me hace mucho bien. —Se había sentado sobre la barandilla a contraluz, y Paul no le veía la cara—. No encuentro los prismáticos de padre —continuó—, y sus palos de golf han desaparecido.
A través de la ventana abierta del cuarto de los niños, Paul oía cantar a su hija: «¿Cuántos kilómetros hay hasta Babilonia? Tres veces veinte y diez más. ¿Llegaremos allí alumbrándonos con velas...?» Una inmensa ternura y satisfacción se derramaron sobre él junto con la voz de la niña desde la ventana abierta.
Les sentaba bien a todos, como Ellen decía; era muy beneficioso para todos. Era una frase que Paul había oído pronunciar en aquel porche desde que tenía uso de razón. Ellen era la única mancha en aquel atardecer perfecto. Había algo erróneo, algún mal identificado sólo a medias en el culto de su hermana por la bucólica escena: un índice de las insuficiencias de Ellen y, suponía Paul, también de las suyas.
—Tomemos algún licor —dijo Ellen.
Entraron en la casa para beber. En el cuarto de estar deliberaron mucho tiempo sobre lo que tomarían: coñac, crema de menta, cointreau, whisky. Paul fue a la cocina y colocó copas y botellas en una bandeja. Algo agitaba la puerta de tela metálica; el viento, supuso Paul, hasta que se repitió el golpeteo y vio a Kasiak en la oscuridad al otro lado. Le ofrecería una copa. Lo instalaría en el sillón de orejas y jugaría al juego de la igualdad entre veraneante y jornalero, que es uno de los principales espejismos de los meses con abundancia de hojas.
—Aquí tengo algo que debería usted leer —dijo Kasiak antes de que Paul pudiese hablar, y le hizo entrega de un recorte de periódico.
Paul reconoció el tipo de letra de imprenta de la publicación comunista que le enviaban por correo a Kasiak desde Indiana, vida en el lujo debilita a ee.uu., decía el titular, y el texto describía con pérfido júbilo a los aguerridos y profundamente motivados soldados rusos. El rostro de Paul se encendió por la indignación hacia Kasiak y por la súbita oleada de chovinismo que sintió.
—¿No quiere usted nada más? —La voz se le quebró, llena de sequedad. Kasiak negó con la cabeza—. Lo veré mañana a las seis —dijo Paul, de patrono a jornalero. Luego enganchó la puerta metálica y le volvió la espalda.
A Paul le gustaba creer que su paciencia con aquel hombre era inagotable, porque, después de todo, Kasiak no sólo creía en Bakunin: también estaba convencido de que las piedras crecen y de que los truenos cortan la leche. En sus tratos con Kasiak había sacrificado inconscientemente algo de independencia, y a la mañana siguiente, para estar en el huerto a las seis, se levantó a las cinco. Se preparó el desayuno, y a las cinco y media oyó el traqueteo de un carro en el camino. Había comenzado la pueril competición sobre virtud y laboriosidad. Paul ya se encontraba en el huerto cuando Kasiak apareció con el carro. El ruso pareció decepcionarse.
Paul sólo había visto la yegua en los pastizales, y, además de que iba a costarle cuatro dólares, sentía curiosidad por el animal, ya que, junto con una mujer y una vaca, formaba toda la familia de Kasiak. Vio que tenía la piel polvorienta; el vientre, hinchado; los cascos, sin herrar y descuidados, se desmenuzaban como si fueran papel.
—¿Cómo se llama? —preguntó, pero Kasiak no le contestó. Unció la yegua al arado, y ella resopló e inició la faena colina arriba. Paul llevaba al animal por la brida, y Kasiak apretaba el arado contra la tierra.
Hacia la mitad del primer surco, una piedra los obligó a detenerse, y después de desenterrarla y apartarla, Kasiak gritó: «¡Arre!», pero el animal no se movió. «¡Arre!», volvió a gritar. La voz era áspera, aunque había algo de ternura escondida en ella. «¡Arre, arre!» Le golpeó suavemente el costado con las riendas. Miró ansiosamente a Paul, como si le diera vergüenza que pudiera notar la extremada decrepitud de la yegua y se formara un juicio equivocado sobre un animal al que quería. Cuando Paul sugirió el uso del látigo, Kasiak dijo que no. «¡Arre, arre!», gritó de nuevo, y como la yegua siguió sin responder, le golpeó la grupa con las riendas. Paul tiró del bocado. Estuvieron diez minutos en medio del surco empujando y gritando, y parecía como si a la yegua le faltase la vida. Luego, cuando se habían quedado roncos y estaban desanimados, la yegua empezó a moverse y a llenarse de aire los pulmones. Su cuerpo funcionaba como un fuelle y el aire le silbaba en los ollares, y como el saco que Eolo dio a Ulises, parecía estar llena de tempestades. Se sacudió las moscas de la cabeza y tiró del arado unos cuantos metros.
Esto hizo que el trabajo avanzara despacio, y para cuando terminaron, el sol calentaba bastante. Paul oyó voces en la casa mientras Kasiak y él llevaban a la endeble yegua otra vez al carro, y vio a sus hijos, todavía en pijama, dando de comer a los conejos en el sendero de las lechugas. Cuando Kasiak hubo aparejado la yegua, Paul volvió a preguntarle cómo se llamaba.
—No tiene nombre —respondió el ruso.
—Es la primera vez que oigo hablar de un caballo de labranza sin nombre.
—Poner nombre a los animales es sentimentalismo burgués —repuso Kasiak, al tiempo que ponía el carro en marcha.
Paul se echó a reír.
—¡No volverá usted nunca! —dijo Kasiak por encima del hombro. Era la única maldad que tenía a su alcance; sabía lo mucho que Paul amaba la colina. Su rostro se había ensombrecido—. No volverá usted el año que viene. Espere y verá.
En domingo llega muy pronto el momento en que la marea del día de verano se vuelve inexorablemente hacia el tren de la noche. Uno puede bañarse, jugar al tenis, echarse una siesta o dar un paseo, pero eso no cambia mucho las cosas. Inmediatamente después del almuerzo, Paul tenía que enfrentarse con sus escasos deseos de marcharse. Este sentimiento era tan fuerte que le recordaba a la intensidad de las emociones y de los temores que había experimentado durante sus permisos militares. A las seis, Paul se puso su ajustado traje de ciudad y se tomó un cóctel con Virginia en la cocina. Ella le pidió que comprara unas tijeras para las uñas y dulces en Nueva York. Mientras estaban allí, Paul oyó unos sonidos cuya simple posibilidad le quitaba el sueño más que ninguna otra cosa: los gritos de dolor de sus inocentes y dulces hijos.
Salió corriendo, dejando que la puerta de tela metálica le diera a Virginia en la cara. Luego volvió y sostuvo la puerta abierta para que saliera ella, y ambos corrieron colina arriba. Los niños bajaban por el camino, bajo los grandes árboles. Inmersos en su dolor transparente, cegados por las lágrimas, tropezaban y corrían hacia su madre, buscando en su falda oscura una forma donde apoyar la cabeza. Gritaban con toda la fuerza de sus pulmones. Pero no era nada serio, después de todo: los conejos se habían muerto.
—Vamos, vamos, vamos... —Virginia condujo a los niños hacia la casa.
Paul continuó camino arriba y encontró en la jaula los conejos sin vida. Los llevó hasta el borde del jardín y cavó un hoyo. Kasiak se acercó, con agua para los pollos, y al hacerse cargo de la situación, habló con tristeza.
—¿Para qué cavar una fosa? —preguntó—. Las mofetas los desenterrarán esta noche. Llévelos al pastizal de Cavis. Si no, los desenterrarán de nuevo... —Y siguió andando camino del gallinero.
Paul aplastó con los pies el suelo encima de la tumba; le entró tierra en los zapatos. Volvió a la conejera para ver si descubría algún rastro de lo que había matado a los animales, y en el comedero, debajo de algunas lacias hortalizas que los niños habían arrancado, vio los cristales de un veneno mortal que utilizaban para matar ratas en invierno.
Paul hizo un gran esfuerzo para recordar si podía haber sido él mismo quien había dejado el veneno allí. El calor sofocante de la conejera hizo que las gotas de sudor se deslizaran por su rostro. ¿Podría haberlo hecho Kasiak? ¿Era posible que Kasiak se hubiera comportado de una manera tan mezquina, tan cruel? ¿Era posible que, con la creencia de que alguna noche de otoño las fogatas en las montañas darían la señal para que los diligentes y los de confianza tomaran el poder de las manos de quienes bebían martinis, el ruso se hubiese vuelto lo suficientemente taimado para poner el dedo en el único interés que para Paul tenía el futuro?
Kasiak estaba en el gallinero. Las sombras empezaban a cubrir el suelo, y algunas de las felices y estúpidas aves se disponían a instalarse en sus perchas.
—¿Ha envenenado usted a los conejos, Kasiak? —inquirió Paul—. ¿Ha sido usted? —Sus voces asustaron a los pollos, que extendieron las alas y cacarearon—. ¿Ha sido usted, Kasiak?
Kasiak no dijo nada. Paul le puso las manos sobre los hombros y lo zarandeó.
—¿No sabe usted lo fuerte que es ese veneno? ¿No sabe que los niños podrían haberlo cogido? ¿No se da cuenta de que podría haberlos matado?
Las aves empezaron a intervenir en el altercado. Las señales se transmitieron desde el gallinero hasta el patio; los pollos se expulsaron unos a otros de las abarrotadas tablas, agitando las alas con fuerza. Como si la vida de Kasiak se escondiera astutamente de la violencia detrás de cartílago y hueso, no había en él resistencia aparente, y Paul lo zarandeó hasta que empezó a crujir.
—¿Ha sido usted, Kasiak? —gritó Paul—. ¿Ha sido usted? Kasiak, si toca usted a mis hijos, si les hace daño de alguna forma, la que sea, le abriré la cabeza. —Luego lo apartó de un empujón y el ruso quedó tumbado en el suelo.
Cuando Paul regresó a la cocina, no había nadie allí, y se bebió dos vasos de agua. Desde el cuarto de estar se oía a los apesadumbrados niños, y a su hermana Ellen, que no había tenido hijos, esforzándose torpemente por distraerlos con una historia acerca del gato que ella tuvo una vez. Virginia entró en la cocina y cerró la puerta tras de sí. Preguntó si los conejos habían sido envenenados, y Paul respondió afirmativamente. Ella se sentó en una silla junto a la mesa de la cocina.
—Fui yo quien puso allí el veneno, el pasado otoño —declaró—. Nunca se me ocurrió que volviéramos a usar ese sitio, y quería ahuyentar a las ratas. Lo había olvidado. Nunca pensé que volviéramos a usar ese corral. Lo olvidé por completo.
Es cierto, incluso para los mejores de entre nosotros, que si un observador nos sorprendiera subiéndonos a un tren en una estación intermedia; si reparara en nuestros rostros, privados por el nerviosismo de su aplomo habitual; si valorara nuestro equipaje, nuestra ropa, y mirara por la ventanilla para ver quién nos ha llevado en coche hasta la estación; si escuchara las palabras ásperas o tiernas que decimos en el caso de que nos acompañe nuestra familia, o si se fijara en la manera que tenemos de colocar la maleta en el portaequipajes, de comprobar en qué sitio hemos guardado la cartera y el llavero, y de limpiarnos el sudor que nos cae por la nuca; si pudiera juzgar acertadamente sobre el engreimiento, la desconfianza o la tristeza con que nos instalamos, obtendría un panorama de nuestras vidas más amplio del que la mayoría hubiese querido proporcionarle.
Aquel domingo por la noche, Paul cogió el tren por los pelos. Cuando subió los empinados escalones para entrar en el vagón descubrió que le faltaba el aliento. Aún quedaban algunas hebras de paja en sus zapatos por el forcejeo en el gallinero. El trayecto en coche no había logrado calmarlo por completo, y tenía el rostro enrojecido. No había pasado nada irreparable, pensó. «No ha pasado nada», susurró para sí mientras colocaba la maleta en el portaequipajes: un hombre de unos cuarenta años con signos de su condición mortal en el temblor de la mano derecha, con signos de verse superado por los acontecimientos en la confusión de su entrecejo fruncido; un granjero de verano con ampollas en las manos, quemado por el sol, con los ojos doloridos, y tan visiblemente afectado por alguna reciente pérdida de principios que cualquier extraño podría haberlo advertido desde el otro lado del pasillo.