Percy

 

Percy,
(The New Yorker, 21-septiembre-1968)

 

Como las tablas para el queso y las feas figuras de cerámica que a veces se regalan a las novias, la reminiscencia parece tener un destino semejante al del mar. Los libros de memorias se escriben en una mesa como ésta, se corrigen, se publican, se leen, e inician su inevitable viaje hacia las estanterías de las casas y chalets que uno alquila durante el verano. En la última vivienda que alquilamos, teníamos junto a la cama las Memorias de una gran duquesa, los Recuerdos de un ballenero yanqui y un ejemplar de bolsillo de Adiós a todo eso, pero es lo mismo en todo el mundo. El único libro que había en mi habitación en un hotel de Taormina era Ricordi d'un soldato garibaldino, y en el cuarto que ocupé en Yalta encontré «∏ïâåñôú ï Æèçíè». Seguramente, la impopularidad es en parte responsable de ese desplazamiento hacia el agua salada, pero, si el mar es el símbolo más universal del recuerdo, ¿cómo podría no haber una misteriosa afinidad entre las memorias publicadas y el estruendo de las olas? Así pues, redacto lo que sigue con la feliz convicción de que estas páginas se abrirán camino por ocupar alguna repisa con una buena vista sobre una costa bravía. Hasta soy capaz de ver la habitación: veo la alfombra de paja, el cristal de la ventana empañado por el salitre, y siento que la casa se estremece ante el clamor de la mar gruesa.

El tío abuelo Ebenezer fue apedreado en las calles de Newburyport por sus opiniones abolicionistas. Su remilgada esposa, Georgiana (una artista del pianoforte), una o dos veces al mes solía ponerse plumas en el pelo. También solía acuclillarse en el suelo, encender una pipa e, investida por mediación de fuerzas psíquicas de la personalidad de una squaw india, recibía mensajes de los muertos. Una prima de mi padre, Anna Boynton, que había dado clases de griego en Radclife, se dejó morir de inanición cuando la hambruna de Armenia. Ella y su hermana Nanny poseían la piel cobriza, los pómulos altos y el pelo negro de los indios Natiek. A mi padre le complacía rememorar la noche en que se bebió todo el champán que había a bordo del tren de Nueva York a Boston. Empezó bebiendo medias botellas con un amigo antes de la cena, al acabarlas despacharon las de tres cuartos, y a continuación las magnum, y estaban tumbando un garrafón cuando el tren llegó a Boston. La consideraba una melopea heroica. Mi tío Hamlet —un viejo desecho de naufragio, con los dientes ennegrecidos, que había destacado en el equipo de béisbol del parque de bomberos voluntarios de Newburyport— me llamó a su lado en su lecho de muerte y gritó: «He vivido los mejores cincuenta años de la historia de este país. Te dejo a ti los restantes.» Como si me los cediera en bandeja: depresiones, sequías, trastornos naturales, peste y guerra. Se equivocaba, por supuesto, pero le agradaba la idea. Todo esto sucedió en la ateniense Boston, pero la familia parecía más próxima a la hipérbole y a la retórica procedentes de Gales o Dublín y más cercana a los diversos principados del alcohol que a los sermones de Phillips Brooks.

Uno de los miembros más pintorescos de la rama materna de la familia era una tía que se llamaba a sí misma Percy y fumaba puros. No había en ella ambigüedad sexual. Era encantadora, rubia e intensamente femenina. Nunca tuvimos una relación muy estrecha con ella. Puede que a mi padre le disgustara, aunque no lo recuerdo. Mis abuelos maternos habían emigrado de Inglaterra con sus seis hijos en la década de 1890. De mi abuelo Holinshed se decía que era forajido: palabra que siempre suscitaba en mí la imagen de un hombre que salta por encima de un seto y escapa por un pelo a una descarga de perdigones. No sé qué fechorías habría cometido en Inglaterra, pero su suegro, sir Percy Devere, le financió el traslado al Nuevo Mundo, y cada tanto le enviaba una modesta suma con la condición de que no volviera a poner los pies en Gran Bretaña. Aborrecía Estados Unidos, y falleció pocos años después de haber llegado. El día de su entierro, la abuela anunció a sus hijos que esa noche habría cónclave familiar. Debían prepararse para hablar de sus proyectos. Llegada la hora de la reunión, la abuela fue preguntando a sus hijos qué pensaba hacer cada uno en la vida. El tío Tom quería ser soldado. El tío Harry quería ser marino. El tío Bill prefería el comercio. La tía Emily deseaba casarse. Mi madre quería ser enfermera y curar a los enfermos. La tía Florence —que más tarde se rebautizaría a sí misma como Percy— exclamó: «¡Yo quisiera ser una gran pintora, como los maestros del Renacimiento italiano!» La abuela comentó entonces:

—Puesto que al menos uno de vosotros tiene una idea clara de su destino, Florence irá a una escuela de arte y los demás os pondréis a trabajar.

Eso fue lo que hicieron, y que yo sepa ninguno lamentó aquella decisión.

Qué fácil parece todo eso ahora, y qué distinto debió de ser entonces. Aceite de ballena o queroseno debía de alumbrar la mesa en torno a la cual se congregaron. Vivían en una granja de Dorchester. Sin duda cenaban lentejas o gachas o, como mucho, estofado. Eran muy pobres. Si ocurrió en invierno haría sin duda mucho frío, y el viento extinguiría después de la reunión la vela de la abuela, la majestuosa abuela, al bajar ella por el senderillo trasero camino del maloliente retrete. No se bañarían más de una vez por semana, y supongo que lo harían en una tina. Parece como si la concisión de la frase de Percy hubiera eclipsado los problemas de una viuda con seis hijos y sin recursos. Alguien debió de lavar todos aquellos platos con agua grasienta, extraída con bomba y calentada al fuego.

Sobre este tipo de memorias pende el riesgo de caer en la cursilería como otra espada de Damocles, pero hablo de gentes sin pretensiones ni amaneramientos, y cuando la abuela hablaba francés en la cena, cosa que hacía a menudo, únicamente quería que su educación tuviese alguna aplicación práctica. Aquel mundo era más sencillo, desde luego. Por ejemplo, un día después de leer en el periódico que un carnicero borracho, padre de cuatro hijos, había despedazado a su mujer con una cuchilla, la abuela se dirigió sin pérdida de tiempo a Boston, en cabriolé o simón o lo que fuese. Una multitud se arracimaba alrededor de la vivienda donde había tenido lugar el asesinato, y dos policías custodiaban la puerta. La abuela pasó por delante de ellos y encontró aterrados a los cuatro niños en un domicilio ensangrentado. Recogió sus ropas, se llevó a los huérfanos a casa y los albergó durante un mes o más hasta que les buscaron otro lugar. La decisión de la prima Anna de morirse de hambre fue tan firme como el anhelo de Percy de convertirse en pintora. Percy pensaba que eso era lo que mejor haría, lo que más sentido podía dar a su vida.

Empezó a llamarse Percy en la escuela de arte, pues advirtió que en el mundo artístico existían ciertos prejuicios contra las mujeres. En su último año de estudios pintó un cuadro de dos por cuatro metros que representaba a Orfeo domando a las fieras. La obra le valió una medalla de oro y un viaje a Europa, donde estudió en Beaux-Arts durante unos meses. Al volver recibió el encargo de hacer tres retratos, pero era demasiado escéptica para que le fuera bien en ese campo. Sus retratos fueron tres acusaciones pictóricas, y los tres fueron rechazados. No era una mujer agresiva, pero sí inmoderada y crítica.

Tras su regreso de Francia conoció a un joven médico llamado Abbott Tracy en no sé qué club náutico de la costa norte. No me refiero al Corinthian Club, sino a un salobre cúmulo de maderas flotantes ensambladas por marinos de fin de semana. Polillas en el tapete del billar. Muebles rescatados de algún naufragio. Los retretes, dos agujeros cavados en la tierra con los letreros «Señoras» y «Caballeros», y amarras para una docena de esos laúdes panzudos que según mi padre eran tan marineros como los bienes raíces. Percy y Abbott Tracy se conocieron en un lugar así, y ella se enamoró de él. Él ya había comenzado una magnífica y clínica carrera sexual, y no parecía tener familiaridad ninguna con los sentimientos, si bien recuerdo que le gustaba ver a los niños rezando sus oraciones. Percy espiaba sus pasos, languidecía en su ausencia, oía como si fuese música su tos tabáquica, y llenó una cartera con bocetos a lápiz de su cara, sus ojos, sus manos y, después del matrimonio, con todo lo demás.

Compraron una casa vieja en West Roxbury. Los techos eran bajos, las habitaciones oscuras, las ventanas pequeñas, y las chimeneas tiraban mal y lo llenaban todo de humo. A Percy le agradaba esto, pues compartía con su madre un gusto por las ruinas expuestas a las corrientes de aire que parecía raro en mujer de tan nobles sentimientos. Transformó en estudio un dormitorio sobrante y pintó otro vasto lienzo: Prometeo entregando el fuego al hombre. Fue expuesto en Boston, pero nadie lo compró. Luego pintó una ninfa y un centauro. La obra estaba guardada en el desván, y el centauro era exactamente igual que el tío Abbott. El ejercicio de la medicina no le resultaba muy lucrativo, por pereza, creo. Recuerdo haberlo visto desayunando en pijama a la una de la tarde. Debían de ser pobres, y supongo que Percy haría la compra y las faenas domésticas, y tendería la ropa fuera. Una noche, tarde, estando ya en la cama, oí gritar a mi padre: «Ya estoy harto de esa hermana tuya que fuma puros.» Percy se dedicó por un tiempo a copiar cuadros en Fenway Court. Con ello ganó algún dinero, pero sin duda no lo suficiente. Una de sus amigas de la escuela le aconsejó que dibujase portadas de revistas. La idea atentaba profundamente contra sus aspiraciones y sus instintos, pero probablemente pensó que no le quedaba otro remedio, y empezó a producir óleos deliberadamente sentimentales para las revistas. En esta actividad llegó a ser bastante famosa.

Nunca fue presuntuosa, pero no pudo olvidar que no había explorado al máximo los dones que quizá poseía, y su entusiasmo por la pintura era auténtico. Cuando pudo contratar a una cocinera, le daba clases de dibujo.

Recuerdo haberla oído decir, hacia el final de su vida: «Antes de morir, tengo que volver al museo de Boston, a ver las acuarelas de Sargent.» Cuando yo tenía dieciséis o diecisiete años, hice con mi hermano un viaje por Alemania y compré en Munich unas cuantas reproducciones de Van Gogh para Percy. Se emocionó mucho. A su entender, el arte de la pintura tenía cierta vitalidad orgánica; pintar era explorar los territorios de la conciencia, y allí había un nuevo mundo. La deliberada puerilidad de la mayor parte de su obra había perjudicado a su dibujo, y en un momento dado empezó a alquilar una modelo los sábados por la mañana y a pintar del natural. Una vez que entré en su estudio con no sé qué trivial motivo —devolverle un libro o llevarle un recorte de prensa—, encontré sentada en el suelo a una joven desnuda.

—Nellie Casey—dijo Percy—; éste es mi sobrino, Ralph Warren.

Siguió dibujando. La modelo sonrió dulcemente; fue una sonrisa casi mundana, que en parte pareció atenuar su monumental desnudez. Sus pechos eran muy hermosos, y sus pezones, relajados y sin apenas color, eran más grandes que dólares de plata. La atmósfera reinante no era erótica ni lúdica, y en seguida me marché. Soñé durante años con Nellie Casey. Las portadas de Percy le proporcionaron suficiente dinero para comprarse una casa en el cabo y otra en Maine, un gran automóvil y un cuadrito de Whistler que solía colgar en el cuarto de estar, junto a una copia suya de la Europa de Tiziano.

Su primer hijo, Lovell, nació en el tercer año de su matrimonio. Cuando tenía cuatro o cinco años, quedó decidido que era un genio musical, y en verdad poseía una insólita destreza manual. Era buenísimo desenredando hilos de cometa y aparejos de pescar. Lo sacaron de la escuela, le pusieron profesores particulares y pasaba casi todo el día ejercitándose al piano. Yo lo detestaba por una serie de razones: era extremadamente lascivo y se ponía aceite en el pelo. A mi hermano y a mí nos hubiera desconcertado menos que se hubiese coronado de flores. No sólo utilizaba aceite para el pelo, sino que cuando venía a visitarnos se dejaba la botella en nuestro botiquín. Dio su primer recital en el Steinway Hall a los ocho o nueve años, y siempre tocaba una sonata de Beethoven cuando la familia se reunía.

En los primeros años de matrimonio, Percy debió de presentir que la lujuria de su marido era incorregible e incurable, pero estaba resuelta, como cualquier otra amante, a comprobar la veracidad de sus sospechas. ¿Cómo podía serle infiel un hombre al que adoraba? Contrató a un detective que siguió a Abbott hasta un bloque de apartamentos denominado Orfeo, cercano a la estación de tren. Percy se presentó en el lugar y lo encontró en la cama con una telefonista sin trabajo. Estaba fumando un puro y bebiendo whisky.

—Oye, Percy —se supone que dijo él—, ¿cómo se te ha ocurrido hacer esto?

Ella se vino a casa y se quedó con nosotros una semana o algo más. Estaba embarazada, y su hijo Beaufort nació con el cerebro o el sistema nervioso seriamente dañado. Abbott siempre pretendió que el chico era totalmente normal, pero cuando cumplió cinco o seis años lo enviaron a cierta escuela o institución de Connecticut. Solía venir a casa en vacaciones y había aprendido a quedarse quieto en su silla a lo largo de una comida de adultos, pero eso era casi todo lo que sabía hacer. Era un incendiario, y en una ocasión se exhibió en una ventana del piso de arriba mientras Lovell tocaba la Waldstein. A pesar de todo ello, Percy nunca cedió a la amargura o a la melancolía, y siguió idolatrando al tío Abbott.

Que yo recuerde, la familia solía reunirse casi todos los domingos. No sé por qué tenían que pasar tanto tiempo en compañía. Tal vez no contaban con muchos amigos, o quizá consideraban que los lazos familiares eran más fuertes que la amistad. Bajo la lluvia, ante la puerta de la vieja casa de Percy, no parecíamos vinculados por la sangre ni el amor, sino por la sensación de que el mundo y sus pompas nos eran hostiles. La vivienda era sombría. Olía a tristeza.

Entre los invitados figuraban con frecuencia la abuela y la anciana Nanny Boynton, cuya hermana se había dejado morir de hambre. Nanny dio clases de música en las escuelas públicas de Boston hasta jubilarse, y después se fue a vivir a una granja de la costa sur. Allí criaba abejas, cultivaba champiñones y leía partituras musicales —Puccini, Debussy, Mozart, Brahms...— que le enviaba por correo una amiga de la biblioteca pública. Conservo de ella un agradable recuerdo. Ya he dicho que parecía una india natick. Tenía la nariz picuda, y cuando iba a las colmenas se tapaba con una estopilla y cantaba Vissi d'arte. Una vez oí decir que estaba borracha la mayor parte del tiempo, pero no lo creo. Se quedaba con Percy cuando el clima invernal era malo, y siempre viajaba con una colección de la enciclopedia Britannica, que, en el comedor, colocaba detrás de su silla, para dirimir disputas.

Las comidas en casa de Percy eran muy tristes. Cuando soplaba el viento humeaban las chimeneas. Hojas y lluvia caían al otro lado de la ventana. A la hora de retirarnos al lúgubre cuarto de estar, todos nos sentíamos incómodos. Entonces le pedían a Lovell que tocase. Las primeras notas de la sonata de Beethoven transformaban aquella habitación tenebrosa, cerrada y maloliente en un escenario de extraordinaria belleza. Había una casa de campo en una extensión verde junto a un río. Una mujer de cabellos rubios salía por la puerta y se secaba las manos en un delantal. Llamaba a su amante. Gritaba una y otra vez, pero ocurría algo malo. Se avecinaba una tormenta. El río se desbordaría. El puente sería arrastrado. Los bajos eran imponentes, sombríos, proféticos. ¡Atención, atención! Los accidentes de tráfico superaban todo precedente. Las tempestades azotaban la costa oeste de Florida. Un apagón había paralizado Pittsburgh. El hambre atenazaba a Filadelfia, y no había esperanza para nadie. Entonces, los agudos entonaban una larga canción sobre el amor y la belleza. Nada más terminar entraban otra vez los bajos, fortificados con otra remesa de malas noticias. La tormenta se desplazaba hacia el norte a través de Georgia y Virginia. Aumentaba el número de víctimas en la carretera. Cólera en Nebraska. El Mississippi, desbordado. Un volcán había entrado en erupción en los Apalaches. ¡Ay, ay! Los agudos cantaban su parte del argumento y sus voces eran persuasivas, esperanzadas y más puras que ninguna voz humana que jamás hubiese oído yo. Entonces, las dos voces entraban en contrapunto y seguían de este modo hasta el final.

Una tarde, después de la lluvia, Lovell, el tío Abbott y yo subimos al coche y fuimos a los barrios bajos de Dorchester. Era a principios de invierno y el tiempo era ya oscuro y brumoso, y las lluvias de Boston caían con magna autoridad. Aparcó el coche frente a una vivienda y dijo que iba a ver a un paciente.

—¿Tú crees que va a ver a un paciente? —preguntó Lovell.

—Sí —respondí.

—Va a ver a su amiguita —dijo Lovell, y se echó a llorar.

Lovell no me gustaba. Yo no tenía compasión para ofrecerle. Mi único deseo era tener una parentela más digna. Se secó las lágrimas y nos quedamos sentados sin hablar hasta que volvió el tío Abbott, silbando, satisfecho, y oliendo a perfume. Nos llevó a un drugstore y nos compró un helado a cada uno, y luego volvimos. Percy estaba abriendo las ventanas de la sala para que entrara algo de aire. Parecía cansada, pero aún animosa, aunque supongo que ella y todos los que estaban en la habitación sabían lo que Abbott acababa de hacer. Era hora de volver a nuestra casa.

 

Lovell entró en el conservatorio Eastman a los quince años, y tocó con la orquesta de Boston el concierto en sol mayor de Beethoven el año en que se graduó. Como desde niño me enseñaron a no hablar jamás del dinero, me resultaba extraño recordar los detalles económicos de su debut. Su frac costó cien dólares, su profesor cobró quinientos, y la orquesta le pagó trescientos por dos actuaciones. La familia se hallaba dispersa por toda la sala, así que no pudimos concentrar la emoción, pero todos estábamos enormemente excitados. Después del concierto fuimos al camerino y bebimos champán. Koussevitzky no apareció, pero vino Burgin, el concertino. Las críticas del Herald y el Transcript fueron totalmente elogiosas, pero ambas señalaban que al estilo de Lovell le faltaba sentimiento. Aquel invierno, Percy y su hijo emprendieron una gira que los llevó al oeste, hasta Chicago, pero algo no marchó bien. Quizá, como viajeros, no eran una buena compañía el uno para el otro; acaso no les prestaron excesiva atención o sólo consiguieron auditorios escasos; aunque nunca se habló de ello, recuerdo que la gira no fue un éxito. Al volver, Percy vendió una parcela contigua a la casa y se marchó a Europa a pasar el verano. Lovell podría haberse ganado la vida como músico, pero optó por aceptar un trabajo de operador manual en una empresa de instrumentos eléctricos. Vino a vernos antes de que Percy regresara y me contó lo que había sucedido aquel verano.

 

—Papá no paró mucho tiempo en casa después de la partida de mamá —dijo—, y yo me quedaba solo casi todas las noches. Me preparaba la cena e iba mucho al cine. Traté de ligar con chicas, pero soy flaco y no tengo mucha confianza en mí mismo. Bueno, pues un domingo fui a la playa en el viejo Buick. Papá me lo dejó. Vi a la pareja de gordos con su hija. Parecían solitarios. La señora Hirshman es muy gorda, se maquilla como un payaso y tiene un perrito. Es de ese tipo de gordas que siempre tienen un perrito. Así que les dije que a mí me encantaban los perros, y me dio la impresión de que se alegraban de hablar conmigo, y luego corrí a las olas y exhibí mi estilo; volví y me senté con ellos. Eran alemanes y tenían un acento raro, y creo que su modo de hablar inglés y lo gordos que son los hace sentirse solos. La hija se llamaba Donna-Mae, estaba tapada entera con un albornoz y llevaba un sombrero, y me dijeron que tenía una piel tan blanca que debía tener cuidado con el sol. Me dijeron también que tenía un pelo precioso; ella se quitó el sombrero y se lo vi por primera vez: era hermoso, del color de la miel y muy largo, y tenía una piel nacarada. Era fácil comprender que el sol la quemaría. Nos pusimos a hablar, compré unas salchichas y una tónica y llevé a Donna-Mae de paseo por la playa; estaba muy contento. Después, cuando se hizo tarde, me ofrecí a llevarlos a casa, porque habían ido en autobús, y me contestaron que aceptaban si me quedaba a cenar con ellos. Vivían en una especie de barriada pobre, y el padre era pintor de brocha gorda.

»Su casa estaba detrás de otra. Mientras preparaba la cena, la madre dijo que por qué no bañaba yo a Donna-Mae con la manguera. Lo recuerdo con toda claridad, porque fue entonces cuando me enamoré. Se puso otra vez el traje de baño y yo me puse el mío y la rocié muy suavemente con la manguera. Ella chilló un poco, como es natural, porque el agua estaba fría y era casi de noche, y en la casa de al lado alguien tocaba el concierto en do bemol menor de Chopin, opus 28. El piano estaba desafinado y el pianista no sabía tocar, pero la música, la manguera, la piel nacarada de Donna-Mae, sus cabellos de oro, los olores de la cena en la cocina y el crepúsculo hacían de todo aquello una especie de paraíso. Cené con ellos y me marché a casa, y a la mañana siguiente llevé a Donna-Mae al cine. Volví a cenar con ellos esa noche, y cuando le dije a la señora Hirshman que mi madre estaba en el extranjero y que casi nunca veía a mi padre, me dijo que tenían una habitación de sobra y que por qué no me quedaba a dormir allí. Así que la noche siguiente cogí un poco de ropa y me mudé a la habitación, y desde entonces vivo allí.

Es improbable que Percy le escribiese a mi madre después de su retorno de Europa, y, de haberlo hecho, habrían destruido la carta, pues la familia detestaba los recuerdos con un fervor de cruzados. Cartas, fotografías y diplomas, cualquier cosa que diese fe del pasado iba a parar siempre al fuego. Creo que no se trataba, como ellos pretendían, de una aversión al desorden, sino del miedo a la muerte. Mirar hacia atrás equivalía a morir, y no deseaban dejar ningún rastro. No existió tal carta, pero, de haber existido, enfocada a la luz de lo que me han contado, habría sido una cosa así:

 

Querida Polly:

Lovell vino a buscarme al barco el jueves. Le compré un autógrafo de Beethoven en Roma, pero antes de tener oportunidad de dárselo, me anunció que se había prometido en matrimonio. No puede permitirse el lujo de casarse, por supuesto, y cuando le pregunté cómo pensaba mantener a una familia me dijo que trabajaba en una empresa de instrumentos eléctricos. Le pregunté qué pasaría con la música, y me contestó que seguiría tocando por las noches. No quiero dirigir su vida y deseo su felicidad, pero no puedo olvidar la cantidad de dinero que ha costado su educación musical. Estaba deseando volver a casa y me ha disgustado mucho recibir estas noticias nada más desembarcar. Luego me dijo que ya no vive con su padre y conmigo. Vive con sus futuros suegros.

He estado ocupadísima instalándome de nuevo y tuve que ir a Boston varias veces para encontrar trabajo, de modo que no pude recibir a su novia hasta después de una o dos semanas. La invité a tomar el té. Lovell me rogó que no fumase puros y accedí. Comprendí su punto de vista. Le incomoda mucho lo que él llama mi «bohemia», y quise causar una buena impresión. Llegaron a las cuatro. Se llama Donna-Mae Hirshman. Sus padres son inmigrantes alemanes. Ella tiene veintiún años y trabaja de empleada en la oficina de una compañía de seguros. Tiene un tono de voz alto. Se ríe tontamente. La única cosa que puede decirse en su favor es que tiene una impresionante cabellera rubia. Supongo que a Lovell le ha atraído ese color dorado, pero no me parece bastante razón para casarse. Se rió como una boba cuando él nos presentó. Se sentó en el sofá rojo y en cuanto vio la Europa volvió a reír. Lovell no era capaz de apartar los ojos de ella. Le serví el té y le pregunté si lo quería con limón o con leche. Dijo que no lo sabía. Le pregunté cortésmente con qué solía tomar el té, y me contestó que nunca lo había probado. Entonces le pregunté qué bebía normalmente y me dijo que sobre todo tónica y a veces cerveza. Le serví el té con leche y azúcar y traté de encontrar algo de que hablar. Lovell rompió el hielo preguntándome si no me parecía que Donna-Mae tenía un pelo precioso. Dije que era magnífico. «Bueno, da mucho trabajo —dijo ella—. Tengo que lavarlo dos veces a la semana con claras de huevo. Oh, muchísimas veces he tenido ganas de cortármelo. La gente no lo entiende. La gente cree que si Dios la bendice a una con una hermosa cabellera hay que cuidarla como a un tesoro, pero da tanto trabajo como fregar una pila de platos. Hay que lavarla, secarla, peinarla, cepillarla y recogerla de noche. Sé que es difícil de entender, pero juro por Dios que hay días en que simplemente me lo cortaba de un tijeretazo, pero mamá me obligó a prometer sobre la Biblia que no lo haría. Me la soltaré si quiere, para que la vea.»

Te digo la verdad, Polly. No estoy exagerando. Fue hasta el espejo, se quitó del pelo un montón de alfileres y se lo soltó. Tenía una larguísima melena. Supongo que podría sentarse encima de ella, pero no se lo pedí. Dije varias veces que era muy hermosa. Entonces comentó que ya sabía que me iba a gustar, porque Lovell le había dicho que yo era artista y me interesaba por las cosas bellas. Pues bien, exhibió el pelo durante un rato y luego empezó la ardua tarea de recogérselo otra vez. Fue duro, créeme. Empezó a decir que algunos pensaban que su pelo era teñido y eso la enfadaba, pues en su opinión las mujeres que se teñían el pelo eran inmorales. Le pregunté si quería otra taza de té, y dijo que no. Le pregunté si había oído a Lovell tocar el piano y respondió que no, que ellos no tenían piano. Luego miró a Lovell y dijo que era hora de marcharse. Él la llevó en coche a casa y volvió, me figuro, en busca de mi aprobación. Yo, por supuesto, tenía el corazón destrozado. Aquella mata de pelo iba a arruinar una gran carrera musical. Le dije que no quería volver a verla jamás. Me dijo que iba a casarse con ella y le contesté que me tenía sin cuidado.

 

Lovell se casó con Donna-Mae. El tío Abbott asistió a la boda, pero Percy cumplió su palabra y jamás volvió a ver a su nuera. Lovell se presentaba en casa cuatro veces al año para hacer una visita de cumplido a su madre. No se acercaba al piano. No sólo había abandonado la música, sino que la odiaba. Su tendencia simplona a la obscenidad parecía haberse convertido en una piedad simplona también. Abandonó la iglesia episcopaliana y entró en la congregación luterana de los Hirshman, e iba a los oficios dos veces los domingos. La última vez que hablé con él estaban recogiendo dinero para construir una nueva iglesia. Me habló íntimamente de la Divinidad.

—Nos ha auxiliado una y otra vez en nuestras batallas. Cuando todo parece perdido, nos ha dado ánimos y fortaleza. Ojalá lograra hacerte entender lo maravilloso que es Él, la bendición que supone amarlo...

Lovell murió antes de cumplir los treinta, y puesto que todo debe de haber sido quemado, no creo que quede el menor vestigio de su carrera musical.

La oscuridad de la vieja casa parecía intensificarse cada vez que íbamos allí. Abbott prosiguió con sus flirteos, y cuando iba a pescar en primavera o a cazar en otoño, Percy se sentía desesperadamente infeliz sin él. Menos de un año después de la muerte de Lovell, Percy contrajo una dolencia cardiovascular. Recuerdo un ataque durante la cena de un domingo. El color se esfumó de su cara y la respiración se le volvió áspera y rápida. Se disculpó y tuvo el elegante detalle de decir que había olvidado algo. Fue a la sala y cerró la puerta, pero oímos su respiración acelerada y sus gemidos de dolor. Regresó a la mesa con manchas rojas en la frente.

—Si no te ve un médico, vas a morir —dijo el tío Abbott.

—Tú eres mi marido y mi médico.

—Te he dicho repetidamente que no te quiero como paciente.

—Tú eres mi médico.

—Si no te avienes a razones, vas a morir.

El tío Abbott tenía razón, por supuesto, y ella no lo ignoraba. Cuando Percy veía caer la nieve y las hojas, cuando se despedía de sus amigos en estaciones de tren y vestíbulos, lo hacía siempre con el presentimiento de que era la última vez. Murió a las tres de la mañana en el comedor, adonde había ido a buscar un vaso de ginebra, y toda la familia se reunió por última vez con ocasión de su entierro.

Hubo un incidente más. Yo iba a coger un avión en el aeropuerto de Logan. Cuando cruzaba la sala de espera, un hombre que barría el suelo me detuvo.

—Te conozco —dijo con voz poco clara—. Sé quién eres.

—No lo recuerdo —repuse.

—Soy el primo Beaufort —dijo—. Tu primo Beaufort.

Cogí mi cartera y saqué un billete de diez dólares.

—No quiero dinero —declaró—. Soy tu primo, tu primo Beaufort. Tengo un empleo. No quiero dinero.

—¿Cómo estás, Beaufort?

—Lovell y Percy han muerto —dijo—. Están los dos bajo tierra.

—Tengo prisa, Beaufort —repliqué—. Voy a perder mi avión. Me alegra verte. Adiós.

Y así despegué hacia el mar.


Relatos
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