El problema de Marcie Flint

 

The Trouble of Marcie Flint,
(The New Yorker, 9-noviembre-1957)

 

«Escribo esto a bordo del Augustus, que lleva tres días en alta mar. Mi maleta está llena de mantequilla de cacahuete, y soy fugitivo de los suburbios residenciales de todas las grandes ciudades. ¡Qué agujeros! Los suburbios residenciales, quiero decir. Dios me libre de las encantadoras mujeres que cambian de sitio sus ásteres y sus rosas al anochecer por temor de que la escarcha las mate, y de las que llevan dentro de la cabeza un torbellino de entusiasmo cívico. Voy a Turín, donde a las chicas les gusta la mantequilla de cacahuete, y donde el hombre tiene vara alta...» No había absolutamente nada malo en el barrio residencial (Shady Hill) del que Charles Flint escapaba; su edad no importa; y Turín no le era desconocido, porque poco tiempo atrás había pasado allí tres meses por motivos de trabajo.

«Dios me libre —continuó— de mujeres que se visten como toreros[13] para ir al supermercado, y de las carteras de cuero, de los trajes de franela y de las gabardinas. Líbreme también de los juegos de palabras y de los adúlteros, de los perros salchicha y de las piscinas, de los canapés congelados y los Bloody Mary y de los presuntuosos, de los arbustos de lilas y los mítines de las asociaciones de padres y profesores.» Escribió y escribió mientras el Augustus, navegando a diecisiete nudos, ponía oportunamente rumbo al este; un día más, y llegarían a las Azores.

Como todos los hombres amargados, Flint conocía menos de la mitad de la historia y estaba más interesado en desahogar sus sentimientos de ira que en conocer la verdad. Marcie, la esposa de la que estaba huyendo, era una mujer de pelo y ojos negros; no era posible considerarla joven ni con un esfuerzo de la imaginación, pero poseía abundantes dosis de dulzura y cortesía femeninas. No había contado a los vecinos que Charlie la había abandonado; ni siquiera había llamado a su abogado, pero había despedido al cocinero y en aquel momento seguía un rumbo sur-suroeste entre la cocina y el fregadero, preparando la cena de los niños. No acostumbraba a analizar el pasado, como hacía su marido, ni a examinar las fuerzas capaces de distanciar irremediablemente a un matrimonio que llevaba felizmente casado quince años. Durante la reciente ausencia de Charles por cuestiones de trabajo, había existido, a su entender, una pequeña diferencia entre los puntos de vista de ambos, pues aunque él siempre le escribía que la echaba de menos, también decía que cenaba en el Superga seis noches por semana y que lo estaba pasando de maravilla. Había proyectado ausentarse sólo seis semanas, y cuando aquéllas se alargaron hasta convertirse en tres meses, ella consideró que era un contratiempo que había que sobrellevar.

Sus vecinos se habían ocupado generosamente de ella las primeras semanas, pero sabía por sí misma que una mujer sin pareja puede estropear una fiesta, y como Flint continuaba fuera, vio que se le avecinaban más y más noches solitarias. Ahora bien, había dos aspectos en la vida nocturna de Shady Hill: por un lado las fiestas, por supuesto, y por otro la existencia de un taller permanente de Santa Claus para cantantes de madrigales, grupos de discusión política y de flauta, escuelas de baile, clases de confirmación, mítines de los comités y conferencias sobre literatura, filosofía, planificación urbana y lucha contra los insectos nocivos. Probablemente, jamás el brillante lienzo de estrellas del cielo había presidido semejante estampa de laboriosidad nocturna. Marcie, que poseía una voz dulce y clara, se adhirió a un grupo musical que se reunía los jueves y a un seminario político que celebraba sus reuniones los lunes. En cuanto se convirtió en persona disponible, fue solicitada como miembro femenino de los comités, aun cuando resultaría difícil decir por qué: casi nunca abría la boca. Finalmente, al tercer mes de ausencia de Charlie, aceptó un puesto en el consejo municipal, sobre todo para mantenerse ocupada.

La virtud, la razón, el espíritu cívico y la soledad acrecentaron el problema de la pobre Marcie. Allá en Turto, Charlie podía muy bien imaginarla de pie en la entrada iluminada de su casa la noche de su llegada, pero ¿podía acaso evocarla buscando a tientas bajo la cama los zapatos de los críos o vertiendo la grasa del tocino en una vieja lata de sopa? «Papá tiene que estar en Italia para ganar el dinero con que comprar las cosas que necesitamos», les dijo a los niños. Pero cuando Charlie la llamaba por teléfono desde el extranjero (cosa que hacía una vez por semana), él siempre daba la impresión de haber estado bebiendo. Considerad a esta dulce mujer cantando luego Hodie Christus Natus Est, estudiando a Karl Marx y asistiendo sentada en una dura silla a las reuniones del consejo municipal.

Si algo había realmente malo en Shady Hill, una llaga que podía señalarse con el dedo, era el hecho de que el pueblo no disponía de biblioteca pública: ni ejemplares manchados de Pascal, con olor a col, ni ediciones incompletas de Dostoievski o George Eliot, ni siquiera Galsworthy, ni Barrie ni Bennet. Ésa fue la principal preocupación del consejo mientras Marcie formó parte de él. Los partidarios de la biblioteca eran en su mayoría personas afincadas en el pueblo desde hacía poco tiempo; el látigo de la oposición era la señora Selfredge, miembro del ayuntamiento y mujer muy decorosa, de ojos azules prodigiosamente inexpresivos y brillantes. La señora Selfredge hablaba a menudo de la deliberada tranquilidad de su vida. «No salimos nunca», decía, pero en tono tal que más que una elección parecía estar expresando una profunda queja contra la soledad. Estaba casada con un hombre acaudalado mucho mayor que ella, y no tenían hijos; en efecto, la más indirecta alusión al acto sexual subía los colores al rostro de la señora Selfredge. Sostenía la opinión de que una biblioteca entraba en la categoría de servicios públicos que podían convertir a Shady Hill en una zona atractiva para una urbanización. No era un prejuicio ciego. Carsen Park, el pueblo vecino, había autorizado una urbanización dentro de sus límites, y los resultados habían sido desastrosos para la gente que ya vivía allí. Les habían doblado los impuestos y se habían desacreditado sus escuelas. Los partidarios de la biblioteca ponían en tela de juicio que existiera alguna relación entre la lectura y los bienes inmobiliarios, hasta que se produjo un horrible asesinato —tres asesinatos, de hecho— en una de las viviendas-colmena de la urbanización de Carsen Park, y el proyecto de la biblioteca fue enterrado junto con las víctimas.

Las terrazas del Superga dominan todo Turín y las montañas cubiertas de nieve que rodean la ciudad, y un hombre que esté allí bebiendo vino no puede imaginar que su mujer asiste en ese preciso momento a una reunión del consejo municipal de Shady Hill. Éste constaba de diez hombres y dos mujeres que, bajo la presidencia del alcalde, sancionaban los proyectos expuestos. El consejo se reunía en el centro cívico, antigua casa solariega expropiada por impago de impuestos. La sala de reuniones había sido antaño el salón de la casa. Allí se habían escondido huevos de pascua, los niños habían clavado colas sobre burros de papel, había ardido el fuego en la chimenea y un árbol de Navidad se había erguido en el rincón; pero se diría que, cuando la casa pasó a ser propiedad municipal, se había realizado un concienzudo esfuerzo para exorcizar aquellos tiernos fantasmas. Descolgaron el autorretrato de Rafael y los cuadros del puente roto de Aviñón y del Avon a su paso por Stratford, y pintaron las paredes de un deprimente tono verde. La chimenea seguía en su sitio, pero la habían tapiado y pintado de verde los ladrillos. Una hilera de tubos fluorescentes a lo largo del techo arrojaba sobre los miembros del consejo una luz marchita que volvía sus rostros ojerosos y cansados. La habitación hacía que Marcie se sintiera incómoda. Bajo la severa luz, su dulzura no resaltaba, y no sólo se sentía aburrida, sino en cierto modo dolorosamente ajena a todo aquello.

Aquella noche discutieron los impuestos sobre el agua y los parquímetros, y luego el alcalde sacó a relucir por última vez el tema de la biblioteca pública.

—El asunto está cerrado, desde luego —dijo—, pero hemos oído desde el principio a todo el mundo, a las dos partes. Hay otro hombre que desea hablarnos, y creo que deberíamos escucharlo. Es un vecino de Maple Dell.

A continuación abrió la puerta de la sala que daba al pasillo e hizo pasar a Noel Mackham.

El barrio de Maple Dell era lo más parecido a una urbanización que había en Shady Hill. Era la clase de sitio en que las viviendas están pegadas entre sí; todas ellas eran blancas, todas databan de hacía veinte años, y, aparcado detrás de cada una, había un coche de aspecto más sólido que las casas mismas, como un exponente de alguna cultura nómada. Y todo Maple Dell era como un almácigo, un lugar para criar y educar a los chicos y nada más, porque ¿quién querría volver a Maple Dell? ¿Quién, en mitad de la noche, pensaría con nostalgia en los tres dormitorios del piso superior, en el cuarto de baño con goteras y en los pasillos de olor acre? ¿Quién volvería alguna vez a la salita en la que uno no puede estirarse sin derribar la foto en color del Mount Rainier? ¿Quién sería capaz de volver a la silla que te muerde el culo, al anticuado televisor y al torcido cenicero con el relieve en acero prensado de una mujer desnuda bailando la danza de los siete velos?

—Entiendo que el asunto está cerrado —dijo Mackham—, pero sólo quiero dejar constancia de que estoy a favor de la biblioteca pública. Es lo que me dicta mi conciencia.

Realmente no tenía mucho de abogado. Era alto. Su cabello había iniciado un retroceso irregular, dejándole una pelusa rala sobre la frente desnuda. Poseía rasgos angulosos y la piel estropeada. En su voz no había notas graves. Sus registros parecían limitados a una delicada ronquera: un sonido monótono y laringítico que despertó en Marcie, como si fuera una especie de música húngara, sentimientos de irritable melancolía.

—Sólo quería decir unas palabras en favor de una biblioteca pública —agregó con voz áspera—. Cuando yo era pequeño, éramos pobres. No había muchas cosas buenas en nuestra manera de vivir, pero ahí estaba la biblioteca Carnegie. Empecé a visitarla cuando tenía unos ocho años. Creo que seguí frecuentándola durante los diez años siguientes. Leí de todo: filosofía, novelas, libros técnicos, poesía, diarios de navegación. Hasta un libro de cocina. Para mí, aquella biblioteca vino a ser la diferencia que existe entre el éxito y el fracaso. Cuando recuerdo la emoción que me embargaba al abrir un buen libro, aborrezco la idea de educar a mis hijos en un lugar en que no hay biblioteca.

—Bueno, desde luego sabemos lo que quiere decir —intervino el alcalde Simmons—. Pero no creo que ésa sea la cuestión. No se trata de negar libros a los niños. Casi todos los habitantes de Shady Hill tenemos nuestras propias bibliotecas.

Mark Barrett se puso en pie.

—A mí me gustaría, si se me permite, decir unas palabras sobre niños pobres y lecturas —dijo, con una voz tan viril que todos sonrieron—. Yo también era pobre —añadió alegremente—, y no me avergüenza confesarlo, y quiero señalar, valga lo que valga, que nunca puse un pie en una biblioteca pública, excepto para resguardarme de la lluvia, o quizá para seguir a una chica bonita. No quiero que nadie saque la conclusión de que una biblioteca pública es el camino del éxito.

—Yo no he dicho que una biblioteca pública sea el camino del...

—Bueno, ¡lo ha dado a entender! —gritó Barrett, y se sentó con gran agitación. Su silla crujió, y al hinchar un tanto los músculos, resonaron sus ligas, sus tirantes y sus zapatos.

—Yo sólo quería decir... —empezó Mackham de nuevo.

—¡Lo ha dado a entender! —gritó Barrett.

—Que usted no sepa leer —señaló Mackham— no quiere decir que...

—¡Maldita sea, hombre, yo no he dicho que no sepa leer!

Barrett estaba de nuevo en pie.

—¡Por favor, señores! ¡Por favor! —dijo el alcalde Simmons—. Moderemos nuestros comentarios.

—¡No me voy a quedar aquí sentado y aguantar que alguien de Maple Dell me diga que está podrido de dinero porque ha leído muchos libros! —gritó Barrett—. Los libros tienen su sitio, no lo niego. Pero ningún libro me ha ayudado a mí a llegar donde estoy, y desde donde estoy puedo escupir sobre Maple Dell. En cuanto a mis hijos, quiero que estén al aire libre jugando al balón, y no leyendo libros de cocina.

—Por favor, Mark. Por favor —dijo el alcalde. Luego se volvió hacia la señora Selfredge y le pidió que propusiera postergar la sesión.

 

«Mi día, mi hora, mi momento de revelación —escribió Charlie en su camarote de la cubierta superior del Augustus— llegó un domingo, cuando llevaba ocho días en casa. ¡Dios mío, qué feliz me sentía! Había pasado la mayor parte del día instalando contraventanas, y me gustaba trabajar en casa; hacer cosas como poner contraventanas. Cuando acabé la tarea, retiré la escalera, cogí una toalla y el bañador y me fui andando a la piscina de los Townsend. Estaban fuera, pero no habían vaciado la piscina. Me puse el bañador, me zambullí y recuerdo que vi —allá arriba, en la copa de uno de los pinos— un sujetador que supongo que los hijos de los Townsend habrían arrebatado y tirado allí en pleno verano, y ya hacía tiempo que el viento del oeste se había llevado los chillidos consternados de la víctima. El agua estaba muy fría, y la presión sanguínea o alguna otra razón médica pudo haber influido en el hecho de que casi estallara de felicidad cuando salí de la piscina y me vestí. Volví a casa, y al entrar había tanta calma que temí que algo malo hubiera sucedido. No era un silencio amenazador; me pregunté simplemente por qué sonaba tan fuerte el reloj. Subí al piso de arriba y encontré a Marcie dormida en su habitación. Estaba tapada con una bata ligera que había resbalado de sus hombros y su pecho. Luego oí las voces de Henry y Katie, y me asomé a la ventana del cuarto de atrás. Daba al jardín, y de él arrancaba hacia una pequeña colina un sendero de grava que necesitaba una limpieza de hierbajos. Allí estaban Henry y Katie. Katie escribía en la grava con un palo: algún mensaje de amor, me figuro. Henry tenía uno de esos aviones de alas anchas —aviones talismán, verdaderamente— hechos con madera de balsa e impulsados por una goma. La enroscó haciendo girar la hélice, y lo vi mover los labios a medida que contaba. A continuación, cuando la goma estuvo bien tirante, separó los pies sobre la grava, como un tirador —Katie no prestaba atención a nada de esto—, y lanzó al aire el avión. Las alas del aparato tenían un color claro a la luz del crepúsculo, y vi cómo el aparato salía de la sombra y ascendía hacia el espacio, en donde el sol lo bañaba de luz amarilla. Con no mucha más fuerza que una mariposa nocturna, el avión se elevó, trazó círculos, serpenteó, descendió poco a poco hacia la sombra y se estrelló contra el macizo de peonías. "¡Lo he hecho volar! —oí gritar a Henry—. Lo he hecho volar hasta la luz." Katie continuaba escribiendo un mensaje en la tierra. Y entonces, como en un truco cinematográfico, me vi como si yo fuera mi hijo, me vi de pie en una especie de jardín lanzando allende la sombra un avión, una flecha, una pelota de tenis, una piedra, cualquier cosa, mientras mi hermana dibujaba corazones en el suelo. Me hechizó el recuerdo de cuán fuerte había sido antaño ese impulso de llegar a la luz, y contemplé cómo el niño lanzaba una y otra vez el aeroplano.

 

«Después, todavía ágil y lleno de alegría, me dirigí hacia la puerta, me detuve a admirar las curvas de los pechos de Marcie y decidí, en un arranque de bondad, dejarla dormir. Me sentía tan bien que necesitaba una copa, no para levantar el ánimo, sino para remojarlo —una libación, de todas formas—, y me serví un poco de whisky en un vaso. Fui a la cocina a buscar hielo, y vi que habían entrado algunas hormigas. Era extraño, porque nunca habíamos tenido demasiados problemas con ellas. Con las arañas, sí. Antes de los huracanes equinocciales —incluso antes de que empezase a bajar el barómetro—, la casa parecía llenarse de arañas, como si hubieran percibido el trastorno del aire. Había arañas en el cuarto de baño, arañas en la sala y arañas en la cocina, y antes de una tormenta, al bajar la larga escalera del vestíbulo, a veces uno sentía contra la cara el hilo de una telaraña. Pero apenas habíamos tenido problemas con las hormigas. Aquella tarde de otoño salían miles de las maderas de la cocina, trazando una doble hilera a través del escurreplatos hacia el fregadero, donde al parecer había algo que atraía a los insectos.

»Sobre un estante del armario de las escobas encontré un veneno para hormigas, un tarrito con una sustancia marrón que había comprado hace años en el pueblo, en Timmons. Puse una buena cantidad en un platillo y lo coloqué en el escurreplatos. Después salí con mi copa y parte del periódico del domingo a la terraza delantera. La casa está orientada al oeste, de forma que a mí me llegaba más luz que a los niños, y me sentía tan feliz que hasta las noticias del diario me resultaban alegres. Ningún rey había sido asesinado en las lluviosas y oscuras calles de Marsella; ninguna tormenta se gestaba en los Balcanes; ningún empleadillo inglés —orgullo de su casera y de sus tías— había disuelto los restos de una joven en un baño de ácido; ni siquiera se había producido un robo de joyas. Y aquel poder de evocación de coronas derrocadas en un inquieto y húmedo mundo y de inevitables guerras que alguna vez poseyó el periódico dominical parecía haberse evaporado. Más tarde el sol se retiró de mi diario y de mi silla y pensé que ojalá me hubiese puesto un jersey.

»La estación estaba muy avanzada —la fragancia del cambio de tiempo flotaba ya en el aire—, y eso también me cosquilleaba. El último domingo, o el domingo anterior, la terraza habría estado inundada de luz. Entonces pensé en otros lugares en los que me hubiera gustado estar: Nantucket, con sólo un puñado de personas, la flota de veleros reducida y las dunas arrojando una oscura sombra sobre la playa, lo que nunca ocurre en verano. E imaginé el estrecho de Vineyard, sus riscos color de harina de maíz, el mar púrpura del otoño y esa quietud en la que es posible oír, muy aguas adentro, el chirrido de una driza y una polea cuando un velero vira. Saboreé el whisky y enderecé el periódico, pero el espectáculo de la luz dorada sobre la hierba y los árboles era más imponente que las noticias, y ahora, mezclada con mis recuerdos de las islas, surgía la blancura de los muslos de Marcie.

«Entonces me asaltó una especie de orgullo embriagador por la hora, por el júbilo y la naturalidad de mi relación con el paisaje, y por la facilidad con que podía obtener lo que necesitaba. Volví a pensar en Marcie dormida y en que pronto iría hacia su lado: sería un modo de expresar tal orgullo. Y luego, escuchando sin oírlas las voces de mis hijos, decidí celebrar el instante conforme transcurría. Dejé el dominical y subí corriendo la escalera. Marcie seguía dormida; me desnudé y me tendí a su lado, despertándola de lo que parecía ser un sueño agradable, porque sonrió y me atrajo hacia sí.»

 

Volviendo a Marcie y a su problema: cuando terminó la sesión, se puso el abrigo y dijo: «Buenas noches. Buenas noches... Espero a Charlie la próxima semana.» No se alteraba fácilmente, pero de repente fue consciente de que había topado de lleno con la estupidez y la injusticia. Mientras bajaba la escalera a espaldas de Mackham, sintió una poderosa mezcla de piedad y simpatía por el desconocido y un claro enojo hacia su viejo amigo Mark Barrett. Quería disculparse; detuvo a Mackham en la puerta y le dijo que ella también tenía algunos buenos recuerdos de una biblioteca pública.

 

Mientras esto sucedía, la señora Selfredge y el alcalde Simmons eran los últimos en abandonar la sala. Con la mano en el interruptor de la luz, el alcalde esperaba a la señora Selfredge, que se estaba poniendo sus guantes blancos.

—Me alegro de que esté zanjado definitivamente el asunto de la biblioteca —dijo el alcalde—. Tenía algunas dudas, pero en este momento estoy contra cualquier cosa pública, contra todo lo que pueda hacer a esta comunidad atractiva para una urbanización.

Habló sintiendo lo que decía, y ante la palabra «urbanización», se alzó en su mente la imagen de una loma cubierta de casas idénticas y que tuvieran que estar construidas con madera verde y piedra falsa. Le pareció mal que las parejas jóvenes tuviesen que empezar su vida en un entorno carente de gracia y desaprobó severamente que las filas de viviendas no pudiesen mantener por mucho tiempo su poca convincente pretensión de fincas y se convirtieran en seguida en lugares antiestéticos.

—No se trata de apartar a los niños de los libros, por supuesto —repitió—. Todos disponemos de bibliotecas propias. No hay ningún problema. Supongo que usted fue educada en un hogar con biblioteca.

—Oh, sí, sí —dijo la señora Selfredge.

El alcalde había apagado la luz, y la oscuridad encubrió y suavizó la mentira que ella había dicho. Su padre había sido policía en Brooklyn, y en su casa no había habido un solo libro. Era un hombre amable —aunque no olía demasiado bien— que en su ronda hablaba con todos los niños. Despreocupado y alegre, había pasado los años de su jubilación en la cocina, bebiendo cerveza en camiseta y calzoncillos, para profunda desesperación y vergüenza de su única hija.

El alcalde se despidió en la acera de la señora Selfredge, y mientras estaba allí ella oyó a Marcie hablar con Mackham.

—Estoy muy apenada por Mark, por lo que ha dicho —decía Marcie—. Todos hemos tenido que aguantarlo alguna vez. Pero ¿por qué no viene a tomar una copa a mi casa? Quizá podamos volver a poner en marcha el proyecto de la biblioteca.

Así que no estaba definitivamente zanjado, pensó con indignación la señora Selfredge. No pararían hasta que las urbanizaciones cubrieran Shady Hill de punta a punta. La gente gris y apretujada del proyecto de Carsen Park, con sus tropeles de críos y sus pagos mensuales de los intereses, sus ventanales y sus vistas de casas gemelas y calles sin árboles, sin asfaltar, embarradas, parecían amenazar sus más queridas ideas: sus céspedes, sus placeres, sus derechos de propiedad, incluso su amor propio.

El señor Selfredge, un anciano caballero inteligente y elegante, estaba esperando a su Pequeña Princesa, y ella le contó sus penas. El señor Selfredge se había retirado del negocio bancario; y a Dios gracias, porque, siempre que se asomaba al mundo actual, descubría el deterioro de aquellas virtudes de responsabilidad e iniciativa que, en sus años mozos, habían hecho un mundo diferente, más selectivo, vigoroso y sano. Sabía muchas cosas de Shady Hill; incluso reconoció el nombre de Mackham.

—El banco tiene una hipoteca sobre su casa —dijo—. Me acuerdo de cuando la solicitó. Trabajaba en una editorial de Nueva York especializada en libros de texto. La empresa ha publicado varias historias de Estados Unidos, y por lo menos una comisión del Congreso las ha acusado de subversivas. Yo no me preocuparía por él, cariño, pero si eso sirve para tranquilizarte, podría escribir una carta al periódico.

 

«Pero los niños no estaban tan lejos como yo creía —escribió Charlie a bordo del Augustus—. Seguían en el jardín. Y creo que aquella hora significaba para ellos el momento de robar comida. Tengo que recomponer o adivinar qué sentimiento se apoderó de ellos. Debieron de sentirse atraídos al interior de la casa por una hambre tan feroz como la mía. Al entrar en el vestíbulo se pararon a escuchar y no oyeron nada, y abrieron lentamente la nevera, de tal manera que el pesado picaporte no hiciese ruido. El contenido debió de ser decepcionante, porque Henry fue curioseando hasta el fregadero y se puso a comer el arseniato sódico. "Dulce", dijo; Katie se le unió, y se disputaron el veneno que quedaba. Seguramente estuvieron bastante rato en la cocina, ya que seguían allí cuando Henry empezó a vomitar.

 

»—Oye, no vomites aquí —dijo Katie—. Vamos afuera.

«Ella también empezaba a sentirse mal, y salieron y se escondieron bajo un arbusto de jeringuilla, donde los encontré cuando me vestí y bajé.

»Me contaron lo que habían comido, desperté a Marcie, volví abajo corriendo y llamé al doctor Mullens.

»—¡Dios santo! —dijo—. Voy ahora mismo.

»Me pidió que le leyera la etiqueta del frasco, pero sólo ponía arseniato sódico; no indicaba el porcentaje. Y cuando le dije que lo había comprado en Timmons, me dijo que llamara a éste y le preguntase el nombre del fabricante. Su teléfono estaba comunicando, así que mientras Marcie corría de aquí para allá entre los dos niños enfermos, salté al coche y me dirigí al pueblo. Recuerdo que el cielo estaba iluminado, pero en las calles era casi de noche. El bazar de Timmons era el único lugar con luz, y era el tipo de negocio que parece subsistir gracias a las migajas de las mesas de otros comerciantes. Las horas tardías en que todas las demás tiendas habían cerrado eran las mejores para Timmons. El disparatado revoltijo de artículos de sus escaparates —planchas, ceniceros, una Venus en un soporte, bolsas de hielo y perfumes— proseguía en el interior, que recordaba a una tienda de curiosidades farmacéuticas o a una casa de artículos de broma: una vitrina para bellezas de cartón que se empapaban de aceite solar; cordilleras de cartón bañadas en luz alpina anunciaban jabón con fragancia de pino; estantes para libros, arcones llenos de tapetes para mesas de juego y pistolas de agua de plástico. El bazar también tenía algo de hogar, pues tras el mostrador del bar estaba la señora Timmons, una mujer pulcra y de aspecto inquieto, con fotos de sus tres hijos (uno muerto) de uniforme pegadas en el espejo que se veía a su espalda. Cuando el propio Timmons salió al mostrador, estaba masticando algo y se limpió la boca con el reverso de la mano para quitarse las migas de un bocadillo. Le enseñé el frasco y le dije:

»—Los niños han comido esto hará cosa de una hora. He llamado al doctor Mullens y me ha dicho que venga a verlo a usted. No viene el porcentaje de arseniato que contiene, y él pensó que si usted se acordase de dónde lo había comprado, podríamos telefonear al fabricante para averiguarlo.

»—¿Se han envenenado los niños? —preguntó Timmons.

»— ¡Sí! —respondí.

»—Aquí no ha comprado esa mercancía —dijo.

»La torpeza de su mentira y la tranquilidad que reinaba en aquella tienda demencial me inspiraron un sentimiento de impotencia.

»—La compré aquí, señor Timmons —dije—. No hay ninguna duda. Mis hijos están en peligro de muerte. Quiero que me diga dónde adquirió la sustancia.

»—No me la ha comprado a mí —insistió.

»Miré a la señora Timmons, pero estaba limpiando el mostrador; se hacía la sorda.

»—¡Maldita sea, Timmons! —grité, e inclinándome sobre el mostrador lo agarré por la camisa—. ¡Mire sus libros! Consulte sus condenados libros y dígame de dónde procede esa sustancia.

»—Ya sabemos lo que es perder a un hijo —dijo la señora Timmons a mi espalda. No había en su voz la menor viveza; nada más que la monótona, la valerosa música del dolor y la necesidad—. No hace falta que nos lo cuente a nosotros.

»—Usted no ha comprado aquí esa mercancía —repitió Timmons. Le retorcí la camisa hasta que saltaron los botones y luego lo solté. La señora Timmons siguió limpiando el mostrador. Su marido mantenía la cabeza tan agachada por la vergüenza que yo no podía verle los ojos, y salí del establecimiento.

«Cuando llegué a casa, el doctor Mullens estaba en el rellano del piso de arriba, y lo peor había pasado.

»—Un poco más o un poco menos y podría haberlos perdido —dijo alegremente—. He utilizado una bomba especial para lavarles el estómago, y creo que se pondrán bien. Es un veneno fuerte, desde luego, y Marcie tendrá que guardar muestras de orina durante una semana (tiene tendencia a quedar retenido en los riñones), pero creo que se recuperarán.

»Le di las gracias y lo acompañé hasta el coche. Volví a casa, subí a la habitación en la que habían acostado a los dos críos para que no estuviesen solos y charlé con ellos de tonterías. Entonces oí llorar a Marcie en nuestro dormitorio, y me encaminé hacia allí.

»—Todo va bien, cariño —dije—. Ya ha pasado todo. Ya están bien.

«Pero al rodearla con mis brazos, sus gemidos y sus sollozos aumentaron, y le pregunté qué quería.

»—Quiero el divorcio —sollozó.

»—¿Qué?

»—Quiero el divorcio. Ya no puedo soportar vivir así. No puedo soportarlo. Cada vez que cogen un resfriado, cada vez que se retrasan al volver de la escuela, siempre que pasa algo malo, pienso que es un castigo merecido. No puedo aguantarlo.

»—¿Un castigo por qué?

»—Mientras estuviste fuera me metí en un lío.

»—¿Qué quieres decir?

»—Con alguien.

»—¿Con quién?

»—Con Noel Mackham. No lo conoces. Vive en Maple Dell.

«Durante un largo rato no dije esta boca es mía: ¿qué podía decir? Y de repente, ella se volvió hacia mí, furiosa.

»—Oh, ¡sabía que reaccionarías así, lo sabía, sabía que me lo reprocharías! Pero no fue culpa mía, no lo fue. Sabía que me lo ibas a reprochar, lo sabía, sabía que ibas a hacer esto, y...

»No oí mucho más de lo que decía, ya que empecé a llenar una maleta. Después di un beso de despedida a los niños, cogí un tren a la ciudad, y a la mañana siguiente me embarqué en el Augustus.»

 

Esto es lo que le había ocurrido a Marcie: el periódico vespertino publicó la carta de Selfredge, al día siguiente de la reunión del consejo, y ella la leyó. Telefoneó a Mackham. Éste le dijo que iba a pedir al director que publicase una respuesta que él había redactado, y que pasaría por su casa a las ocho para enseñarle la copia. Ella pensaba cenar con sus hijos, pero justo cuando iba a sentarse, sonó el timbre y apareció Mark Barrett.

 

—Hola, encanto —dijo—. ¿Me invitas a una copa?

Marcie preparó unos martinis, y él se quitó el sombrero y el abrigo y fue derecho al grano:

—Parece ser que anoche estuvo aquí ese tábano tomando un trago.

—¿Quién te lo ha dicho, Mark? ¿Quién ha podido decírtelo?

—Helen Selfredge. No es ningún secreto. Ella no quiere que vuelva a plantearse el tema de la biblioteca.

—Es como si me persiguieran. No me gusta esto.

—No te preocupes por eso, preciosa. —Alargó su vaso y ella lo llenó de nuevo—. Estoy aquí en calidad de vecino, de amigo de Charlie. ¿Y para qué sirven los amigos y los vecinos si no son capaces de darte un consejo? Mackham es un tábano, Mackham es un lobo. Estando Charlie ausente, me considero una especie de hermano mayor: no quiero perderte de vista. Prométeme que no recibirás otra vez a ese pesado en tu casa.

—No puedo, Mark. Va a venir esta noche.

—No, no vendrá, preciosa. Lo llamarás y le dirás que no venga.

—Es un ser humano, Mark.

—Bueno, escúchame, preciosa. Escúchame. Voy a decirte algo. Por supuesto que es un ser humano, pero también lo son el basurero y la mujer de la limpieza. Voy a contarte algo muy interesante. Cuando yo estaba en la universidad, había allí un moscardón igualito que Mackham. Nadie lo apreciaba. Nadie hablaba con él. Verás, yo era un chico alegre, Marcie, con muchos amigos, y empecé a hacerme preguntas sobre aquel tábano. Comencé a preguntarme si no era responsabilidad mía hacerme amigo de él y hacer que se integrara en el grupo. Bueno, hablé con él, y no me extrañaría haber sido la primera persona que lo hacía. Di una vuelta con él. Lo invité a subir a mi habitación. Hice todo lo que estaba en mi mano para que se sintiera aceptado.

»Fue una terrible equivocación. Para empezar, se dedicó a ir por todo el colegio diciendo a todo el mundo que él y yo íbamos a hacer esto y lo otro. Luego fue al despacho del decano y logró que lo trasladaran a mi habitación sin consultarme. Más tarde, su madre comenzó a enviarme unos asquerosos pastelillos, y su hermana, en la que nunca me había fijado, empezó a escribirme cartas de amor, y él se convirtió en una sanguijuela tal que tuve que decirle que me dejara en paz. Se lo dije francamente; le expliqué que había hablado con él únicamente por compasión. No le hizo la menor mella. Cuando se te pega un tábano, da igual lo que le digas. Siguió metiéndoseme entre las piernas, me esperaba a la salida de las clases, y después de los entrenamientos de rugby siempre bajaba a los vestuarios. Se volvió tan insoportable que tuvimos que escarmentarle. Le dijimos que subiera a la habitación de Pete Fenton a tomar una taza de chocolate, le dimos una paliza, le tiramos las ropas por la ventana, le pintamos el culo con yodo y le metimos la cabeza en un cubo de agua hasta casi ahogarlo.

Mark encendió un cigarrillo y terminó su copa.

—Lo que quiero decir es que si aceptas a un tábano acabarás arrepintiéndote. Al principio puede que tus sentimientos sean buenos y generosos, pero antes de romper con él lo habrás pasado muy mal. Quiero que llames a Mackham y le digas que no venga. Dile que estás enferma. No quiero verlo en tu casa.

—Mackham no va a venir a visitarme, Mark. Viene para hablar sobre la carta que ha escrito al periódico.

—Te estoy ordenando que lo llames.

—No voy a hacerlo, Mark.

—Coge ese teléfono.

—Por favor, Mark. No me grites.

—Coge ese teléfono.

—Por favor, Mark, sal de mi casa.

—¡Eres una imbécil, una insoportable y una chiflada! —gritó—. ¡Eso es exactamente lo que eres!

Y acto seguido se marchó.

Ella cenó sola, y no había terminado aún cuando llegó Mackham. Llovía, y él llevaba un pesado abrigo y un sombrero raído, ex profeso, pensó Marcie, para las tormentas. El sombrero le confería el aspecto de un anciano. Parecía decaído y cansado, y se desató del cuello una larga bufanda de lana amarilla. Había visto al director: no publicaría la carta de réplica. Marcie le preguntó si quería una copa y, como él no contestó, se lo preguntó por segunda vez.

—Oh, no, gracias —dijo tristemente, y la miró a los ojos con una sonrisa de tan profundo cansancio que ella pensó que debía de estar enfermo. Después se dirigió hacia ella como si fuera a tocarla, y Marcie entró en la biblioteca y se sentó en el sofá. Había recorrido la mitad de la habitación cuando él se dio cuenta de que había olvidado quitarse las botas de agua.

—Oh, lo siento —dijo—. Me temo que he dejado manchas de barro...

—No importa.

—En mi casa sí hubiese importado.

—Pues aquí no tiene importancia.

Se sentó en una silla cercana a la puerta y comenzó a quitarse las botas de agua; las botas habían sido las culpables. Al verlo cruzar las piernas y quitarse el zapato primero de un pie y luego del otro, Marcie se apiadó de tal manera ante aquella muestra de torpe humanidad y de patética altitud de miras frente a la adversidad, que él debió de adivinar por su palidez o por sus ojos ensanchados que ella estaba indefensa.

 

El mar y los muelles están oscuros. Charlie puede oír las voces que llegan del bar situado al fondo del pasillo y ya ha concluido su relato, pero no deja de escribir. Van internándose en aguas más cálidas, y en la bruma, la sirena empieza a sonar a intervalos de un minuto. Lo comprueba con ayuda del reloj. Y de repente se pregunta qué está haciendo a bordo del Augustus con una maleta llena de mantequilla de cacahuete. «Hormigas, veneno, mantequilla, sirenas para la niebla —escribe—, amor, presión sanguínea, viajes de negocios, cosas inescrutables. Sé que voy a volver.» La sirena pita de nuevo, y en una nota sostenida, Charlie tiene una visión de su familia corriendo a su encuentro escalones arriba: piedra que se desmorona, rosas salvajes, lagartos, y sus rostros amados. «Cogeré un avión en Génova —escribe—. Veré crecer a mis hijos, crecer y empuñar el timón de sus vidas, seré amable con Marcie, con mi querida y dulce Marcie, amor mío, Marcie. La protegeré con la curva de mi cuerpo de todos los peligros de la oscuridad.»


Relatos
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