Clancy en la torre de Babel
Clancy in the Tower of Babel
(The New Yorker, 24-marzo-1951)
James y Nora Clancy procedían de granjas próximas a un pueblecito llamado Newcastle. Newcastle está cerca de Limerick. Habían sido pobres en Irlanda y no les iba mucho mejor en su nuevo país, pero eran personas decentes y limpias. Sus granjas de origen habían sido sitios bien organizados, donde vivían las mismas familias desde mucho tiempo atrás, y los Clancy disfrutaban del beneficio de una tradición. Sus sencillas costumbres campesinas estaban tan profundamente enraizadas que veinte años en Nueva York habían tenido muy poco efecto sobre ellos. Nora iba al mercado con una cesta de mimbre bajo el brazo, como una mujer que sale a la huerta, y el agradable rostro de Clancy reflejaba una vida de total simplicidad. Sólo tenían un hijo, John, y ambos habían sido capaces de transmitirle su actitud satisfecha y apacible ante el mundo. Eran personas cuya existencia giraba en torno a media manzana de casas, que se arrodillaban para rezar: «Dios te salve, María, llena eres de gracia», y que se turnaban los sábados por la noche en el uso de la bañera que había en la cocina.
Cuando Clancy era todavía un hombre fuerte alrededor de los cuarenta, se cayó por una escalera en la fábrica y se rompió la cadera. Estuvo casi un año sin trabajar, y aunque cobró el subsidio de desempleo, la cantidad era inferior a la de su antiguo salario, y su familia y él sufrieron el dolor del endeudamiento y de la necesidad. Cuando Clancy se restableció, le quedó una cojera, y tardó mucho tiempo en encontrar otro trabajo. Iba a la iglesia todos los días, y al final consiguió un puesto de ascensorista en uno de los grandes edificios de apartamentos del East Side por mediación de un sacerdote. Los buenos modales de Clancy y su rostro agradable y limpio gustaron a los inquilinos, y con su sueldo y las propinas que le daban ganaba lo suficiente para pagar sus deudas y mantener a su mujer y a su hijo.
El edificio de apartamentos no quedaba lejos de la humilde casa de vecindad donde James y Nora habían vivido, desde que se casaron, pero financiera y moralmente era como una creación distinta, y, al principio, Clancy miraba a los inquilinos de los apartamentos como si estuviesen hechos de una pasta distinta. Las señoras llevaban abrigos y joyas que costaban más de lo que Clancy podría ganar en toda una vida de trabajo, y cuando llegaba a casa por las noches, le contaba a Nora, como un viajero de regreso al hogar, las cosas que había visto. Le interesaban los caniches, las reuniones para tomar cócteles, los niños y sus niñeras, y le decía a Nora que aquel sitio era igual que la torre de Babel.
A Clancy le llevó algún tiempo aprenderse a qué pisos pertenecían los inquilinos, emparejar a los esposos con sus mujeres, unir a los hijos con sus padres, y a los criados (que utilizaban los ascensores de atrás) con cada una de las familias, pero finalmente acabó por conseguirlo, y se sintió satisfecho de tenerlo todo en orden. Entre sus rasgos de carácter se hallaba un apasionado sentido de la lealtad, y con frecuencia hablaba del Edificio como si fuera una escuela o una corporación, producto de una comunidad de sentimientos y aspiraciones. «Nunca haría nada que perjudicase al Edificio», decía a menudo. Sus modales eran respetuosos, pero no carecía de sentido del humor, y cuando el II-A mandó un frac a la tintorería, Clancy se lo puso y estuvo paseándose un buen rato por el vestíbulo de atrás. Veía a la mayor parte de los inquilinos con indiscriminada benevolencia, aunque existían algunas pocas excepciones. Había un borracho que pegaba a su mujer; era un zoquete corpulento y piesplanos, en opinión de Clancy, y el Edificio no era su sitio. Luego había una chica muy bonita en el II-B que salía por las noches con un hombre débil de carácter: Clancy estaba seguro, porque el individuo en cuestión tenía un hoyuelo en la barbilla. Clancy se lo advirtió a la chica, aunque ella no hizo caso de sus consejos. Pero el inquilino que más le preocupaba era el señor Rowantree.
El señor Rowantree, un hombre soltero, vivía en el 4-A. Se hallaba en Europa cuando Clancy empezó a trabajar en el Edificio, y no regresó a Nueva York hasta el invierno. Cuando Clancy vio al señor Rowantree por primera vez, le pareció un hombre bien parecido de cabello entrecano, que se sentía cansado después de un largo viaje. El ascensorista esperó a que volviera a instalarse en la ciudad, a que amigos y parientes comenzaran a telefonearle y a escribir, y a que el propio señor Rowantree iniciase el toma y daca de fiestas practicado por la mayor parte de los inquilinos.
Para entonces, Clancy había descubierto ya que los pasajeros del ascensor no estaban hechos de otra pasta. Todos ellos se hallaban firmemente anclados en el mundo por una intrincada red de amigos y amantes, perros y canarios, deudas, herencias, fideicomisos y empleos, y esperó a que el señor Rowantree desplegara sus conexiones. Pero no sucedió nada. El señor Rowantree salía a trabajar a las diez de la mañana y volvía a casa a las seis; ningún visitante se presentaba a verlo. Pasó un mes sin que tuviera un solo invitado. A veces salía por las noches, pero siempre regresaba solo, y por lo que a Clancy se le alcanzaba, podía muy bien continuar cultivando su soledad en cualquiera de los cines de los alrededores. La falta de amigos en aquel hombre sorprendió primero y luego empezó a exasperar y a preocupar a Clancy. Un día, cuando trabajaba en el turno de noche y el señor Rowantree salió de casa solo, Clancy detuvo el ascensor entre dos pisos.
—¿Va usted a cenar, señor Rowantree? —le preguntó.
—Sí —dijo el otro.
—Bueno, pues si come usted por este barrio, señor Rowantree —dijo Clancy—, descubrirá usted que el Bill's Clam Bar es el único restaurante que merece la pena. Llevo veinte años viviendo en esta zona y los he visto aparecer y desaparecer. Los otros tienen iluminación de lujo y precios más caros, pero sólo encontrará buenos alimentos en el Bill's Clam Bar.
—Gracias, Clancy —dijo el señor Rowantree—. No lo olvidaré.
—Perdóneme —siguió Clancy—, no quisiera resultar demasiado curioso, pero ¿le importaría decirme en qué trabaja usted?
—Tengo una tienda en la Tercera Avenida. Venga a verla cualquier día.
—Lo haré con gusto. Pero, se me ocurre que a usted debe de gustarle cenar con sus amigos, en lugar de estar solo todo el tiempo. —Clancy se daba cuenta de que aquello era inmiscuirse en la intimidad de su interlocutor, pero lo empujaba la idea de que aquel ser humano quizá necesitara ayuda—. Un hombre tan bien parecido como usted debe de tener amigos —añadió—, y lo normal sería que cenara usted con ellos.
—Voy a cenar con una de mis amistades, Clancy —dijo el señor Rowantree.
Aquella respuesta hizo que Clancy se sintiera más tranquilo, y que se olvidara del señor Rowantree durante una temporada. El Edificio le dio vacaciones el día de San Patricio para que pudiera tomar parte en el desfile, y cuando terminó el festejo y Clancy se dirigía ya hacia su casa, decidió buscar la tienda de la Tercera Avenida. El señor Rowantree le había dicho en qué manzana estaba; no le resultó difícil encontrarla. A Clancy le agradó descubrir que era un local amplio, con dos puertas de entrada, separadas por un gran escaparate. Clancy miró a través del cristal para ver si el señor Rowantree estaba ocupado con un cliente, pero no había nadie dentro. Antes de entrar, examinó los objetos expuestos en el escaparate. Le desilusionó comprobar que no se trataba de una sastrería ni de una tienda de delicatessen. Parecía más bien un museo. Había copas y candelabros, mesas y sillas, todo ello antiguo. Abrió la puerta. Se oyó un tintineo, y Clancy levantó la vista para ver la campana pasada de moda con la cuerda de la que colgaba. El señor Rowantree salió de detrás de un biombo y lo saludó cordialmente.
A Clancy no le gustó la tienda. Tuvo la impresión de que el señor Rowantree estaba perdiendo el tiempo allí. Le preocupaba la idea de que un hombre gastara diariamente sus energías en un sitio como aquél. Un pasillo muy estrecho, entre mesas y escritorios, ánforas y estatuas, avanzaba hacia el interior de la tienda para dividirse luego en varias direcciones. Clancy nunca había visto tantos cachivaches juntos. Como no le cabía en la cabeza que todo aquello pudiera fabricarse en un solo país, imaginó que se trataba de objetos traídos desde todos los rincones del mundo. A Clancy le pareció una pérdida de tiempo haber reunido todas aquellas cosas en una oscura tienda de la Tercera Avenida. Pero era sobre todo la confusión y el despilfarro lo que le desagradaba; la sensación de estar rodeado por símbolos de frustraciones, y de que todos los jóvenes y las doncellas de porcelana en sus actitudes amorosas servían tan sólo de acompañamiento a la amargura. Quizá el hecho de que una vida tan feliz como la suya hubiese transcurrido en habitaciones desnudas hacía que Clancy asociase bondad con fealdad.
Tuvo mucho cuidado de no decir nada que pudiera ofender al señor Rowantree.
—¿Tiene usted algún dependiente que lo ayude? —preguntó.
—Sí, claro —dijo el señor Rowantree—. La señorita James está aquí casi siempre. Somos socios.
De modo que era eso, pensó Clancy. La señorita James. Ésa era su ocupación por las noches. Pero, entonces, ¿por qué no se casaban? ¿Era acaso porque él ya lo estaba? Quizá el señor Rowantree había sido víctima de alguna terrible desgracia, como que su mujer se hubiese vuelto loca, o que le hubieran quitado a sus hijos.
—¿Tiene usted alguna fotografía de la señorita James? —preguntó Clancy.
—No —respondió el señor Rowantree.
—Bueno, me alegro mucho de haber visto su tienda, y le quedo muy agradecido —dijo Clancy.
El paseo había merecido la pena, porque de la tienda oscura se llevó una clara imagen de la señorita James. Era un buen apellido, un apellido irlandés, y de ahora en adelante, cuando el señor Rowantree saliera por las noches, Clancy le preguntaría por la señorita James.
John, el hijo de Clancy, estaba en el último año de instituto. Era capitán del equipo de baloncesto y un personaje en su centro docente, y aquella primavera presentó un ensayo sobre la democracia a un concurso patrocinado por un industrial de Chicago. Se presentaron millones de concursantes, pero John obtuvo una mención honorífica, que le daba derecho a un viaje a Chicago en avión y a una visita de una semana a la ciudad con todos los gastos pagados. El muchacho, como es lógico, estaba contento con aquel regalo inesperado y lo mismo le pasaba a su madre, pero se diría que era a Clancy a quien le habían dado el premio. Se lo contó a todos los inquilinos del Edificio, les preguntó qué clase de ciudad era Chicago, y si era peligroso viajar en avión. Clancy se despertaba a medianoche y se iba al cuarto de John a contemplar a aquel maravilloso hijo suyo mientras dormía. El cerebro del muchacho estaba lleno de saber, pensaba. Tenía buen corazón y mucha fortaleza. Era pecado, Clancy lo sabía, confundir la inmortalidad del Espíritu Santo y el amor terrenal, pero cuando se daba cuenta de que John tenía su misma carne y sangre, de que el rostro del muchacho era su mismo rostro, mejorado por una mayor movilidad e inteligencia, y de que cuando él, Clancy, hubiese muerto, alguna costumbre o gusto suyo viviría en el muchacho, llegaba a la conclusión de que no había nada de doloroso en la muerte.
El avión de John salía para Chicago un sábado por la tarde. El muchacho fue a confesarse y luego se dirigió andando hasta el Edificio para despedirse de su padre. Clancy retuvo al muchacho en el vestíbulo todo lo que pudo y se lo presentó a los inquilinos que cruzaron por allí. Finalmente llegó el momento en que el chico tenía que marcharse. El portero se hizo cargo del ascensor, y Clancy acompañó a John hasta la esquina. Era una soleada y transparente tarde de cuaresma; no había ni una sola nube en el cielo. El muchacho llevaba su mejor traje, y para Clancy no había otro que pudiera comparársele. Se estrecharon la mano en la esquina, y el ascensorista regresó cansadamente al Edificio. Había muy pocas personas utilizando el ascensor, y Clancy se quedó junto a la puerta de entrada, viendo a la gente que pasaba por la acera. La mayoría llevaban su mejor ropa e iban camino de alguna diversión. Clancy les deseaba lo mejor a todos. Al otro lado de la calle vio la cabeza y los hombros del señor Rowantree, y se dio cuenta de que estaba con un joven. Clancy esperó y les abrió la puerta cuando se acercaron.
—Hola, Clancy —saludó el señor Rowantree—. Quiero que conozca a mi amigo Bobbie. Vivirá aquí de ahora en adelante.
Clancy dejó escapar un gruñido. El joven no tenía nada de joven. Llevaba el pelo corto, un suéter color amarillo canario y un abrigo con hombreras, pero era de la edad del señor Rowantree, y casi tan viejo como Clancy. Todas las características y los ademanes de la juventud que un hombre normal deja de lado cuando llega el momento persistían obscenamente en él. Se había aplicado un cosmético para que le brillaran los ojos, olía a perfume, y el señor Rowantree lo cogió del brazo para ayudarlo a cruzar la puerta como si fuera una chica bonita. Tan pronto como Clancy vio con qué tenía que enfrentarse, adoptó una postura firme. Se quedó en la puerta. El señor Rowantree y su amigo cruzaron el vestíbulo y entraron en el ascensor. Luego llamaron al timbre.
—¡No pienso subirlos en mi ascensor! —gritó Clancy desde el otro extremo del vestíbulo.
—Venga aquí, Clancy —dijo el señor Rowantree.
—No voy a llevar a ese tipo en mi ascensor —insistió Clancy.
—Haré que lo despidan por esto —aseguró el señor Rowantree.
—Me tiene sin cuidado —dijo Clancy—. Yo no los subo en el ascensor.
—Venga aquí, Clancy.
Pero Clancy no respondió. El señor Rowantree apoyó el dedo en el botón y lo mantuvo allí un buen rato. Clancy no se movió. Oyó hablar al señor Rowantree con su amigo. Un momento después empezaron a subir andando la escalera. Toda la solicitud que había sentido por él, las veces que lo había imaginado paseando por el parque con la señorita James, le parecieron dinero perdido en una terrible estafa. Se sintió herido y lleno de amargura. La idea de Bobbie viviendo en el Edificio le resultaba insoportable, y le pareció un desafío a sus simples convicciones sobre la vida. Se comportó de manera brusca con todo el mundo durante el resto del día. Incluso habló con aspereza a los niños. Cuando bajó al sótano a quitarse el uniforme, el señor Coolidge, el encargado, lo llamó a su despacho.
—Rowantree se ha pasado la última hora tratando de que lo despidamos, Jim —dijo—. Ha dicho que no ha querido usted subirlo en el ascensor. No voy a despedirlo porque es usted un hombre bueno y trabajador, pero le voy a hacer una advertencia: el señor Rowantree conoce a mucha gente rica y con influencias, y si no se ocupa usted de sus propios asuntos, conseguirá que lo echen.
El señor Coolidge estaba rodeado de todos los tesoros que había encontrado en los cubos de basura de las entradas de servicio: lámparas rotas, jarrones rotos, un cochecito de bebé con tres ruedas...
—Pero él... —empezó Clancy.
—No es asunto suyo, Jim. Ha estado muy tranquilo desde que volvió de Europa. Es usted un hombre bueno y trabajador, Clancy, y no quiero despedirlo, pero tiene que acordarse de que no es usted quien manda aquí.
Al día siguiente era Domingo de Ramos, y, gracias a Dios, el ascensorista no vio al señor Rowantree. El lunes, Clancy añadió a su amargura por tener que vivir en Sodoma la profunda y general aflicción que experimentaba siempre al comienzo de los sucesos que terminarían en el Gólgota. Era un día muy triste. Nubes y oscuridad flotaban sobre Nueva York. De vez en cuando, llovía. Clancy bajó al señor Rowantree en el ascensor a las diez. No dijo nada, pero le lanzó una mirada de desprecio. Las señoras empezaron a salir alrededor de las doce para almorzar. Bobbie, el amigo del señor Rowantree, salió también hacia esa hora.
A eso de las dos y media, una de las señoras regresó del almuerzo oliendo a ginebra, e hizo una cosa muy curiosa. Cuando entró en el ascensor, se volvió de cara a la pared, para que Clancy no la viera.
Él no era un hombre que mirase el rostro de alguien si esa persona deseaba ocultarlo, y eso hizo que se enfadara. Detuvo el ascensor.
—Vuélvase —ordenó—. Vuélvase. Me avergüenzo de usted, una mujer con tres hijos crecidos, vuelta de cara a la pared como una niñita llorona.
La señora se volvió. Estaba llorando por algo. Clancy puso otra vez en marcha el ascensor.
—Debería usted ayunar —murmuró—. Quedarse sin cigarrillos o sin carne durante la cuaresma. Eso le daría algo en lo que pensar.
La señora salió del ascensor, y Clancy acudió a la llamada del timbre desde la planta baja. Era el señor Rowantree. Lo subió hasta su piso. Luego llevó a la señora DePaul al noveno. Era una mujer muy simpática, y le habló de John y de su viaje a Chicago. Al bajar de nuevo, empezó a oler a gas.
Para un hombre que ha vivido siempre en una casa de vecindad, el olor a gas es el olor del invierno, de la enfermedad, de la carestía y de la muerte. Clancy subió al piso del señor Rowantree. Era allí. Tenía la llave maestra, abrió la puerta y penetró en aquel aliento infernal. Estaba todo oscuro. Oyó las llaves de paso silbando en la cocina. Sujetó la puerta con una alfombra para que no se cerrara y abrió una ventana del pasillo. Sacó la cabeza fuera en busca de un poco de aire. Luego, aterrado ante la idea de saltar él mismo por los aires, maldiciendo, rezando y medio cerrando los ojos, como si el aire envenenado pudiera dejarlo ciego, se dirigió hacia la cocina y se dio un golpe terrible contra el marco de la puerta que le dejó todo el cuerpo helado de dolor. Entró en la cocina dando tumbos, cerró el gas y abrió las puertas y las ventanas. El señor Rowantree, de rodillas, tenía metida la cabeza dentro del horno. Se incorporó: estaba llorando.
—Bobbie se ha ido, Clancy —dijo—. Bobbie se ha ido.
A Clancy se le revolvió el estómago, y se le llenó la boca de saliva amarga.
—¡Dios del cielo! —gritó—. ¡Dios del cielo!
Salió tambaleándose del apartamento. Iba temblando de la cabeza a los pies. Bajó en el ascensor, llamó a gritos al portero y le contó lo que había sucedido.
El portero lo sustituyó, Clancy fue al cuarto donde se cambiaban de ropa y se sentó. No sabía el tiempo que llevaba allí cuando reapareció el portero y dijo que volvía a oler a gas. Clancy subió otra vez al apartamento del señor Rowantree. La puerta estaba cerrada. La abrió y se quedó en el vestíbulo oyendo el silbido de las llaves de paso.
—¡Saque la condenada cabeza del horno, señor Rowantree! —gritó. Fue a la cocina y apagó el gas. El señor Rowantree estaba sentado en el suelo.
—No lo volveré a hacer, Clancy —aseguró—. Se lo prometo, se lo prometo.
Clancy bajó a buscar al señor Coolidge, ambos entraron juntos en el sótano y cerraron la llave del gas del señor Rowantree. Clancy volvió a subir. La puerta del apartamento estaba cerrada. Cuando la abrió, oyó el silbido del gas. Sacó la cabeza del señor Rowantree del horno.
—¡Está usted perdiendo el tiempo! —gritó—. ¡Le hemos cortado el gas! ¡Está perdiendo el tiempo!
El señor Rowantree se puso en pie como pudo y salió corriendo de la cocina. Clancy le oyó avanzar por el piso dando portazos. Lo siguió y lo encontró en el cuarto de baño, metiéndose en la boca las píldoras de un frasco. Clancy le quitó el frasco de la mano y luego lo tiró al suelo. Después llamó a la comisaría desde el teléfono del señor Rowantree, y esperó hasta que llegaron un policía, un médico y un sacerdote.
Clancy se fue andando a casa a las cinco. El cielo estaba negro. Llovía hollín y cenizas. Sodoma, pensó, la ciudad indigna de clemencia, el lugar de imposible redención, y, al alzar los ojos para ver la lluvia y las cenizas caer del cielo, sintió una gran desesperanza por sus semejantes. Habían perdido la capacidad de alcanzar misericordia; en la ciudad, a su alrededor, todo se orientaba hacia la autodestrucción y el pecado. Sintió nostalgia de la sencilla vida de Irlanda y de la Ciudad de Dios, pero se sentía contaminado por el hedor del gas.
Le contó a Nora lo que había sucedido, y ella trató de consolarlo. No habían recibido ni carta ni postal de John. Por la noche telefoneó el señor Coolidge. Dijo que se trataba del señor Rowantree.
—¿Se lo han llevado al manicomio? —preguntó Clancy.
—No —respondió el señor Coolidge—. Su amigo ha vuelto y han salido juntos. Pero ha amenazado otra vez con hacer que lo despidan, Jim. Tan pronto como se sintió bien de nuevo, dijo que iba a hacer que lo echaran. Yo no quiero despedirlo, pero tiene usted que tener cuidado, tiene que tener cuidado.
Clancy no lograba entender aquel giro, y se sintió enfermo. Le pidió al señor Coolidge que buscara a alguien del sindicato que lo sustituyera durante un día o dos, y se metió en la cama.
Clancy no se levantó a la mañana siguiente. Se sintió peor. Tenía frío. Nora encendió un fuego en la cocina, pero Clancy tiritaba como si tuviera helados el corazón y los huesos. Doblaba las rodillas hasta pegarlas contra el pecho y se arrebujaba bajo las mantas, pero no conseguía entrar en calor. Finalmente, Nora llamó al médico, un hombre originario de Limerick. Eran más de las diez cuando llegó. Dijo que Clancy debía ir al hospital. El doctor se marchó para disponer las cosas y Nora sacó la mejor ropa de Clancy y lo ayudó a ponérsela. Los calzoncillos largos aún conservaban la etiqueta con el precio, y todavía quedaban alfileres en la camisa. Al final nadie vio la ropa interior nueva ni la camisa limpia. En el hospital corrieron una cortina alrededor de su cama y le devolvieron a Nora todas sus galas. Luego Clancy se metió en la cama, y su mujer le dio un beso y se marchó.
Durante un rato, gruñó y gimió, pero tenía fiebre y acabó durmiéndose. No supo o no le interesó saber dónde estaba durante los días siguientes. Dormía la mayor parte del tiempo. Cuando John volvió de Chicago, la presencia del muchacho y su relato del viaje levantaron un poco el ánimo de Clancy. Nora lo visitaba todos los días, y en una ocasión, unas dos semanas después de que Clancy ingresó en el hospital, vino acompañada de Frank Quinn, el portero. Frank le dio a Clancy un estrecho sobre marrón, y cuando lo abrió, preguntando malhumorado qué era, vio que estaba lleno de billetes de banco.
—De parte de los inquilinos, Clancy —dijo Frank.
—¿Por qué han hecho una cosa así? —quiso saber Clancy. Aquello le afectó mucho. Se le humedecieron los ojos y no pudo contar el dinero—. ¿Por qué lo han hecho? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Por qué se han tomado la molestia? No soy más que un ascensorista.
—Son casi doscientos dólares.
—¿Quién recogió el dinero? ¿Fuiste tú, Frank?
—Fue uno de los inquilinos.
—Debió de ser la señora DePaul —supuso Clancy—. Me apuesto cualquier cosa a que fue la señora DePaul.
—Uno de los inquilinos —dijo Frank.
—Fuiste tú, Frank —aseguró Clancy con calor—. Fuiste tú quien recogió el dinero.
—Fue el señor Rowantree —dijo Frank bajando la cabeza con tristeza.
—No irás a devolver el dinero, ¿eh, Jim? —preguntó Nora.
—¡No soy imbécil! —gritó Clancy—. Cuando encuentro un dólar por la calle, ¡no soy de los que lo llevan a la oficina de objetos perdidos!
—Ningún otro hubiese conseguido tanto, Jim —dijo Frank—. Fue piso por piso. Dicen que estaba llorando.
Clancy tuvo una visión. Vio la iglesia desde dentro de su ataúd abierto, colocado delante del altar. El sacristán sólo había encendido unas pocas lámparas de color vaselina, porque los asistentes eran muy escasos, todos personas pobres y viejas que habían venido con Clancy en el barco desde Limerick. Oyó la voz juvenil del sacerdote mezclada con la débil música de campanas. Luego, en la parte trasera de la iglesia, vio al señor Rowantree y a Bobbie. Lloraban y lloraban. Lloraban con más fuerza que Nora. Veía sus hombros subiendo y bajando, y oía sus suspiros.
—¿Cree que me estoy muriendo, Frank? —preguntó Clancy.
—Sí, Jim. Eso es lo que cree.
—Piensa que voy a morirme —dijo Clancy, enfadado—. No le rige bien la cabeza. Bueno, pues no me voy a morir. No voy a echarme sus tribulaciones a la espalda. Quiero salir de aquí.
Se bajó de la cama. Nora y Frank trataron sin éxito de que volviera a acostarse. Frank salió corriendo a buscar a una enfermera. La enfermera reconvino a Clancy con el dedo y le ordenó que volviera a la cama, pero ya se había puesto los pantalones y se estaba atando los cordones de los zapatos. La enfermera salió y volvió con otra, y ambas trataron de sujetarlo, pero se libró de ellas sin dificultad. La primera enfermera fue en busca de un médico. El que volvió con ella era un hombre joven, mucho menos fuerte que Clancy. Dijo que el ascensorista podía irse a casa. Frank y Nora se lo llevaron en un taxi, y tan pronto como llegó telefoneó al señor Coolidge y le dijo que iría al trabajo a la mañana siguiente. Se sentía mucho mejor, rodeado de los olores y de las luces de su propia casa. Nora le preparó una buena cena y se la tomó en la cocina.
Después de cenar, se sentó en mangas de camisa junto a la ventana. Pensó en la vuelta al trabajo, en el hombre con el hoyuelo en la barbilla, en el hombre que pegaba a su esposa, en el señor Rowantree y en Bobbie. ¿Por qué tendría un hombre que enamorarse de un monstruo? ¿Por qué debería intentar suicidarse? ¿Por qué tendría que empeñarse en despedir a un hombre y luego recoger dinero para él con lágrimas en los ojos, y después, quizá una semana más tarde, tratar otra vez de despedirlo? No devolvería el dinero, no le daría las gracias al señor Rowantree, pero se preguntó qué tipo de condena debería emitir contra aquel pervertido. Empezó a elegir las palabras que le diría cuando se lo encontrara: «Yo le sugeriría, señor Rowantree, que la próxima vez que quiera suicidarse, consiga una soga o un revólver. También le sugeriría, señor Rowantree —añadiría—, que fuese a un buen médico para que le mire la cabeza.»
El viento primaveral, el viento del sur que en la ciudad huele a alcantarilla, estaba soplando. La ventana de Clancy daba sobre un espacio ocupado por tendederos y árboles del cielo, por patios utilizados como estercoleros y por las fachadas desnudas de otras casas de vecindad, con sus ventanas encendidas y apagadas. La simetría, la solidez de la escena infundió ánimos a Clancy, como si estuviese de acuerdo con algo bueno que existía en su interior. Hombres con mentes normales como la suya habían construido aquellas casas. Nora le trajo un vaso de cerveza y se sentó cerca de la ventana. Él le pasó el brazo alrededor de la cintura. Estaba en combinación, debido al calor. Llevaba el pelo sujeto con horquillas. A Clancy le parecía una de las criaturas más bellas de su época, pero un extraño, supuso, quizá notara el roto de la combinación y que su cuerpo se encorvaba un poco y carecía de elasticidad. Un retrato de John colgaba de la pared. A Clancy le maravilló la fuerza y la inteligencia que ponía de manifiesto el rostro de su hijo, pero se imaginó que un extraño podría notar las gafas del chico y la mala calidad de su piel. Y luego, pensando en Nora y en John y en aquella semiceguera que era todo lo que él conocía del amor mortal, decidió no decirle nada al señor Rowantree. Se cruzarían en silencio.