El océano

 

The Ocean,
(The New Yorker, 1-agosto-1964)

 

Escribo este diario porque creo estar en peligro y porque no tengo ningún otro medio de expresar mis temores. No puedo ir a contárselos a la policía, como se verá en seguida, ni tampoco confiárselos a mis amigos. Mi amor propio, mi sentido común y mi caridad se han visto considerablemente afectados recientemente, pero además me queda una dolorosa incertidumbre sobre quién tiene la culpa. Quizá sea yo el responsable. Permítaseme poner un ejemplo. Anoche me senté a cenar con Cora, mi mujer, a las seis y media. Nuestra única hija ya no vive en casa, y ahora comemos en la cocina, en una mesa decorada con una pecera. Para comer teníamos jamón de York, ensalada y patatas. Probé la ensalada y tuve que escupirla.

—Claro —dijo mi mujer—. Ya me temía yo que iba a pasar algo así. Siempre dejas el líquido para encender la barbacoa en la despensa, y lo he confundido con el vinagre.

Como decía: ¿quién tiene la culpa? Yo siempre procuro dejar las cosas en su sitio, y si ella pensaba envenenarme, no habría cometido la torpeza de aderezar la ensalada con gasolina. Si yo no la hubiese dejado en la despensa, no habría sucedido nada. Pero voy a seguir un poco más con estos razonamientos. Durante la cena se nos vino encima una tormenta. El cielo se ensombreció y de repente empezó a llover a cántaros. Nada más terminar de comer, Cora se puso un impermeable verde y salió a regar el césped. La estuve viendo desde la ventana. Parecía no darse cuenta de las cortinas de agua que caían a su alrededor, y regaba el césped con gran cuidado, deteniéndose especialmente en los sitios donde la hierba tenía un color amarillento. Temí que se pusiera en evidencia ante los vecinos. La dueña de la casa de al lado telefonearía a la señora de la esquina para decirle que Cora Fry estaba regando el césped mientras caía un aguacero. El deseo de que mi mujer no se convirtiera en tema para los cotilleos del vecindario me llevó a su lado, pero mientras me acercaba, protegiéndome con el paraguas, comprendí que me faltaba el tacto necesario para salir airoso de aquel trance. ¿Qué tenía que decir? ¿Acaso que la llamaba una amiga por teléfono? Mi mujer no tiene amigas.

—Vuelve a casa, cariño —dije—. Podría alcanzarte un rayo.

—Me extrañaría muchísimo —respondió ella con su voz más musical. Últimamente habla siempre a una octava por encima del do mayor.

—¿Por qué no esperas a que deje de llover? —insistí.

—No va a durar mucho —contestó con entonación muy dulce—. Las tormentas nunca duran.

Volví a casa bajo el paraguas y me serví una copa. Cora estaba en lo cierto. Un minuto después, la tormenta había cesado y ella seguía regando el césped. En los dos incidentes que acabo de narrar, mi mujer tenía razón en parte, pero eso no me impide seguir pensando que estoy en peligro.

Ah, mundo, mundo, mundo maravilloso y desconcertante, ¿cuándo empezaron mis problemas? Escribo esto en mi casa de Bullet Park. Son las diez de la mañana. Estamos a martes. Se me podría preguntar con toda razón qué estoy haciendo en Bullet Park un día de trabajo. Los únicos varones que quedamos por aquí son tres clérigos, dos enfermos crónicos y un viejo excéntrico de Turner Street que está completamente loco. Todo el barrio disfruta de la serenidad, de la quietud de un lugar donde las tensiones entre los sexos han quedado suspendidas: excepto las mías con mi mujer, por supuesto, y las de los tres clérigos. ¿Qué es lo que me pasa? ¿Qué es lo que estoy haciendo? ¿Por qué no tomo el tren para ir a Nueva York? Tengo cuarenta y seis años, disfruto de una buena salud, me visto bien, y sé más acerca de la fabricación y la venta de Dynaflex que ninguna otra de las personas que trabajan en el ramo. Una de mis dificultades es que parezco más joven de lo que soy. Mi cintura no pasa de los setenta y cinco centímetros y tengo el pelo completamente negro; de manera que cuando le digo a la gente que era vicepresidente encargado de ventas y ayudante ejecutivo del presidente de Dynaflex —cuando le digo esto a un extraño en un bar o en el tren—, nunca me creen porque parezco demasiado joven.

El señor Estabrook, el presidente de Dynaflex y en cierto sentido mi protector, era un entusiasta de la jardinería. Una tarde, mientras contemplaba sus flores, le picó un abejorro y murió antes de que pudieran llevarlo al hospital. Yo podría haber sido el nuevo presidente, pero prefería seguir ocupándome de las ventas y de la producción. Poco después, los miembros del consejo de administración —entre los que me encontraba— votamos en favor de una fusión con Milltonium Ltd., colocando así a Eric Penumbra, el jefe de Milltonium, al timón. Yo voté por la fusión con ciertos recelos, pero los oculté y me ocupé de llevar a cabo la porción más importante del trabajo previo. Tenía que conseguir la aprobación de una serie de accionistas conservadores y desconfiados y, uno a uno, los fui convenciendo a todos. El hecho de que yo hubiese trabajado únicamente para Dynaflex desde que salí de la universidad les inspiraba confianza. Pocos días después de que la fusión fue una realidad, Penumbra me llamó a su despacho.

—Bien —dijo—, lo ha conseguido.

—Así es, efectivamente —respondí.

Pensé que me estaba felicitando por el resultado de mi gestión. Había viajado por todos los estados de la Unión y hecho dos visitas a Europa. Ningún otro podría haberlo conseguido.

—Lo ha logrado —dijo Penumbra con aspereza—. ¿Cuánto tiempo necesitará para marcharse?

—No lo entiendo —respondí.

—¡Demonios! ¿Que cuánto tiempo le hará falta para irse? —gritó—. Está usted anticuado. No podemos permitirnos el lujo de tener gente como usted en este negocio. Le estoy preguntando cuánto tiempo necesita para marcharse.

—Creo que una hora será suficiente —contesté.

—Bien, voy a darle hasta finales de semana —dijo él—. Si quiere mandarme a su secretaria, yo me encargaré de despedirla. Realmente es usted un hombre afortunado. Con el subsidio de desempleo, la indemnización por despido y el paquete de acciones de la compañía que posee seguirá cobrando casi el mismo dinero que yo, y no tendrá que mover un dedo. —Después se levantó de la mesa y vino a donde yo estaba. Me pasó el brazo por encima del hombro y me abrazó—. No se preocupe —dijo—, estar anticuado es algo con lo que tenemos que enfrentarnos todos. Confío en que sabré conservar la calma tan bien como usted cuando me llegue la hora.

—Así lo espero, desde luego —dije, y salí del despacho.

Me fui a los lavabos, me encerré en uno de los retretes y lloré. Lloré por la deshonestidad de Penumbra, por el futuro de Dynaflex, y por el porvenir de mi secretaria, una soltera de mediana edad, muy inteligente, que escribe relatos breves en su tiempo libre; lloré amargamente por mi propia ingenuidad y por mi falta de doblez; lloré por dejarme abrumar por los hechos más básicos de la existencia. Al cabo de media hora, me sequé las lágrimas y me lavé la cara. Recogí todos mis efectos personales del despacho, tomé el tren para volver a casa y le conté a Cora lo que había sucedido. Yo estaba enfadado, por supuesto, y ella pareció asustarse. Empezó a llorar y se fue al tocador, que es el lugar que ha venido utilizando como muro de las lamentaciones desde que nos casamos.

—En realidad, no hay ningún motivo para llorar —dije—. Quiero decir que tenemos mucho dinero. Grandes cantidades de dinero. Nos podemos ir a Japón, o a la India. Podemos visitar las catedrales inglesas.

Cora siguió llorando y llorando, y después de cenar llamé a nuestra hija Flora, que vive en Nueva York.

—Lo siento, papá —dijo cuando le conté las noticias—. Lo siento muchísimo, e imagino lo mal que lo estás pasando; me gustaría verte dentro de algún tiempo, pero no ahora mismo. Recuerda tu promesa..., prometiste dejarme en paz.

El próximo personaje que entra en escena es mi suegra, que se llama Minnie. Minnie es una rubia de unos setenta años, con voz ronca y cuatro cicatrices en la cara, consecuencia de una operación de cirugía estética. Se la puede ver zascandileando alrededor de Neiman-Marcus, o en el vestíbulo de cualquier gran hotel. Minnie usa la expresión «estar de moda» con gran flexibilidad. Cuando habla del suicidio de su marido en 1932, suele decir que «tirarse por la ventana estaba muy de moda». Cuando expulsaron del instituto a su hijo único por conducta inmoral, y se fue a vivir a París con un hombre de más edad, Minnie dijo: «Me doy cuenta de que es repugnante, pero parece que está terriblemente de moda.» Acerca de su atroz forma de arreglarse, suele decir: «No puedes figurarte lo incómodo que es, pero ¡está tan de moda!» Minnie es cruel y perezosa, y Cora, su única hija, la odia. Mi esposa ha orientado su manera de ser por caminos que son diametralmente opuestos a los de Minnie. Cora es cariñosa, responsable, sobria y amable. Tengo la impresión de que para salvaguardar sus virtudes —para no perder la esperanza, en realidad—, se ha visto obligada a inventar una historia fantástica según la cual Minnie no es en realidad su madre; su madre es una señora prudente y muy simpática que se entretiene haciendo bordados. Todo el mundo sabe lo convincentes y traicioneras que pueden ser las fantasías.

El día siguiente a mi despido estuve sin hacer nada. Al cerrárseme las oficinas de Dynaflex me encontré con la sorpresa de que apenas tenía ningún sitio adonde ir. Mi club está anexo a una universidad donde sólo sirven almuerzos estilo cafetería, y tiene muy poco de refugio. Siempre he querido leer buenos libros, y parecía que aquélla iba a ser mi oportunidad. Me fui al jardín con un ejemplar de Chaucer y leí media página, pero era un trabajo realmente duro para un hombre de negocios. Me pasé el resto de la mañana labrando la tierra en el sembrado de las lechugas, y logré que se enfadara el jardinero. Por alguna razón, la comida con Cora resultó tirante. Después de almorzar, ella se quedó dormida. Lo mismo hizo la criada, cosa que descubrí cuando entré en la cocina a por un vaso de agua. Estaba profundamente dormida con la cabeza sobre la mesa. La quietud de la casa en aquel momento me produjo una sensación muy peculiar. Pero el mundo, con todas sus diversiones y entretenimientos, estaba a mi alcance, de manera que llamé a Nueva York y encargué entradas para un teatro. A Cora no le gusta demasiado el teatro, pero vino conmigo. Al acabar la representación, fuimos al St. Regis a tomar una copa. Cuando entramos, la orquesta estaba terminando una de sus actuaciones: trompetas hacia el cielo, banderas desplegadas, y el tipo sonriente que tocaba la batería golpeando enérgicamente todo lo que encontraba a su alcance. En el centro de la pista, Minnie agitaba el trasero, zapateaba y chasqueaba los pulgares. Su pareja era un gigoló que se había quedado sin resuello y no hacía más que mirar desesperadamente por encima del hombro, como esperando a que su entrenador tirase la toalla. El vestuario de Minnie era excepcionalmente brillante, su rostro parecía excepcionalmente demacrado, y mucha gente se reía de ella. Como digo, Cora parece haberse inventado una madre que rebosa dignidad, y estos encuentros resultan muy crueles. Nos fuimos de inmediato. Cora no dijo una sola palabra durante todo el largo viaje de vuelta a casa.

Minnie debió de ser una mujer hermosa hace muchos años. Cora ha heredado de ella sus grandes ojos y su delicada nariz. Minnie viene a visitarnos dos o tres veces al año. No hace falta decir que si anunciase su llegada cerraríamos la casa y nos marcharíamos, pero mi suegra sabe perfectamente cómo hacer desgraciada a su hija, y por ello, con gran habilidad, convierte sus visitas en una sorpresa. Al día siguiente pasé la tarde en el jardín intentando leer a Henry James. A eso de las cinco oí detenerse un coche delante de nuestra casa. Poco después empezó a llover, y al entrar en la sala de estar vi a Minnie de pie junto a una ventana. La habitación estaba casi a oscuras, pero nadie se había molestado en encender la luz.

—Vaya, Minnie —exclamé—, cómo me alegro de verte, qué sorpresa tan agradable. Deja que te prepare algo de beber. Encendí una lámpara y me di cuenta de que era Cora. Mi mujer se volvió lentamente hacia mí con una mirada directa y elocuente, de total desconfianza. Podría haber pasado por una sonrisa si yo no supiera que la herí en lo más íntimo; si no hubiese notado la oleada de emoción que brotó de ella como brota la sangre de una herida.

—Lo siento muchísimo, cariño —dije—. Lo siento muchísimo. No veía bien.

Cora abandonó la habitación.

—Ha sido la oscuridad —insistí—. Se hizo de noche de repente cuando empezó a llover. Lo siento muchísimo, pero ha sido la oscuridad y la lluvia.

La oí subir la escalera sin molestarse en encender la luz y cerrar la puerta de nuestro cuarto.

Cuando vi a Cora a la mañana siguiente —y no volví a verla hasta entonces—, deduje, por la dolorosa crispación de su rostro, que para ella mi confusión había sido intencionada. Imagino que la herí tanto como Penumbra a mí cuando me llamó anticuado. A partir de entonces, su voz se hizo una octava más aguda, y empezó a hablarme —cuando me hablaba— con entonación cansada y musical, acompañando sus palabras con miradas acusadoras y tristes. Ahora bien: es posible que yo no hubiese notado nada de todo esto si hubiera continuado absorto en mi trabajo y volviendo a casa por las tardes muerto de cansancio. Conseguir un saludable equilibrio entre movimiento y observación era casi imposible al quedar mis oportunidades para la acción tan repentinamente truncadas. Continué con mi programa de lecturas serias, pero pasaba más de la mitad del tiempo observando las tribulaciones de Cora y el desorganizado funcionamiento de la casa. Una asistenta venía cuatro veces por semana, y cuando la vi barriendo el polvo bajo las alfombras y descabezando sueños en la cocina, me enfadé. No dije nada acerca de aquello, pero nuestras relaciones empezaron a hacerse poco cordiales. Lo mismo sucedió con el jardinero. Si yo me sentaba en el jardín a leer, venía a cortar la hierba debajo de mi silla; y le llevaba un día entero, a cuatro dólares la hora, cortar el césped, aunque yo sabía por propia experiencia que aquel trabajo se podía hacer en mucho menos tiempo. En cuanto a Cora, veía con toda claridad lo vacía y solitaria que resultaba su vida. Nunca salía a almorzar fuera. Nunca jugaba a las cartas. Arreglaba las flores, iba a la peluquería, cotilleaba con la criada y descansaba. Las cosas más insignificantes empezaron a irritarme y a ofenderme, y lo poco razonable de mi irritabilidad me molestaba doblemente. El ruido apenas perceptible de los inocentes pasos de Cora cuando deambulaba por la casa sin ir a ningún sitio en particular bastaba para ponerme de mal humor. Me molestaba incluso su manera de hablar.

—Tengo que tratar de arreglar las flores —decía—. Tengo que tratar de comprarme un sombrero. Tengo que tratar de que me hagan la permanente. Tengo que tratar de encontrar un bolso amarillo. —Al levantarse de la mesa después de almorzar, decía—: Ahora trataré de tumbarme al sol. —Pero ¿por qué utilizaba el verbo tratar? El sol descendía a raudales desde el cielo sobre la terraza, donde había gran abundancia de muebles cómodos, y pocos minutos después de echarse en una hamaca, Cora se quedaba dormida. Al levantarse de la siesta, decía—: Tengo que tratar de que no me queme el sol. —Y al entrar en la casa—: Ahora voy a tratar de bañarme.

Una tarde fui a la estación para ver llegar el tren de las seis y treinta y dos. Era el tren en el que yo solía volver a casa. Aparqué el coche junto a una larga fila de automóviles, conducidos en su mayor parte por amas de casa. Estaba muy nervioso. Yo no aguardaba a nadie, y las mujeres a mi alrededor esperaban únicamente a sus maridos, pero a mi modo de ver, aguardábamos algo mucho más importante. Daba toda la impresión de que el decorado estaba listo. Pete y Harry, los dos taxistas, aguardaban de pie junto a sus coches. Con ellos estaba el terrier de los Bruxton, un eterno vagabundo. El señor Winters, el factor, hablaba con Louisa Balcolm, la administradora de correos, que vive dos estaciones más allá en la línea del ferrocarril. Eran los actores secundarios, los tramoyistas y los curiosos que constituían la base del espectáculo. Yo no dejaba de mirar el reloj. El tren llegó por fin, y un momento después, una erupción, un borbotón de humanidad, salió por las puertas de la estación: tan numerosos y decididos, tan semejantes a los marineros que vuelven a casa después de faenar en el mar, tan apresurados, tan cariñosos, que me eché a reír de placer. Allí estaban todos, los bajos y los altos, los ricos y los pobres, los prudentes y los atolondrados, mis amigos y mis enemigos, y todos atravesaban las puertas con un paso tan ligero y unos ojos tan brillantes que comprendí que debía unirme a ellos. Simplemente, volvería a trabajar. Esta decisión hizo que me sintiera alegre y magnánimo, y cuando volví a casa me pareció por un momento que mi alegría era contagiosa. Cora, por primera vez en muchos días, habló con voz decidida y cálida, pero cuando le contesté, dijo, recuperando el tono musical:

—Hablaba con el pez de colores.

Así era, efectivamente. La hermosa sonrisa que creía destinada a mí, en realidad, iba dirigida a la pecera, y me pregunté si Cora no habría renunciado al mundo, a sus luces, a sus ciudades y al fragor de la vida real por aquel globo de cristal y su disparatado castillo. Observando cómo se inclinaba amorosamente sobre la pecera, tuve la clara impresión de que contemplaba con envidia aquel otro mundo.

 

Fui a Nueva York a la mañana siguiente, y llamé por teléfono a un amigo que siempre había elogiado mucho mi trabajo con Dynaflex. Me dijo que me pasara por su oficina a eso de las doce, supuse que para almorzar juntos.

 

—Quiero volver a trabajar —le dije—. Necesito que me ayudes.

—Bueno, eso no es nada fácil —respondió—. No es tan fácil como podría parecer. En primer lugar, no esperes mucha comprensión por parte de la gente. Todos nuestros colegas saben la generosidad con que Penumbra te ha tratado. A la mayoría de nosotros nos gustaría cambiarnos contigo. Quiero decir que existe un comprensible porcentaje de envidia. A la gente no le apetece ayudar a alguien que está en una situación más cómoda que la suya. Y además, Penumbra quiere que sigas apartado de la profesión. Ignoro por qué, pero es un hecho, y cualquiera que te dé trabajo se verá en dificultades con Milltonium. Y, para seguir con las verdades desagradables, eres demasiado viejo. Nuestro presidente tiene veintisiete años. El mandamás de nuestro mayor competidor ha cumplido los treinta recientemente. ¿Por qué no te dedicas a pasarlo bien? ¿Por qué no te lo tomas con calma? Dedícate a dar la vuelta al mundo, por ejemplo.

Entonces le pregunté con humildad que si haciendo una inversión en su firma, digamos cincuenta mil dólares, podría encontrarme con un puesto de cierta responsabilidad. Mi amigo me obsequió con una gran sonrisa. Todo parecía muy sencillo.

—Me encantaría aceptar tus cincuenta mil —dijo alegremente—, pero en cuanto a encontrarte alguna ocupación, mucho me temo...

En ese momento entró su secretaria para decir que se le estaba haciendo tarde para el almuerzo.

Al salir de allí me detuve en un cruce como si estuviera esperando a que se pusiera en verde el semáforo, pero en realidad no esperaba nada. Me sentía aturdido. Lo que quería era comprarme un par de cartelones, como los de los hombres anuncio, y apuntar en ellos todas mis quejas. Describiría la falta de honradez de Penumbra, las amarguras de Cora, los insultos sufridos a manos del jardinero y de la criada, y lo cruelmente que se me había apartado de la corriente de la vida porque la moda exigía juventud e inexperiencia. Me colgaría los cartelones de los hombros para pasearme frente a la biblioteca pública de nueve a cinco, facilitando información más detallada a quienes manifestasen interés. Hubiese querido añadir una tormenta de nieve, vientos huracanados y el fragor de los truenos; me hubiera gustado convertirlo en un espectáculo.

Entré en un restaurante de una bocacalle para comer algo y tomar una copa. Era uno de esos sitios donde hombres solitarios comen pescado y marisco mientras leen el periódico de la tarde y, donde, a pesar de las luces de colores y de la música de fondo, el ambiente es muy tenso. El jefe de los camareros era un tipo enérgico salido del Corso di Roma. Andaba como un pato, golpeando el suelo con los tacones de sus zapatos italianos, y llevaba los hombros encorvados, como si le apretara la chaqueta. Le habló con aspereza al barman, quien inmediatamente le susurró a un camarero:

—¡Lo mataré! ¡Un día de éstos lo voy a matar!

—Tú y yo —susurró el camarero—. Lo mataremos juntos.

La chica del guardarropa se unió a los susurros. También ella quería matar al encargado. Los conspiradores se dispersaron cuando reapareció el otro, pero el ambiente seguía siendo de rebelión. Me bebí un cóctel y pedí una ensalada, y mientras me la traían me llamó la atención la voz de un hombre que hablaba apasionadamente en el reservado contiguo al mío. No tenía nada mejor que hacer, así que me puse a escucharlo.

—Me voy a Minneapolis —decía—. Tengo que ir a Minneapolis, y nada más llegar al hotel ya está sonando el teléfono. Llama para decirme que no funciona el calentador del agua. Yo estoy en Minneapolis y ella está en Long Island, y me pone una conferencia para decirme que no funciona el calentador del agua. Le pregunto que por qué no llama a un fontanero, y se echa a llorar. Se pasa llorando un cuarto de hora de conferencia, sólo porque le sugiero que llame al fontanero. Bien; en cualquier caso, resulta que en Minneapolis hay una joyería muy buena y le compro unos pendientes. Zafiros. Ochocientos dólares. No me lo puedo permitir, pero tampoco me puedo permitir no comprarle regalos. Quiero decir que quizá gane ochocientos dólares en diez minutos, pero, como dice mi abogado, no me llevo más que la tercera parte de lo que gano, y por tanto, unos pendientes de ochocientos dólares me cuestan alrededor de los dos mil. El caso es que compro los pendientes, se los doy cuando llego a casa, y vamos a la fiesta de los Barnstable. Cuando volvemos a casa ha perdido uno de los pendientes. No sabe dónde. No le preocupa en absoluto. Ni siquiera desea llamar a los Barnstable para preguntar si por casualidad está allí el pendiente. No quiere molestarlos. Entonces yo digo que es como tirar el dinero y ella empieza a llorar, y dice que los zafiros son piedras frías, que ponen de manifiesto mi frialdad interior hacia ella. Dice que no ha habido amor en ese regalo; que no era un regalo de enamorado. Me ha bastado con entrar en una joyería y comprarlos, dice. No he gastado en ellos ni solicitud ni afecto. Entonces le pregunto si espera que le fabrique los pendientes, si quiere que me matricule en una escuela nocturna y aprenda a hacer uno de esos horribles brazaletes de plata. A martillazos. Ya sabes. Cada martillazo es una prueba de solicitud y de afecto. ¿Es eso lo que quiere, maldita sea? Y, claro, aquella noche volví a dormir en el cuarto de los huéspedes...

Seguí comiendo y escuchando. Esperaba a que el acompañante del narrador dijera algo, a que manifestara de alguna forma su simpatía o su aprobación, pero su silencio era total, y me pregunté por un momento si el ocupante del reservado no estaría hablando consigo mismo. Torcí el cuello para mirar al otro lado del tabique de separación, pero estaba demasiado al fondo para verlo.

—Tiene un dinero que no es suyo —continuó la voz—. Yo pago los impuestos por esa cantidad, y ella se lo gasta todo en ropa. Tiene cientos y cientos de trajes y de zapatos, tres abrigos de pieles y cuatro pelucas. Cuatro. Pero si yo me compro un traje, dice que estoy derrochando. Tengo que comprarme ropa de vez en cuando. Quiero decir que no puedo ir al despacho como si fuera un pordiosero. Pero si yo compro algo, estoy derrochando. El año pasado me compré un paraguas; sólo trataba de no mojarme. Manirroto. El año anterior me compré un abrigo de entretiempo. Dilapidador. Ni siquiera puedo comprarme un disco, porque sé que me va a mandar al infierno por malgastar el dinero. Con mi sueldo, imagínate, con mi sueldo, sólo podemos desayunar beicon los domingos. El beicon está demasiado caro. Pero tendrías que ver los recibos del teléfono. Tiene una amiga, su compañera de cuarto en la universidad. Imagino que eran muy buenas amigas. Ahora vive en Roma, y Vera sigue llamándola por teléfono. El mes pasado, sólo en llamadas a Roma, más de ochocientos dólares. Entonces le dije: «Vera, si tanto te gusta hablar con tu amiguita, ¿por qué no coges el avión y te vas a Roma? Saldría mucho más barato.» Y ella me dijo: «No quiero ir a Roma. No me gusta nada. Es un sitio ruidoso y sucio.»

»Pero ¿sabes?, cuando pienso en mi pasado y también en el suyo, me parece que esta situación tiene unas raíces muy antiguas. Mi abuela era una mujer muy independiente, tenía unas opiniones muy tajantes sobre los derechos de la mujer. Mi madre se matriculó a los treinta y dos años en la Facultad de Derecho y consiguió licenciarse. Nunca practicó la abogacía. Explicaba que había ido a la facultad para tener algo más en común con mi padre, pero lo que hizo en realidad fue destruir, destruir literalmente la poca ternura que aún quedaba entre ambos. Casi nunca estaba en casa, y cuando estaba no hacía más que estudiar para los exámenes. Siempre lo mismo: «Chisss... Tu madre está estudiando.» Mi padre era un hombre solitario, pero hay una enorme cantidad de hombres solitarios por el mundo. No lo confiesan, por supuesto. ¿Hay alguien que diga la verdad? Te encuentras por la calle con un viejo amigo. Está terriblemente desmejorado. Es de asustar. La cara grisácea, se le cae el pelo y, por añadidura, tiene una tiritona. De manera que vas y le dices: «Charlie, Charlie, ¡qué buen aspecto tienes!» Entonces él responde, temblando de pies a cabeza: «Nunca me he sentido mejor en mi vida, de verdad.» Y tú sigues tu camino, y él el suyo.

»Me doy cuenta de que no es fácil para Vera, pero ¿qué puedo hacer? Te lo digo en serio, a veces tengo miedo de que me haga daño; tengo miedo de que me abra la cabeza con una hacha mientras duermo. No por tratarse de mí, sino tan sólo porque soy hombre. A veces pienso que las mujeres de hoy son las criaturas más desgraciadas de toda la historia de la humanidad. Quiero decir que están justo en medio del océano. La encontré, por ejemplo, besuqueándose con Pete Barnstable en la antecocina. Era la noche en que perdió el pendiente, la noche en que yo había vuelto de Minneapolis. Por eso, cuando volví a casa, antes de darme cuenta de que había perdido el pendiente, le pregunté qué era aquello, aquel besuquearse con Pete Barnstable. Entonces me dijo, muy emancipada, que era demasiado pedirle a una mujer que se conformara con las atenciones de un solo hombre. Entonces, dije yo, ¿qué pasa conmigo?, ¿eso también vale para mí, no?, quiero decir, si a ella le está permitido besuquearse con Pete Barnstable, ¿no se deduce de ahí que yo puedo irme con Mildred Renny al aparcamiento? Entonces dijo que yo estaba convirtiendo en basura todo lo que ella decía. Dijo que yo tenía una mente tan sucia que no se podía hablar conmigo. Luego me di cuenta de que había perdido el pendiente, después tuvimos la pelea sobre si los zafiros son unas piedras muy frías, y a continuación...

La voz se convirtió en un susurro y, al mismo tiempo, unas mujeres que ocupaban el reservado del otro lado iniciaron un ruidoso y salvaje ataque contra una amiga común. Me hubiera gustado mucho ver la cara del hombre que contaba la historia, y llamé al camarero pidiéndole la cuenta, pero cuando salí del reservado ya se había ido, y nunca sabré qué aspecto tenía.

 

Cuando volví a casa dejé el coche en el garaje y entré por la puerta de la cocina. Cora estaba sentada a la mesa, inclinada sobre una fuente de chuletas. Tenía un bote de insecticida en la mano. No podría asegurarlo porque soy miope, pero creo que estaba rociando las chuletas con insecticida. Se sobresaltó al entrar yo, y para cuando me puse las gafas ya había dejado el bote sobre la mesa. Como yo ya había cometido un error muy grave a causa de la miopía, no deseaba volver a equivocarme; pero el insecticida estaba aún sobre la mesa, junto a la fuente de chuletas, y ése no era su sitio. Contenía un porcentaje muy alto de veneno contra el sistema nervioso.

 

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —pregunté.

—¿Qué es lo que parece que estoy haciendo? —preguntó a su vez Cora, hablando siempre en una octava por encima del do mayor.

—Parecía que estuvieras sazonando las chuletas con insecticida —dije.

—Ya sé que no me consideras muy inteligente —replicó—, pero haz el favor de concederme un poco más de crédito que todo eso.

—Entonces, ¿qué haces con ese bote de insecticida? —pregunté.

—He estado rociando las rosas —contestó.

Me había derrotado, en cierta manera; me había derrotado y asustado. Estaba convencido de que la carne aderezada con una buena cantidad de aquel insecticida podía ser fatal. Había una posibilidad de que me muriera si comía las chuletas. Lo verdaderamente extraordinario, sin embargo, era que después de veinte años de matrimonio yo no conociera a Cora lo bastante bien como para saber si tenía o no la intención de asesinarme. Soy capaz de fiarme de un repartidor que veo por vez primera o de una mujer de la limpieza, pero no me fiaba de Cora. Los vientos dominantes no han logrado aún, al parecer, alejar de nuestro matrimonio el humo de la batalla. Me preparé un martini y me instalé en la sala de estar. Si realmente me hallaba en peligro, no me sería difícil eludirlo. No tenía más que irme a cenar al club. Retrospectivamente, la única explicación de que no me decidiera a hacerlo fueron las paredes azules de la habitación donde me encontraba. Se trata de un cuarto muy bonito, con amplias ventanas que dan sobre un césped muy cuidado, y desde las que se ven algunos árboles y el cielo. El orden de la habitación parecía imponer cierto orden en mi conducta, como si al ausentarme del comedor hubiese quebrantado de alguna forma el orden de las cosas. Si me marchaba a cenar al club, lo haría cediendo ante mis sospechas y echando a perder mis esperanzas, y yo estaba decidido a no desesperar. Las paredes azules del cuarto eran algo así como el símbolo de todo lo que ofendería yéndome al club y tomándome a solas un sándwich de carne en el bar. Me comí una de las chuletas que había preparado mi mujer. Tenía un sabor peculiar, pero para entonces yo ya no era capaz de distinguir mis temores de la realidad. Estuve muy indispuesto aquella noche, pero pudo ser mi imaginación. Me pasé una hora en el cuarto de baño luchando con una indigestión aguda. Cora parecía estar dormida, pero al volver del cuarto de baño me di cuenta de que tenía los ojos abiertos. Estaba preocupado, y por la mañana me hice yo mismo el desayuno. La criada preparó el almuerzo, y parecía muy poco probable que quisiera envenenarme. Estuve leyendo a Henry James en el jardín, pero al acercarse la hora de la cena, me di cuenta de que volvía a dominarme el miedo. Fui a la antecocina a prepararme un cóctel. Cora se ocupaba de la cena, pero se hallaba en ese momento en otro sitio de la casa. En la cocina hay un armario para las escobas: me metí en él y cerré la puerta. En seguida oí los pasos de mi mujer, que volvía. Guardamos el insecticida en otro de los armarios de la cocina, y la oí abrirlo. Después salió al jardín y la oí mientras rociaba las rosas. Volvió a la cocina, pero no dejó el veneno en el armario. Mi campo de visión a través del agujero de la cerradura era limitado. Cora permaneció de espaldas mientras aderezaba la carne, y no podría decir si usó sal y pimienta o veneno mortífero. Después, mi mujer volvió al jardín y yo salí del armario. El insecticida no estaba sobre la mesa. Me fui al cuarto de estar, y entré en el comedor cuando la cena estuvo lista.

—¿No te parece que hace mucho calor? —le pregunté a mi mujer mientras me sentaba.

—Bueno —dijo Cora—, no podemos esperar sentirnos muy cómodos si nos escondemos en los armarios de las escobas, ¿no es cierto?

Procuré seguir sentado de manera natural, mordisqueé lo que había en mi plato, hice unos cuantos comentarios intrascendentes y conseguí llegar hasta el final de la comida. De vez en cuando, Cora me obsequiaba con una sonrisa tan serena como malévola. Después de cenar salí al jardín. Necesitaba ayuda, la necesitaba con urgencia y pensé en mi hija. Debo explicar que Flora hizo sus estudios secundarios en Florencia, en la Villa Mimosa, y que dejó el Smith College a mitad del primer año para irse a vivir con un hippy a una casa de vecindad del Lower East Side. Yo le mandaba una cantidad todos los meses y había prometido dejarla en paz, pero considerando lo peligroso de mi situación, me sentí en libertad para romper el compromiso. Se me ocurrió también que si llegaba a verla conseguiría persuadirla para que volviera con nosotros. La llamé por teléfono y le dije que necesitaba verla. Se mostró muy cordial y me invitó a ir a su casa a tomar el té.

Fui a almorzar a Nueva York al día siguiente, y pasé las primeras horas de la tarde en el club, jugando a las cartas y bebiendo whisky. Flora me había explicado lo que tenía que hacer, y tomé el metro por vez primera en muchos años. Todo resultaba muy extraño. Había pensado muchas veces en aquel primer encuentro con mi única hija y con el gran amor de su vida, encuentro que ahora estaba finalmente a punto de convertirse en realidad. En mis sueños, nuestra reunión tenía por escenario un club. Su novio provendría de una buena familia. Flora sería feliz: tendría el rostro resplandeciente de una muchachita que se había enamorado por vez primera. Él sería un muchacho serio, aunque no demasiado; inteligente, bien parecido, y con la actitud enérgica de alguien que está a punto —literalmente— de hacer carrera. Yo era consciente de la estupidez de esos sueños, pero ¿resultaban tan vulgares y desquiciados como para hacer necesario rebatirlos en todos y en cada uno de sus puntos? ¿Era necesario cambiar el club por el peor barrio de la ciudad y sustituir al joven decidido por un hippy que se dejaba barba? Yo tenía amigos cuyas hijas se casaban con muchachos aceptables de familias conocidas. En el abarrotado metro me asaltó primero la envidia y luego el mal humor. ¿Por qué tenía que sucederme a mí aquel desastre? Yo quería a mi hija. El amor que sentía por ella era sin duda un sentimiento puro, intenso y natural. De repente sentí deseos de llorar. Para mi hija se habían abierto todas las puertas, había tenido ocasión de ver los paisajes más hermosos, había disfrutado, pensé, de la compañía de las personas con mayor capacidad para desarrollar sus propios talentos. Llovía cuando salí del metro. Seguí las instrucciones de Flora y atravesé un barrio miserable hasta llegar a una casa de vecindad. Calculé que aquel edificio debía de tener unos ochenta años. Dos pulimentadas columnas de mármol sostenían un arco de estilo románico. El edificio incluso tenía un nombre. Se llamaba Edén. Vi al ángel con la espada de fuego, la pareja desnuda, los dos agachados, cubriéndose el sexo con las manos. ¿Masaccio? Aquello había sido cuando fuimos a Florencia para verla. Así que entré en el Edén como un ángel vengativo, pero nada más atravesar el arco románico me encontré en un corredor tan estrecho como las escalerillas de un submarino, y la influencia de la luz sobre mi estado de ánimo —siempre considerable— resultó en aquella ocasión muy negativa, porque la iluminación del portal era extraordinariamente rudimentaria y triste. En mis sueños aparecen con frecuencia tramos de escaleras, y los que comencé a subir en aquel momento tenían un aire descaradamente irreal. Oí hablar en español, el rugido del agua en un retrete, música y ladridos de perros.

Empujado por la indignación, o tal vez por lo que había bebido en el club, subí tres o cuatro tramos de escaleras a toda velocidad y de repente me quedé por completo sin aliento; tuve que detenerme y librar una humillante batalla para normalizar mi respiración. Pasaron varios minutos antes de que me fuera posible continuar, y subí el resto de los escalones muy despacio. Flora había clavado una de sus tarjetas de visita en la puerta con chinchetas. Llamé.

—Hola, papá —me saludó alegremente al abrir, y yo la besé en la frente. Hasta ahí todo iba bien; aquello tenía fuerza y autenticidad. En mi mente se agolparon los recuerdos, la imagen de todos los buenos momentos que habíamos compartido. La puerta de la calle daba a la cocina, y más allá había otra habitación—. Quiero presentarte a Peter—dijo ella.

—Hola —dijo Peter.

—¿Qué tal estás? —dije yo.

—Mira qué hemos hecho —declaró Flora—. ¿No es divino? Acabamos de terminarlo. Ha sido idea de Peter.

Lo que habían fabricado, lo que habían hecho, era comprar un esqueleto de una empresa de suministros médicos y pegar mariposas aquí y allá sobre sus huesos barnizados. Mis aficiones juveniles me permitieron reconocer algunos de los ejemplares utilizados, y también darme cuenta de que, por aquel entonces, yo no hubiese tenido dinero para comprar unas mariposas tan caras. Había una Catagramme astarte sobre un omóplato, una Sapphira en una de las órbitas y un buen grupo de Appia zarinda sobre el pubis.

—Maravilloso —dije, tratando de ocultar mi desagrado—. Maravilloso. —La idea de dos personas adultas pegando mariposas de mucho valor sobre los huesos barnizados de un pobre desconocido en lugar de dedicarse a alguna tarea útil me llenó de irritación. Me senté en una silla de lona y sonreí, contemplando a Flora—. ¿Qué tal estás, cariño?

—Muy bien, papá. Estupendamente.

Me abstuve de hacer ningún comentario sobre su manera de vestir o de peinarse. Iba toda de negro y llevaba el pelo completamente liso. La finalidad de aquel atavío o uniforme se me escapaba. No le sentaba bien. No resultaba nada favorecedor. Parecía tener un efecto negativo sobre su amor propio; daba la impresión de que estaba de luto y haciendo penitencia, de que era una declaración de su indiferencia ante las sedas que a mí me gusta ver usar a las mujeres; pero ¿qué razones tenía Flora para despreciar la ropa lujosa? El atavío de Peter era mucho más desconcertante. ¿Sería de procedencia italiana?, me pregunté. Los zapatos resultaban afeminados y la chaqueta demasiado corta, pero en conjunto su apariencia estaba más cerca de la de un chico de la calle del Londres del siglo XIX que de alguien que pasea por el Corso Vittorio Emmanuelle. Habría que exceptuar su pelo, sin embargo. Llevaba barba, bigote y largos rizos oscuros que hacían pensar en algún apóstol sin importancia en una representación de la Pasión de tercera categoría. Su rostro no era afeminado pero sí delicado, y a mi modo de ver, ponía de manifiesto una clara actitud de inhibición.

—¿Te apetece una taza de café, papá? —me preguntó Flora.

—No, gracias, cariño —dije—. ¿No tenéis nada para beber?

—Me temo que no —respondió ella.

—¿Sería Peter tan amable como para salir y comprar algo? —pregunté.

—Supongo que sí —contestó Peter con aire sombrío, y yo me dije a mí mismo que probablemente su descortesía no era intencionada.

Le di un billete de diez dólares y le pedí que comprara una botella de bourbon.

—No creo que tengan bourbon.

—En ese caso, compra whisky escocés.

—En este barrio se bebe sobre todo vino —dijo Peter.

Le lancé una mirada penetrante, llena de amabilidad, pensando en hacer que lo asesinaran. Por lo que sé del mundo, todavía se pueden contratar asesinos profesionales, y me sentí dispuesto a pagar a alguien para que lo apuñalara o lo arrojase al vacío desde una azotea. Mi sonrisa era amplia, sincera y decididamente criminal, y el muchacho se puso un abrigo verde —otra pieza más de su disfraz— y desapareció.

—¿No te gusta? —preguntó Flora.

—Lo encuentro despreciable —respondí.

—Pero, papá, ¡si no lo conoces!

—Cariño, si llegara a conocerlo mejor, le retorcería el cuello.

—Es muy delicado y amable..., extraordinariamente generoso.

—Ya he visto que es muy sensible —señalé.

—Es la persona más cariñosa que he conocido.

—Me alegro, pero vamos a hablar de ti, ¿no te parece? No he venido aquí para hablar de Peter.

—Pero vivimos juntos, papá.

—Eso me han dicho. Pero yo he venido para saber algo de ti: cuáles son tus planes y todo lo demás. No van a parecerme mal, sean los que sean. Sólo quiero saber cuáles son. No puedes pasarte toda la vida pegando mariposas en esqueletos. Todo lo que quiero saber es qué vas a hacer con tu vida.

—No lo sé, papá. —Levantó la cabeza—. Nadie de mi edad lo sabe.

—No estoy pidiendo a toda tu generación que me dé su punto de vista. Te pregunto a ti. Te pregunto qué te gustaría hacer en la vida. Te pregunto qué ideas tienes, con qué sueñas, cuáles son tus esperanzas.

—No lo sé, papá. Nadie de mi edad lo sabe.

—Me gustaría que dejaras a un lado al resto de tu generación. Conozco por lo menos a cincuenta chicas de tu edad que saben perfectamente lo que quieren hacer. Desean ser historiadoras, periodistas, médicas, amas de casa y madres. Quieren hacer algo útil.

Peter volvió con una botella de bourbon, pero no me devolvió el cambio. Me pregunté si sería codicia o simple distracción. No dije nada. Flora me trajo un vaso y un poco de agua, y yo les pregunté si querían beber conmigo.

—Apenas bebemos —respondió Peter.

—Está bien, eso me gusta —dije—. Mientras estabas fuera he estado hablando con Flora acerca de sus planes. Es decir, he descubierto que no tiene ninguno, y en vista de ello me la voy a llevar a Bullet Park hasta que sus ideas se aclaren un poco más.

—Voy a quedarme aquí con Peter —replicó Flora.

—Pero supongamos que Peter tuviera que marcharse —dije—. Supongamos que Peter recibiera una oferta interesante, algo que le permitiera pasar seis meses o un año en el extranjero..., ¿qué harías tú en ese caso?

—No, papá —respondió ella—, tú no serías capaz de hacer una cosa así, ¿verdad?

—Claro que sí, ya lo creo que lo haría —aseguré—. Haría cualquier cosa que me pareciese útil para lograr que recobraras el sentido común. ¿Te gustaría salir al extranjero, Peter?

—No lo sé —dijo él. No se puede decir que su expresión se animara, pero por un momento pareció hacer uso de su inteligencia—. Creo que me gustaría ir al Berlín oriental.

—¿Por qué?

—Me gustaría ir al Berlín oriental y dar mi pasaporte norteamericano a alguien con grandes dotes creativas —dijo—; un escritor, o un músico, y dejarlo escapar al mundo libre.

—¿Por qué no te pintas paz en el culo y te tiras desde un edificio de veinte pisos? —pregunté.

Fue una equivocación, un desastre, una catástrofe decir aquello, y me serví un poco más de bourbon.

—Lo siento —dije—. Estoy cansado. Mi oferta sigue en pie, sin embargo. Si quieres ir a Europa, Peter, pagaré los gastos con mucho gusto.

—No sé. Ya he estado allí. Quiero decir que lo he visto casi todo.

—Bueno, no lo olvides —dije—. Y en cuanto a ti, Flora, quiero que vengas a casa conmigo. Al menos por una semana o dos. Es todo lo que te pido. Dentro de diez años me echarás en cara que no te ayudara a salir de este lío. Dentro de diez años me preguntarás: «Papá, papá, ¿por qué me dejaste pasar los mejores años de mi vida en un barrio bajo?» No soporto la idea de que vengas a verme dentro de diez años y me culpes por no haberte forzado a seguir mis consejos.

—No pienso volver a casa.

—No puedes seguir aquí.

—Claro que puedo.

—Dejaré de mandarte la mensualidad.

—Me buscaré un empleo.

—¿Qué clase de empleo? No sabes ni escribir a máquina, ni taquigrafía; careces de experiencia mercantil, y ni siquiera podrías encargarte de una centralita telefónica.

—Puedo ocuparme de los ficheros en alguna oficina.

—¡Cielo santo! —rugí—. ¡Bendito sea Dios! Después de las clases de navegar y de las lecciones de esquí, después de los bailes y de las reuniones, después de un año en Florencia y de largos veranos en el mar; después de todo eso, resulta que lo que realmente quieres ser es una oficinista solterona, en el grado más bajo de la administración pública, una de esas personas cuya principal diversión consiste en ir una o dos veces al año a un restaurante chino de cuarta categoría con una docena de oficinistas también solteronas y ponerse un poco alegres con dos cócteles demasiado dulces.

Me dejé caer hacia atrás en el asiento y me serví un poco más de bourbon. Sentía un dolor muy agudo en el corazón, como si esa torpe víscera, después de superar tantos malos tratos, fuera a dejarse vencer por la infelicidad. El dolor era muy intenso, y pensé que iba a morirme: no en aquel momento, no en aquella silla de lona, sino unos días más tarde, quizá en Bullet Park o en el cómodo lecho de un hospital. La idea no me asustó; me sirvió de consuelo. Yo me moriría, y al desaparecer por fin las zonas de tensión que yo representaba, mi hija, mi única hija podría tomar por fin posesión de su vida. Mi repentina desaparición le produciría pesar y temor. Mi muerte serviría para hacer de ella una persona madura. Volvería a la universidad, se incorporaría al coro, trabajaría en el periódico, haría amistad con chicas de su misma posición, se casaría con un muchacho inteligente lleno de proyectos audaces y que, en aquel momento, parecía tener que usar gafas, y tendría tres o cuatro niños que se criarían muy robustos. Mi hija sentiría mi muerte. Eso era lo que hacía falta: una desgracia repentina le demostraría la inutilidad de vivir en un barrio bajo, con un sujeto sin oficio ni beneficio.

—Vete a casa, papá —dijo Flora. Estaba llorando—. ¡Vete a casa, papá, y déjanos en paz! ¡Haz el favor de irte a casa, papá!

—Siempre he procurado entenderte —declaré—. Solías poner cuatro o cinco discos de una vez en Bullet Park y en cuanto empezaba a sonar la música te marchabas de casa. Nunca entendí por qué lo hacías hasta que una noche salí yo también a buscarte, y, andando por el césped, con la música saliendo por todas las ventanas, me pareció que lo había entendido. Quiero decir que se me ocurrió que ponías los discos y te ibas porque te gustaba oír la música saliendo por las ventanas. Me pareció que te gustaba, al volver del paseo, encontrarte con una casa donde sonaba la música. Tenía razón, ¿no es cierto? ¿Verdad que eso por lo menos lo entendí?

—Vete a casa, papá —repitió Flora—. Haz el favor de irte a casa.

—Y no creas que pienso sólo en ti —proseguí—. Te necesito, Flora. Me haces mucha falta.

—Vete a casa, papá —dijo, y así lo hice.

 

Cené algo en Nueva York y volví a casa hacia las diez. Oí a Cora llenando el baño en el piso de arriba, y me di una ducha en el cuarto de baño que hay junto a la cocina. Cuando subí, Cora estaba sentada ante el tocador, cepillándose el pelo. Hasta ahora no me he acordado de decir que Cora es una mujer muy hermosa y que estoy enamorado de ella. Su cabello es de color rubio ceniza; tiene las cejas oscuras, los labios carnosos y unos ojos asombrosamente grandes, misteriosos y sugestivos, y colocados de una manera tan admirable que a veces pienso que se los puede quitar y guardarlos entre las páginas de un libro; que podría dejarlos sobre la mesa. La córnea tiene una suave tonalidad azul, y el azul de sus pupilas una profundidad nada frecuente. Es una mujer llena de gracia, aunque no sea alta. Fuma continuamente y lo ha hecho la mayor parte de su vida, pero maneja los cigarrillos con una torpeza encantadora, como si en lugar de ser un hábito arraigado hubiese comenzado a fumar hace tan sólo unos días. Sus brazos, sus piernas, su pecho: todo está bien proporcionado. La quiero muchísimo y queriéndola me doy cuenta de que el amor no sigue un proceso razonable. Cuando la vi por vez primera en una boda en el campo no se me había ocurrido enamorarme ni tenía deseos de hacerlo. Cora era una de las damas de honor. La boda se celebraba en un jardín. Cinco músicos vestidos de frac se hallaban semiocultos entre los rododendros. Se oía cómo en la carpa, instalada sobre la colina, los camareros estaban poniendo a enfriar el vino en cubos con hielo. Cora fue la segunda en llegar, y llevaba uno de esos vestidos extravagantes especialmente concebidos para ceremonias nupciales, como si el matrimonio ocupara por méritos propios un lugar único y misterioso en la historia de la moda. El vestido era azul, según creo recordar, con cosas colgando, y un sombrero de ala ancha completamente plano le cubría la pálida cabellera. Atravesó el césped tambaleándose con unos zapatos de tacones altos, sin dejar de mirar —tímida y compungidamente— el ramo de flores azules que llevaba, y cuando se colocó en el sitio que le correspondía, alzó el rostro, sonrió furtivamente a los invitados, y yo vi por vez primera sus enormes y misteriosos ojos, y se me ocurrió, también por primera vez, que quizá se los quitase y los guardara en un bolsillo.

 

—¿Quién es? —pregunté en voz alta—. ¿Quién es?

—Chisss... —dijo alguien.

Quedé fascinado. Mi corazón y mi espíritu se pusieron a dar saltos. No vi absolutamente nada del resto de la ceremonia, y cuando terminó, crucé corriendo el césped a toda velocidad y me presenté. No me quedé contento hasta que aceptó casarse conmigo, un año después.

Ahora mi corazón y mi espíritu daban saltos mientras la veía cepillarse el pelo. Unos días antes había pensado que se escondía en el interior de una pecera. También sospeché que trataba de asesinarme. ¿Cómo podía abrazar con todo el ardor de mi mente y de mi corazón a alguien a quien consideraba sospechoso de asesinato? ¿Acaso abrazaba la desesperación, era aquélla una pasión repugnante, era crueldad y no belleza lo que vi en sus enormes ojos en aquella boda, tantos años atrás? Con la imaginación había hecho de Cora un pez de colores, una asesina, y, ahora, al abrazarla, se convertía en un cisne, en una escalinata, en una fuente, en las fronteras sin protección y sin vigilancia que llevan al paraíso.

Pero me desperté a las tres sintiéndome terriblemente triste, y nada dispuesto a consagrarme ni a la tristeza, ni a la locura, ni a la melancolía, ni a la desesperación. Deseaba saborear triunfos, quería volver a descubrir el amor; salir al encuentro de todo lo que existe de sincero, de radiante y de cristalino en el mundo. La palabra «amor», el impulso de amar, fue creciendo dentro de mí en algún sitio por encima de la cintura. El amor parecía brotar de mí en todas direcciones, tan abundante como agua: amor por Cora, amor por mi hija, amor hacia todos mis amigos y vecinos, amor hacia Penumbra. Aquella tremenda ola de vitalidad no cabía dentro de la ortografía tradicional, así que cogí uno de esos lápices indelebles para marcar la ropa y escribí «amor» en la pared. Escribí «amor» en la escalera, y «amor» en la despensa, en el horno, en la lavadora, y en la cafetera; y cuando Cora bajase por la mañana (yo no estaría allí), dondequiera que mirase leería «amor», «amor», «amor». Luego vi un prado muy verde y un arroyo resplandeciente bajo el sol. En la colina había casas con tejados de bálago y una iglesia de torre cuadrada, de manera que supuse que se trataba de Inglaterra. Desde el prado subí por la ladera hasta las calles, buscando la casa donde Cora y mi hija me esperaban. Pero había habido algún error. Nadie sabía quiénes eran. Pregunté también en la oficina de Correos, pero me dieron la misma respuesta. Entonces se me ocurrió que quizá estuvieran en la mansión del hidalgo. ¡Qué estúpido había sido! Salí del pueblo y ascendí por una suave ladera cubierta de césped hacia una casa de la época del rey Jorge, donde un mayordomo me dejó pasar. El hidalgo daba una fiesta. En el vestíbulo había unas veinticinco o treinta personas bebiendo jerez. Cogí una copa de una bandeja y miré alrededor buscando a Flora y a mi mujer, pero no estaban allí. Entonces le di las gracias al anfitrión y volví a descender la suave ladera de la colina, de vuelta hacia el prado y el arroyo resplandeciente; al llegar me tendí sobre la hierba y dormí plácidamente.


Relatos
titlepage.xhtml
index_split_000.xhtml
index_split_001.xhtml
index_split_002.xhtml
index_split_003.xhtml
index_split_004.xhtml
index_split_005.xhtml
index_split_006.xhtml
index_split_007.xhtml
index_split_008.xhtml
index_split_009.xhtml
index_split_010.xhtml
index_split_011.xhtml
index_split_012.xhtml
index_split_013.xhtml
index_split_014.xhtml
index_split_015.xhtml
index_split_016.xhtml
index_split_017.xhtml
index_split_018.xhtml
index_split_019.xhtml
index_split_020.xhtml
index_split_021.xhtml
index_split_022.xhtml
index_split_023.xhtml
index_split_024.xhtml
index_split_025.xhtml
index_split_026.xhtml
index_split_027.xhtml
index_split_028.xhtml
index_split_029.xhtml
index_split_030.xhtml
index_split_031.xhtml
index_split_032.xhtml
index_split_033.xhtml
index_split_034.xhtml
index_split_035.xhtml
index_split_036.xhtml
index_split_037.xhtml
index_split_038.xhtml
index_split_039.xhtml
index_split_040.xhtml
index_split_041.xhtml
index_split_042.xhtml
index_split_043.xhtml
index_split_044.xhtml
index_split_045.xhtml
index_split_046.xhtml
index_split_047.xhtml
index_split_048.xhtml
index_split_049.xhtml
index_split_050.xhtml
index_split_051.xhtml
index_split_052.xhtml
index_split_053.xhtml
index_split_054.xhtml
index_split_055.xhtml
index_split_056.xhtml
index_split_057.xhtml
index_split_058.xhtml
index_split_059.xhtml
index_split_060.xhtml
index_split_061.xhtml
index_split_062.xhtml
index_split_063.xhtml
index_split_064.xhtml
index_split_065.xhtml
index_split_066.xhtml
index_split_067.xhtml
index_split_068.xhtml
index_split_069.xhtml
index_split_070.xhtml