Capítulo I
CUANDO LLEGÓ EL sobrino de doña Carmen volaban sobre el cortijo grandes nubes grises casi de color azul.
—Don José, ha venido usted con las nubes —dijo Gregorio.
Subió arriba y dispuso que dos faeneros le llevasen la mesa mayor del caserío al lado de la cama. Sobre ella alineó los libros que traía en una maleta de cuero muy vieja.
—Voy a preparar la oposición y de paso a ver cómo marcha la finca —había dicho a su hermana cuando fue a despedirle a la estación del Mediodía.
Aquella tarde abrió un libro con la plegadera y se leyó tres veces el primer tema. Sobre la mesa puso una cajita de madera con el reloj.
Por la mañana muy temprano, sintió las botas de Gregorio que hacían temblar el piso.
—Ahí tiene usted los caballos.
—¿Los caballos? ¿Para qué?
—Para ver la finca. ¿No va usted a conocer su finca?
José bajó las escaleras a saltos. En verdad que la mañana era transparente y fresca. Olía a corteza de limón. Los caballos se sabían de memoria el cortijo, y Gregorio los llevó hacia el frontón desde donde se veía la finca exactamente como en el plano del comedor, con sus polígonos de tierra de distinto color: los barbechos, la ería, los cuadrados de siembra.
—La linde del cortijo va por ese arroyo…
Aquella tarde no pudo estudiar. Veía la página fija, como escrita con signo inentendible y de cuando en cuando se asomaba a la ventana del patio para ver cómo sacaban del almacén el grano de la siembra.
Gregorio subía todas las mañanas. Un secreto instinto le empujaba a apartar al señorito de los libros.
—Le gusta la tierra. Yo lo sé —le decía a su mujer, a Encarna, cuando se acostaba vestido en el colchón, antes de dormir con un ojo abierto como las liebres, siempre atento al menor ruido de la finca.
—Señorito, ¿qué vamos a sembrar en el Haza de las Canteras? ¿Trigo avispado o blanquillo?
José miraba furtivamente el reloj en la cajita de madera.
—¿Te parece que vayamos a verla?
Empezaba a preocuparle el destino de aquel grano dorado como miel, que veía sacar de los graneros y esparcir en la tierra.
—Ahora solo falta que llueva —dijo Gregorio una tarde de Noviembre delante de la mesa de don José.
«Son 500 fanegas —pensó rápidamente—. Un almacén entero derramado sobre la tierra».
Una semana después llovía. El opositor oía el agua resbalar por los cristales. Se la sentía caer a través de la casa con una sensación casi física, como si hubieran forrado el edificio con una funda de seda gris y crujiente. José estuvo pendiente todo el día de la cantidad y de la forma del agua que caía. Nunca José había oído llover así, como si lloviera sobre su propia carne.
Una mañana, entre chubasco y chubasco, José salió a pie y solo, al campo. Tuvo que andar bordeando los charcos y las tierras blandas donde las botas se hundían más arriba de los tobillos.
Volvió alegre como un chiquillo:
—¡Gregorio! ¡Gregorio! Ha salido.
En efecto, el trigo asomaba sobre el fango como una lengua de pájaro.
—Ahora falta que empuje —dijo Gregorio.
El invierno pasó deprisa. En aquella casa alargada, con los techos vanos y el desván, el viento aullaba como un órgano. Las noches eran muy largas y José llamaba a su aperador para —entre cuenta y cuenta— charlar de las cosas del campo.
Para Navidad vino Jeromo, hijo de Gregorio. Jeromo era un hombre alto, tan parecido al padre que las escardadoras cuando lo veían de espaldas lo confundían con él. Había ejercido todos los oficios del campo, desde sabanero a arriero de carbón, exactamente como su padre; pues Gregorio sabía que tarde o temprano terminaría como él, de aperador de «San Rafael». Sin embargo había un punto nebuloso y era su matrimonio, que inesperadamente cortaba todos los proyectos de Gregorio. Cuando Encarna hablaba de su hijo, decía con un cierto puntillo de orgullo:
—Mi hijo está casado con una señorita.
Al llegar Jeromo aquella Navidad al cortijo, con sus botas recién lustradas y su traje de paño negro, los gañanes le tenían extraño e inevitable respeto.
Gregorio no entendía aquello; pero empezaba a sospechar que la absurda aventura alejase a Jeromo del único camino respetable: ser aperador de «San Rafael». Encarna todas las noches cuando lo veía escribiéndole cartas llamándole y contándole cómo iban las cosas en «San Rafael», volvía a decirle como un sonsonete:
—Gregorio, tú no te das cuenta de que nuestro hijo está casado con una señorita.
Y era verdad. Jeromo el hijo de Gregorio estaba casado con una señorita. Él mismo contó su historia una noche en «San Rafael», de manera inefable, con ese impudor que tienen las gentes del campo para sus problemas personales.
Gregorio tenía una hermana de cocinera en Puerto Real. Se había casado con un carabinero que vino de servicio al pueblo y cuando se quedó viuda entró allí de cocinera. Jeromo, recién llegado de África de la guerra fue a ver a su tía. Estaba guapo, con sus 1,80, su uniforme azul de artillero, su bigote copiado de los sargentos del Regimiento que estudiaban Derecho y charlaban de las tertulias literarias de los cafés de Madrid.
La señorita de la casa, ya madurita, se le quedó mirando:
—¡Jeromo, qué guapo está usted!
Pasó el tiempo. Jeromo volvía a casa de su tía con sus burros para llevarle carbón.
—¿Quién está ahí? —decía la niña desde la cama.
—Es Jeromo.
—Dile que espere.
Salía cubierta con una bata de seda azul.
—Vamos al jardín, Jeromo.
La señorita iba medio desnuda bajo el traje. Pero Jeromo tenía esa timidez lenta de los campesinos.
—¿Vamos a ver —sonreía la señorita, sentados en el jardín—, a ti quién te gusta de Cádiz?
—No se lo puedo decir, señorita.
Ella se le acercaba aún más.
—¿Por qué? ¿Por qué no puedes decírmelo? ¿Es que tienes miedo?
—Entonces, debió ser el olor del jazmín —contaba Jeromo—; pero no pude más y la estreché en mis brazos como si fuera un haz de varetas de olivo. «A mí quien me gusta de Cádiz es usted y nadie más que usted». Y luego le dije en la orejita lo que había que decirle.
—¿Qué había que decirle, Jeromo? —pregunta don José.
—¿Qué había que decirle, señorito? —respondía Jeromo, casi ruborizado—. Muchas cosas bonitas. Que yo sería un esclavo y que ella era como una rosita de pitiminí. Luego fuimos novios. Yo iba los sábados a Puerto Real desde la finca. Ella traía botellas de marca. Luego me besaba a través de los barrotes de la reja.
—Cuando pasaron tres meses nos casamos. Mis testigos fueron dos guardias municipales. La gente de Puerto Real se extrañó mucho y el vicario me hizo muchas preguntas. Pero yo traía mis papeles en regla. «Yo no he falsificado nada» —le dije.
—Nos fuimos a vivir a Sevilla. Pusimos un piso. Yo era como un señorito. Para dormir, pijama, y me bañaba todas las noches y me perfumaba con agua de Colonia.
Pero no podía vivir sin el campo. Estos hombres no pueden vivir sin él. Es como si les faltara oxígeno, y se pasan los dedos por el cuello de la camisa. Entonces, ella misma le arrendó un campo a treinta kilómetros de la ciudad. Ella se quedaba en el piso.
—Yo volvía los domingos. Siempre le llevaba un canasto de huevos, una fanega de garbanzos, unos quesos curados, para que viera que el campo no era mal negocio.
Ella vivía sola. Todas sus amistades le habían abandonado. En Andalucía las clases no perdonan una cosa así pase lo que pase. Sin embargo le hablaban aún dos amigas de su madre, viejas y solteronas, hijas de un general retirado que habían quedado en la ciudad, donde su padre había sido Gobernador Militar, dedicadas a las visitas y a la administración de un capitalito hecho céntimo a céntimo. Un día la invitaron a cenar. «Así podías presentarnos a tu marido». «Ya os contaremos cómo es el marido de Anita —habían dicho a sus amistades—. Vamos a invitarles a cenar».
Jeromo vino del campo y se vistió su mejor traje. Bajó después al café y le lustraron los zapatos. «En verdad está guapo y hecho un real mozo» —pensó Anita—. «Van a rabiar de lo lindo. Yo por lo menos tengo un hombre». Por otra parte, Jeromo estaba decidido a quedar bien. Previamente y sin decir nada a su mujer, mandó del cortijo a las dos hermanas un enorme pavo de 20 kilos.
Cuando llegaron, las generalas estaban sentadas en la mesa.
—Vamos, Jeromo —dijo la más pequeña—, su regalo no ha podido ser más espléndido.
Anita miró a su marido sorprendida.
Se sentaron. De pronto Jeromo golpeó el vaso con el cuchillo:
—¿Ustedes no bendicen la mesa?
Hubo un silencio, y las generalas se miraron con el rabillo del ojo.
«Ahora verán lo religioso que soy» —había pensado Jeromo. Se levantó y exclamó:
—Bendícenos, Señor, el manjar que vamos a recibir.
La cena transcurrió silenciosa y fácil. Anita charlaba por los codos y Jeromo comía poco y con la mirada puesta en el tenedor y el cuchillo, como ella le había dicho. Pero cuando bajaban la escalera, a Jeromo le invadió otra vez la idea de quedar bien y dando una gran voz delante de un cuadro de San Francisco, se arrodilló golpeándose el pecho:
—¡Señoras, recemos un padrenuestro delante de esta santa imagen!
Y así fue rezando delante de todos los cuadros religiosos de la casa.
Anita pudo alcanzarle cerca de la puerta.
Las generalas reían entre arrumacos y carantoñas:
—¡Ay hija, qué finísimo es tu marido!
—¡Ay qué rato me has hecho pasar! —le dijo Anita ya en el coche, pellizcando el brazo de hierro de su marido.
—Pero que rabien esas solteronas —continuó con un gesto pícaro—. Al fin y al cabo eres un hombre de una vez y para mí sola.
Sin embargo, una semana Jeromo volvió del campo el sábado, en vez del domingo por la mañana. En la puerta de la casa había un milord de alquiler. «Como era una casa de pisos, no me llamó la atención. Cuando entré en su cuarto me la encontré con el sombrero puesto».
—¿Dónde vas?
—A mis asuntos.
—¿Qué asuntos? ¿Tú no sabes que eres una mujer casada?
—Bueno. Vete de aquí.
Jeromo bajó solo las escaleras y observó el coche desde el café vecino. Luego lo siguió. El milord se detuvo en el Banco de España. Jeromo volvió a casa y llamó a la criada que fregoteaba en la cocina:
—¿La señora sale mucho cuando yo no estoy aquí?
—Todas las tardes.
Otro día en el bar mientras tomaba una copa se le acercó un tipo oficioso. Era un empleado del Banco.
—¿Usted se ofenderá si le pregunto algo?
—No señor. ¿Por qué?
—¿Usted está casado?
El legalismo campesino se sublevó:
—Casado ante Dios y los hombres, señor mío. ¿Por qué me lo pregunta usted?
El hombrecillo bebió un sorbo del café que le acababan de pagar.
—Como su señora va sola al Banco.
Jeromo subió a su casa. A la hora de acostarse, mientras se quitaba la chaqueta, le dijo a su mujer silabeando las palabras:
—Desde mañana tú no sales de aquí sin mi permiso.
Anita hizo un gesto como si le hubieran clavado un alfiler.
—¿Sin tu permiso? ¿También quieres mandarme, majagranzas?
—Se vino para mí —continuó Jeromo—. Estaba muy bonita, lo recuerdo, con su camisón celeste. Me arañó la cara. Tenía unas uñas de tejón. Entonces le apreté un brazo y con la mano libre, le golpeé la cara. Después me acosté silencioso en mi cama, porque como los señoritos, dormíamos en cama aparte. Ella lloriqueaba en un rincón:
—Después de pegarme vas a dormir también aparte…
Otra noche en que al llegar a la casa le vio bajar del coche, Anita antes de acostarse metió bajo la almohada una pistolilla con las cachas de nácar.
—Esta noche no me pegas, cateto.
—Y me cerró la puerta del cuarto para que no pudiese entrar. Yo no iba a agallinarme delante de una mujer. Di un empujón a la puerta con los hombros y cedió el pestillo. Me abalancé sobre ella. Entonces, disparó. El tiro me atravesó la chaqueta y fue a incrustarse en el empapelado del cuarto. Era una balita como un perdigón. Me cegué y le pegué como si fuera uno de mis burros. Ella no gritaba; jadeaba apagadamente y cuando yo estaba ya cansado me besaba entre las lágrimas. Fueron las noches mejores de nuestro matrimonio.
—¿Por qué no me pegas más? —me decía abrazándome, los ojos entornados y bizcos.
—Al día siguiente fuimos a Cádiz para resolver unos asuntos y vender una casa que ella tenía allí. Cuando pasamos por el muelle ella se puso al otro lado mío:
—Eres capaz de tirarme.
—Yo no hago eso con una mujer —le contesté.
—Así seguimos unos cuantos meses más…
Calló Jeromo.
—¿Y, ahora, dónde está?
—Anda mal la cosa señorito. Se ha ido a Madrid para arreglar unos asuntos; quería que yo fuese con ella. ¿Pero qué hago yo allí?
—Tu sitio está aquí: en el cortijo —afirmó Gregorio, como si no hubiera oído la historia, como si no le interesara.
—No digas eso —murmuraba Encarna—. ¿Tú no comprendes que nuestro hijo está casado con una señorita?
Aquel verano fue un buen verano. José se había acostumbrado a distinguir en el oro que rodeaba el cortijo, los diversos matices del sembrado. Los ojos pueden distinguir en aquella claridad los blancos interiores de la cebada, los oros tostados de la avena y los oros puros y centelleantes del trigo.
Una tarde que salieron en el coche de caballos, la tormenta los alcanzó en medio de los trigos. Fue una de esas tormentas de nubes casi con forma de animales, que se estacionan, giran, se derraman torrencialmente en un cortijo sí y en el de al lado no. Iba con ellos la hija más pequeña de Gregorio que había subido en el pescante con su padre, cuando pasaron por los garbanzos donde escardaba. Parecía un macho. Como la lluvia arreciaba, don José mandó a Gregorio y a la muchacha que se metieran dentro y echaran las cortinas del coche. Olía la tierra a tabaco o a cuero mojado. La chiquilla se descalzó y sacó las piernas fuera del coche. José vio cómo sobre las piernas de color de bronce corrían los hilillos de agua. Los caballos resistían con la cabeza baja, como aprendieron en los inviernos de la dehesa.
Cuando templó la lluvia, los relámpagos restallaban sobre la sierra. Gregorio determinó:
—Esa va en busca de la sierra.
Pero el coche no podía seguir, la pergaña pegada en los tacos de los frenos.
Las escardadoras se metían chillando bajo las garberas. Cabían justo dos en cada una. Pero en una garbera, José vio cómo se tapaban una de ellas y uno de los mozos que regabinaban los garbanzos.
Al otro día, cuando José subía por la vereda gris donde las chicharras hincan su punzón, estremecidas por las ansias del desove, José se cruzó con dos muchachas de la huerta vecina que iban sobre una yegua. Eran las dos rubias.
—¡Buenas tardes, señorito! —le gritaron alegremente.
—Quizá vuelva a Madrid este verano. Solo unos días —dijo José a Gregorio aquella noche.
Gregorio sonrió cazurramente.