Capítulo VII
TERMINADA LA GUERRA vino don José, ya viudo. Tres meses antes los restos de Fernando habían sido trasladados al cementerio. No quedaban nichos libres en el panteón de don Fernando y tuvieron que ser llevados al panteón de la familia de don José, precisamente al lado de los de don Santiago.
Jeromo esperó a don José, sentado en la piedra de la puerta, que aquel año había sido encalada como la fachada, con anilina bermellón. Se puso el traje nuevo gris oscuro y el cordobés de las grandes solemnidades, negro reluciente, echado sobre los ojos, con su eterno gesto de hombre sorprendido por el sol. Don José parecía al lado suyo un viejo. Desencajado, la barba rala, las manos temblorosas, lleno de frío, el abrigo de la ciudad levantado por las solapas. En el campo no hay nunca palabras excesivas. El afecto, las decisiones, la angustia, deben sobreentenderse. Jeromo dio la mano a don José y le abrió, una por una, las puertas de los almacenes. Colgaban de las bóvedas, las cuerdas, los ronzales del año, las ristras de cebollas, la lona que había sobrado de los sacos.
—Este trigo es del haza de los Caños. Ha salido a 15. En el Espino, la cebada ha granado como ningún año.
Pero don José no lo oía. En el campo, cuando se habla mucho es porque no se quiere hablar de algo, porque no se quiere pronunciar determinada palabra.
—En el frontón, el alpiste se ha portado bien…
Pero don José no lo oía. Le interrumpió de pronto intranquilo.
—¡Vamos!
Jeromo sabía de sobra dónde tenían que ir, pero intentó la última carta.
—¿Quiere usted ver el algodón que este año hemos probado por vez primera?
Don José se impacientó.
—No. Vamos donde tú sabes.
Jeromo no habló. Anduvo delante y don José lo siguió como un autómata. Salieron por la puerta de detrás, por la puerta de la habitación de la trilladora. Era uno de estos días de Octubre de color blancuzco, en que el levante amontona las nubes de la lluvia. La Loma de los Carros acababa de labrarse por disposición de Jeromo y la tierra estaba recién partida, tierna, como miga de pan. Volaban delante de ellos bandadas de gorriones al acecho de las lombrices que descubrían las yuntas.
Jeromo se detuvo en la loma donde Matías había calculado que las balas no podían perderse.
—¿Es aquí? —preguntó don José.
Jeromo no contestó. Sabía que don José lo había preguntado para aliviar su propia tensión, para no echarse a llorar como un niño.
—¿Y no dijo nada para mí? ¿No dijo…?
Jeromo se pasó el dorso de la mano por la boca seca. Le chispeaban los ojos bajo el cordobés.
—Cuando yo llegué, ya…
Don José se inclinó y tocó la tierra con los dedos. Después cogió un buen puñado de tierra, la apretó y la dejó caer lentamente. La tierra estaba suelta y se deshacía grano a grano.
Jeromo se había vuelto de espaldas, como si mirara un punto lejano de la carretera. Le dolían, le escocían los ojos.
Don José se le acercó y le puso la mano sobre el hombro.
—Jeromo, yo…
No dijo más. Jeromo lo sostuvo con el brazo alrededor de la cintura y los dos volvieron por el mismo camino. La tarde se había vuelto de color de humo y el levante bramaba en torno de la casa. Don José no quiso entrar en el cortijo.
—No puedo —dijo.
Se sentó dentro del coche. Jeromo le puso la manta alrededor de las piernas, piernas de anciano, y se sentó a su lado. Ninguno habló una palabra más. Pero los dos sabían que pensaban en lo mismo: en aquel muchacho cuya sangre había sido derramada en «San Rafael». Cuando pasó un buen rato, Jeromo se levantó, salió del coche, cerró la portezuela y llamó al chófer.
—Yo me quedo aquí —dijo después Jeromo—. ¡Váyase usted tranquilo!
Y fue a ponerse al lado de la piedra, de pie, el sombrero en la mano. Pero antes de que arrancara el coche, repitió en alta voz y como si quisiera tener la certeza de que don José se enteraba:
—Yo me quedo aquí, don José. Váyase tranquilo.
Jeromo sabía que ya nunca lo vería más.