Imagen encabezado

Capítulo II

—SEÑORITO, ES necesario comprar verracos nuevos. Estas puercas están demasiado cruzadas con la sangre de la casa.

—Desde luego, Gregorio.

—Habrá que ir a don Fernando. Él trajo cochinos portugueses de Extremadura el año pasado.

—¡Ya salió don Fernando!

—Usted debía haberlo saludado ya. Él es quien manda aquí.

—Bien. Vamos a ver a don Fernando.

Por el camino Gregorio contó la historia de don Fernando. Su padre había venido del Norte, hacía unos cincuenta años. Trajo un arca de oro y empezó a comprar hipotecas, censos y pedacitos de tierra.

—Usted sabe cómo está siempre de liado esto de la tierra, y hoy es el de más posibles de por aquí. Don Fernando sale por una punta del pueblo, y entra por la otra sin haber salido de sus fincas. Medio término es suyo.

Llegaron al fin. Don Fernando, delgado, con el pelo blanco, sentado en una butaca de enea, los recibió muy atento:

—Sí, los cerdos de usted están muy cruzados. Desde luego necesitan sangre nueva.

El trato se realizó enseguida. Gregorio pudo cambiar los verracos viejos, gordos y con los colmillos retorcidos, por primales de un año.

Cuando José pensaba despedirse, don Fernando le atajó:

—¡Hombre! Usted no se va sin merendar. Por una vez que nos vemos en un año.

Entraron los dos en el jardín de la casa. Estaba construido en el ala derecha del edificio, con una palmera en el centro y arriates limitados con ladrillos.

José sintió que decían en voz baja:

—Es el sobrino de la Mayorazga.

Don Fernando le presentó a su mujer y sus hijas. La señora —vestida de negro, el pelo blanco cogido en ondas, las manos pequeñas y sin una sola sortija, los robustos brazos blancos como la leche—, dijo enseguida:

—Yo fui compañera de colegio de su tía. Claro que ella estaba en las mayores.

Las dos hijas hacían encajes de bolillos. La mayor, lejana, indiferente, alta, poderosa. Cuando se levantó para servir el café en las tazas, se le adivinaba el cuerpo rebelde bajo la tela. La otra, chiquita, castaña, con los ojos redondos, muy vivos, muy graciosa, charlaba por los codos.

José habló de Madrid, de sus impresiones en el campo, hasta el anochecer. Fue una tertulia muy agradable. Entre párrafo y párrafo, se oía el tic-tac de los palillos sobre los bastidores. Ellas contaron muchas historias del pueblo. José empezó a conocer los personajes típicos: el ricachón nuevo, con un palillo clavado entre los dientes, el viejo maestro que presumía de sabio y no salía de su casa, el hidalgo que venía a desayunar a la casa, una vez por semana, y tomaba un tazón de leche y un huevo pasado por agua que descascarillaba cuidadosamente.

—¿La mayor es la morena, no? ¿Y se llama Luisa? —preguntó José a Gregorio mientras volvían.

—Tiene novio, don José. Está ya bordando la ropa.

Pero don José, cuando aquella noche cerraba la ventana de su habitación, pensó que era ella, Luisa, quien debía cerrarlas entretanto él la esperaba en la enorme cama donde habían dormido don Santiago y doña Gertrudis.

Las tardes de Julio, mientras todo el cortijo dormía la siesta, José salía a la orilla del río. Toda la vida de la finca palpitaba en aquel trozo verde, y daba una sensación de frescura inolvidable acercarse al ruido espumarajeante del agua, después de andar sobre la tierra abrasada y calenturienta. José iba al acecho de los patos salvajes que volaban sobre el arroyo en pareja, desde la laguna del Águila, en Utrera, o las marismas de Lebrija. Tumbado en la orilla, cuando la naturaleza que le rodeaba se había acostumbrado a él, dos víboras de agua asomaban la cabeza en medio de la corriente. «Deben ser una pareja» —pensó José. Eran verdes y en la cabeza reluciente les brillaban los dos ojos como dos botones de ebonita.

Una carcajada femenina le hizo dar un salto y ponerse de pie. Una muchacha metida en el arroyo hasta la cintura, reía con una caña de pescar entre las manos.

—¿Eh, qué haces así?

Adelantó un paso apartando los mimbres. Era la hija pequeña de don Fernando. José se quitó el sombrero.

—Buenas tardes. ¿Qué haces aquí?

—Vengo a pescar. No lo dirás en casa ¿verdad?

Le miraba sonriente, con sus ojos redondos y fijos. José no sabía si le sonreía por la boca o los ojos.

La chiquilla le alargó la mano y él tiró para sacarla. Luego, se sentaron los dos sobre el césped, donde los saltamontes pululaban. Estuvieron un rato silenciosos.

—Fíjate: ¡un pez! —dijo de pronto ella.

En el agua había saltado un pez, como una piedra brillante.

—¡Y yo aquí, sentada, con el anzuelo listo!

Los dos rieron. Después charlaron como si se hubieran conocido toda la vida y fueran dos chiquillos que hubieran salido de sus casas en una distracción con sus padres. Consuelo se conocía el arroyo juncia a juncia. Dónde habían hecho su nido los patos, y la piedra donde las víboras de agua se tumbaban para descansar.

—Y hacerse el amor como nosotros.

Ella se ruborizó instantáneamente. José le alcanzó una mano.

—No seas tonta, mujer. Es una broma como otra cualquiera.

Entonces ella se dio cuenta de que estaba empapada, la ropa pegada al cuerpo —un cuerpo diminuto, pero perfecto— como si la tela fuese un pellejo extraño.

—Estás mojada por completo; vas a coger una pulmonía.

—Bueno, me iré. Pero no dirás nada ¿de verdad?

José la acompañó hasta el sitio desde donde se veían los árboles y la palmera de «La Reyerta».

—Adiós, José. Espero que no me descubras.

En el campo, aunque parezca que nadie nos ve, siempre hay unos ojos que nos siguen. Cuando José llegó a «San Rafael», Gregorio sonreía satisfecho:

—¿Qué? El señorito y la señorita…

Pero él en quien pensaba, con quien soñaba de noche, era con Luisa.


Terminada la cosecha vino la feria del pueblo. De noche, bastaba subir al cerro de Ventura para ver al pueblo iluminado con faroles de carburo. El mercado empezaba a las 7 de la mañana. El ganado se extendía sobre un llano cubierto de estiércol. Los yegüeros con sus largos látigos colgados al hombro, portaban con las puntas en venta carretas cargadas de cebada segada en verde. A las dos en punto el mercado terminaba y los miles de bestias expuestas al sol, desaparecían. Ahora había que darles de comer y beber. Era entonces cuando aparecía el misterioso arte de los gitanos en todo su esplendor. Los sembrados más tiernos desaparecían y los aperadores tenían que dejar paso a las piaras odiadas, para que bebieran en los pozos, chapoteando el barro, ante las trapecerías de la tribu que merodeaba la finca.

Gregorio no podía estarse quieto, y volvía apresuradamente al cortijo con sus yeguas.

Don José por el contrario saboreaba íntegra la feria. Le gustaban las copas del trato, las conversaciones con los labradores del pueblo, los chalaneos de don Fernando, que mandaba en los negocios del mercado, sentado desde las siete de la mañana en un sillón de la caseta.

—¡Don Fernando compra todos los mulos lechales de la Feria!

Se quedaba a comer en la caseta, media hora antes de los toros. Luego, el café apresurado y, a la plaza de madera, donde los novillos cuando hincaban los cuernos en las barreras parecían topar con las cancelas de las dehesas.

A las diez de la noche los tres días había baile en el Casino, un casino de pretensiones hecho con estucos, globos redondos de luz, balaustradas de yeso, y un armario con el Rivadeneyra completo. En el salón de mármol, tocaba la orquesta traída de Morón.

José se acercó a Luisa:

—¿Quiere usted bailar conmigo?

—No. Tengo novio.

—Su novio no está.

—Por eso no bailo. Si estuviese bailaría con usted.

Don José la miró despacio. Estaba sentada, las piernas cruzadas, indiferente. De repente volvió la cabeza, lo vio a él que la miraba y le sostuvo la mirada un rato. «Ella sabe que la quiero» —pensó José.

En los pueblos, los más profundos secretos vuelan como vilanos en Agosto. Y todos sabían ya que a él le gustaba Luisa.