Capítulo IV
BIEN ENTRADO SETIEMBRE, cuando los gañanes pedían permiso para «ir a la vendimia», «a coger uva», como decían a las cogeritas de aceituna gordal, guiñándolas, ocurrió un hecho insignificante en el cortijo, pero que nosotros no tenemos más remedio que consignar. Se trata del primer hombre que agoniza en «San Rafael», después del final de don Santiago. Sin embargo, no es el segundo hombre que debe haber caído en esta tierra gredosa y tibia, abierta por la reja del arado unas dos mil veces y con fuerzas suficientes para criar espigas otras dos mil veces.
Cuando abrieron la era vieja, se encontraron entre gordos ladrillos cuadrados, montones de huesos pegaditos los unos a los otros. «Serán moros» —dijo Gregorio. Otra vez, uno de los gañanes que preparaba las patatas, tropezó con una tinaja alargada de arcilla, como un huevo de hormiga gigantesco. Con la misma azada, la cascó y encontró dentro un hombre barbudo, íntegro, las manos cruzadas sobre una correa de cuero. Un arqueólogo hubiera dado la mitad de su vida por verlo. El gañán vio, muy tranquilo, cómo el aire reducía en un minuto al hombretón barbudo a polvo impalpable, y luego arreó los mulos como si tal cosa. En los cerros del alpiste, otro gañán encontró un esqueleto, con una enorme hebilla de hierro en la cintura. La hebilla, que debía de ser del cinturón, se la llevaron al notario que compraba todos los hierros viejos. Este notario dictaminó que era una hebilla visigótica y la mandó a Madrid, Pero este fue un hombre de carne, no solo de huesos. Ocurrió una semana que don José había ido de ferias con Jeromo, a vender varias mulas viejas. Una noche los chiquillos del yegüero avisaron que se había presentado un hombre en el pajar. «Es Ramoncito, el peregrino» —dijeron.
Estaba allí hinchado con su carita de ratón con barbas, los pantalones atados con tomizas, la chaqueta marrón, con ese color marrón de la tela de los mendigos. Al lado tenía sentado un niño.
Los gañanes le rodearon. Gregorio se acercó rascándose la cabeza:
—¿Qué te pasa?
No contestaba.
—Es la peregrinería. Te habrás hartado de suero en el cortijo de los Yesos.
La crueldad del campo, de gentes que se han cocido y endurecido al sol como las tejas, aparecía. Gregorio sentenció:
—No irás a hacernos una trastada aquí.
Uno de los gañanes apostilló, silencioso:
—Luego viene el Juzgado y todo son líos.
El niño miraba con sus grandes ojos redondos, ojos hechos a pedir, sin hablar nada.
—Tengo sed —rezongó el viejo desde el surco hundido de la boca; y luego, como si fuera una cantinela—: El agua no se le niega a ningún cristiano.
Gregorio fue a su casa, y despacio y como a disgusto, trajo una gran olla llena de leche fresca, recién ordeñada.
—Bebe —le dijo al niño—. Primero tú. Hasta que te hartes.
El niño apretó el cuenco con una alegría casi animal.
Se le oía caer la leche dentro del estómago. Cuando lo dejó, un hilillo blanco le corría por las comisuras de los labios.
—Ahora tú —dispuso Gregorio.
El viejo bebió sin respirar. Parecía que apagaba un fuego interior. «Ahora dejarme dormir» —dijo. Y se restregó entre las pajas.
Hacia el amanecer, el velador de los mulos vino a decir que le parecía que estaba frío. Gregorio se levantó, sin hacer ruido; pero no pudo evitar que despertaran las mujeres.
Gregorio llamó a los faeneros:
—Venga. Cargar con él.
Lo sacaron así, lentamente, sobre los barbechos, hasta la linde del cortijo. Las mujeres y el niño iban detrás, como en un entierro de fantasmas. Pero en la linde de la otra finca, estaba el gordo Alfonso, el aperador del otro cortijo que tampoco dormía, con el mismo miedo ancestral de los campesinos a los Juzgados, los jueces, los empapelamientos.
—Aquí no me traes tú al Juzgado.
Hubo una ligera discusión entre los dos hombres; cada uno plantado en su heredad como un poste. Hablaban bajo la luz cárdena del alba, con palabras duras y cortantes. El cuerpo de Ramoncito mientras tanto se balanceaba sobre la tierra. Por fin los dos decidieron llevarlo a uno de los olivos de la carretera, «los olivos del peón caminero». Luego uno de los faeneros fue por un caballo y partió al pueblo, al galope.
El juez llegó ya muy entrada la mañana.
—¿Quién es? —preguntó al niño que le miraba con los ojos muy abiertos aún.
—Abuelo.
—¿Y cómo se llamaba?
—¡Ramoncito, Ramoncito! —respondían los chiquillos del pago, que habían acudido y montaban la guardia con las moscas.
—Es el mendigo conocido por Ramoncito —dijo el alguacil, escarbándose los dientes con una biznaga—. Su verdadero nombre: Ramón Pastor Iglesias.
El forense le dio una vuelta, despacio.
—¿Inanición? —preguntó el alguacil, oficioso.
—No. Es un colapso. Pero la verdadera causa es la mala vida.
—¿Ha sido aquí? —preguntó el juez.
—Sí, señor.
El chiquillo bajó la cabeza:
—Aquí ha sido.
Fue entonces cuando la vaquera que tenía seis hijos, pidió quedarse con el chiquillo de los ojos abiertos.
—¡Angelito! —dijo—. No tiene la culpa de que su abuelo fuera un peregrino.
—Bueno —sonrió el juez, a través de sus gafas—. Ya te lo mandaré.
—No —contestó firme la vaquera—. Me quedo con él.
El chiquillo no dijo nada y se dejó llevar de la mano hacia la vaqueriza. Con los ojillos chispeantes vio cómo la vaquera ordeñaba una vaca grande y quejumbrosa.
—Anda, ven y bebe.
A Ramoncito el peregrino se lo llevaron tres horas más tarde, en un carro que pertenecía al Ayuntamiento. Gregorio resumió:
—Esta vez nos hemos librado de las declaraciones. El chiquillo es listo.
Y no ocurrió nada más. Muchas veces pensamos que si Gregorio supiese leer, se extrañaría que dedicásemos dos o tres páginas a un suceso así, que parecía de primera intención sin ninguna importancia.