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Capítulo III

FERNANDO HABÍA HEREDADO las misteriosas propiedades de hombre de campo de su abuelo materno. El secreto del hombre de campo consiste en una perpetua inquietud y movimiento. Don Fernando, el viejo, se levantaba entre dos luces, montaba a caballo y daba dos o tres vueltas a todas sus fincas en el día. Para hacerlo tenía que comer, a veces sobre el caballo en marcha, pan, queso y lomo embutido, que sacaba de unas alforjas pequeñitas, y partía, meticulosamente, con una navajita. En el pueblo contaban que muchas noches se levantaba en la madrugada, bajaba a la cuadra, ensillaba el caballo y galopaba el campo para ver si los veladores del ganado dormían.

A los dos días de vivir en «San Rafael», Fernando recordaba a su abuelo. Había nacido con esos detalles que distinguen al hombre que ha nacido para el campo: soportar las botas de becerro todo el día, no dar nunca cifras exactas, permanecer callado mucho tiempo sentado en una silla, y luego, contar con una visión y un olfato, con los que se nace: por ejemplo, pesar a ojo una vaca, adivinar los defectos y las virtudes de las tierras y saber de qué pie cojeaban los sembrados.

Jeromo, junto a él, se sintió rejuvenecido.

—El niño sirve —le dijo a su madre, mientras se afeitaba sentado, la palangana sobre la mesa y el espejo apoyado en su borde.

Por lo pronto, visitaron, uno por uno, los colonos díscolos de unas tierras arrendadas.

—Mi padre ha dicho que no rebaja más que el 25 por 100 de la renta.

Aquellos colonos se habían reunido muchas noches en el batán arruinado. Ahora, estaban sentados en círculo, en la explanada de la casa de Frasquito, el más viejo, donde fueron a buscarlos Fernando y Jeromo.

—La ley dice que el 50 por 100.

—¿Qué ley?

—Anteayer estuvo la comisión y nos lo dijo.

Fernando se puso de pie y desenganchó las bridas del caballo de la anilla que pendía de la pared.

—Mi padre ha dicho que el 25 por 100… Ustedes saben como yo que esa ley no existe, y que lo que sí existe es la palabra de mi padre. Hasta mañana a las doce vale la palabra de mi padre. Desde la doce en adelante, valdrá mi palabra. Y mi palabra es esta: a partir de las doce de la mañana, cobraré la renta íntegra.

Jeromo sonreía, aprobatoriamente, porque así era preciso hablar en el campo. Además, los colonos tenían el dinero de la renta, y solo procuraban dilatar el pago hasta última instancia. «Lo último es pagar» —había sentenciado la Comisión consultada en el pueblo.

A la mañana siguiente, antes de las doce, todos estaban en el cortijo, como si no se hubiese hablado de nada el día anterior.

—Lo mío son veinte fanegas, don Fernando. Si le quitamos cinco, quedan quince.

«El asunto de los colonos quedó arreglado. Pagaron a rajatabla…» —escribió Fernando aquella noche a Madrid.

A la semana, el alcalde del pueblo le había mandado sesenta hombres, «repartidos forzosos».

—Decidle a Jeromo —les dijo— que es un regalo mío para el señorito.

Fernando montó a caballo y galopó hasta el Ayuntamiento. El alcalde era un hombrecillo de unos cincuenta años, de cabeza calva, orejas grandes, los ojos fijos detrás de unas cejas espesísimas.

Parecía no poder con el peso del cargo, y tamborileaba la mano gordezuela, cubierta de vello, sobre la carpeta de hule.

—Soy el hijo de don José.

—Siéntese.

Fernando permaneció de pie.

—Usted sabe, mejor que nadie, que la finca no puede, ahora, con sesenta hombres.

—No hable tan alto.

Fernando puso las manos sobre la mesa y se le acercó.

—Le repito que usted sabe mejor que nadie, que la finca no puede con sesenta hombres.

El alcalde pareció suavizarse:

—No es más que una medida provisional. Compréndalo. Yo le prometo que haremos un reparto más equitativo…

Al salir, las escaleras y el vestíbulo estaban llenos de gentes hoscas, en expectativa. El hombrecillo se dio cuenta de que quizá le hubieran visto demasiado amable con Fernando, y decidió jugar su baza. Se puso de puntillas, hizo un gesto circular con el brazo, como para callarlos y les habló:

—Este es uno de los que tienen la culpa de vuestra situación. Viene a protestar de los forzosos.

Hubo un rumor sombrío, terco. Pero Fernando no dudó. Su decisión le salvó, posiblemente, del desastre. Bajó despacio, sereno, escalón tras escalón, como si no fuera nada con él, y ganó la puerta. Le abrían paso rezongando, lentamente, pero le abrían paso.

Cuando llegó a casa de su abuelo se le había adelantado la noticia. Don Fernando lo abrazó como si hubiera salido del océano. La abuela le hizo subir al oratorio, donde ella cambiaba los paños de encaje todos los días, y rezar en el reclinatorio pintado de rosa.

Luego estuvo en casa de su tío Luis. Consuelo se había convertido en una mujer envejecida, ordenadora, que mandaba en su casa. Recibía muchas visitas de Madrid, y aparentaba estar al tanto de la vida política, lejos de la cominería del pueblo. Coleccionaba Gracia y Justicia —en dos tintas, roja y negra— y oía los discursos por la radio.

—¿Has oído el discurso de don José María en Valencia?

Luis no salía de casa y se pasaba las horas en una habitación transformada en carpintería, que era lo que le gustaba. Tallaba sillas, mesas, repisas, feas, desgarbadas, pero sólidas. No lo hubiera dicho nunca, pero quizá fueron aquellos los años más felices de su vida. Consuelo entraba, de cuando en cuando, en la habitación donde su marido cepillaba una tabla, olvidado de todo.

—¿Has oído lo que ha dicho Marcelino Domingo?

Luis dejaba en suspenso el cepillo, y la viruta caía, levemente, al suelo.

—Como que debíamos irnos enseguida a Sevilla. No sé dónde vamos a parar.


Pero Jeromo intentaba centrar a Fernando en el cortijo.

—El pueblo es una maldición —explicaba a su madre—. El niño puede tener un disgusto.

Jeromo le limpió la escopeta que fue de don Santiago. Otras veces, empujó a Ramírez, el talabartero del cortijo, para que se lo llevara de pesca. Ramírez tenía el pulso para la caña, acostumbrado a coser con el cabo encerado y con la aguja de red. Echaban los anzuelos en el recodo del río más espeso, pero les molestaban los galápagos.

—Los peces huyen ante ellos —decía Ramírez, temblando de ira.

Cuando un galápago mordía el anzuelo, se le atascaba en la mandíbula y no había manera de arrancárselo. Ramírez sacaba el galápago del agua, le ponía el pie encima del caparazón, tiraba, luego, de la cuerda con todas sus fuerzas, hasta que aparecía la cabeza, y después empezaba a cortársela con la navajita que llevaba para el pan. El galápago tiene la piel más dura del mundo, y el degüello duraba un largo cuarto de hora. Más tarde, volvía a tirarlo al agua.

—Que se desangre dentro. Así su sangre espantará a los demás galápagos.


Una tarde, Fernando subió por el arroyo que cruzaba la finca. El arroyo venía del pueblo y tomaba fuerzas con los residuos de las huertas. En la orilla crecían eucaliptus, chopos y algún que otro álamo solitario; pero el arroyo discurría dentro de un túnel verde, formado de zarzas y de cañas, por el que se deslizaban los tejones al maíz. En el cañaveral, la hoja parece pegada arriba sobre la caña, sobre el vástago, como un adorno, como un gallardete para no dejar pasar ni una gota de sol. El suelo es un mantillo de hojas secas, blando, apagado. Fernando oyó unos pasos delante de él. En el cañaveral los pasos consisten en separar las cañas. Fernando adivinó su nombre antes de verla.

—¡Rosita!

Rosita andaba despacio, sonriente, volviendo la cabeza para atrás. Fernando la alcanzó antes de que saliera del cañaveral. Ella le golpeó en silencio, como había hecho en el almacén hacía algún tiempo. Fernando la encontraba más ancha, más alta, más asentada sobre los pies.

—¿Me esperabas?

—Desde que viniste.

—¿Dónde?

—Aquí.

—¿Por qué no te acercaste?

—Me lo hubiesen visto.

A Fernando le sorprendió la blancura de la carne campesina con el contraste de la cara, las manos y las piernas morenas. Hablaban en voz baja, a ramalazos.

—¿Tienes novio?

—Sí.

—¿Vas a dejarlo?

—Bueno. Como tú quieras.

Fernando volvió a buscarle la boca en aquel aire tibio, espeso. A Rosita le florecía el sudor alrededor de los labios, como granos de azúcar.


Un día sí y otro no volvieron los dos al arroyo. Fernando aparentaba engañar a Jeromo con el pretexto de los tejones del maíz. El arroyo era hondo y largo y la pareja lo recorrió en busca de un sitio cada vez más tranquilo. La ruina del molino viejo, el regazo de las dos piedras, la orilla donde las raíces de los eucaliptus habían dejado la arena desnuda. El peligro estaba en los cavadores de las huertas cercanas; pero Rosita era dócil y los dos hablaban lo menos posible. Un atardecer, Fernando que esperaba, vio venir un tejón. Era un tejón gordo, molondrón, canoso. Dudaba, desconfiado. Daba la impresión de que hubiera salido en zapatillas de su casa y de mala gana. Debía tener, cerca, en el cerebro, la sombra del sueño del invierno, y bajaba por última vez a morder las mazorcas.

Fernando levantó el cañón de la escopeta lentamente; pero pensó que era mejor no denunciar donde estaba, ya que otra caza mejor se le acercaba. El tejón pasó y subió después indiferente, tranquilo. Chillaba de satisfacción, con ese chillido de tejón entre ladrido de pekinés y cacareo de gallina. Diez minutos más tarde estaba allí Rosita, descalza, trémula, sudorosa de la carrera.


En invierno, los pájaros del campo y de la ciudad se encuentran más cerca. Es como si los aproximara el mal tiempo y se los oye piar casi por encima… Rosita y Fernando los oían sobre los granados de la huerta. Empezaban a segar la caña y los lugares de escondite desaparecían. Las noches eran además heladas y los dos volvían envarados de frío.

Una tarde Rosita vino con el rostro hinchado por los cardenales.

—¿Quién te ha puesto así?

—Mi padre.

—¿Lo sabe?

—Sí.

Aquella noche no se besaron. Fernando le habló del plan que había elaborado.

—Te irás de tu casa, y tomarás una casita no en el pueblo, sino en el de al lado. Una o dos habitaciones nos bastan. ¿Comprendes? Allí iré a verte más tranquilo.

—¿Y el dinero para todo eso?

Fernando sonrió. Había vendido por la mañana el alpiste y llevaba los billetes en el bolsillo de la chaqueta. Se los dio. A Rosita le relampaguearon los ojos.

—Sobra. Es mucho.

—Mejor. Así te compras un traje para estrenar la casa. Desde ahora tu amo soy yo. Así que no lo olvides.


Jeromo sudaba cuando le iban con las historias de Rosita y Fernando. En los dos pueblos se supo enseguida el precio de la casa comprada y la marcha definitiva de Rosita de su casa. Jeromo daba vueltas en el colchón en el suelo. Las camas de madera estaban en el pueblo, en la casa del pueblo que no habitaban nunca, pero donde los vecinos las veían.

—Si escribo lo que pasa a don José, se lleva al niño…

Le daba también vueltas al dinero gastado por Fernando. Llevaba la cuenta al céntimo y nunca le preguntó ni lo que giraba, ni lo que guardaba. «Tanto de alpiste». «Tanto de la yunta vendida». «Tanto de los verracos viejos…».

—De todas maneras, «San Rafael» da para los dos.

Hablaba en voz alta, como si quisiera que se enterase su madre, que dormía en la habitación contigua, y descargarse la conciencia. La madre se enteraba; pero por lo mismo se hacía la dormida.