10

 

De regreso a mi apartamento pasé por un videoclub. Hacía siglos que no visitaba uno, a decir verdad. Allí alquilé una edición especial de Dos hombres y un destino. Tenía muy claro que aquella película había significado algo para mí en algún momento de mi vida, y quería averiguarlo. Era otra vía de acceso al pasado.

Cené una hamburguesa y un par de cervezas —siempre me ha encantado esa combinación— acompañado por las noticias en la televisión. Luego, me serví una copa y puse el dvd. Como he dicho, conocía la historia al dedillo, diálogos incluidos. Así que me dejé llevar. Era un ejercicio costoso al principio, pero con el tiempo había aprendido a ponerlo en práctica: relajaba la mente hasta apartarla de todo cuanto me rodeaba y la centraba en algún detalle próximo, en este caso la película. Después, poco a poco, me iba distanciando también de ella y dejaba que mi cerebro se quedara en blanco o, al menos, todo lo vacío que pudiera estar. Era imposible dejar de escuchar o de ver, pero sí era capaz de no procesar conscientemente lo que veían mis ojos u oían mis oídos. Así que llegó un momento en el que Newman y Redford andaban tratando de convencer al tipo del interior del vagón para que les abriera la puerta donde se hallaba junto a la caja fuerte y yo me encontré lejos de allí. Y también lejos de mi salón. Mi memoria comenzó a trabajar con el pico y la pala, solapando imágenes sobre aquellas que tenía ante los ojos. Había llevado tiempo, pero al fin lo estaba consiguiendo. Dejé de ver a los protagonistas de la película ante el tren que habían detenido en medio de una vía, cruzando un desértico paisaje, para contemplar claramente el interior de un banco cuyos empleados estaban siendo atracados por varios tipos de caras cubiertas con pasamontañas. Los delincuentes iban armados con pistolas y parecían extremadamente violentos; mantenían al personal tumbado en el suelo, cabeza abajo con las manos entrelazadas en la nuca. Gritaban y, en ocasiones, propinaban puntapiés a algunos de los secuestrados. La escena era trepidante: uno de los encapuchados se encaramó al mostrador, el arma alzada sobre su hombro, y amenazó a voz en cuello con matarlos a todos si no le abrían la caja fuerte. Otros dos se dedicaban a saquear las cajas tras las ventanillas mientras el cuarto levantaba al empleado de mayor edad casi en volandas y lo empujaba hacia el interior de la sucursal.

Nada tenía que ver aquello con la secuencia de la película, ésta casi cómica mientras que la mía rayaba lo cruento. Sin embargo luché por permanecer allí; por ver más. Algunas mujeres gritaban y gimoteaban presas del pánico. Un hombre suplicaba que no les hicieran daño, que se llevasen cuanto quisieran. Y en medio de aquel caos, el tipo sobre el mostrador apretó el gatillo. Fue un tiro dado al aire que impactó en el techo provocando una lluvia de yeso y polvo blanco; pero sirvió para que todo se sumiera en el silencio más terrorífico. Fue entonces cuando se escucharon unas sirenas a lo lejos y alguien gritó:

—¡Vámonos de aquí echando hostias!

Los que saqueaban las cajas tras las ventanillas tiraron las bolsas donde estaban metiendo los billetes y salieron como almas que persigue el diablo. El que había llevado a empujones al empleado hacia el interior salió de una sala a toda prisa, uniéndose a los que se precipitaban ya contra la puerta.

Afuera esperaban dos coches, motores encendidos. Al interior de uno de ellos se lanzaron un par de atracadores. Yo decidí acompañar al que penetraba de cabeza a través de la ventanilla delantera abierta del segundo vehículo. Otro encapuchado iba al volante de éste, y yo me situé en el asiento trasero. Las ruedas chirriaron antes de salir disparados hacia delante, levantando una intensa humareda acompañada de un fuerte olor a caucho quemado.

Todo fue tan real que, aun consciente de estar nuevamente en el salón de mi apartamento, sentí un ligero sabor en el paladar a aquel neumático chamuscado. Lo apacigüé con un trago de whisky, esforzándome por no perder el rastro de aquel recuerdo, o de lo que fuera, como ya me había sucedido ante la isla. Pero en esta ocasión las imágenes estaban siendo más intensas, así que logré permanecer en aquel asiento trasero mientras huíamos de dos coches patrulla:

El copiloto se mostraba alterado. Con razón, pues los dos vehículos de la policía nos pisaban los talones. Aún sostenía su pistola —la que había disparado al aire en el interior del banco— en su mano derecha, y gesticulaba constantemente dando órdenes al conductor.

—¡Acelera este puto cacharro! ¡Esos hijoputas nos van a pillar!

—¡No puedo ir más rápido, coño! ¡Nos vamos a salir de la carretera!

El automóvil había abandonado la vía que cruzaba el pueblo y acababa de acceder a la comarcal entre derrapes, frenadas bruscas y acelerones impetuosos. Trataba de seguir al otro coche, pero éste se iba distanciando por momentos.

—¡Tienes que despistarlos, tío! —le seguía gritando el copiloto mientras se giraba para comprobar la distancia que nos separaba de la policía por el cristal trasero—. ¡Están muy cerca, joder!

—¡Hago lo que puedo!

—¡Pues no es suficiente! ¡Vamos, vamos, vamos!

Las sirenas se escuchaban cada vez más cerca. Detrás, otra patrulla se unía a la persecución.

Entonces, una carga de dinamita explosionó en la pantalla de mi televisor, haciendo volar por los aires la puerta del vagón junto con las imágenes de mi cabeza.

Salí del trance, perplejo; mis manos sudaban aferrando la copa. Tomé otro sorbo. Y después, apuré el vaso de un trago.

Lo rellené como por instinto mientras trataba de calmarme. ¿Qué había sido aquello? ¿Un recuerdo? ¿Una fantasía de mi imaginación alentada por la película? ¿Quizá una creación propia de mi adolescencia que se forjó cuando vi por primera vez Dos hombres y un destino? ¿Algo que escribí en la vieja máquina de mi sótano en Aviol?

Ante mí, la bola de nieve de cristal resplandecía por los fogonazos de la pantalla, en medio de la restante penumbra del salón. En su interior, el velero descansaba tranquilo mientras su sombra se veía deforme y monstruosa proyectada entre el techo y la pared. No era capaz de distinguir el grabado en el pie de la bola; ese que rezaba Smurf. Pero lo intuía. Y seguía sin decirme nada. Sin provocarme el más mínimo recuerdo o sentimiento. Aunque presagiaba que cada vez me hallaba más cerca de mi propósito.

Una hora después de la medianoche, cuando estaba a punto de terminar el dvd, mi móvil empezó a sonar. Para entonces el alcohol ya había hecho suficiente mella en mí, y todo me importaba un carajo. Al otro lado escuché la voz de mi socio, Víctor Vielma. Sonaba molesta:

—¿Se puede saber qué coño te pasa, Darío?

—No sé a qué te refieres, amigo —le dije sosteniendo un pitillo en los labios mientras lo encendía.

—Pareces nuevo, coño. ¿Te follaste a Sandra?

—¿Quién te lo ha dicho?

En realidad no pensaba contarle ninguna milonga. Sólo me interesaba saber con detalle qué sabía él y por quién se había enterado. En cierto sentido, creía que yo llevaba mi parte de razón, aunque no hubiera sabido manejarlo con discreción.

—¿Y qué cojones importa eso ahora? Te la tiraste y punto. Y la has cagado, ¿lo sabes?

—Algo tengo entendido…

—Déjate de gilipolleces, colega. Montasteis un numerito de los gordos en el Nowtilus, delante de los clientes y del personal. ¿Has venido a participar en el negocio o a hundirlo, colega?

—Oye, espera un momento. Yo no lo provoqué…

—No, claro. Tú sólo le metiste la polla. Eso es suficiente. A una de tus empleadas…

—Cuando lo hice aún no era mi empleada.

—¿Quieres dejar de joderme? —aulló fuera de sí—. No sabes dónde estás, tío. Esta ciudad sigue siendo un puto pueblo, sobre todo en invierno. Los parroquianos hablan, y de ti ya se están oyendo cosas por aquí. ¿Y sabes lo que dicen? El nuevo dueño del Nowtilus, un maltratador, un chulo… ¿sabes lo que eso significa?

—Lo siento, Víctor.

—No, Darío. No vale con sentirlo. Hay que ser previsor. Esto es un negocio. Si quieres follar, vete a otra discoteca. O a un puticlub.

—Creo que lo estás sacando de quicio.

—No. Estoy siendo benévolo contigo, pero parece que no te das cuenta. He tenido que despedir a Sandra hoy mismo. Y en cuanto a ti, prefiero que no pases en un tiempo por el local. No quiero que te vean por aquí hasta que no se haya pasado el efecto de lo que hicisteis. ¿Lo has entendido?

—Lo he entendido. Y créeme, lo siento. No supe cómo pararla. Salí a tomar una copa y a arreglar lo nuestro y se puso hecha una fiera. Esa tía no está bien de la cabeza, Víctor. Fue… una noche, joder. Y a la mañana siguiente ya se creía que formaba parte de mi vida. Te aseguro que he estado con muchas mujeres y…

—Déjalo. No tienes que darme explicaciones. —Su tono se relajó de repente—. La mayor cagada no fue que te acostaras con una de las camareras, sino que eligieras precisamente a Sandra.

—¿Por qué lo dices?

Hubo un breve silencio al otro lado.

—Digamos que… no es una mujer equilibrada. Es buena persona, sí. Y una gran profesional. Y, además, está muy buena. Pero… su cabeza no funciona del todo bien.

—¿En qué sentido?

—Tiene problemas. No sé. No acepta su edad, cree que no lleva el tipo de vida que le corresponde y se siente más sola que Dios. Es una tía rara… pero a mí siempre me ha funcionado y nunca me ha causado problemas. Y ahora llegas tú y en un día lo jodes todo.

—Oye… Ya te he dicho que lo siento, ¿vale? ¿Cómo iba a saberlo?

—Bien. Pues ahora ya lo sabes. Así que te agradecería que no volvieras a mezclar los negocios con el placer en el futuro, ¿de acuerdo?

—Lo tendré presente.

—Te lo digo en serio, Darío. Esta vez lo he arreglado. La próxima, tendrás problemas. Y serios.

—Te lo agradezco, amigo. De corazón.

—Espero no verte por aquí al menos en un mes. Ya me encargo yo de todo.

—Nos vemos.

En parte, había sido una liberación. Me sentí molesto tras la llamada, pero era cierto que Víctor me había quitado un peso de encima. Había despedido a Sandra, y aunque ello me incomodara y me hiciera sentir culpable, quizá fuera lo mejor que podía pasar. Ya no tendría que volver a verla. La había apartado de mi vida de un plumazo.

Salí a la terraza a terminar el cigarrillo y a respirar hondo. La lluvia había concedido un paréntesis a la noche y la sensación que llevaba aplastándome el pecho desde que amaneciera aquella mañana en el apartamento de la camarera se había esfumado con ella. Me apoyé en el peto y me asomé a la ciudad desde aquella imponente altura. Hacía frío, pero yo no lo notaba.